Carta de Rawson a Bustamante 18730927

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Carta de Guillermo Rawson a Plácido S. de Bustamante después de aprobada en la Cámara de Diputados la adhesión a la Alianza Perú-Bolivia.


Buenos Aires, 27 de Septiembre de 1873.

Señor don Plácido S. de Bustamante.

Mi estimado amigo:

Cuando Ud. reciba esta carta, ya sabrá oficialmente cuál ha sido el asunto que ha motivado las sesiones secretas de la Cámara de Diputados; por consiguiente no falto a mi deber hablándole de este negocio. Cuarenta y ocho votos contra 18 han decidido anoche la adhesión de la República Argentina al Tratado secreto de alianza defensiva celebrado por los Gobiernos del Perú y Bolivia. Por las explicaciones que Ud. oirá del señor Ministro, verá que los motivos que aconsejan esta adhesión proceden principalmente de la actitud agresiva de Chile para con nosotros, y que es Chile en realidad el objeto de la alianza, y que una guerra con Chile será su consecuencia.

No necesito decirle que yo me he opuesto con todas mis fuerzas a la sanción de anoche, y que, en medio del insomnio penoso que aquella decisión me ha causado, sólo me consuela la esperanza de que el Senado pueda salvarnos de lo que yo estimo una desgracia para nuestra patria, y no contribuye poco a fortalecer mis esperanzas, el conocimiento que tengo de la prudencia, del claro juicio y del patriotismo de Ud. Mi opinión es que por el Tratado abandonamos la sana política tradicional de la República Argentina, que consiste en respetar todas las nacionalidades y en abstenernos de toda intervención o ingerencia en sus negocios propios. Las alianzas políticas, condenadas desde tiempo de Washington, para la América, sólo son aceptables en los casos de guerra actual, cuando intereses comunes a dos o más naciones las llevan fatalmente a asociarse en un pacto de guerra y para el solo objeto de la guerra; y aún en esos casos, la experiencia ha mostrado, como con Chile y el Perú aliados contra España, y como con el Brasil y nosotros aliados contra el Paraguay, que después de la guerra quedan pendientes entre los aliados cuestiones de tanta gravedad que pueden llegar a comprometer seriamente la paz entre los amigos de la víspera.

Pero la cuestión presente ni siquiera es ésa. Chile se muestra agresivo con Bolivia, y con la República Argentina en cuanto a sus límites territoriales. Mas el Perú, que no tiene ni puede llegar a tener cuestiones de ese linaje con Chile, inicia la negociación del Tratado de alianza, sólo por un espíritu de rivalidad y por razones de prepotencia marítima en el Pacífico.

El Perú busca aliados para mantener en jaque a su rival y para humillarlo en caso de que estalle la guerra. Bolivia, por instinto de propia conservación y por esa deferencia tradicional de su política a la influencia peruana, entra sin vacilar en la liga, porque, no teniendo más salida para su comercio que su triste posesión en el Pacífico, necesita un poder marítimo que la defienda y la asegure en caso probable de guerra por la cuestión territorial.

En estas circunstancias, aquellas dos naciones se acuerdan de que nosotros mantenemos también discusiones con Chile sobre límites, y se apresuran a brindarnos su alianza, invitándonos a participar de su destino en el camino de aventuras en que se lanzan; y nosotros, en fin, aceptamos sin condiciones el pacto formado por la inspiración de intereses que no son los nuestros, y conspiramos tenebrosamente en el sigilo contra la república más adelantada de Sud América, nuestra vecina, nuestra hermana en la lucha de la Independencia, nuestra amiga de hoy, puesto que mantenemos cordiales relaciones políticas con ella y muy estrechas relaciones comerciales.

Hemos soportado por más de cincuenta años la usurpación del déspota paraguayo sobre nuestro territorio deslindado, hasta por límites naturales, y sólo por la brutal agresión de aquél entramos en una guerra cuyos dolores estamos sufriendo todavía.

Hemos tolerado y seguimos tolerando, desde 1826, la usurpación de Bolivia, no sólo en la parte discutida del Chaco, sino, lo que es mil veces más odioso, la usurpación de una provincia entera, poblada y culta; y sin embargo, no hemos hecho la guerra a Bolivia, y lejos de eso, estamos negociando con ella una alianza defensiva, cuyo principal designio se refiere a cuestiones de usurpación territorial. Entretanto, Chile, por injusto que sea en sus pretensiones, que ha fecundado para el comercio del mundo el desierto y agreste estrecho de Magallanes, que ha consagrado a ese fin sus capitales y sus esfuerzos desde 1839, Chile, que pretende, según dicen, tomar posesión de las bocas orientales del estrecho que nos pertenecen según nuestros títulos alegados, Chile será castigado con una guerra desoladora si llegase a cometer esa injusticia, y para eso preparamos esta alianza.

¿En qué consiste esa diferencia? ¿Es más precioso territorio el de Magallanes, desierto nunca ocupado por la República Argentina, y apenas conocido por ella que el rico territorio de Misiones, sobre la margen izquierda del Paraná y en inmediata contigüidad con la importante provincia de Corrientes, o vale más ante nuestras susceptibilidades nacionales que la populosa provincia de Tarija, sustraída alevosamente de nuestra jurisdicción y de nuestro dominio, por nuestra actual aliada?

Comparaciones como ésta no pueden sostenerse ante la sana razón. Porque Chile se enriquece, se civiliza, se hace cada día más industrioso y se presenta como un modelo americano de orden administrativo y de paz sólida; porque Chile ha sido más de veinte años el asilo de los proscritos de la tiranía argentina, y porque esos proscritos han merecido y recibido allí tan distinguidas consideraciones; no, no puede ser por eso que nuestro Gobierno, aún pendientes y prosiguiéndose las amigables discusiones de derecho que sostenemos, levanta la mano y la descarga sobre el rostro de esa nación amiga y hermana, uniéndose en pacto secreto y hostil con los antiguos enemigos de aquélla. En mi concepto, el resultado práctico de la alianza será desde luego despertar el encono de Chile contra nosotros, que tan gratuitamente y contradiciendo nuestros principios, proclamados y defendidos en discusiones con aquel mismo Gobierno en otras oportunidades, nos colocamos en actitud hostil, buscando inteligencias en remotas regiones.

Si Chile se inclina a la guerra, nuestra actitud va a provocar una manifestación en ese sentido, en vez de refrenar sus pretensiones por la perspectiva de una coalición. Sus actos de hostilidad no pueden ser repelidos eficazmente, y tendremos que aguardar la evolución lenta y el resultado precario de los procedimientos establecidos en el Tratado, para que nuestros -340- aliados aprecien y declaren el casus foederis y pongan a nuestra disposición los elementos bélicos necesarios.

En este intervalo, los actos de guerra iniciados, principalmente si se considera la superioridad marítima de Chile, postrarán súbitamente y hasta lo más profundo nuestro comercio, que es nuestra vida, extinguirán así nuestro crédito exterior, aniquilarán nuestra industria, perturbarán la paz interna con el levantamiento de todos los elementos de anarquía que aquí pululan y que sólo esperan la ocasión para lanzarse; y en presencia de este cuadro, que nada tiene de exagerado, ¿vendrán nuestros aliados con sus auxilios tardíos, si es que el egoísmo u otras influencias no los inducen a eludir el cumplimiento de sus compromisos?

Pero supongamos que no somos nosotros sino Bolivia la agredida por Chile, siempre en razón de sus cuestiones de límites. Apreciaríamos como aliados el caso, y si lo encontrábamos dentro de nuestros compromisos, concurriríamos con nuestras armas al auxilio de Bolivia; haríamos la guerra a Chile a sangre fría, sin el entusiasmo del patriotismo ni del honor nacional herido, pues en esa probabilísima hipótesis se trataría de intereses ajenos; iríamos con nuestras bayonetas a herir por la espalda, tal vez, en los campos de Chacabuco, a los que ayer mezclaron con la nuestra su sangre en defensa de nuestra independencia americana.

Puede imaginarse, mi querido amigo, cuál sería la popularidad de una guerra determinada por causas ajenas, o por un principio teórico de equilibrio americano, que antes de ahora sólo fue concebido por Solano López y por los Gobiernos corrompidos del Perú, y que hoy se abre camino en los consejos de nuestros hombres de Estado, reaccionando tristemente contra los progresos modernos del derecho internacional; renegando de las lecciones recientes y de los principios que la América ha conquistado para el mundo, es decir, la no intervención, las leyes de neutralidad, el arbitraje substituido a la guerra y la libre concurrencia de todas las naciones del globo a este certamen de libertad, de industria y de comercio, que son las fuertes columnas en que descansa la paz y la verdadera independencia de los pueblos modernos.

La misión de la América es la irradiación del ejemplo. El principio republicano está confiado a nuestras manos y no debemos permitir que sea comprometido en aventuras de guerra, que traen la prepotencia del sable, el régimen del estado de sitio y la ley, marcial, que hace retroceder hasta la barbarie aun a pueblos más sólidos que el nuestro. La paz, ¡por Dios! ¡La paz a todo trance, mientras que sea compatible con nuestra independencia! Imitemos a Inglaterra: su política ha sido acusada -341- en más de una ocasión de ser tímida mientras que sólo era prudente. Nación fuerte y rica, era ante todo nación libre y ha preferido continuar desempeñando en el mundo civilizado su misión de ejemplo y de modelo, a las glorias fugaces y precarias de la guerra.

Nosotros también tenemos una misión. Nuestras instituciones, la naturaleza y las proporciones de nuestros progresos están diciéndonos cuál es esa misión; llenémosla con la paz y discutamos veinte años antes de sacar la espada para dirimir nuestras querellas, seguros de que al fin de los veinte años seremos tan fuertes y gloriosos que tendremos por aliados naturales a todas las naciones libres de la tierra, y que Chile será el primero y más eficaz de los aliados en la ruda lucha contra la despoblación y la ignorancia.

Siento mucho no poderme extender por falta de tiempo. Va a ser la una y desearía poner en sus manos estos mal trazados renglones antes de la hora de sesión.

Resumiendo mis objeciones a la alianza, diré: Primero, que es impolítica e imprevisora porque significa una provocación, que a la vez que estimula las agresiones, nos quita la fuerza moral que nos da la justicia en el derecho, y la lealtad y circunspección en el debate. Segundo, que es ineficaz para el caso de un conflicto por la lentitud y lo precario de los auxilios estipulados. Tercero, que es antiargentina porque limita nuestra soberanía en más de un punto, y sobre todo en el más importante atributo de ella, desde que no dependería de nosotros hacer o no hacer una guerra si ésta cae dentro de las estipulaciones, cuando se trata de agresiones a alguno de nuestros aliados. Cuarto, que es una política cobarde, porque muestra a la República incapaz del aliento viril que fue su gloria, para realizar por sí misma grandes hechos, y sobre todo para defender su territorio y su independencia.

Dispénseme, mi amigo, que me tome la confianza de hablarle sobre negocio tan serio sin conocer sus opiniones y aun corriendo el riesgo de que ellas no coincidan con las mías; pero no puedo dejar de llamar la atención de Ud. a una materia a la cual veo ligados el honor, los intereses y tal vez el porvenir de nuestro país.

Cuento con su paciencia y me despido, su affmo. amigo.

G. Rawson.