Cercos y caminos

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Cercos y caminos[editar]

El sol había desaparecido desde media hora, y el balido de las ovejas, que regresaban al corral, repiqueteaba, melancólico, la campestre oración. La noche se acercaba.

Dos carros pesadamente cargados, atados con diez caballos cada uno, seguían despacio su camino, a lo largo de un alambrado recién concluido. Las tranqueras obligatorias estaban todas cerradas con llave, y los carreros, colocados en la cima de su carga, iban renegando contra el dueño de ese campo, que encerraba una estación sin dejar paso.

Entre dos latigazos a los mancarrones, cansados de tanto andar en camino nuevo, sin huellas, se oían caer, como las perlas deshiladas de un collar roto, imprecaciones dirigidas al estanciero, al gobierno, a la misma madre del gobierno, y a Dios, y al diablo, que bien se los podía llevar a todos, hasta que se detuvo el carro que iba primero, y, bajándose, dijo el carrero a su acompañante: -«¡A qué lo corto!

¡-No seas bárbaro! dijo el otro: mira que son delicados.

-¿Qué importa? ¿Por qué no dejan tranqueras abiertas? Bájate y ayuda.»

El otro se bajó: al fin era peón, y debía obedecer. La noche, casi cerrada, favorecía el trabajo; sacando la filosa y ancha cuchilla, pegó con el gavilán de ella unos golpes fuertes y secos en los alambres bien tirantes, contrita un palo, y los dejó cortados en un momento.

-«¿Y si vienen? dijo el peón.

-Será según y conforme, contestó el tropero. Si vienen a las buenas, conversaremos; y si a las malas, no soy manco.»

Y arreglando a un lado todo el tiro de alambrado que yacía en el suelo, hicieron entrar despacio los dos carros en el campo, enderezando luego a la estación.

En el silencio ya completo de la noche serena, sonaban los ejes de los carros, haciendo ladrar, a lo lejos la perrada de los puestos. Habían hecho cerca de una legua, cuando sintieron en la obscuridad, el tropel de un galope que les venía por detrás, y el grito: «¡Párense!» pronunciado con fuerte acento extranjero.

Siguieron un rato caminando sin contestar, hasta que alcanzándolos, el jinete cruzó por delante de los caballos, que dieron, asustados, media vuelta, y les volvió a intimar la orden de pararse, sacando de la cintura un revólver, que relució.

Pocas palabras se cambiaron, amenazadoras, insultantes; se deslizó del carro el tropero, echando sigilosamente la mano a la cintura, y antes que el jinete hubiera podido ni sospechar su intención, le hundió en el vientre la cuchilla.

El mayordomo, que él era, sobresaltado por la terrible conmoción del golpe feroz que le quitaba la vida, dejó escapar un tiro de revólver, y, llevado algún trecho por el caballo espantado, cayó exánime, al poco rato, entre las pajas.

El matador, sin perder un minuto, desató un ladero, le acomodó el recado y saltó encima: «¡A volar que hay chinches! Anda, vos, le dijo al peón, a la estancia y explica la cosa, que el gringo me ha buscado y que lo maté.»

Drama repentino, como tantos hay en la Pampa, porque es difícil llevar armas siempre, sin tener, de vez en cuando, ganas de usarlas, bastando cualquier pretexto para enlutar una familia y hacer de un trabajador honrado, un criminal vagabundo.




¡Cuántas desgracias iguales ha causado el abuso de los cercos y la escasez de los caminos!

El transeúnte, cerca ya del objeto de su larga jornada, se pone nervioso, entra en ira, al ver que, por conveniencia propia, el dueño o el administrador de un campo grande cierra el paso, y le prohíbe sin razón, esa cosa tan sencilla de poder pasar por el camino, desobedeciendo a la ley y obligando al viajero a vueltas enormes, a cruzadas de campo matadoras, con vehículos.

Por otra parte, es el sentido de la propiedad exagerado por el celo del guardián fiel, pero vulgar y engreído, para quien esa violación de la propiedad de su patrón es como un atentado a su propia dignidad, y llegan las cosas impensadamente a los extremos más lamentables.

¡Cuántas leyes se han hecho sobre la materia, la última mejorando siempre la anterior, entrando en más detalles y acercándose a la perfección! Pero la aplicación es lo que falla. Amistades o relaciones de familia, influencias políticas, el respeto instintivo de las autoridades para la fortuna, el orgullo del potentado territorial, cierran las tranqueras, cortan los caminos, entorpecen la circulación en las arterias del país, creando conflictos.

Los estancieros abren tranqueras, como lo exigen la ley, pero cierran las puertas con candado. Dejan, como está mandado, si esto les conviene más, un camino abierto en toda la línea de su campo, entre dos alambrados. ¿Quién, entonces, se podría quejar, después de tan gran sacrificio? Pero el camino es intransitable.

¡Pobres viajeros, desgraciados carreros, infortunados troperos! Sí: hay camino, camino recto y sin vueltas. Aquí, atraviesa una laguna; el piso es bueno, ¡paciencia! Allá, es un pantano, de barro blanco, pegajoso, donde quedan encajados los carros, teniendo, para salir, que ser descargados. ¡Trabajo enorme! Y el camino queda deshecho por los pozos que se han tenido que cavar para despejar las ruedas.

Salidos de la laguna, salvado el pantano, se da con un gran médano de arena, imposible de franquear con rodados, que corta todo el camino con sus murallas casi a pique. Mejor sería que no hubiese camino y pudiera el viajero desviarse a un lado, trazando, como se hacia antes, huellas tortuosas que, sin ser caminos, facilitaban, por lo menos, el tránsito; mejor aún, que las municipalidades, cumpliendo y haciendo cumplir la ley, cuidasen que estos caminos alambrados fueran mantenidos en buen estado, a mitad de gastos, por ellas y los vecinos.

Prefieren todos dejar que hagan el trabajo los camineros habituales de la Pampa.

¿No ven, acercándose despacio, esas seis, ocho, diez moles inmensas, en larga fila de dos kilómetros? Cada una es un carro, de estilo moderno, largo de diez metros, colocado en dos ruedas de dos metros y medio de diámetro, con llanta de veinte centímetros de ancho. Encima, cincuenta lienzos de lana, bien atados, bien estivados con un total de tres a cuatro mil kilos, forman una montaña movediza, sobre la cual se sienta el carrero, con el látigo en mano.

Por delante y a los lados caminan, a veces al tranco, a veces al trotecito, según la firmeza del piso, diez o doce caballos de baja estatura, al parecer de poca fuerza; uno en las varas, conservará el equilibrio del monumento; otro, en las cadenas, de guía, de baqueano, de piloto, inteligente, vivo, fuerte, evitará los pozos y las vizcacheras; enderezará, viboreando, en los pasos difíciles, por el lugar angosto donde no hay encajadura; es el alma del atalaje. Los otros, atados en balancines o con recados de cincha, tiran como pueden y cuando pueden, sin apuro, sin mayor esfuerzo, sólo cuando hay que arrancar y poner en movimiento la mole.

Cañadones interminables, arroyos barrancosos, pantanos y pajonales, todo, poco a poco, va quedando atrás, vencido por la paciencia, el coraje, la resistencia casi increíble del mancarrón argentino.

Y los caminos se van abriendo, formando, componiendo solos, pero de singular modo. La tierra que cada tropa de carros, al pasar, levanta, se la lleva el viento a las orillas del camino. Éste no se aboveda; se cava.

A cada aguacero, corre el agua por el camino como por un río, llevándose la tierra para los bajos, de modo que al cabo de algunos años se tiene, más bien que un camino, una especie de canal terrestre, que no ha costado nada y que, mal que mal, siempre vale algo para el tránsito, hasta que vengan los rieles a cortarlo en trozos inútiles, devolviéndolo al pastoreo o al arado.