Conclusión

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Conclusión
de Mariano José de Larra



No tratamos de inculpar en modo alguno por los cuadros que vamos a describir al justo Gobierno que tenemos; no hay nación tan bien gobernada donde no tengan entrada más o menos abusos, donde el Gobierno más enérgico no pueda ser sorprendido por las arterías y manejos de los subalternos. Contraria del todo es nuestra idea. Precisamente ahora que vemos a la cabeza de nuestro Gobierno una Reina que, de acuerdo con su augusto esposo, nos conduce rápidamente de mejora en mejora, nosotros, deseosos de cooperar por todos términos, como buenos y sumisos vasallos, a sus benéficas intenciones, nos atrevemos a apuntar en nuestras habladurías aquellos abusos que desgraciadamente, y por la esencia de las cosas, han sido siempre en todas partes harto frecuentes, creyendo que cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden, nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y el desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales, embozadas con la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna especie, y en un folleto que más tiende a excitar en su lectura alguna ligera sonrisa que a gobernar el mundo.

Protestamos contra toda alusión, toda aplicación personal, como en nuestros números anteriores. Sólo hacemos pinturas de costumbres, no retratos.

(El Pobrecito Hablador, n.º 10, págs. 8-9.)


Trece números y diez meses va a hacer que, acosados del enemigo malo que nos inducía a hablar, dimos principio a nuestras habladurías.

-¿Qué? ¿No queda más que hablar? -nos dirán.

Mucho nos falta, efectivamente, que decir, pero acabamos de entrar en cuentas con nosotros mismos, y hecha abstracción de lo que no se debe, de lo que no se quiere, o de lo que no se puede decir, que para nosotros es lo más, podemos asegurar a nuestros lectores que dejamos el puesto humildemente a quien quiera iluminar la parte del cuadro que nuestro pobre pincel ha dejado oscura. Confesamos que al acometer tan arriesgada empresa no conocíamos la cara al miedo; pero en el día no nos queremos salvar, si no es cierto que temblamos de pies a cabeza al sentar la pluma en el papel. En unos tiempos en que la irritabilidad de nuestras modernas costumbres exige que tengamos a la vez en la misma mano la espada y la pluma, para convencer a estocadas al que no pueden convencer razones; en unos tiempos en que es preciso matar en duelo a los necios, uno a uno, no nos sentimos con fuerza para tan larga tarea; mate, pues, moros quien quisiere, que a mí no me han hecho mal.

Considere además el juicioso lector que, contra todo nuestro gusto, hemos echado diez meses en verter media docena de ideas, que acaso en horas habíamos concebido, y todo para decirlas, a fuerza de lagunas y paliativos, de la ridícula y única manera que las pudieran oír los mismos que no quieren entenderlas. Desconfiados ya en un principio de nuestras flacas fuerzas, nunca nos propusimos trazar un plan mucho más extendido... ¿Cómo no hemos de exclamar arrojando la pluma: «No servimos para escribir aquí; nuestras ideas están en contradicción con las buenas o con las del mayor número»? ¿Cómo pudiera no pesarnos con verdadera atrición de haber contado ligeramente con la buena voluntad de los amigos de la verdad, que realmente no debe de tener muchos entre nosotros? Ya en otra parte dijimos que donde quiera que volvemos los pasos, encontramos una pared insuperable, pared que fuera locura pretender derribar. Pongámosle, al contrario, como cada uno un ladrillito más con nuestras propias manos; vivamos entre nuestras cuatro paredes, sin disputar vanamente si nos ha de sorprender la muerte como a los carneros de Casti, asados o cocidos; y si del otro lado imaginan algunos que está la felicidad, que nosotros no vemos en el mundo por ninguna parte, Dios se la tenga muchos años por allá, y se la dé a quien más le convenga, pues ya está visto que a nosotros, pobrecitos habladores, no nos debe en manera alguna de convenir.

Una duda ofensiva nos queda por desvanecer; ésta es una aclaración que nos pesará más que todo no poder hacer. Habrán creído muchos tal vez que un orgullo mal entendido, o una pasión inoportuna y dislocada de extranjerismo, han hecho nacer en nosotros una propensión a maldecir de nuestras cosas. Lejos de nosotros intención tan poco patriótica; esta duda sólo puede tener cabida en aquellos paisanos nuestros que, haciéndose peligrosa ilusión, tratan de persuadirse a sí mismos que marchamos al frente o al nivel, a lo menos, de la civilización del mundo; para los que tal crean no escribimos, porque tanto valiera hablar a sordos: para los españoles, empero, juiciosos, para quienes hemos escrito mal o bien nuestras páginas; para aquellos que, como nosotros, creen que los españoles son capaces de hacer lo que hacen los demás hombres; para los que piensan que el hombre es sólo lo que de él hacen la educación y el Gobierno; para los que pueden probarse a sí mismos esta eterna verdad con sólo considerar que las naciones que antiguamente eran hordas de bárbaros son en el día las que capitanean los progresos del mundo; para los que no olvidan que las ciencias, las artes y hasta las virtudes han pasado del oriente al occidente, del mediodía al norte, en una continua alternativa, lo cual prueba que el cielo no ha monopolizado en favor de ningún pueblo la pretendida felicidad y preponderancia tras que todos corremos; para éstos, pues, que están seguros de que nuestro bienestar y nuestra representación política no ha de depender de ningún talismán celeste, sino que ha de nacer, si nace algún día, de tejas abajo, y de nosotros mismos; para éstos haremos una reflexión que nos justificará plenamente a sus ojos de nuestras continuas detracciones, reflexión que podrá ser la clave de nuestras habladurías y la verdadera profesión de fe de nuestro bien entendido patriotismo. Los aduladores de los pueblos han sido siempre, como los aduladores de los grandes, sus más perjudiciales enemigos; ellos les han puesto una espesa venda en los ojos, y para usufructuar su flaqueza les han dicho: Lo sois todo. De esta torpe adulación ha nacido el loco orgullo que a muchos de nuestros compatriotas hace creer que nada tenemos que adelantar, ningún esfuerzo que emplear, ninguna envidia que tener. Ahora preguntamos al que de buena fe nos quiera responder: ¿Quién es mejor español? ¿El hipócrita que grita: «Todo lo sois; no deis un paso para ganar el premio de la carrera, porque vais delante»; o el que sinceramente dice a sus compatriotas: «Aún os queda que andar; la meta está lejos; caminad más aprisa, si queréis ser los primeros»? Aquél les impide marchar hacia el bien, persuadiéndoles de que le tienen; el segundo mueve el único resorte capaz de hacerlos llegar a él tarde o temprano. ¿Quién, pues, de entrambos, desea más su felicidad? El último es el verdadero español, el último el único que camina en el sentido de nuestro buen gobierno. Y cuando una mano poderosa y benéfica de quien sabe mejor que los aduladores de las naciones lo que nos falta que andar, nos anima señalándonos gloriosos ejemplos, cuando una Reina ilustre y un Monarca bien intencionado tratan los primeros de llevarnos a la posible perfección, retardada, acaso, no por culpa de sus excelsos antecesores, sino tal vez por la sucesión de revoluciones desgraciadas que han afligido siempre nuestro país, en esta ocasión, ¿no se nos permitirá tampoco proclamar esta luminosa verdad, que un español fiel vierte en cooperación de los altos fines de sus Reyes? ¿No se nos permitirá tampoco rendir este postrer homenaje a la verdad?

Ésta era la última reflexión que nos quedaba que hacer; el deseo de contribuir al bien de nuestra patria nos ha movido a decir verdades amargas; si nuestras pocas fuerzas, si las dificultades que en nuestra marcha hemos encontrado, si las circunstancias, en fin, hubiesen impedido resultados correspondientes a nuestras esperanzas, sírvenos al menos de consuelo y de recompensa la propia satisfacción que nos inspira nuestro objeto. ¿No se nos permitirá tampoco decir a la faz de nuestros lectores: Ésta fue nuestra intención? ¿Qué riesgo podrá haber para nadie en decir en altas voces que deseamos lo bueno, y que por eso criticamos lo malo?

Después de este exordio, en que hemos dado la clave de nuestro Hablador, después de haber manifestado harto claramente que si números enteros han sido dedicados a objetos de poca importancia, no ha sido porque fuese tal nuestra intención, sino por la naturaleza de las cosas que nos rodean, terminemos nuestra colección como podamos; y si hubiere lector que no pareciese muy satisfecho de nuestras divagaciones, o de la futilidad tal vez de las materias que tratemos, le rogamos que vuelva a leer el exordio que antecede para que no culpe a quien de buena gana le siguiera divirtiendo más a su placer, y recuerde que sólo el deseo de cumplir la palabra que al público tenemos dada de llenarle catorce números, nos pone hoy nuevamente la pluma en la mano.