Al rastro

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La guerra gaucha (1905) de Leopoldo Lugones
Al rastro
Chasque
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
AL RASTRO


Trasmontaba el repecho, al caer la tarde, un jinete pensativo. En el descenso, sus hombres nivelábanse paulatinamente con la loma, casi tapados por las alas del chambergo. Así se lo veía de espaldas; mas por el frente, descubríase á un gaucho que regresaba, sin duda, de algún cercano carnaval. El almidón sahumado con albahaca, que las mozas le arrojaron, blanqueaba en su sombrero; y en su golilla roja, trizas de los huevos cargados con agua de olor.

Repercutiendo iban en su oído el eco de los tamboriles con que los jugadores acompañaron sus vidalitas, el son de los elkenchos con que las cornetearon; y éstas escurríanse entre sus bigotes, traducidas por un silbo que poco a poco se transformaba en cantilena.

Blanditos sentía aún en la cintura los brazos de la muchacha con la cual, enancada en su overo, saltó por gala y mejor que los otros la tranquera del guardapatio. Linda parranda con chicha y manoseo á discreción.

A la mojadura del carnaval cuyos rastros antruejaban su poncho, uníase la descarga de un chaparrón que lo sorprendiera en el faldeo, retardándolo; pues como la nube braveaba y el galope suele atraer centellas, mientras llovía tranqueó.

Pero, aunque nada le impedía ya apresurarse, continuaba con lentitud el descenso. Su mirada seguía las curvas de la senda, pegada al suelo como una hilera de hormigas. Y á cada paso redoblaba su atención. A su espalda, la nube, cubriendo el sol, envolvía los cerros en una sombra cerúlea. Por la derecha, una quebrada llena de granizo imitaba fugaz ventisquero.

El hombre, muy echado siempre sobre el arzón, exploraba la cuesta. El aguacero no la había alcanzado, y quizá sus riscos preservarían algo de lo en que se preocupaba.

Aquellas cavilaciones acabaron con una sonrisa de evidencia que indicaba profesional orgullo. Huellas de mulas, y de mulas montadas á juzgar por la limpieza con que se imprimieron las lumbres de los cascos, abrían una rastrillada en dirección opuesta á la suya.

Coligiendo el número y el paso de las bestias, avanzaba, todavía más sonriente; pues si antes encontró el rastro, ahora lo hallaba, infiriendo de esto una probabilidad. Durante un rato desapareció tras la loma en el valle que la separaba del collado vecino. Él maliciaba ahora algo de eso. Diez rastros distintos implicaban diez mulas diferentes. Nadie poseía por allá ese número; no se trataba de peones, pues. Tampoco eran de sus contertulios, porque ese camino quedaba á trasmano y ellos no pasaban de seis. Seis, y diez las mulas...

Inútil pensar en una arria; éstas preferían el camino real. Luego, no las sacaba él por mulas cargueras, sino montadas, como lo decían claro la rectitud y la equidistancia de sus huellas.

El caballo cabeceaba con ese aspecto sonámbulo que toman las bestias mansas cuando se apriscan en el crepúsculo. Su baba desprendíase en hebras sobre la rastrillada de los misteriosos caminantes.

—Van de dos en fondo... —gruñía sordamente el rastreador, hablando en presente como si pasaran por allí. "Aquí se paran... Aquí trotean..."

A ratos, la vibración de un trueno se propagaba por la tierra, sordamente, como una palabra enorme.

—Y no eran de las mulas del pago las huellas, pues bien que las conocía en cien leguas á la redonda.

Una idea salió de entre sus cabellos, enturbió la tarde convertida en sospecha. Esos jinetes ahora ocultos por las montañas que se erguían detrás, empezaban á alarmarlo.

En un limpión habían desensillado. Patente estaba donde se revolcó una bestia: —como planchado el piso. Para mejor, resaltaban allá huellas de pies descalzos, y no de indio, pues los rastros se cortaban entre los dedos y el talón...

Más lejos, tiritaban algunos pelos en una rama; indicio de que los caminantes no llevaban guardamontes. El animal que los dejó era cebruno; y el más delantero, macho; porque en su huella, la ranilla dibujaba una media luna en vez de una horqueta...

Esto, nada añadía á la investigación, pero confirmaba su exactitud.

Más atento cada vez, el transeúnte ascendía ahora por el collado frontero, mientras una frase definía su suspición:

—Los maturrangos!

La sierra elevada detrás de su soliloquio, lo sabía; y hacia ella volvió su caballo, ya en la cumbre de la eminencia.

Tras los cerros surcados por cándidas neblinas, la nube formaba un telón de seda malva donde efundía la luz pulverizaciones de azafrán. Encima, exornando menudos pliegues, desflocábanse copitos de oro claro. Una amarillez sulfurosa entibió aquel matiz. Bajo haces de luz grisácea, un escalón de montaña apareció aterciopelado de tierno verde.

Enrareciéronse más los vapores; simularon sus reflejos, al cambiar sucesivamente de viso, lentos relámpagos. El matiz, primero violeta, refrescóse en azulado; neutralizó en blancuras levemente iluminadas de lila, y enfriose de pronto en una cárdena dividez. El seno de la tormenta coaguló después, semejando hialina carne de uva, delicuescencias de carmín que concentraban, arriba, lóbregas púrpuras. Sesgas barras de sol se desdoraron sobre el valle. Volvió á amoratarse aquel mortecino fuego, y tórridas rubicundeces escaldaron el nubarrón. Una arboleda reavivaba el coloreado ambiente con su masa, en el fondo. La loma de índigo tornasolaba como un buche de paloma, y el horizonte fingía una profundidad de río rosado.

El rastreador, con una mano sobre las cejas, revisó las cumbres. Muy lejos, un grupo de guanacos huía de peña en peña, y este incidente advertía. Por allá andaba gente. Los de la rastrillada, fuera de duda.

Esta certidumbre, bruscamente, lo animó. Aquella tropa llevaba buen paso é imposibilitaría su alcance si él se ponía a citar la montonera. Entonces, era claro, iría solo. Portándose ardidoso, uno contra diez bien podía...

Instantáneamente se decidió. Recogidas las riendas, los talones entreabiertos, calculó todavía la distancia, el mejor camino para ganarles el frente, cortando campo. Y ante el crepúsculo apareció terrible.

Abollada la nariz, su faz recordaba una calavera. Sus ojos zarcos de potrillo, asaz separados, adquirían nublosa humedad. El chambergo lo nimbaba. Las borlitas de su barboquejo pasado por el vómer, erizábanle el bigotillo ruano.

Una postrer mirada agujereó la serranía cuyo negro zafiro se aligeraba en una traslucidez de vidrio espeso. Imitando oscuro cortinaje, algún chaparrón lejano caía de la nube. El hombre hesitó un momento aún, taloneó el caballo, acomodó contra el carrillo la mascada de coca y se puso á marchar sobre el rastro. Las vidalitas del carnaval continuaban:

Qué lindo es ver una moza
-La luna y el sol-
Cuando la están pretendiendo
-Alégrate corazón-

Se agacha y quiebra palitos
-La luna y el sol-
Señal que ya está queriendo.
-Alégrate corazón-.

Los estribillos indefinían quejumbres, sugiriendo quimeras de libertad infinita en el desamparo de esclavitudes sin término; ruegos de algún amor convaleciente de grandes infortunios, congojas de la ausencia, desahucios de la nostalgia...

El cielo, delicado cual una cutis, transparentaba un rosa diáfano, mientras de realce el lucero lo sensibilizaba con su leve palpitación.

Miren allá viene Pagua
-La pura verdá-
Alegando con la arena,
-Vamos, vidita, bajo el nogal-
Así han de alegar por mí
-La pura verdá-
Cuando me pongan cadena.
-Vamos, vidita, bajo el nogal-.

A través de la tarde, el caballo acompasaba soñolientamente la molicie de su trote.


El destacamento realista, engrosado por la junción de otros cinco, halló el vivac de su regimiento al caer la tarde. Extraviado por su guía, que emprendió la fuga apenas entraron al fondo del monte, regresaba, después de haberlo fusilado, sin indicios de las provisiones cuya pista buscaban al azar.

Los restantes, salvo uno que traía media res de llama, corrieron la misma suerte. Ninguno halló enemigos ni poblaciones. La montonera descuidaba por lo visto aquellos parajes, concentrada, quizá, sobre el grueso de la columna. Dormirían tranquilos, siquiera, merendando sueño para mitigar el fracaso.

Hostigaban su cansancio cuatro noches de vela. Sus mulas harto sobajadas, lo requerían también. Desde la altiplanicie venían, firmes en su tozuda mansedumbre, pero ahiladas por la penuria, desangradas por los vampiros del bosque, enarbolando la melancolía de sus orejas sobre la rabia lúgubre del ejército endilgado en el brete de los cerros inacabables. Ya no contaban sino con muy pocas, y una vez cansadas se las comían. Viajaban sobre su almuerzo, mas tal circunstancia suponía punzadora aprensión. Esa noche, seguros de la soledad, no obstante, durmiéronse sin mayor inquietud.


Junto á un peñasco que cobijaban molles, el rastreador, de bruces, esperaba. A su lado, cuatro hombres en la misma posición, dirigíanse de rato en rato palabras imperceptibles.

Los invasores pernoctaban á poco trecho, en torno de los fusiles empabellonados que descubría con su vislumbre la luna, muy delgada aún y ya próxima al horizonte. Más adelante, el montón de las bestias se movía confusamente; y otra masa inmóvil en el centro de la tropa dormida, denunciaba un carretón que formaba el parque. Los centinelas, vencidos sin duda por el sueño, no erigían en el contorno su avizora silueta.

Uno de los insurrectos se enderezó hacia su caballo que empezaba á olfatear, envolviole la cabeza en el poncho para prevenir incautos relinchos; otro improvisó al suyo, inquieto también, un acial con la manija de su rebenque. Tendiéronse otra vez, llaparon sus mascadas de coca y acomodaron de nuevo los puñales en la vaina, el filo para abajo, de modo que salieran cortando cuando saliesen. Cual más, cual menos, imitaron los otros, y pronto reimperó la inmovilidad. La campaña dormía bajo sus vientres.

Pasó una hora. La luna entróse por fin, y un soplo de aire cosquilleó las nucas de los guerrilleros. Lo esperaban. Era el viento que sopla cuando se pone la luna, y que acudía puntual al reclamo de sus silbidos.

Al primer soplo sucedió uno más sostenido, y otros, y otros. Los árboles murmuraron entre sueños. Rápidamente acentuáronse las vibraciones de la atmósfera, prolongando susurros en los matorrales. La brisa desplegaba del todo su cinta sonora, acelerábase el guiño de las estrellas y una especie de habla vagorosa levantábase de los campos...

Cinco sombras se escurrieron hacia el real, doblemente encapuchado por la modorra y los capotes; y poco después flotaron en torno vagas humaredas que el aire difundía á ras de tierra. Algunas chispas corrieron entre los pastizales; surgieron llamitas temblonas, alzándose un jeme del suelo, brotando más allá... Y como en ese instante se hinchara el viento, reventó en la noche una erupción de fogatas.

Y con el resplandor, á toda la furia de sus caballos, arremetieron los insurgentes, palmeándose la boca, alto el rebenque sobre las maltrechas pelambres de las mulas que coceando al fuego se desbandaron.

El incendio avanzaba contra el carretón del parque, amagaba con la borla de chispas de su penacho al tremendo combustible. Los ocho ó diez rubíes de la abrasada sortija que acorralaba á los chapetones, fundíanse en un solo cráter. Adelgazadas por el fulgor, saltaban figuras tenebrosas bajo el humo, é hincándose en pelotones fusilaban sin saber lo qué.

Un piquete se tendió azoradamente en guerrilla. Hombres medio desnudos arrastraban á brazo el polvorín. Clamoreaban voces de mando, juramentos de cólera desesperada, súplicas, imprecaciones. Un clarín loco estalló en dianas.

Rubias pavesas llovían sobre la techumbre del vehículo. El incendio mordía los matorrales á la raíz, aleteando con el estrépito de una lona que flamea, congestionando los rostros su tufo urente, avinagrando los ojos su cáustico humo. Los árboles respondieron con silbos y batacazos al tiroteo de la encandilada tropa. En rizos de azulada luz prendíanse los vástagos secos, en plúmulas de llama que se retorcían al aire como esquilados rulos. Levantábanse del monte pájaros temerosos, corrían alimañas por el suelo como una dispersión de ovillos oscuros.

Golpes de aire rompían á intervalos la ígnea malla y abatían la humareda, descubriendo palpitantes alfombras de ascuas. La columna retrocedía ante esa irrupción de los batallones del fuego que los insurgentes desataban á su paso; semicirculaba sobre el costado de la quemazón, pero las llamas erizaban porfiadamente su trémula crestería, azotábanla en flecos sobre los ramajes tan ardidos que parecían de cristal, desahogaban en el ámbito de la noche los jadeos de su pulmón. De la columna alzábanse bayonetas y espadas, negras sobre la iluminación que enrojecía el ámbito en surgencias bruscas como cachetazos, avivando marchitos galones y desvaídas franjas.

Aquellos soldados maniobraban tácticamente bajo el dosel de fuego, con tan heroica temeridad, que los cerros lejanos decían ¡bien! bajo sus embozos de nieve.

El incendio les cocía las ancas, pegando á sus trajes chispas encarnizadas como tábanos; y mientras unos arrastraban la carreta, otros iban contrafogueando más adelante para quitar pábulo á la llama. La salvación dependía quizá de ese atajadizo que salvaron por fin; pero el viento se encaprichó. Aspirado por el horno que la combustión cavaba, rodó la hoguera sobre aquel baluarte. Las llamas tendiéronse como brazos, prendieron en la parte opuesta y el combate recomenzó.

Los regimientos de la llama invadían con sus meandros las tinieblas, encharcándolas de líquidos carbunclos.

Trasgueaban primero guerrillas de saltarines duendes; detrás rutilaba más alto el revoloteo de espadas rosas y flamígeros gallardetes de la dragonada; después, entre chisporroteos que reventaban en el aire crespas mazorcas, venían empenachados por densos plumajes, más altos, más altos, los coraceros de ocre; y en el último término, los árboles que erguían el doble tizón de su horqueta en la oscuridad, eran más altos aún, los granaderos colorados con sus cotas de escama reverberante.

Crepitaba en los gajos verdes profusa mosquetería. Sordos cohetes trazaban por el aire su punto y coma. Las cortezas deshacíanse en virutas candentes. Y sobre esta trifulca de resplandores y de humos que el paso de la tropa espesaba aún con su polvareda, el ronquido de las llamas sobresalía.

La retirada convirtiose en escapatoria. Desfilaban hacia lo desconocido, arrastrando su derrota en las soledades, aplastados por un techo de humo tan bajo, que las cabezas metíanse en él á veces. Y de la soledad surgió un nuevo obstáculo. Una pirca les barreó el camino, y ante tan inesperada trinchera sus albedríos claudicaron. Semejante colaboración de azares, sobrentendía conjuraciones misteriosas.

El extravío de las catástrofes colectivas los enloqueció. Algunos acomodaron sus fusiles con suprema decisión bajo los mentones. Las navajas comenzaron á abrir paso. Uno apareció sobre la pirca, de pie, los brazos abiertos, y le gritaron ¡canalla! de todas partes...

Mas el clarín pronunció entonces su palabra de obediencia y de muerte. Pirueteando volteos para escalar aquella pared, fueron pasando todos; y apenas seguros tras ese obstáculo que los salvaba, no obstante, un recuerdo los asaltó: la carreta!

No bien lo dijeron, cuando sobrevino la explosión. Y enterrados aún por el fardo de humo que les dio encima, una cosa formidable pasó entre ellos sembrando la muerte. Aquello atravesó la humareda, se perdió en la distancia aullando. Sintióse que arrancaba nuevamente de la sombra, lanzándose en otra arremetida...

Ahora lo divisaban. Sable en mano, un jinete, uno solo, precipitábase sobre ellos. Muchos calaron bayoneta; pero enceguecidos todavía, no evitaron la carga. El temerario cruzó entre una vorágine de sablazos y de aullidos.

Una exclamación...

...Un silencio...

...Otro galope.

En el boquete con que la explosión abriera la pirca, apareció otra vez. Cerró contra las filas. Dio en la punta de las bayonetas. La descarga tumbó su caballo, mas él salió ileso, en cuclillas, ante los soldados atónitos; corrió hacia el cerco gambeteando para esquivar la red de punterías con que lo acosaban, y respaldado allá, esperó.

Los realistas atropellaron, y un haz de sables levantose sobre él. Al canto ardía un matorral, de modo que la lucha se destacó sobre ese foco. Los sables alzados cayeron, y al levantarse otra vez, el combatiente de la patria apareció todo de púrpura.

Pero él atacaba también, multiplicando pases y fintas, ya quebrado en imprevistos esguinces, ya echado al suelo un instante para distenderse mejor en el resorte de sus tabas. Tan apretados se le iban, que imposibilitaban los balazos.

Codiciosos de ese pellejo disputado con tal bravura, rugían su concupiscencia en ternos, amortiguadas las mandíbulas por la dentera estridente del coraje. Aquel gaucho representaba en persona al incendio vituperándoles su derrota; mostraba ¡en fin! al alcance, un poco de carne rebelde. Existía tal seguridad de matarlo que ni le intimaron rendición.

Su machete fraseaba siempre. Tejía á quites una reja en torno de su desnudez escarlata. Su cabeza parecía una albóndiga cruda. Ya no le quedaban facciones, eliminadas en su propio carmín como el disco de un sol de otoño.

Un instante desapareció, pero todavía volvió á intentar otro ataque. No lo dejaron. Veinte filos mordieron su carne, un fusil lanzado por detrás del cerco le golpeó la cabeza...

Todavía una manotada... un grito... El silencio después...

En ese momento, alguien ordenó de la sombra:

—No le maten!


Bajo unos árboles, el coronel rodeado de sus oficiales observaba al herido con cejijunto encaro. Un torzal de pábilo fijo en el fusil del centinela de vista, hacía de antorcha. La luz soslayaba con bruscos mariposeos sobre los semblantes. El reo, sentado en una piedra, hilo á hilo se desangraba.

Desnudo de la cintura arriba, cruzado el pecho de ojales en los que se aglutinaba con sangre el vello, resollaba á bufidos. En su hombro derecho, distinguíase un sablazo, como una presilla. Desbordaba de sus cejas la sangre. Sangrientos mechones remendaban su frente. El brazo izquierdo era un picadillo á cuyo extremo la mano, rebanada al través, vertía sangre sobre la rodilla en que se apoyaba. Por detrás, veíase las prominencias de sus lomos geminados como ancas de caballo, y entre aborrascadas mechas el sudado bronce de la nuca. Las rayas de tizne que lo cebraban, parecían otros tajos.

Sin médico ni recursos, no podían socorrerlo. Tampoco quiso acostarse en el capote que le ofrecieron. Y con un estupor semejante al miedo, se habían puesto á verlo agonizar.

Ese herido decía bien en qué carnaduras arraigaba aquella insurrección cuyas falanges de cerros escondían tales cordilleras de hombres. No era en verdad más que uno, y sin embargo, empequeñecíanse alrededor de su cintura. Por sobre todo, él resultaba vencedor, y su fortaleza de árbol parecía jactarse de ello ante la muerte.

A la distancia, el reflejo de la quemazón coronaba una loma. Una nube completamente rosa como el ala del flamenco, ocupaba el cénit, profundizando por contraste la oscuridad. El silencio sucedía a los alborotos de la fuga. Transpiraba de las tinieblas un vaho de tierra cocida en las ráfagas.

Poco á poco, la efigie que veían a su frente, penetrábalos de admiración. El gaucho se desangraba siempre. Rehollaba ya en un charco. El jefe, cohibido por lo anómalo de la situación ante ese hombre espantoso que infundía a la vez ira y piedad, aventuró reflexiones, encarándose al parecer con la sombra:

—... No saben lo que hacen. Entronizan caudillos que los roban y los indisponen con la autoridad, y luego se matan unos á otros... No piensan que las armas del rey triunfarán...

El hombre esputó de lado una flema roja.

—... triunfarán al fin... que no ha de amnistiarlos entonces...

—Coronel, ¿qué horas me manda ajusilar? interrumpió el herido.

Miráronse de rabo de ojo los circunstantes, y el jefe, como si nada advirtiera, preguntó al rebelde:

—Cuántos érais?

—Cinco. Vea, yo iba en derecera'e mi rancho, no? y devisé las güellas. Po'aquí va España, le dije á mi flete. Endenantes han pasao. Y ya rumbié tamién. Me toparon cuatro mozos amigos míos y me acompañaron. Ya cerró la noche. Ya no víamos... Po'el olor más juerte'e los poleos pisotiaos, sacaba la rastrillada. Yo creiba qu'eran diez juntos... Y cuando vide qu'eran unos más, ya no me quise volver...

Unos más, sumaban ciento y tantos; pero la aritmética del hombre concluía en sus pulgares.

—Me dentraron unas ganas de peliar!... Ustedes vayansé con las mulas, les dije á los otros. Yo me quedo á ver la chamusquina pa contarles. Me saqué la camisa y la guardé. Asina somos los pobres, coronel. El cuero sana; pero el lienzo...

Expectoró otra vez, escarbándose las narices con su mano restante, al paso que tramaba el relato de su complot.

—Güeno; esperamos tiraos de barriga en el pastizal hasta que se dentró la luna. Y redepente... 'jo'e pucha! les metimos juego a esos campos... Y acabe usté el cuento, coronel!

Le chantó al jefe en la cara su risa gangosa de ñato, empapada en sangre. La jactancia de aquella heroica chiripa afeolo de tal modo, que el jefe tiritó vagamente.

—¿Entonces, tú solo...

—Solito, coronel.

—No mientas!

Los hilos rojos que corrían por su frente trocáronse en dos cascaditas; sus costillares se combaron, y sin hallar respuesta se amorró, gruñendo entre la sangre un viva la patria.

Nadie alzaba tampoco la cabeza. El reo movía distraído sus pies, por entre cuyos dedos regurgitaba un sangriento lodo. Ahora nauseaba un poco, y vagos escalofríos sacudíanle las quijadas. El jefe, casi en secreto, y sin advertir que ya no lo tuteaba, reprochó:

—Qué sabe Vd. de patria?...

El herido lo miró en silencio. Tendió el brazo hacia el horizonte, y bajo su dedo quedaron las montañas —los campos — los ríos — el país que la montonera atrincheraba con sus pechos — el mar tal vez — un trozo de noche... El dedo se levantó en seguida, apuntó á las alturas, permaneció así, recto bajo una estrella...

Las miradas atenebráronse. Entraron las barbas en los cuellos de los capotes.

El silencio agrandábase más y más, casi hasta la angustia. La antorcha improvisada se consumía.

Un abejeo de ideas llenó la cabeza del jefe que entrecerró los ojos. Esa patria con su fatalidad colérica se le imponía. ¿A virtud de qué suscitaba semejantes denuedos? Las vidas de esos hombres exhalábanse ante ella como un fúnebre incienso, y en nada la podían los ídolos seculares: —Dios, España, el rey...

En ese momento uno de los oficiales se aproximó suavemente:

—Coronel...

El jefe se estremeció.

—... parece que ha muerto, concluyó el oficial.

Y apagó el torzal de pábilo.