Aves negras

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Aves negras[editar]

Los tiempos son duros, la plata escasa, el trabajo honrado mal retribuido y la vida cara. En semejante situación, unos trabajan con más ardor, otros viven de privaciones, todos se empeñan en salvar el paso, a la espera de días mejores, de abundante cosecha y de comercio más fácil.

Las aves negras, ellas, revolotean por encima de las ruinas, buscando su presa, entre la multitud atareada, en lo más gordo, lo más sano del cuerpo social.

Con gritos de cuervo, despedazan el honor, los bienes de sus víctimas; las difaman, las calumnian; y si dan con infelices incautos, los despojan en conciencia de todo lo que constituye la vida: fama, fortuna, libertad.

¿Sus armas?... ¡La ley!

-¡Sí, la ley! La ley falseada, manoseada, conculcada por sus maniobras infames, por sus mentiras atrevidas, por sus acusaciones audaces que pueden obligar al juez más recto a poner a disposición de estos forajidos y en contra del inocente, las armas sagradas que le han sido confiadas para castigar al culpable y defender al débil.

Escarban en las deficencias de la ley como en estiércol nutritivo, y las saben aprovechar con astucia.

En ciertas provincias, por ejemplo, les bastará para armar su trampa, declarar bajo juramento, que la víctima elegida, -un hombre honrado, de buena fama, de buena familia, de posición desahogada, conquistada por su trabajo,- ha robado a su protegido, -un pobre desgraciado,- afirman, -cuyo sudor vertido a torrentes,- claman, -le había permitido hacerse de una puntita de animales.

La víctima del ave negra es negociante; el acusador, o sea el protegido del pájaro, es un infame borracho, que ha dado en pago al negociante sus animales, que apenas valían la cuarta parte de lo que le debía. Una irregularidad cualquiera en la transmisión de los animales, ahí está la base de la querella.

Una pirámide sobre la punta de un alfiler: pero el ave negra es hombre muy vivo.

Compra testigos, -con promesas, que son más baratas;- tiene sus espías que vigilan a la víctima y hacen correr sobre ella, mientras se forma secretamente un sumario, los díceres más tremendos, arruinándola moralmente, antes de asestarle el golpe final. Crean la atmósfera deletérea que debe turbar la conciencia del juez y la opinión pública.

Y consiguen al fin, con sus solas afirmaciones, -victoria bochornosa sobre la justicia,- una orden de prisión contra este ladrón, acusado de haber despojado a un pobre trabajador; y lo traen, sin que nunca haya sido siquiera interrogado por autoridad alguna, preso, como criminal, bajo las miradas de las poblaciones, por donde pasa, con su comitiva de policianos, infligiendo así a un inocente, un tormento moral inmenso, un perjuicio incalculable a su crédito, a su reputación, y el buitre asqueroso se encarniza en su víctima, renovando cada día sus tormentos.

Cubrirla de vergüenza no ha sido más que el primer paso del proceso; es la baba, con la cual el reptil acomoda su presa, para tragarla con más facilidad.

El hombre honrado, rico, acostumbrado a vivir decentemente, está preso; encerrado en un calabozo, vive entre criminales, entregado a la desesperación.

El ave negra le manda un emisario, quien, hipócrita, le ofrece sus servicios para defenderlo, o más bien para arreglar el asunto amigablemente, y dejarlo así pronto en libertad, mediante una buena suma de dinero.

Raras veces resiste la víctima, y paga.

El ave negra remonta el vuelo con cantos de victoria, y si, algunas veces, se oyen también gritos de pelea, son las aves más pequeñas que reclaman su parte del botín.

Estos procuradores que, de las leyes, no conocen más que el medio de darles vuelta, constituyen una verdadera y terrible plaga para la campaña. Abundan en los pueblitos, y como los asuntos, en realidad, serían pocos para hacer vivir toda la bandada, los hacen nacer de cualquier incidente.

La táctica es ingenua: consiste en incitar a un hombre que no tenga con que caerse muerto, a entablar una demanda por cualquier pretexto, a uno que tenga bienes. Por un error en una cuenta; por una palabra altisonante que se pueda reputar injuriosa, lanzada en un momento de legítimo enojo; por una diferencia en la repartición de intereses; por una exigencia absurda de retribución de algún trabajo; por cualquier cosa, se empieza un pleito. Al que demanda, que es algún cachafaz atorrante, no le cuesta nada, pues solo tendrá que dar un poder al atorrante cachafaz que es el ave negra, y este mismo lo toma a su cargo. Y empiezan los procedimientos, fastidiosos, costosos, enojosos, con embargos que paralizan al productor, las citas a juicios verbales, a treinta leguas de distancia; los términos perentorios para la prueba, que entorpecen todo trabajo, haciéndole perder al demandado tiempo, plata y paciencia, hasta que se decida a transar para comprar la paz.

El ave negra se traga la ostra, y el cómplice lo queda mirando.

Para estos repugnantes insectos, nada vale lo que una buena testamentaria; y puede dormir tranquilo su último sueño, el difunto cuyos bienes caen a sus manos hábiles. No los dilapidarán sus hijos.

Es un fenómeno curioso lo poco que producen y se reproducen las haciendas de ciertas testamentarias. Será que lo sienten al finado.

Da vergüenza decirlo: hay en ciertos pueblos importantes de la República, abogados recibidos, doctores en leyes, que no vacilan en volverse aves negras. Gritan muy fuerte que defienden al pobre contra el poderoso, al débil contra los abusos de la autoridad; y en los primeros tiempos, algunos los creen y los felicitan... Dura poco la leyenda.

Pronto ven que, indigno del noble título de abogado, el que se da por desinteresado defensor de los pobres, no es más que un doctor en inmundicias, que envilece la Justicia, y se rodea de malhechores para conquistar algunos pesos, primero, y formarse, después, un núcleo de electores; pues anda pastoreando,... nada menos que alguna de las más altas magistraturas provincianas.

A veces se hace el Quijote; cuando puede, el tirano; no pasa de un ave de rapiña que, en vez de los cadúceos consulares que ambiciona, logra a menudo los palos que merece.