Conferencia sobre el Dr. Guillermo Rawson

De Wikisource, la biblioteca libre.
Conferencia sobre el Dr. Guillermo Rawson (1921)
de Eliseo Cantón
CONFERENCIA

SOBRE EL

Dr. GUILLERMO RAWSON

ACADEMIA Y FACULTAD DE MEDICINA DE BUENOS AIRES


CONFERENCIA

SOBRE EL

Dr. Guillermo Rawson


SU OBRA DE LEGISLADOR E HIGIENISTA

EN

OCASIÓN DEL PRIMER CENTENARIO DE SU NATALICIO



POR


ELISEO CANTON

PRESIDENTE DE LA ACADEMIA DE MEDICINA



BUENOS AIRES

25 DE JUNIO DE 1921


25 de Junio 1821 † el 2 de Febrero 1890


ACADÉMICO HONORARIO
PROFESOR FUNDADOR DE LA CÁTEDRA DE HIGIENE PÚBLICA
MINISTRO DE ESTADO
SENADOR Y DIPUTADO NACIONAL EN VARIOS PERÍODOS

Homenaje al Dr. Guillermo Rawson


"Por eso, ¡oh Júpiter! mayor razón, mayor religión me obliga a suplicarte, que sea mi oración digna de un cónsul, digna de un senado, digna de un príncipe, que cuanto dijere sea con libertad, verdad y crédito, y que esté tan lejos de parecer adulación mi alabanza, cuanto lo está de necesidad de adular."
Plinio Cecilio Segundo.
(Panegírico de Trajano)

Señores:

Quien observe a la naturaleza en sus grandiosos caprichos orográficos, tendrá ocasión de ver como, entre las cadenas de montañas que se destacan, erguidas y soberbias, por su elevación entre el levantamiento general que les sirve de basamento plutónico, existen, en cada sistema de cordillera, alguno de esos picos que parecen desprenderse de entre las altas cumbres, hendir el espacio, y destacar su nívea cabellera en el fondo azul del cielo.

Observando el mundo moral, encuéntrase repetido el mismo fenómeno del mundo físico. En efecto, entre la gran cadena de intelectualidades que en cada país forman verdaderos sistemas de pensadores, existen algunas eminencias que constituyen las altas cumbres del pensamiento científico, filosófico y político y de entre las cuales sobresalen uno que otro pico que vuelan a una altura tal, que deslumbran y admiran al género humano.

Uno de esos picachos admirables de la mentalidad argentina, surgió en la ciudad de San Juan el día 25 de Junio de 1821, y fué bautizado con el nombre de Guillermo Rawson.

De lejanas tierras, del norte del continente que habitamos, vino a nuestro país, en los primeros albores de nuestra organización nacional, en 1818, un distinguido médico norteamericano, doctor Aman Rawson, a quien la mano secreta del destino llevó a contraer enlace con la caracterizada señorita sanjuanina doña María Jacinta Rojo.

De esa conjunción de sangres pertenecientes a razas tan distintas, nacieron dos niños, uno de ellos en verdad extraordinario por su organización cerebral y dotes morales, hijo digno de los mayores príncipes de la tierra, para que hubiera hecho la felicidad de la humanidad. Pero nacido en el pequeño ambiente de una nacionalidad en formación como era la nuestra, su misión ulterior tenía necesariamente que ser más limitada, pero no menos trascendental por sus obras, como sublime por su altruismo.

Este niño, había de resultar una verdadera bendición de la Providencia para los destinos políticos y de la Higiene Pública en nuestro país. Sin duda no fué una suerte para él haber vivido y efectuado su instrucción secundaria y superior en el ambiente sombrío y pavoroso de la tiranía rosista, pero sí para la república que contó en los momentos más críticos de su existencia con el valioso concurso de su alma templada entre los horrores de la dictadura y los anhelos de libertad, como que tuvo por cuna la tierra de los Sarmiento y Aberastain.

El hogar de austeridad y de virtudes patriarcales en que se desarrollaba su organismo infantil, y la dirección acertada y austera de su padre, fueron causas eficientes para que hiciera, a su lado, en forma brillantísima los estudios que para entonces equivalían a los primarios de la actualidad. Desde la iniciación de ellos, en la escuela del agrimensor señor Donet, el joven Rawson llamó la atención de maestros y condicípulos, tanto por la clara inteligencia como por la severidad de costumbres no común a su edad. Bajo el punto de vista de las disciplinas ordenadas y dedicación al estudio, predominaba en su psicología moral la influencia de la sangre anglo-americana. Rawson, durante su época de colegial, parecía un inglesito serio, disciplinado, y estudioso, según el juicio de un contemporáneo suyo.

Pero donde verdaderamente principia a destacarse y ser interesante la vida de este futuro estadista y hombre de ciencia, es después de su venida a Buenos Aires para estudiar física, química, filosofía y matemáticas, e iniciarse en los estudios galénicos, y sentir de cerca los efectos del despotismo que ya había tenido ocasión de notar, en su propia tierra, bajo el gobierno relativamente manso, pero siempre despótico de Benavidez. El joven Rawson, poseía el alma delicada de un evangelista; era puro de sentimientos, idealista, intuitivo, y enamorado de la libertad como un girondino. Amaba todos los progresos y todas las bellezas, porque poseía el talento necesario para comprenderlas y admirarlas.

Grandes debieron ser por lo tanto las torturas morales pasadas por aquel joven que llegaba a esta metrópoli, enmudecida por el terror, buscando que hablara la ciencia para ilustrarse, nada menos que en vísperas del famoso año 40, cuando el delirio criminal de Rozas horrorizó a la república, después que la hubo sumido en el absolutismo más brutal y despiadado.

Pero también resultóle año de recuerdos imperecederos y emocionantes, por que las alas de la gloria rozaron su frente juvenil. Rawson tenía, en aquella época, tan solo 19 años y estudiaba física con el jesuíta Padre Gomila, cuando un día de clase sobre electricidad, tuvo la clarovidencia, adivinó por decirlo así, la posibilidad de trasmitir el pensamiento, a grandes distancias, mediante la corriente eléctrica, o lo que es igual, descubría el principio científico del telégrafo, cinco años antes que lo hiciera Morse, llamando sus facultades deductivas, la atención de aquel virtuoso maestro que tuvo mucho que pensar, como él mismo lo dijera, con la ocurrente inspiración del discípulo.

Dejemos la narración del acontecimiento al mismo doctor Rawson, quien lo hizo desde Roma el 28 de Enero de 1878, en larga e interesantísima carta dirigida a su amigo el doctor Larrosa.[1]

Dice así:

Estudiaba yo física en 1840 bajo la dirección del sabio jesuíta, el Padre Gomila. Un día en que el padre nos enseñaba experimentalmente la acción de la pila voltáica y la celeridad de la corriente elétrica, yo tomé con deliberación un alambre atado a uno de los polos de la pila, salí con el alambre al patio del colegio, y lo llevé hasta su término, encargando a uno de mis copañeros que hiciera descargas sucesivas sobre mi alambre, acercándolo y alejándolo alternativamente del otro polo, según nos lo había enseñado el profesor. Llamé entonces al Padre Gomila, que me dispensaba mucha confianza, y entablé con él el diálogo siguiente: — «Aquí recibo, señor, instantáneamente las descargas sucesivas de la pila. Si este alambre se extendiera hasta la Plaza Victoria, ¿no recibiríamos allí las descargas con la misma celeridad? - Seguramente que sí, respondió el padre. - Y si el alambre mismo alcanzara hasta la ciudad de San Juan, ¿no se produciría en aquella estremidad el mismo efecto de las descargas? — Creo que sí, contestó él, si el conductor pudiera mantenerse aislado hasta allí: y ¿que deduce usted de esto? — Me ocurre, señor, que si se diera un significado convencional a las descargas, según su número, se podrían trasmitir palabras a larga distancia, y que yo podría conversar con mi padre, que está en San Juan. — No me había ocurrido eso,» fué la contestación del profesor, y yo no hablé más del asunto en aquel día. Al siguiente día, el Padre Gomila se paseaba en los claustros del colegio como de costumbre; cuando acerté a pasar por allí cerca, el Padre me llamó y me dijo estas palabras: — «Anoche he pensado mucho en sus observaciones de ayer: creo que eso es más serio de lo que parece, y que es preciso no echarlo en olvido.»

Cinco años más tarde el Congreso de los Estados Unidos votaba con gran dificultad y sin fe alguna en los resultados, una suma pedida por el pintor Morse para ensayar un nuevo sistema de comunicación eléctrica entre Washington y Baltimore. El ensayo, muy laborioso hubo de abandonarse más de una vez, y prevaleció, al fin, con el nombre de «Telégrafo eléctrico», constituyendo uno de los descubrimientos más maravillosos de la edad presente, cuyas benéficas y prodigiosas aplicaciones cubren la tierra y la envuelven en una corriente animada de simpatía humanitaria. Morse es un nombre glorioso que no se borrará de las páginas más brillantes de la historia. El mismo principio señalado por mí en el modesto recinto de mi escuela en 1840, había sido aplicado con alguna modificación práctica en 1846; la gloria se me había aparecido por un momento; no supe utilizar sus inspiraciones, y ella tendió su vuelo al otro extremo de la América para incorporarse en quien mejor que yo lo merecía. «Este es tu telégrafo», me dijo mi padre en San Juan cuando leyó en los periódicos la primera noticia del invento; y con esas palabras me quedé candorosamente satisfacho, prometiéndome seguir, gozando en ellas todos los progresos y desenvolvimientos del telégrafo.

Según se ve, el talento intuitivo del futuro médico, era toda una esperanza no defraudada por el tiempo. En aquella edad finalizaba ya su primer año de Anatomía, bajo la acertada dirección de su insigne maestro el doctor Claudio Mamerto Cuenca. Sus profesores fueron necesariamente pocos pero selectos. No podían ser muchos en aquella época de persecución, destierro y hasta de muerte en que le tocó estudiar. Además del ya nombrado doctor Cuenca, formaban el cuerpo docente, los catedráticos, doctor Martín García de Patología interna y de Clínica Médica, doctor Teodoro Alvárez de Patología externa y Clínica Quirúrgica, y el doctor Juan José Fontana de Patología general, Higiene y Farmacología.

Cuaterno de profesores ilustrados, que tuvieron el patriotismo de echar sobre sus hombros la pesada responsabilidad de enseñar toda la suma de los conocimientos médicos de esos tiempos, a fin de que cierto númiero de jóvenes consiguieran dar cima a la carrera emprendida. A ellos les fué dado residir en Buenos Aires, y servir a la enseñanza de las ciencias médicas, merced a su mutismo y absoluto alejamiento de todo cuanto se relacionaba con la política dictatorial de Rosas.

El discípulo predilecto y mimado de todos ellos, por su lucidez mental y consagración al estudio, fué Guillermo Rawson. «Desde su ingreso a las aulas, decían los profesores de la escuela de Medicina, llamó la atención de todos la extraordinaria capacidad infelectual del joven don Guillermo Rawson; y sus buenos y sólidos conocimientos en varios ramos de instrucción literaria, su aplicación y rápidos progresos de la muy difícil ciencia del hombre, anuncian días de satisfacción y de triunfo para la universidad. Estos días han llegado: sus exámenes y muy particularmente, el general y práctico, con que se ha despedido de las aulas, han sido brillantísimos».

Si en términos tan elogiosos se pronunciaban los encargados de su instrucción técnica, y eran glosados al unísono por la prensa y sociedad porteña, no podía caber duda sobre las dotes intelectuales que ya bosquejaban, en el ex alumno, a una sobresaliente personalidad del porvenir.

Pero, sin duda alguna, y por encima de todos los aplausos dicernidos por la opinión de sus contemporáneos, estuvo aquella corona de laureles tejida y ceñida a su frente por sus cuatro maestros con juicios y elogios a ningún otro tributados, en la célebre nota, dirigida al Rector de la Universidad, que ha conservado la historia, solicitando para su discípulo Guillermo Rawson, en mérito a sus virtudes, laboriosidad, e inagotable y purísima ciencia, antes que por su claro talento, le fuera dispensada la presentación y sostenimiento de la tesis, y que se le acordara el título de doctor en forma graciable por la Universidad.

El Rector doctor Paulino Gari, dictó con tal motivo una resolución manifestando no poder acceder a la dispensa solicitada por carecer de facultades para hacerlo, pero disponía a la vez que, tan luego como hubiera recibido, a raíz del examen de tesis, el grado de doctor en Medicina, se le dirigiese la palabra a nombre de la Universidad, por el honor que la hace y los bienes que promete a la Patria; y resultó una fortuna que el Rector no accediera a lo solicitado, por cuanto de esa manera fué enriquecida la literatura médica argentina, con dos discursos magistrales. Véase los importantes documentos de la referencia.[2]


VIVA LA CONFEDERACIÓN ARGENTINA ¡MUERAN LOS SALVAJES UNITARIOS!

Los Catedráticos del Departamento de Medicina.

Buenos Aires, Setiembre 17 de 1844. Año 35 de la Libertad, 29 de la Independencia y 15 de la Confederación Argentina.


Al señor Rector y Cancelario de la Universidad:

Encargados por V.S. y el Superior Gobierno de dirigir un ramo importante de las Ciencias Naturales hacia los santos fines a que la patria y la civilización los encaminan, profesamos la más grande veneración a los talentos distinguidos que las honran. Proponer a V. S. premios que recompensen la aplicación de altas capacidades que nos pertenecen, creemos que es a la vez premiar el mérito, y la aplicación, alentar a todos, hacer justicia a la superioridad de nuestros talentos patrios, y dar, por fin, esplendor y personalidad a nuestra inteligencia. Honrar los talentos extraordinarios de uno de nosotros, es honrarnos nosotros mismos; honrar la Universidad, la patria, la civilización. Poniendo, como a V. S. lo vamos a suplicar, una corona bien merecida de gloria en la frente iluminada de uno de nuestros alumnos, lanzamos una chispa de noble y generosa ambición dentro y fuera de los claustros de la Universidad, y damos un impulso progresivo a las ciencias y las artes. Alguno ha de ser, señor, el segundo nombre famoso que continúe la nómina de nuestras capacidades gerárgicas, porque es preciso, señor, que nosotros, como todos los pueblos, las tengamos; y el del alumno que motiva esta solicitud, no cede en dignidad y dimensiones a ningún otro nombre que se pueda proponer.

Desde su ingreso a las escuelas de Medicina, llamó la atención de los infrascritos, la extraordinaria capacidad inteligente del joven D. Guillermo Rawson; y sus buenos y sólidos conocimientos en varios ramos de instrucción literaria, su aplicación y rápidos progresos en la muy difícil ciencia del hombre, anunciaron días de satisfacción y triunfo para la Universidad. Estos días han llegado: sus exámenes, y muy particularmente el general y práctico con que se ha despedido de las aulas, han sido brillantísimos, a punto que han inspirado a los infrascritos la idea de esta solicitud. El Departamento de Medicina, señor, está muy lejos de pensar, que la gracia que de V. S. solicita para su alumno, sea un premio acordado a la superioridad del talento. No, señor: el talento no merece premio por sí mismo, por no suponer virtud, ni cooperación alguna por parte del que lo posee. Premiar el talento, por ser claro y brillante, no sería más que premiar una obra completa de la naturaleza, es decir, premiar a la naturaleza y no la virtud y la laboriosidad de un hombre.

Nuestra mente es muy distinta. No queremos ni debemos premiar un talento; pero sí premiar su oportuna y fecunda aplicación a las ciencias médicas, es decir, sus rápidos y prematuros progresos en ellas, su laboriosidad, su inagotable y purísima ciencia, en una palabra, su vasta y copiosa erudición.

El artículo 13 del Superior Decreto de 21 de Junio de 1827, inviste a la Universidad del derecho de dar el grado de Doctor, sin preceder las pruebas establecidas por el reglamento, a la persona que, a juicio suyo, sea ilustre y eminente en alguna facultad. Los Catedráticos del Departamento de Medicina creen en su conciencia, que el recomendable alumno don Guillermo Rawson, está en el caso de que habla el artículo del citado decreto, respecto a la Facultad de Medicina, y que es sobradamente digno, por su erudición y por el honor que a nuestras escuelas hace, de que la Universidad le honre a su vez, confiriéndole un grado de Doctor, previa la singular y honorífica dispensa de la presentación y sostenimiento de la tesis, única prueba que le falta rendir para ser condecorado con el bonete y anillo de Doctor.

Por lo tanto, los infranscritos no han trepidado en dirigirse al señor Rector y Cancelario, solicitando de su benignidad, que si, como ellos, lo creyese digno de tal honor, se sirva señalar día y hora en que la Universidad dispense al referido alumno don Guillermo Rawson, la singular y especialísima honra de conferirle el grado de Doctor en Medicina, por creerle en el caso del artículo 13 del Superior Decreto del 21 de Junio de 1827.

Claudio M. Cuenca—Teodoro Alvarez—Juan J. Fontana—Martín García.


Buenos Aires, Setiembre 28 de 1844.

Sin embargo de que el Rector está persuadido de la moral, aplicación y capacidad distinguidas que ha acreditado el joven don Guillermo Rawson durante el curso de sus estudios médicos, que verdaderamente honran a la Universidad, no estando, por una parte, en sus atribuciones hacer la dispensa que se solicita por los Catedráticos del Departamento de Medicina, en la precedente representación; y deseando, por otra, premiar, de la manera que le es permitido, el relevante mérito de dicho joven, se autoriza al Catedrático de Anatomía, para que, concluido que haya aquél, el examen de disertación, que pedirá en la forma correspondiente, obtenido la competente aprobación sobre él, y recibido el grado de Doctor en Medicina, le dirija la palabra a nombre de la Universidad, por el honor que la hace, y los bienes que promete a su Patria. Al efecto instrúyase de esta resolución a los Catedráticos del Departamento de Medicina, y al joven don Guillermo Rawson.


Dr. Paulino Gari, 

Rector y Cancelario 
José María Reybaud,

Secretario 
En el mismo día se hizo saber a los Catedráticos del Departamento de Medicina y al joven Guillermo Rawson, y lo firmaron.
Reybaud.


En virtud de la precedente resolución universitaria, la Facultad encomendaba al profesor de Anatomía, orador y poeta inspirado, doctor Claudio Mamerto Cuenca, el discurso para el acto de la solemne recepción del grado de doctor de que se hizo objeto al joven Rawson. Este discurso, de clásica elocuencia, merece figurar íntegramente en este sitio.


DISCURSO


Lo acabáis de oir, doctor Rawson. No soy yo el que os habla: hablaros yo sólo, sería dejar un vacío en los deseos de los que os rodean. Yo soy uno, y vuestros admiradores son cuantos os conocen. A vos es preciso que todos os hablen, que todos os feliciten, porque todos también quisieran tener en parte vuestro triunfo. Son, pues, vuestros compañeros, vuestros maestros, es el Rector, es la Universidad, quiénes han puesto la palabra en mis labios; es de ellos de quiénes he recibido el en- cargo, bien grato para mi, de felicitaros en su nombre, por el honor que a nuestras escuelas hacéis; suya es la idea, suyo también el pensamiento de esta felicitación, y yo no soy en este momento más que la expresión de sus deseos.
En efecto, hoy es un día excepcional, de parabienes y regocijo, para la Universidad, y sois vos el justo, el laudable motivo de esta festividad. Vuestro pasaje por los salones de sus aulas ha dejado en pos de sí una huella luminosa de triunfos y sucesos brillantes, que con sorprendente facilidad habéis alcanzado sobre las ciencias y las artes; triunfos y sucesos brillantes que han inspirado la idea de la excepción que se os hace. Así es que al despediros hoy de nosotros, creemos recibir el adiós agradecido de la mejor hechura de nuestras escuelas, y miramos en vos el mejor y más poderoso argumento de nuestras doctrinas, o de la superioridad de nuestras capacidades.

Al poner sobre vuestra frente privilegiada el bonete de doctor, que tan justamente habéis alcanzado, la Universidad ha ceñido la suya con una corona de gloria, y vos la habéis regalado el mejor y más frondoso de sus laureles.

Dos coronas inmarcesibles se distribuyen hoy, Dr. Rawson; ;la que vuestro genio y erudición ha tejido para la Universidad, y la de gloria, de felicitaciones que ella os retorna a la faz de Buenos Aires, de sus talentos, de sus hombres distinguidos. Esta recompensa única, la primera que da a un cursante de sus aulas, es un premio altamente honroso y extraordinario que tributa, no a la eminencia y claridad de vuestro talento, como tal vez pudiera creerse, sino a la feliz y oportuna aplicación de ese talento a las ciencias y a las artes; porque vos, doctor Rawson, convendréis conmigo, que el talento por sí mismo no es acreedor al premio. La Universidad, pues, al dirigiros la palabra en el día solemne de vuestra instalación en el doctorado, al mismo tiempo que os acompaña en vuestra satisfacción y regocijo, os felicita alta y sinceramente por el honor que vuestro aprovechamiento la hace; felicita a vuestro padre, a Buenos Aires, a la República toda por los días de triunfo y gloria que vuestro genio le prepara. No es este paso hijo de un entusiasmo del momento, no una oficiosidad gratuita, es una debida justicia; no es una ofrenda perecedera, una flor fragante deshojada sobre la frente de un hombre en una hora feliz de su vida, es un obelisco perennal de tan larga duración como los archivos que lo han de contener; es un signo histórico que señalará para siempre un gran acontecimiento nacional — la aparición de un astro sobre nuestro horizonte; porque, perdonéme vuestra modestia, vos sois una estrella brillante que nace para la República.

Los hombres como vos, doctor Rawson, son una sonrisa del cielo, una dádiva preciosa, un impulso de perfección y mejora, impreso por la mano de Dios en la carrera progresiva del género humano. Vosotros sois la verificación positiva de la perfección total que sueña la fantasía. Venidos de tiempo en tiempo como los cometas, llevais como ellos, en pos de vosotros, las miradas absortas del mundo entero que ilumináis. olocados entre la humanidad y su Creador, entre la obscuridad y la luz, entre la tierra y el cielo, estáis organizados para comprender y revelar los secretos de la vida y la muerte, la ciencia de los siglos, de la humanidad, de Dios, para comprenderlo y explicarlo todo, para guías y bienhechores de los pueblos y naciones; vosotros sois, por fin, la lluvia de gracia para el mundo profano.

Muchos y muy bellos porvenires han bajado en diferentes épocas las gradas de esta cátedra; pero otro más brillante, más lleno de esperanza que el vuestro, nunca. Precedido del prestigio que a vuestros condiscípulos y comprofesores inspirais, celebrado por la fama, dueño de la opinión, felicitado por la Universidad, teneis abierta delante de vos la más linda carrera que se ha ofrecido hasta hoy a ningún talento nacional. Vuestro porvenir, vuestra gloria, vuestra misión literaria son excepcionales como vuestra capacidad; marchan a otro templo, ciñen otra corona, trazan otro programa que el que estamos acostumbrados a ver. Los dogmas heredados, las verdades manifiestas, los principios recibidos de la ciencia del hombre, ya os pertenecen. Los misterios ahora, las leyes ocultas, los impulsos secretos de la organización y la vida, por lo mismo que se escapan a la penetración de los más, son el objeto a que tienden las grandes capacidades, son también una empresa y un triunfo digno de vos. Para las cabezas gerárquicas, como la vuestra, las han reservado los arcanos de la ciencia. Yo sé bien que no volvereis la frente delante de ninguna dificultad; al contrario, espero que la levantéis algún día radiante de gloria sobre los trofeos y conquistas con que ensanchareis el dominio de la ciencia, y sobre los abismos de obscuridad y dudas, que la claridad de vuestro talento hubiese regado.

Reducir vuestra misión científica a la órbita común en que se desenvuelven los talentos ordinarios, es tan difícil como encerrar el Océano en uno de sus golfos. A los talentos como el vuestro no se les puede poner coto, ni trazar círculo de acción, porque todos los límites les son estrechos, y reducidas todas las órbitas. Es preciso abandonarlos a si mismos para que campeen con toda la celeridad de que son capaces. Así es que vos necesitais un espacio mayor e ilimitado, para desenvolver y dar movimiento a vuestras facultades. Necesitais empresas grandes que acometer, tinieblas que iluminar, secretos misterios que descubrir; algo, en fin, proporcionado a la magnitud de vuestra inteligencia. Ireis muy lejos a encontrarlos; porque al dar los primeros pasos en vuestra carrera tropezareis con cuestas escabrosas que ascender, con bajíos impenetrables que sondear, con dificultades superiores que vencer. Hay, entre otras, una que debe llamar desde temprano vuestra atención, ya por ser fecunda en gloria para el que la acometa, ya por pertenecer a la vez a la ciencia y a la patria.

Hay un libro en blanco, doctor Rawson, que hace muchos años que esperaba la pluma inspirada de un hijo del Plata que escriba en él la primera página: este libro, destinado a jugar un día un rol importante en los destinos de la República, cuando los hombres de vuestra capacidad se hayan ocupado de él, es el libro todavía en blanco de nuestra ciencia médica. Todavía en blanco, doctor Rawson, pero no estará más así, desde que hagáis la resolución de llenarlo; y a fe que vos lo podeis hacer. Hé ahí una empresa gigantesca, colosal, digna de vos y para que pareceis destinado. Acometedla, doctor Rawson, escribid la carátula y un pensamiento en pos de ella, que en pos del vuestro también alguna otra cabeza privilegiada continuará la obra. Acometedla, que tal vez, inspirado con vuestro ejemplo, se levante de los bancos de este salón algún talento distinguido, que animado con vuestros sucesos, aspire a la gloria de imitaros; alguno que quiera tener el orgullo de poner su nombre al lado del vuestro, y que, aunque grande por si mismo, quiera serlo todavía más, cubriéndose con vuestra gloria, y eternizarse en la memoria de los hombres, como Pérdicas al lado de Alejandro; acodmetedla, por fin, que cuando hayáis escrito la primera página, ya estará colocada también la primera piedra de la pirámide en que se ha de escribir el nombre del hijo venturoso del Plata, que rindiese tan valioso servicio a la República.


La disertación o tesis del doctor Rawson, era dada a la imprenta el año siguiente de haber sido escrita, es decir en 1845, por un amigo de aquel, que ocultó su nombre dentro de la siguiente explicación que, a título de prefacio, figura en la primera página:

« Disertación y documentos referentes al
« grado de doctor en Medicina, que obtuvo
« en la Universidad de Buenos Aires el Sr.
« D. Guillermo Rawson. Publícalos un
« admirador de su mérito, para satisfacer los
« deseos de muchos ciudadanos ilustrados y
« respetables».

Uno de los ejemplares publicados por aquel anónimo admirador de los méritos del doctor Rawson, figura en la biblioteca de la Facultad con el número 22524: Es un folleto de formato chico, de 35 páginas, editado por la «Imprenta de la Independencia» el año 1845.

Después de la documentación copiada más arriba, principia la disertación del joven Rawson con estas interrogantes:

Fortes creantur fortibus et bonis,
. . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . nec imbellem feroces.
Progenerant aquilœ columban.
Horat

Cum nempé genitura ab omnibus
corporis partibus procedent, a sœnis sana, morbosis morbosa.

(Hipoer. de morbo sacro)


Señores:

¿Porqué del hombre nace el hombre?
« ¿Porqué las águilas feroces, como dice Horacio, no
« engendran la paloma inocente? ¿Porqué la
« planta es hija siempre de otra semejante?

«He aquí, agrega, uno de los grandes
« problemas de la naturaleza, cuya solución
« intimamente ligada a los misterios de la vida,
« jamás se aclarará del todo a nuestra inteligencia;
« pero que, por lo mismo estimula fuertemente los
« deseos de nuestra curiosidad. Os confieso que
« he meditado mucho sobre este interesante
« fenomeno, y que en la dificultad de elegir un
« punto para formar la tesis que debéis juzgar es
« este día, no he podido resistirme a la ambición de
« ofreceros un pensamiento sobre materia tan

« espinosa y elevada».

Desde la iniciación del discurso reveíase la mentalidad superior y atrevida del futuro graduado. En efecto, en una época en que la embriología solo era conocida de nombre en nuestra Escuela de Medicina, cuando no se enseñaba la estructura íntima de los tejidos humanos, ni era conocida la Fisiología experimental, ni se sabía cosa alguna de la histología y fisiología de los centros cerebrales, porque faltaban los elementos indispensables para su enseñanza, afrontar nada menos que el estudio, necesariamente teórico, causal de la vida, en los seres organizados, y de los intrincados problemas de la herencia normal y patológica, son pruebas acabadas de que la audacia constituye un verdadero patrimonio para los que se sientan fuertes y capaces de filosofar alto.

El doctor Rawson reconoce las dificultades de los problemas que se plantea, pero no lo arredran, analizándolos a la luz de los conocimientos aprendidos a sus maestros y en los libros, sin dejar de dializarlos con sus reflexiones y juicios filosóficos, ya que el terreno de la biología experimental no se hallaba a su alcance.

Para abordar el estudio de los complicados fenómenos de la herencia en los reinos animal y vegetal, plantea cual si fuera cuestión previa y de más fácil solución, el más arduo de los problemas, el relativo al origen de la vida.

Disertando sobre el misterioso principio o fuerza vital que hace de los seres organizados los únicos capaces de propagarse por generación, acepta el origen paradisíaco del hombre y de los animales, y por lo tanto dicho queda que hacia abandono de la base verdaderamente científica de la cuestión.

« ¿Qué es la vida? se pregunta, ¿y cómo obra ese principio incoercible para comunicarse a la materia y perpetuar así la cadena intermible de las generaciones?... Definir la vida en general es hacer la historia de los cuerpos vivos, y por lo que respecta al principio vital, si dijéramos que es la causa oculta de los fenómenos orgánicos, habríamos expuesto cuanto se sabe de él.»

Esa causa oculta era para Rawson al principio, o la fuerza vital, capaz hasta cierto punto de obrar con independencia de los órganos cuyo funcionamiento dirige. Es la inteligencia de las funciones, agrega, y como dice M. Sardat, es el artista en su taller.

Declárase partidario de la escuela vitalista, analiza y reflexiona con lógica desde su punto de vista, pero sin hacer avanzar el problema ni aclarar sus obscuridades, no obstante la belleza de los raciocinios filosóficos.

Aceptado el principio vital, en virtud del cual, la idea o necesidad de una función preexiste al órgano que deba ejercerla, entra dé lleno al estudio de la herencia. Los seres organizados se reproducen por medios de gérmenes, dice, que llevan, por decirlo así, la naturaleza vital de todas las partes del cuerpo de donde son originarios, y recuerda con oportunidad el pensamiento ya secular del inmortal Hipócrates, en esta materia, cuando dijo: por que el germen procede de todas las partes del cuerpo. « Por manera que ese germen lleva consigo, además de las grandes ideas de imitación específica, modificaciones individuales, que van a retratarse en el mismo ser, a menos de circunstancias accidentales, que desvien la dirección de los instintos. Todo órgano va a ser copia de un órgano igual en el individuo que engendra, va a copiarse con los mismos rasgos que en este lo caracterizan. Los temperamentos, las idiosincracias, las excelencias funcionales de cualquier aparato, todo entra en el modelo, todo entrará también en el retrato. Tan cierto es esto, que las facultades inteligentes y morales no están exentas de la ley.»

Acepta que el cerebro es el órgano central y material del pensamiento y que, por lo tanto, las facultades mentales están representadas, o mejor dicho, tienen su asiento en determinada porción de la masa encefálica, en una proporción tal que, a mayor desenvolvimiento cerebral, debe corresponder una mentalidad más desenvuelta y superior. De esto deduce la exactitud de la frenología, que para él tiene el valor de una ciencia cierta, dice, en sus principios fundamentales, si bien incompleta en sus detalles.

« Supongamos, agrega, que los padres de un niño se hagan notar por su benevolencia: esta inclinación celestial, tiene sin duda en ellos un órgano, una parte del cerebro por asiento; y este órgano estudiado en relación con los otros, presentará una magnitud considerable: en tal caso, ese desarrollo parcial va a reproducirse en el hijo, así como se reproducen las facciones, el color, la estatura, etc. Este es un hecho sensible, una ley de pocas excepciones, si se considera de individuo a individuo; pero donde más evidente aparece, es en el estudio de las familias y de las razas. Voy a transcribir un pensamiento de Voltaire acerca de la materia, porque expresa muy bien la idea que nos ocupa. «La organización física, dice, hablando de Catón, transmite el mismo carácter de padre a hijo al través de las generaciones y de los siglos. Los Apios, fueron siempre orgullosos e inflexibles; los Catones siempre severos. Toda la familia de los Guisas fueron atrevidos, astutos, facciosos, etc.».

En esta parte de su tesis, el doctor Rawson pisa terreno firme, sus facultades intuitivas lo hacen presentir la existencia de las localizaciones cerebrales, imprecisas o inubicables para él, pero que no le dejaban la menor duda acerca dé su existencia en la masa encefálica, donde actuaban como órganos de la ideación y de las facultades afectivas y morales. Reconoce y sostiene la ley de la herencia, física e intelectual, de los seres superiores, tantas veces confirmada en la humanidad no solo por los ejemplos oportunos, pero remotos, referidos por Voltaire, sino también por los observados en nuestro propio país.

¿Quien no sabe, en efecto, que el atavismo intelectual no falló en varias generaciones de los Argerich, Montes de Oca, Mitre, Varela, Gutiérrez y Vedia para sólo mencionar algunos?

Aceptada la trasmisión de las virtudes y energías fisiológicas de padres a hijos, pasa a ocuparse de la herencia morbosa directa, en determinadas circunstancias, y predisponente, tan solo, en otras. Entre las primieras, coloca a la gota, las escrófulas y la tisis, de aquella época, como hereditarias descendentes, es decir, que no hacen su aparición sino un tiempo relativamente largo después del nacimiento.

Al estudiar las dos últimas, acepta las ideas de Graves al sostener que, la escrófula y la tisis, constituyen una sola entidad patológica y que los gérmenes procedentes de un sujeto tuberculoso, llevarían en sí para trasmitir al nuevo ser, sino la enfermedad misma, la debilidad necesaria para engendrar la predisposición a la tisis.

Como se ve, las ideas del doctor Rawson al ocuparse de la trascendental y debatida cuestión de la heredo tuberculosis, no podían ser más clarovidentes. Se hereda la predisposición, pero la higiene bien aplicada puede anularla en absoluto, haciendo que hijos de padres tuberculoisos se desarrollen debidamianie, cuando se los aleja de los focos de contagio en tiempo oportuno, decía, con elocuente verdad.

En los párrafos finales del admirable discurso, que nos ocupa, déjase entrever al higienista y sociólogo eminente del porvenir.

« Si es fácil, afirma, encontrar en las enfermedades de familia el origen de la mayor parte de las que padecen los individuos, no lo es tanto, en la generalidad de los casos, poner un remedio a semejantes males. No obstante, forzoso es confesar, que si hubiera más cordura y previsión en las familias, se evitarían una multitud de dolencias. No por esto quiero atribuir todas las afecciones hereditarias a los errores de los padres, sino también a sus desgracias. No todos tienen la dicha de poseer constituciones robustas, vigorosas y sanas, es cierto; pero si esos hombres enfermizos pensaran algo más en los hijos futuros, algo menos en los goces presentes, no tendrían la pena de ver los seres, a cuya felicidad se consagran, llevar una existencia miserable, vivir únicamiente para el dolor.»

Anticipábase pues, el doctor Rawson en 70 años, a la propaganda social que hoy hacemos, como se anticipan siempre los profetas y los talentos precursores, para conjurar en lo posible la difusión y funestos estragos que acarrean las enfermedades heredo-contagiosas como la avariosis, lepra, cáncer y la tuberculosis.

La profilaxia social de nuestros días, aconseja en todos los tonos a los progenitores, lo mismo que el elocuente disertante del siglo pasado, o sea, pensar menos en los goces presentes y algo más en los hijos futuros.

Es cierto, que hoy hemos dado un paso avanzando más, si bien en el orden teórico, al solicitar de los parlamentos leyes protectoras de las generaciones venideras, prohibiendo el matrimonio a los específicos, tuberculosos y leprosos, como miedida de previsión social, pero siempre será un medio eficaz para la consecusión de tan gran ideal, la propaganda y el convencimiento individual, apuntado ya por Rawson, de que el hombre enfermo no debe fecundar seres que llevarán fatalmente, en su debilidad orgánica y morbosa, los gérmenes de degeneración y de muerte precoz.

Ganado así, el diploma de médico, con brillo inusitado hasta entonces, el joven graduado que sin duda sentía la nostalgia de la familia y del terruño, fuerzas de atracción incontrastable en las almas bien nacidas y sensibles, corrió hacia la ciudad natal, donde por vez primera vieron sus ojos azules la luz del día, 24 años atrás, y tuvieron la oportunidad de contemplar el vuelo sereno y sugeridor de los cóndores en el espacio, y la marcha intranquila de los reptiles de la tiranía en la tierra.

Establecido en la ciudad de San Juan, modesta población en aquellos años, pero que lo recibiera con el entusiasmo y cariño que solo despiertan los príncipes de la ciencia, dió principio a las tareas profesionales que eran entonces, para los médicos de provincia, algo así como el ejercicio evangélico de un apostolado.

Poco trabajo le costó consolidar la fama de que fuera precedido desde Buenos Aires, pues sobrábanle condiciones morales y preparación científica para hacerlo en breve tiempo. Con sobrada razón decía al respecto, quien más tarde había de ser su temible adversario en lides políticas, y comprovinciano suyo, «que gozaba de una reputación superior a sus años, por sus talentos precoces y las recomendaciones de sus profesores, a cuyas envidiables dotes se unía un acendrado patriotismo y una energía y nobleza de carácter que atemperaban la moderación de su conducta y la unción de sus palabras.»[3]

Las energías mentales y el alma republicana que adornaban destacando la personalidad del joven doctor Rawson, no tardaron en sacarlo del limitado escenario médico, impulsándolo hacia el de la política militante para luchar por el imperio de la libertad, escarnecida en su provincia y en la república entera.

El ambiente político de aquellos días era, en la población sanjuanina, una de las menos ensangrentadas durante la tiranía rosista, de indolencia, apatía y abandono de todos los derechos ciudadanos.

Los hombres de posición acomodada se retiraban a sus fincas y viñedos, dejando el campo libre para que el secuaz de Rosas señor Nazareo Benavidez, gobernase a su antojo, como un apóstol de la causa, sumiso, bueno, obediente, aficionado a los gallos, y no degollador, pero cuidado con el que pretendiera hablar de leyes, libertades, derechos cívicos, derrocar tiranías o desobedecer los dictados de su voluntad omnímoda.

Hablando sobre el gobierno del señor Benavidez, dice don Tadeo Rojo, contemporáneo suyo y de Rawson, en su obra sobre «El doctor Rawson ante la tiranía», 1878, lo siguiente:

...« Los únicos puntos de reunión eran las tertulias a que Benavidez concurría; las ruedas de gallo y las carreras a que nunca faltaba. La certidumbre de la impotencia y la conciencia del temor habían concluido por arraigar la costumbre de no pensar ni querer más allá de los estrechos límites de una existencia poco menos que animal. Aquello no era abyección ni abandono; era la vida social sin alma sin pensamiento; el aislamiento, el silencio y el marasmo de un pueblo.»

« La parte política, principalmente, en cuanto a las personas, siempre se resintió muy saludablemente del carácter bondadoso, manso y dúctil de Benavidez. Sin embargo de Rosas y del temor de los jefes de línea y sus sugestiones, la provincia no fué ensangrentada como otras y sirvió do refugio en muchos casos. Había paz o tranquilidad, muy semejante a la de la muerte, es cierto, pero no era enteramente la muerte. El gobierno de Benavidez consistía en no gobernar, y su política en tolerar y comadrear con todos.»

Pero, no obstante la autorizada opinión del señor Rojo sobre el carácter bondadoso, tolerante y manso del general Benavidez, bueno es recordar que tales virtudes no fueron óbice para que aún después de caído Rosas, en el año 1853, mandara encarcelar al doctor Rawson y colocarle una pesada barra de grillos en las piernas, como emblema de tolerancia hacia las ideas de resurgimiento y libertad institucional que predicaba con entusiasmos de redentor. Nadie mejor que él mismo podría referir las humillaciones y peligros que pasó, como lógica consecuencia de haber convertido su verba grandilocuente y patriota, en el ariete más formidable para demoler la tiranía que agobiaba a su provincia natal, razón por la cual transcribimos la carta, levantada y sin amarguras, que dirigió a su amigo Hudson, al salir de la prisión: Hela aquí:


San Juan, Diciembre 9 de 1853


Señor Don Damián Hudson.

Amigo muy querido:

Nuestra frecuente correspondencia, tan interesante para mí, fué interrumpida por la amabilidad del señor Benavides y C.a; quiso tenerme tan cerca de sí, tan exclusivamente ocupado de su cariño, que me hizo trasportar a San Clemente y asegurarme allí con una arroba de hierro puesta en mis pobres piernas. Eso pasó, estoy ya libre, después de quince días de tortura; y lo primero que afectó mi corazón al volver a la luz, fué la noticia de los esfuerzos fervientes de mi excelente amigo Hudson en favor de esta pobre víctima. No puede usted imaginar cuán hondamente me ha conmovido su solícito empeño, y la amigable deferencia con que el señor Segura, y mi estimado compañero el doctor García se han prestado a secundar sus conatos. Prescindiendo de la utilidad o conveniencia de este paso, y de que Benavides no tiene cuenta jamás ni las recomendaciones de su madre, el interés manifestado por los señores Segura y García, en mi favor, no puede menos de herir a estos miserables que tanto trabajan por mi ruina.

Quisiera hablarle ahora de mis propósitos para en adelante. - ¿Iré a Mendoza a buscar un asilo contra las pasiones brutales de mis verdugos? ¿Abandonaré, por temor de nuevas vejaciones y de la muerte, el puesto de mártir en que mi destino ha querido colocarme? Cuestión es esta que, mirada bajo este solo aspecto, no me tendría perplejo un solo instante, pues que cuando regresé a San Juan, vine ya con la resignación del que se prepara al sacrificio. Ni me ocurre otro motivo para justificar mi deserción, desde que los insultos seguros y el probable degüello que me espera, viviendo entre estos bárbaros, no me hacen volver la cara. Más adelante hablaremos acerca de esto. No quisiera yo que mis amigos de Mendoza tomen por una temeraria obstinación mi constancia en vivir aquí. No, mi querido; yo busco sin pasión, el lugar sobre la tierra donde puedo servir mejor a los intereses de la humanidad y de la causa santa que es la religión de mi alma, y no veo otro que este pedazo de tierra idolatrado, donde están sepultadas para siempre las esperanzas de mi vida. Si Dios envía alguna vez sobre este pueblo las bendiciones de la libertad y de la paz, otros hombres más a propósito vendrán aquí para hacer germinar los elementos de prosperidad que están dormidos; pero yo, que tengo la vocación del sacrificio y del martirio, debo inmolarme en el altar como una víctima espiatoria. En fin, después hablaremos sobre ésto, porque quiero que usted me encuentre razón y me justifique.
El señor Soto lleva el retrato de mi padre. Es un presente de nuestra amistad, que será valioso para Vd., estoy seguro. Si me matan, encargo a Franklin que le envíe también mi retrato para que lo coloque al lado del de mi padre.

G. Rawson.


¿Cúal pudo ser el crimen cometido por el doctor Rawson para merecer la cárcel y el grillete del presidario?

Parece increíble, en nuestros días, que por tan solo profesar ideas de libertad se humillara en tal forma a los hombres, pero es necesario trasladarse mentalmente a esas épocas para covencerse de que, el castigo aplicado al médico prestigioso, pero de ideas revolucionarias, no pasó de ser una admonición correccional, aplicada por un gobernante bondadoso y tolerante.

Así eran los tiempos; los principios republicanos y el amor a la libertad, eran de origen atávico en el joven Rawson, y al llegar a la tierra natal y ver a su querida provincia atada al carro triunfal de la sanguinaria dictadura, su alma ciudadana se estremeció indignada, y sin medir la trascendencia de su actitud, al esgrimir el arma formidable de la palabra, cuando las gentes ya se iban volviendo mudas, emprende, con asombro general, una hábil y viril campaña redentora.

Habla y convence a propios y extraños; sugiere como médico en el seno de los hogares, y deslumbra con su elocuencia a cuantos le escuchan en el club y en las pequeñas reuniones donde le era dado hacer su propaganda libertadora.

Aumenta, en proporción increíble, el número de sus amigos y admiradores, quienes no tardaron en llevarlo a ocupar una banca en la legislatura, a raíz de una parodia electoral como las que se estilaban por entonces. Desde ese fausto momento para la vida política de San Juan, surge una esperanza hasta esos días no sentida. Rawson habla sobre la necesidad de difundir la enseñanza, aumentando las escuelas y centros de educación, hace gran propaganda en pro de la organización del sistema de las comunas, pues no olvida que los municipios salvaron la libertad e hicieron la grandeza de España, y predica en toda hora y momento las ideas republicanas que fueron su credo de gran ciudadano.

Su personalidad se agiganta, su autoridad y prestigio vuélvese avasalladora, pues las armonías de la palabra y solidez de la argumentación, cautivan y convencen, su nombre está en todos los labios, y las esperanzas en todas las almas. El es el hombre del momento, el único suficientemente audaz para arengar a los legisladores y al pueblo contra la omniosa tiranía, y a fé que las esperanzas cifradas en su viril actitud no fueran defraudadas.

Mientras el gran sanjuanino preparaba los ánimos de sus conciudadanos para hacer frente, a la reacción reinvidicadora de libertades y derechos, que presintió su claro talento en un porvenir inmediato, y en todo el país, contra el dictador porteño, llegó al gobierno de San Juan en 1851, uno de esos mensajes órdenes, por el cual solicitaba el ilustre Restaurador de las leyes, so pretexto de encontrarse en mejores condiciones para combatir al traidor Urquiza, nada menos que el nombramiento de jefe supremo de la Confederación, y que se le investiese con la suma del poder público.

La noticia de que el engrillador Benavidez, acatando la consigna federal, se apresuraba a remitir a la legislatura un mensaje concordante con el absolutismo de tales propósitos, corrió por los habitantes de la ciudad con la rapidez de las noticias funestas, sublevando los sentimientos de aquel gran repúblico hasta donde es posible imaginar.

Rawson, a despecho de todos los peligros, tuvo la osadia de anunciar que iba a hablar en la legislatura para oponerse a la inaudita pretensión del tirano. Tal anuncio, que sin duda alguna enconaría el ánimo del tolerante gobernador, llevó al local de la sala de representantes, el día de la sesión, un crecido auditorio, ávido por escuchar al imponente tribuno.

En la interesante obra del señor Alberto B. Martínez, ya mencionada, sobre Rawson, figura la siguiente referencia, llena de colorido local, hecha por uno de sus contemporáneos sobre aquella memorable sesión de la legislatura sanjuanina:

« El representante, dice el señor Rojo, tenía que franquear un zaguán lóbrego, donde se paseaba un centinela; tenía que subir una aportillada escala, a cuyo término había otro centinela; tenía que cruzar un ancho patio, donde paseaban o se tenían con sus grillos los presos del cuartel; y en el recinto mismo de la sesión, tenía que encontrarse con los vivos de un sargento mayor de secretario, y a su espalda una buena comisión de jefes y oficiales, entre los cuales no faltarían el Pichón de burro, verdugo de las señoras de Mendoza, y quien sabe si no estaba el buen federal negro-chagaray.»

En ese ambiente de libertad democrática, se levantó airada la palabra vibrante y altiva del doctor Rawson, para azotar a los detentadores de la soberanía de los pueblos, fulminar las atrocidades y salvajismos de la tiranía, levantar el espíritu público abatido por veinte años de opresión, y pedir a los legisladores, en nombre de los más caros intereses de la patria llamados a velar, que no consientan en acordar la suma del poder público, ni el nombramiento de jefe supremo, solicitado por el abominable dictador que avergonzaba a la humanidad.

La palabra viril y llena de unción patriótica del joven orador, fué escuchada con recogimiento y asombro, conmovió los espíritus, llegó muy hondo, y a no mediar el ruido de las espadas y de los grillos, la petición clamorosa del tribuno habría sido escuchada. Dice a este respecto el mismo señor Tadeo Rojo: «No estuve en la sesión, pero volví a tiempo de encontrar al pueblo todo palpitando todavía de la emoción causada por la conducta de Rawson, único representante que había alzado la voz para oponerse a la continuación del ominoso mandato. Era de oir los elogios de Rawson, no ya en boca de los amigos y ciudadanos, sino de los mismos federales, de los militares, de los asociados en la mazorca.»

Pero esto no obstante, y como en determinadas épocas de la vida de los pueblos, convence más el temor que las elocuentes razones, la legislatura no solamente sancionó el proyecto oprobioso de las facultades extraordinarias, sino lo que es más original y absurdo, un artículo por el cual se obligaba a todos los legisladores a firmar la ley que se acababa de sancionar a despecho de la temeraria oposición de Rawson. ¿Se adoptó tal disposición para obligar a este a que firmase la ley combatida con tanto vigor, o se quiso brindar al señor Benavidez la ocasión de vanagloriarse con la unanimidad de su legislatura?

Sea como fuese, lo cierto del caso es que Rawson también firmó la bochornosa resolución legislativa que fulminara en su arenga incontestada.

¿Respondió su firma a un impulso de acatamiento a la ley sancionada contra su voto y discurso? O fué un acto de debilidad como en más de una ocasión le enrrostraron sus enemigos en el acaloramiento de las luchas políticas?

Sin vacilar nos inclinamos al primer supuesto, porque quien hace lo más, hace también lo menos, y por que si de algo vale el ejemplo de toda una vida consagrada al culto de la libertad, de la patria y de la ciencia, la de Rawson, lo exhibe como a un ciudadano de gran valor cívico, moral y personal.

Llegó por fin el anhelado día de los oprimidos, la caída fatal de la tiranía pronosticada por Rawson, y que recién era hecha conocer de los sanjuaninos por un decreto, de fecha 28 de Febrero de 1852, leído al pueblo por el escribano de gobierno, reconociendo al vencedor de Rosas, en los campos de Caseros, como jefe supremo del estado. Al parecer, cuadró la circunstancia muy casual, según referencias que hiciera el Sr. Víctor Rodríguez por carta dirigida al señor Alberto B. Martínez para su obra, de que en el preciso momento en que el escribano informaba al pueblo del trascendental acontecimiento, llegaba de su finca el doctor Rawson, cabalgando en brioso corcel, quien tan pronto como se hubo impuesto de la sensacional noticia, improvisó una vibrante arenga, saludando el acontecimiento de la libertad y la caída de todos los tiranos que oprimían a los pueblos de la república.

« El ronco estampido del cañón que el día 3 de Febrero hizo vibrar el corazón de millones de argentinos, con el combate que a su vista se ejecutaba en los campos de Caseros, contra la tiranía ominosa de veinte años, decía el doctor Rawson, ha dado por resultado la brillante epopeya que vive y vivirá siempre en el corazón de todos los amantes de la libertad de los pueblos argentinos.» « El triunfo de Caseros es un verdadero acontecimiento gue sigue al de Chacabuco y Maipú en su importancia material y moral para los hombres patriotas, y de corazón noble y generoso. Y si los que han tenido la suerte de tomar parte activa en la epopeya de Caseros, siguen inspirándose en la noble tarea del complemento de la obra principiada el 3 de Febrero, el engrandecimiento de los pueblos libres del sud será un hecho semejante a aquellas riquezas acumuladas por una generación en monumentos y conquistas, que constituyen un patrimonio, que el pasado lega y trasmite a la posteridad.»

« Si somos los herederos de Belgrano y San Martin y tantos otros mártires de la libertad sudamericana y de sus glorias, debemos ser también los fieles ejecutores de sus obras; por que la sangre generosamente derramada en los campos de Caseros sería completamente estéril.»

Por todo lo dicho es fácil imaginar cuan pocas debían ser las simpatías del señor Benavidez para con el joven y brioso médico, que fué a despertar a los habitantes de la provincia del silencioso y tranquilo sueño impuesto por su manso despotismo. Nada subleva tanto en efecto, a cuantos abusan del poder, como la condenación pública y altiva de sus atropellos y violencias. La elocuencia hiere sus oídos como dianas infernales anunciadoras de su próxima caída. La idea de la venganza popular les horroriza, procuran por todos los medios conjurar el peligro y llegan hasta apagar la voz de los oradores, olvidando que ella solo es el fonógrafo de las ideas, y que estas son inapagables cuando las inspira el patriotismo y el amor a la verdad.

Rawson, después de haber pagado el oprobioso tributo al despotismo, en la cárcel de San Clemente, recibía de su pueblo en 1854, el honor de ser elegido diputado al Congreso del Paraná, donde su privilegiada inteligencia encontraría la tribuna necesaria para dar vuelo a las ideas de unión nacionalista, ya conocidas por artículos de colaboración y cartas que dirigía al señor Hudson, y que se publicaban en «El Constitucional» que este editaba en Mendoza.

Ahí, en el nuevo escenario nacional, iniciaba, dos años más tarde, su verdadera carrera parlamentaria, y en qué forma! Los historiadores que se han ocupado de las graves cuestiones debatidas en la cámara de diputados de la Confederación, ya fuese al estudiar las constituciones provinciales, o el delicado problema de los derechos diferenciales, mediante el cual se deseaba obligar a la provincia de Buenos Aires a formar parte de la Confederación de las otras 13 hermanas, dicen que las enalteció con los sólidos principios constitucionales que poseía, su ilimitado patriotismo y su elocuencia insuperable. Fué el verdadero paladín que tuvo la noble causa en pro de la unión de las catorce provincias argentinas, y que, por entonces, no le fué dado ver triunfar.

Después de la batalla de Pavón, del 17 de Septiembre de 1861, que como es sabido resultó desfavorable para las fuerzas de la Confederación que dirigía el general Urquiza, el doctor Rawson resolvía establecerse como simple ciudadano en la ciudad de Buenos Aires capital de la provincia.

Los hombres de Buenos Aires, con el general Mitre a la cabeza, conocedores al detalle de las ideas sostenidas por el ex diputado de la Confederación y su gran valimiento como patriota, no tardaron en ofrecerle una banca en la cámara de senadores de la provincia. El la aceptó sin vacilar, dispuesto a trabajar en ella por su patriótico ideal, la unión nacional. Esta segunda etapa de su vida parlamentaria resultó tan brillante como la primera. Rawson jamás se embanderó en ninguno de los bandos en que, por esos días, se dividía la familia argentina; no era porteño ni provinciano, quería ser y era solamente argentino.

Pocos meses duró su permanencia en el senado provincial debido a que los sanjuaninos, reconociendo sus servicios y aptitudes, le habían elegido representante de la provincia en el senado nacional, en el año 1862. Rawson tuvo por fin la enorme satisfacción de ver triunfantes sus ideas y anhelos de patriota, la unión nacional estaba hecha, y desde ese auspicioso momento consagró las luces de su talento y vasta ilustración, a luchar por el engrandecimiento institucional y material de la república.

Incorporado a la alta cámara en aquel año, inicia las tareas parlamentarias pronunciando sus dos célebres discursos, con motivo del proyecto despachado por los senadores Valentín Alsina, del Carril, Elizalde y Cullen, sobre la federalización de la ciudad y provincia de Buenos Aires para servir de capital a la república.[4]

En ellos sostiene con argumentos de índole constitucional y atinadas reflexiones de orden político, los inconvenientes y sin razón de pretender suprimir una provincia, un estado federal autónomo, para convertirlo en capital de la república, al paso que sostenía y demostraba la constitucionalidad y conveniencia de que las autoridades federales residieran, así fuese temporariamente, en la ciudad de Buenos Aires. A la coexistencia de los poderes de la nación y provincia en una misma ciudad, decía, no se opone la constitución, y sus ideas concluyeron por prevalecer hasta 1880, en que los acontecimientos revolucionarios demostraron como aquella dualidad de poderes, en un mismo sitio, no se hallaba exenta de complicaciones y peligros.

Puso término a su segundo y magistral discurso, con las siguientes palabras que siempre serán de actualidad, y hoy, tanto o más que ayer.

« Nosotros estamos aquí, señor presidente, para cumplir la ley suprema, que es la ley de la Nación; no salgamos pues, de esa ley, no vayamos contra su espíritu, o contra su letra, no comprometamos ninguno de los principios consagrados en ella; a fin de que cualquiera que sea el éxito de nuestros trabajos, nunca quede el arma de la legalidad en las manos de los enemigos de la Unión. Nosotros, como hombres de estado, a quienes está encomendado el destino de los pueblos, debemos seguir siempre la política del gran Washington, que es la política de la probidad, de la justicia y de la verdad; que cada hombre, cada pueblo sea fiel al cumplimiento de sus deberes y Dios estará con nosotros.»

Así hablaban y lo que vale más aún, así procedían, los hombres de aquellos tiempos que, al igual de Rawson, eran cultores de la justicia, de la verdad y de la honradez, para mejor servir a la patria.

En el año 1862, llegaba a ocupar la presidencia de la república el general Bartolomé Mitre, quien tuvo el talento, desgraciadamente no imitado por todos los que le sucedieran en el encumbrado cargo, de llevar a su lado para el conveniente desempeño de los ministerios, a los hombres mejor preparados de su tiempo, comro Vélez, Costa, Elizalde, Gelly Obes, y para la cartera del interior a Rawson.

Para hacer, así sea una somera descripción analítica, de la fructífera labor desarrollada por este primer ministro médico que ha tenido la república, se necesitaría escribir varios capítulos y no una simple conferencia de tiempo limitado.

Rawson, por su indiscutible versación constitucional, puritanismo republicano, dotes parlamentarias, autoridad moral, y por el hecho de ser provinciano sin provincianismo, resultó el gran ministro del interior del presidente Mitre. Variadas y fecundas resultaron las iniciativas que, tanto en el orden constitucional, administrativo y económico, como en materia de inmigración y obras públicas, correspondieron a este esclarecido patriota.

El extraordinario desenvolvimiento alcanzado por el comercio, agricultura e industrias en el interior del país, hállase entrechamente vinculado a la laboriosidad de aquel ministro, pues a él le cupo la satisfacción de firmar, con el señor Wheelwright, el contrato para la construcción del primer ferrocarril que ha cruzado nuestro territorio, del Rosario a Córdoba.

La constitución y mejoramiento de los caminos, que unen a las alejadas y dispersas ciudades capitales de provincia, preocuparon intensamente su atención.

Al igual del incomparable Alberdí, y con mirada de estadista clarovidente, fijó su vista en los trascendentales problemas relacionados con la inmigración. «Gobernar es poblar», había dicho el inmortal autor de las «Bases», y Rawson la llevó a la práctica diciendo, gobernar es colonizar.

Estudia los sistemas de colonización artificial y espontánea, y concluye optando con acierto por el último. Elige con previsión de hombre de estado, para asiento de la primer colonia, el territorio abandonado, y por lo mismo codiciado, de la Patogonia. Acepta la propuesta de una sociedad de galenses y funda, sobre la margen del río Chubut, la primier colonia agrícola ganadera que ha tenido el país. Hoy constituye ya un importante núcleo de población laboriosa, con su comercio bien desarrollado y servido por un ferrocarril que la une con el puerto Madryn, y con otro unido al puerto propio sobre la desembocadura del río Chubut.

En las interesantísimas memorias que el ministro Rawson ha legado al país, como fruto de su labor infatigable, figuran la serie larga de sus iniciativas, tales como el levantamiento del primer censo nacional, la fijación de los límites provinciales, establecimiento del sistema métrico decimal, fomento de los territorios nacionales, construcción de puentes y caminos y extensión de líneas telegráficas, etc., etc., pensamientos todos dignos de un gran gobernante que, si no pudo verlos realizados por causas ajenas a su voluntad, quedaron como programas que realizarían los gobiernos venideros y testimonios escritos de su laboriosidad e iniciativas.

El doctor Rawson era un ministro de verdad, que lo mismo pudo ser un presidente, con clara conciencia de sus facultades y deberes. No hay ejemplo de que desestimara una invitación de cualquiera de las cámaras, ya fuere para sumisnistrar informes o debatir cuestiones de política interior; antes al contrario, iba al parlamonto sin ser llamado, cual representante de un poder colegislador, para dar a conocer y sostener las ideas del Poder Ejecutivo, como ocurrió al discutirse en la cámara de diputados la subsistencia de los derechos de exportación, pronunciando dos hermosos discursos durante las sesiones de los días 21 y 23 de Mayo de 1866.

Pero es que, en aquellos tiempos y para aquellos ministros, una interpelación no era motivo de zozobras e intranquilidades, y sí, por el contrario, de satisfacciones infinitas. Concurrían al congreso como quien asistía a un torneo donde se luchaba con las armas de la ilustración, talento y elocuencia, en un ambiente de alta cultura y respeto mutuo. Rawson, en esa arena, a veces caldeada por la pasión política, crecía y se agigantaba, cual gladiador del pensamiento, cuyo arte de luchador magistral, y palabra de armonías arrebatadoras, lo hacían invencible.

La guerra del Paraguay, con sus alternativas y problemas, preocupó grandemente su actuación ministerial; no es aventurado decir que el vice presidente doctor Marcos Paz y él, soportaban por entonces todo el peso del gobierno del país. Quizás esta circunstancia mediara para que fuese tan sentido el discurso pronunciado al dar el postrer adiós, en el acto de ser inhumados, a los restos de aquel gran argentino y amigo suyo, en 1868.[5] En acto tan triste, como que era el fruto de la conjuración de dos calamidades públicas que azotaban la república, la guerra y el cólera, decía, en su oración fúnebre, el que había sido su gran ministro.

...« El ha estado, señores, a la altura de la prueba. En estos largos días de esperanza, de sacrificios y de dolores, el espíritu del vice presidente no desfalleció jamás. Honrado siempre, no tan solo con esa honradez vulgar que consiste en no medrar con el abuso de posiciones oficiales, sino con esa honradez que por ser rara se llama una virtud entre los hombres públicos, y que se manifiesta por el religioso respecto a los principios, aunque se sacrifiquen las afecciones personales, el doctor Paz ha merecido bajo este concepto la más cumplida justicia entre aquellos que han podido conocer su conducta. De este género fué la honradez del hombre cuya muerte lloramos, y así lo ha reconocido el país.

« En esta larga lucha, señores, en que se juega el honor y la existencia de nuestra patria idolatrada, en medio de los triunfos de nuestras armas hemos sufrido días amargos, días de desconsuelo, días de luto. Tocóle al doctor Paz en suerte, no solo como magistrado, sino como padre, una parte principal del dolor común.

« El plomo enemigo que arrebató tantas vidas preciosas a la patria en Curupaití, hirió de muerte también al joven Paz, hijo del vicepresidente. Vosotros lo habéis visto, señores, en aquellas horas de amargura, encerrar en su pecho de temple antiguo el piadoso duelo del padre, y continuar sin vacilar un punto, y con mano firme, la difícil tarea de reparar el contraste sufrido, y de alentar con su ejemplo y su acción el espíritu de los que desfallecían en aquel momento de prueba.»

Pensamientos de elevada política, y sublime patriotismo, son estos que los ciudadanos, médicos, abogados o no, militares o lo que sean, no deberían olvidar jamás cuando llegan a regir los destinos de las naciones: Rawson, como Mitre y Paz, y afortunadamente como la inmensa mayoría de los argentinos que han desempeñado las elevadas funciones de presidente y ministro, han poseído la doble honradez rawsoniana, que les permitió conquistar para sus nombres la gratitud nacional y la inmortalidad.

El doctor Rawson, no fué un político ambicioso; de costumbres modestas y de temperamento apacible, jamás aspiró a ocupar la presidencia de la república.

Tenía un concepto tan grande, elevado y puro, acerca de las virtudes y austeridad que debían adornar al hombre llamado a desempeñar el encumbrado cargo, que su reconocida modestia no le permitió contarse en el reducido número de ellos. Sus ideas republicanas, llegaban a un idealismo poético, no censurable por cierto, pero poco armónico con la rudimentaria cultura del país, en tiempos en que aún imperaba el caudillismo y los prestigios del sable. Había nacido para actuar en una democracia más adelantada que la de su época, pero la providencia quiso que él fuera uno de los apóstoles que predicaron al pueblo argentino con la palabra y el ejemplo de una vida sin tacha, la verdadera doctrina republicana. ¡Ojalá esa misma providencia nos lo mandara de tiempo en tiempo!

Tan puras eran sus ideas y práctica política, que según referencias de su secretario y amigo Don Alberto B. Martínez, cuando en las postrimerias de la presidencia del general Mitre, llegó a sus oídos que el doctor Elizalde aceptaba ser proclamado candidato para la futura presidencia de la república, se había presentado a aquel para manifestarle que en su opinión, se imponía la renuncia de su distinguido colega, por considerar incompatible su candidatura con las funciones de ministro.

El presidente Mitre, procuró convencerle de la absoluta imparcialidad que estaba resuelto a observar en la contienda política, pero como para el doctor Rawson no era cuestión de falta de fé en la rectitud presidencial, y si de principios constitucionales y políticos, insistió en sus opiniones manifestando a su invariable y respetado amigo que, si el doctor Elizalde no abandonaba el ministerio, él renunciaría el suyo.

Días después, aquel inolvidable ministro del interior, se retiraba de la casa de gobierno acompañado con su puritarismo republicano y por numerosos amigos: En aquellos tiempos, de religioso respeto por la constitución y las leyes, los ministros renunciaban sus carteras hasta por idealismos doctrinarios.

Ocurrió por esos días, que un grupo de ciudadanos expectables pensara que, el doctor Rawson, era la personalidad política más caracterizada para llevar al sillón presidencial, nombrando al efecto una comisión de notables, a fin de que obtuviesen el consentimiento necesario para levantar su candidatura a la sucesión del general Mitre.

Según referencias de los hombres que actuaron en la tramitación de tales gestiones, la comisión designada se entrevistó reiteradamente con el doctor Rawson, procurando convencerle, con múltiples y atinadas razones, de que para él era hasta un deber de patriotismo prestar su nombre a los fines indicados. Más parece cierto que, no obstante formar parte de los comisionados personalidades influyentes como Alsina y Manuel Augusto Montes de Oca, el doctor Rawson declinó insistentemente el espontáneo honor que se le ofrecía, dando a entender que el mismo elevado concepto que él tenía de las funciones presidenciales, que los pueblos tan solamente deberían confiar a los varones justos y sabios como Washington, le vedaban aspirar a la primera magistratura del país.

¡Cuan ilimitada debió ser su modestia cuando él, encarnación de la sabiduría, austeridad y honradez tal cual la entendía, no se consideraba capacitado para ocupar la presidencia!

Pero si declinó el honor de aquella candidatura, aceptaba en cambio la banca de diputado nacional ofrecida por el pueblo de su provincia natal al iniciarse el año 1870, nueva tribuna desde la cual serviría, con igual eficacia, los intereses morales y materiales de la república.

El espíritu nacionalista que alentó sus ideas en todo momento, fué la causa determinatriz para que iniciase el desempeño de las funciones parlamentarías presentando un proyecto de ley, en la sesión del 3 de Junio de 1870, facultándose al Poder Ejecutivo para que mandase efectuar los estudios de un ferrocarril que, partiendo de la ciudad de Córdoba recorriera todo el norte argentino, pasando por las ciudades de Tucumán, Salta, y llegase hasta la de Jujuy.

Al fundarlo, con su maestría habitual, principia el discurso recordando el plausible y reciente acontecimiento de la inauguración del ferrocarril del Rosario a Córdoba, que tan vivamente había conmovido el alma argentina y cuyo contrato, para la ejecución de las obras, fué firmado por él.

En él se revela una vez más al hombre de estado, el que abarca de una sola mirada el conjunto de los problemas correlacionados con la idea fundamental, estudiando el pró y el contra, para deducir como conclusión final, la utilidad o inconveniencia de una obra pública.

Estudia, a la luz de los últimos adelantos de la ciencia ferroviaria, todas las cuestiones de orden técnico, económico y hasta político, que van aparejadas a la construcción de los ferrocarriles: Demuestra palmariamente la conveniencia de que tales obras sean hechas por el gobierno, a fin de evitar a los pueblos los abusos con que las empresas particulares suelen gravarlos con la incensante elevación de las tarifas.

Traza, a grandes pinceladas, un cuadro grandioso sobre el porvenir agrícolo e industrial del país, cuando las múltiples vías férreas faciliten la exportación de los variados y ricos productos de su tierra fecunda, y termina diciendo como un clarovidente:

« Me asiste una fé ardiente, señor, de que todo esto tiene que suceder dentro de pocos años; y de que Buenos Aires, que tiene tantos títulos a la simpatía de la República y de toda la América del Sud, será el gran centro de un inmenso movimiento, con el que ha de desenvolverse la grandeza, la civilización y la libertad humana en estas comarcas, y han de cumplirse los altos designios de la Providencia.»

Al mes siguiente, en la sesión del 22 de Julio, se incorporaba al debate de un proyecto de ley acordando fondos para el fomento dé las bibliotecas populares, originario del Poder Ejecutivo, pero modificado por la comisión de la cámara. Un mes después, 17 de Agosto, fundaba su proyecto de creación de un Departamento Nacional de Agricultura, cuya función fandamental sería el fomento agrícola de toda la república.

En el mes de Agosto discute, con el ministro del interior, una partida para fomento de la inmigración, siempre bajo el punto de vista doctrinario, y al finalizar, él mismo funda un proyecto sobre las facultades de las cámaras para solicitar informes directamente de la contaduría nacional.

El 13 de Septiembre, del mismo año, fundaba detenidamente un despacho sobre el proyecto de ley originario del Senado, organizando la contaduría de la nación.

Con toda esta suma de labor parlamentaria correspondiente al año 1870, respondió el diputado Guillermo Rawson a la confianza y al honor con que le favorecieran los sanjuaninos. Tal era su moral como servidor público; las bancas del congreso eran puestos de intensa labor, y no prebendas personales de los elegidos para desempeñarlas.

Su actuación de legislador se destacó más aún si cabe, durante aquel período y particularmente en el año 1873, con los conceptuosos y doctrinaros discursos que pronunciara sobre la «organización de crédito público nacional»; «el derecho de los extranjeros para adquirir bienes raíces la república» y sobre capital federal, con motivo de discutirse un proyecto de ley que destinaba la ciudad del Rosario para servir de capital a la república, y con motivo del cual dijo, al iniciar su discurso, se hallaba destinado a fracasar en el caso de ser sancionado, por cuanto tenía la certidumbre de que el ejecutivo vetaría esa ley. Durante ese memorable debate, sus ideas estuvieron en armonía con las de otra eminencia médica y como él maestro eximio de la palabra, el diputado por la provincia de Buenos Aires Dr. Manuel Augusto Montes de Oca.

Aquel año fenecía el mandato de diputado conferido al doctor Rawson, pero pasaba, casi acto continuo a ocupar, por segunda vez, una banca en el senado de la nación, donde no había de tardar en encontrarse, frente a frente, con su formidable adversario, el ex presidente Sarmiento, cuyo gobierno había sido duramente fustigado por aquel.

La ocasión no se hizo esperar por cierto, presentándose con motivo de entrar a discutir la alta cámara, un proyecto de ley de amnistía general, sancionado por la cámara de diputados. En sustitución de éste, le tocó informar al senador Sarmiento, un despacho de comisión que sólo acordaba una amnistía limitada, y que seguramente era obra suya.

El memorable debate tuvo lugar en las sesiones de los días 6, 8 y 10 de Julio de 1875, despertando el interés que puede suponerse.

El miembro informante sosteniendo con las energías propias de su temperamento impetuoso, las ideas del gobierno fuerte, que fueron su característica, para combatir la rebelión y la anarquía, castigando a los que incurrieron en los crímenes de traición a la patria, de fusilamiento o ejecuciones a lanza y cuchillo, y a cuantos se hubiesen apoderado de los dineros del estado y de los bancos o depósitos particulares; y Rawson haciendo, con su dialéctica tranquila, reflexiva y seductora como una armonía, la defensa de los ideales de fraternidad y perdón entre los hombres, propiciando una ley de amnistía general y amplia, sin excepciones que achiquen su grandeza moral, en una palabra, quería, para asegurar la tranquilidad de la familia argentina, la sanción de una verdadera ley de perdón y olvido. La contienda trabada, entre talentos tan vigorosos y opuestos, preocupó la atención pública y nada puede dar una idea más acabada sobre su magnitud, que la descripción hecha por el senador Aristóbulo del Valle, muchos años después, en el magistral discurso pronunciado el 28 de Junio de 1890, cuando decía:

« De diverso temperamento, batallador, el primero; tranquilo, mesurado, el segundo; obedeciendo a escuelas políticas distintas, partidario de la fuerza el uno; amigo de la persuación el otro; separados ambos desde muy temprano, en las corrientes de la política, el encuentro de estos dos atletas del pensamiento argentino en la arena parlamentaria, no podía sino ofrecer el más alto interés. La oratoria de Sarmiento era apagada, difusa, casi pesada, como, que por lo general leía sus discursos, pero estaba matizada en ciertos momentos por anécdotas o referencias personales, que despertaban el interés, y, a veces, la hilaridad en el auditorio; mientras que, la dé Rawson era espontánea, atrayente, armoniosa al empezar, como fuente que se desliza entre flores, y crecía gradualmente a medida que el entusiasmo iba calentando la palabra, hasta ser grave, solemne, cuando el orador hacia vibrar las cuerdas del patriotismto nacional. Sarmiento consecuente con su escuela política, pedía una amnistía limitada, con restricciones; mientras que Rawson solicitaba una amplia, generosa, que echase un tupido velo sobre las disinciones pasadas. Fué esto al decir de un distinguido orador argentino, una memorable batalla parlamentaria, que duró varios días, y que, como la de Clay con Webster, en el parlamento británico, ha podido ser llamada la batalla de gigantes. Trajeron al debate todas las cuestiones que podían conmover las pasiones de los partidos de la época: hombres y acontecimientos, tendencias y principios políticos, abusos imputados y constatados, vicios electorales, actos de fuerza, revoluciones. La mayoría de la cámara y los partidos, y el país entero, escucharon aquel debate en silencio respetuoso, recogiendo con el oído atento las grandes voces que salían de la tribuna libre del senado.»

Al decir de quienes tuvieron la fortuna de escuchar aquellos discursos del doctor Rawson, hacía tiempo no se oía en el parlamento argentino frases tan llena de austeridad y de inspiración patriótica, como las pronunciadas por él, y que merecieron, tanto del senado como del público, frenéticos aplausos al terminar su peroración trayendo el recuerdo de las palabras, que hizo suyas, con que finalizara el senador norteamericano Carlos Schurz uno de sus discursos, y cuya actualidad no ha desaparecido por cierto.

« No puedo cerrar los ojos a la evidencia, decía, de que la generación que ha crecido y llegado a la política activa en los últimos años y que representa más de la tercera parte de nuestros electores, se ha acostumbrado demasiado a presenciar la audaz ostentación de abrogaciones arbitrarias de autoridad; y que se ha formado hábitos, que amenazan destruir todo cuanto es caro al sentimiento patriótico. Conociendo esto, he estado por muchos años en este recinto, alzando mi voz en favor de los principios del gobierno constitucional, puestos en peligro, y he procurado preveniros contra los avances del poder irresponsable; y hoy con toda la ansiedad de mi corazón, en esta oportunidad que quizás sea la última que se me presenta en este foro, os dirijo mi clamor una vez más para que volváis atrás, antes que sea demasiado tarde. En nombre de la herencia de paz y de libertad que debéis legar a vuestros hijos; en nombre de ese orgullo con que, como americanos, levantáis la cabeza entre las naciones de la tierra, no juguéis con la constitución de nuestro país, no comprometais lo que constituye la gloria más pura del nombre americano. Que los representantes del pueblo no desfallezcan cuando las libertades públicas están amenazadas.»

Todos estos discursos pueden ser leídos en los diarios de sesiones del Congreso o en la importante obra del señor Alberto B. Martínez, escrita y publicada bajo el patrocinio de la Comisión Popular de Homenaje al doctor Guillermo Rawson, que presidió el general Mitre.

Aún tuvo oportunidad de pronunciar en el senado un otro discurso famoso sobre el estado de sitio, en la sesión del 17 de Agosto de 1875, retirándose un año después de la vida parlamantaria y también política, para emprender un viaje a Europa y especialmente a Norte América, patria de su padre, cuyas instituciones iluminaron la mente del gran republicano arraigando nobles ideales de libertad democrática, y consagrarse a un otro género de actividades donde descollaría, igualmente, su extraordinaria organización cerebral.

Es de advertir que el doctor Rawson formó parte de la constituyente reunida el año 1870, para reformar la constitución de la provincia de Buenos Aires, y que su activa labor de diputado nacional no resultó un obstáculo para que, su vasta ilustración y patriotismo, aportase las luces de su talento en más de uno de los problemas de índole constitucional que se plantearon. Entre las múltiples deliberaciones ilustradas con su palabra sapiente, merecen ser recordadas aquella en que proclamó en forma convincente y vibrante, la libertad de la prensa, así como la referente al sostenimiento del culto católico apostólico romano por el gobierno.

Fué en esa oportunidad cuando propuso a la convención declarase que, «en ningún caso la profesión de fé religiosa será causa de inhabilidad política para el desempeño de los empleos o funciones públicas de la provincia.»

Y no se piense por esto que el doctor Rawson fuese un libre pensador, un hombre carente de toda fé espiritual, porque antes al contrario poseía una alma esencialmente creyente, y no concebía la existencia de un pueblo desposeído de un credo religioso, sea él cual fuere.

Pero, es que Rawson, siendo un creyente sincero, no aceptaba fanatismo alguno, ni siquiera el religioso: Respetaba todas las creencias en materia de cultos, pero amaba sobre todo el culto a la justicia, acordándola a quien la merecía.

« Yo he presenciado, dijo en aquella ocasión en que dejaba sentir todo el poder de su elocuencia, por razón de mi profesión, lo que ha sucedido en la epidemia pasada; y quiero aprovecliar este momento para tributar un homenaje de justicia. Yo recuerdo en los últimos meses en que eran mayores los estragos de aquel cruel azote, la soledad que se hacía en todas partes de la ciudad. Yo he visto abandonado al hijo por el padre; he visto a la esposa abandonar el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano; y esto está en la naturaleza humana. Pero he visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que este es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires, y agrego que es una prueba de que no necesita ese culto del apoyo miserable que pensamos darle con el artículo que se propone.»[6]

Como siempre es grato conocer la opinión de los grandes oradores sobre otros que no lo son menos, máxime cuando se trata de contemporáneos; escuchemos un momento al doctor Pedro Goyena, cuando dice hablando del Congreso Argentino de 1870, lo siguiente:

« El doctor Rawson tiene una inteligencia envidiablemente clara: concibe un montón de ideas, y las liga, las metodiza en un orden irreprochable, de modo que las unas se apoyan en las otras y forman un conjunto mantenido por una poderosa cohesión. A las primeras de su exordio se conoce que habla un hombre digno, experimentado, prudente. Su exposición es clara y deja marcados como de relieve, los hechos en que ha de apoyarse el raciocinio para llegar a la consecuencia con la cual se enlazan, por un arte maravilloso, todas las partes de su discurso. El fisiólogo se revela bajo el orador: cada discurso del doctor Rawson es un todo orgánico; su inteligencia ha adquirido en el estudio de la constitución humana, física y moral (por que también es un profundo psicólogo) una tendencia poderosa que la lleva siempre ha establecer el orden, la armonía, la regularidad, encadenando los hechos con esas nociones generales que se llaman leyes en la ciencia, sin dar jamás cabida en sus discursos, a lo vago, a lo obscuro, y a lo arbitrario...

« Y si son argentinos quienes lo escuchan, no conseguirán defenderse de un movimiento de legítimo orgullo, ante esa inteligencia, ese carácter y esa palabra que nos honran, como honrarían al país mas adelantado del mundo.

« Su presencia en el congreso, no puede ser interpretada sino como un acontecimiento de que todos deben felicitarse. El doctor Rawson es un patriota en toda la estensión de la palabra; jamás se afilió en círculos o camarillas, ni abandona el rumbo de los principios para seguir las pasiones imperantes en un momento dado de la vida política de estos pueblos. Siempre ha sostenido en el congreso ideas nobles y progresistas; y una colección de sus discursos sería una fuente de ilustración sobre las materias a que se refieren. Versado profundamente en el sistema político que hemos adoptado, y con calidades de expositor que envidiaría un profesor de las Universidades europeas, el doctor Rawson, cada vez que habla en las cámaras, hace una magnifica lección de ciencia política.»[7]

Tal era el hombre público; grande en todo lo había forjado la naturaleza: Profesaba los principios republicanos con la sinceridad de un Washington; propendía al progreso y a la organización nacional con la clarovidencia de un Rivadavia; dominaba al parlamento con su elocuencia tribunicia, como un Gambetta; y tenía el alma y el sentiimiento religioso de un apóstol.

Pasemos ahora a estudiar el otro Guillermo Rawson, al médico, al filántropo, al hombre de ciencia, y principalmente al genial fundador de la cátedra de Higiene pública en nuestra Facultad de Ciencias Médicas.

Desempeñaba aún las funciones de senador de la nación cuando tuvo lugar en 1873, la reorganización parcial de los estudios de Medicina, llevada a cabo bajo la iniciativa del profesor de Fisiología doctor Santiago Larrosa.

El plan de estudios de nuestra Facultad, un tanto anticuado, sufrió por entonces una saludable reforma, en cuanto se crearon algunas nuevas e importantes cátedras, a fin de complementar la preparación dada a los futuros médicos.

Entre estas se contaba la cátedra de Higiene pública, la cual debemos decir, en obsequio a la verdad, se creó ad hoc, para ser ofrecida al doctor Rawson, con singular acierto.

Aceptada por el gobierno la indicación que por nota de fecha 11 de Marzo de 1873, le hiciera la Facultad en lo pertinente a dicha cátedra, la autorizó a proponer el candidato para la misma. Reunida la corporación, el día 1.º de Mayo de aquel año, resolvió por unanimidad de votos, proponer al doctor Guillermo Rawson para desempeñarla, encomendándole, desde luego, la apertura del curso.[8]

El nuevo y justamente afamado profesor, no se hizo esperar para dar principio a las funciones docentes, y en aquel mismo mes de Mayo de 1873, inauguraba, en la vieja Facultad de la calle Comercio, ante un crecido auditorio formado por profesores, médicos, abogados, sacerdotes, y estudiantes, el primer curso de Higiene pública dado en nuestro país por aquel insigne maestro que no ha tenido reemplazante hasta la fecha.

La enseñanza de la higiene no había conseguido salir del período embrionario, hasta aquellos días, puesto que, los pocos conocimientos de tan importante ciencia, dados a los estudiantes, lo eran como un agregado a complemento de la cátedra de Materia médica y terapéutica. El desdoblamiento lógico de enseñanzas tan importantes, debióse a la feliz iniciativa del académico Santiago Larrosa, la cual, según se deja dicho, permitió a la Escuela de Medicina contar con uno de los catedráticos que le dieron mayor lustre y nombradía.

Para que decir que, la expectativa despertada por el anuncio de aquella primera conferencia, y de cuantas la siguieron, no fué defraudada en momento alguno. Su palabra serena, seductora, ilustrada, fluida y tranquila, como los arroyos de la pampa que corren buscando el mar, no tardó en adueñarse del auditorio, dominar todas las mentes y cernirse soberana en las altas regiones de la ciencia, con la serenidad imponente con que el cóndor y el aeroplano dominan y se ciernen por las más altas capas atmosféricas.

La oratoria de Rawson en la cátedra, era única, comparable tan solo a la de José M. Estrada y Manuel Augusto Montes de Oca, que llegaban hasta la grandilocuencia, cuando los animaba el santo amor de la patria y el culto a la ciencia.

La inmensa autoridad moral, que, aparejada a la científica, formaba refulgente aureola en torno a la personalidad del nuevo catedrático, constituyó otros de los secretos del éxito incomparable alcanzado en la cátedra. Era un predicador sublime, que enseñaba y difundía sus doctrinas, con el ejemplo impecable de su vida pública y profesional.

El doctor Rawson llegó a la cátedra cuando se la ofrecieron, sin que él la buscara, y a una edad más próxima a la época del retiro que para la iniciación de la docencia. Pero también es verdad que su genio no necesitaba hacer carrera, pasar por una preparación que le diese aptitudes de profesor; había nacido maestro, adornado con todas las dotes con que la naturaleza puede favorecer a un hombre, y hasta esa edad de 52 años, no había hecho otra cosa que enseñar al pueblo argentino, desde la tribuna parlamentaria, derecho constitucional, moral cívica y administrativa, amor a la justicia, guerra al analfabetismo, culto a la libertad, y respeto a los principios republicanos que nos rigen.

Ridículo sería hablar de metodología, didáctica, y aptitudes docentes, tratándose del supremo artista de la palabra, cuyo cerebro fuera plasmado con todas las virtualidades necesarias para la asimilación y trasmisión de los conocimientos humanos.

Rawson, hasta entonces, no se había especializado en los estudios de la Higiene pública y social, por más que era un sociólogo nato, pero a buen seguro que, muy poco trabajo le debió costar, el dominio de una ciencia como la higiene pública, que allá por el año 1873, no era aún fundamentada por la experimentación del laboratorio como en la actualidad.

Sincero y leal como un niño, declaró a sus discípulos que estudiaría higiene con ellos, y lo hizo con tal aprovechamiento que su fama corrió poco después, por los centros científicos de América y Europa, colocándolo a la par de los higienistas más reputados.

Sus conferencias,[9] rebosantes de erudición, deleitaban al auditorio siempre numeroso, y renovado, coimo deleitaron sus comunicaciones científicas presentadas en varios congresos médicos celebrados en el extranjero.

Entre los numerosos discípulos de aquel primer curso, figuraban los actuales médicos Emilio R. Coni, que siguió con brillo el derrotero trazado por el inolvidable maestro en el ilimitado campo de la higiene pública, y Telémaco Susini, quienes consiguieron del gobernador Acosta, que hiciera tomar taquigráficamente la mayor parte de las conferencias, que aquel dictase a sus primeros discípulos, y que, más tarde, el doctor Luis C. Maglioni daba a la publicidad, en un volúmen editado en Paris el año 1876.

En esta obra, cuyo mérito se acrecentará con los años, es fácil apreciar la trascendencia y alcance patriótico del programa desarrollado por el doctor Rawson: Y empleamos intencionalmento el calificativo de patriótico por cuanto campea, en todo él, el espíritu analítico de nuestras deficiencias higiénicas, y de adaptabilidad, de las conquistas científicas, a las necesidades urbanas de las ciudades argentinas. Revélase a cada paso el higienista argentino, preocupado de estudiar las condiciones del suelo, del agua y del clima de Buenos Aires, correlacionándolos a los infinitos problemas surgidos de las grandes aglomeraciones humanas.

El estudio que hace de las ciudades en general, y particularimente de la capital de la provincia, bajo el punto de vista de su climatología, constitución geológica, vías y paseos públicos, drenajes, limpieza general, provisión de agua potable, y arboledas para embellecimiento y purificación del aire, no puede ser más completo ni tratado con mayor acopio de datos estadísticos y comparativos.

Nada escapa a su amplitud de vistas; efectúa el análisis crítico de los grandes y pequeños hospitales, deteniéndose con particularidad en los nuestros, sobre todo en el desastroso Hospital General de Hombres, por fortuna ya desaparecido, cuya estadística mortuoria aterraba.

Destaca, con arte maestro, el peligro acarreado a las poblaciones por los cementerios urbanos, criticando el sistema antihigiénico para la inhumación de los cadáveres que hasta nuestros días se sigue, y al hablar del de la Recoleta nos dice: « El cementerio del Norte de Buenos Aires, examinado así, a la ligera, se nos presenta, pues, con un aspecto detestable. Su poca extensión, su mala colocación respecto a los vientos reinantes, sus declives hacia la ciudad y hacia el río, la falta de drenaje permeable, sus innumerables bóvedas provistas por docenas de cajones, de cuyo interior se desprenden mortíferos vapores su proximidad a la ciudad urbana, etc., etc., son circunstancias más y más que suficientes para haberlo abandonado desde hace mucho tiempo. Tal vez si semejante determinación se hubiese llevado a efecto, los últimos treinta años no arrojasen a nuestras miradas una cifra tan espantosa de mortalidad. Tal vez el cólera y la fiebre amarilla no nos hubiesen arrebatado tantos seres útiles al progreso de nuestro país; porque, es indudable, estas enfermedades epidémicas de origen exóticas, se atrofian y desaparecen en aquellas ciudades en donde la higiene se traslada de la cátedra, de la prensa y de la tribuna, a la práctica, traduciéndose en hechos perceptibles sus preceptos científicos, mientras que ellas mismas se ensanchan y adquieren vigor en las ciudades inmundas, dignos teatros de los dramas que se desarrollan.»

¡Qué diría hoy el doctor Rawson si viera, al través de medio siglo, como han triunfado los intereses materiales en el cementerio de la Recoleta, sobre los bien entendidos intereses de la salud pública!

Por nuestra parte, solo diremos que él, como higienista, hizo su deber; las generaciones venideras harán el suyo.

Al año siguiente de inaugurada la cátedra de higiene, y con motivo del decreto que diera el gobernador don Mariano Acosta el 31 de Marzo de 1874, en ocasión a reorganizar la Universidad y sus Facultades, era nombrado miembro de la Academia de Medicina el doctor Guillermo Rawson, en compañía de los otros profesores Albarellos, Montes de Oca, M. A. Porcel de Peralta, González Catan, Alvárez, Aguirre, y los doctores Aberg y Luis María Drago, pero tanto el doctor Rawson, como Alvárez y Drago, presentaron sus renuncias, acto continuo, por razones que ignoramos.

Agregaremos sobre este particular que tres años después, el académico Leopoldo Montes de Oca propuso a la corporación de que formaba parte, en la sesión del día 9 dé Abril de 1877, el nombramiento del doctor Rawson, como académico honorario, en mérito a los servicios prestados a la Facultad, en ocasión a su descollante papel en el seno del Congreso internacional celebrado en Filadelfia el año anterior.

En efecto, nuestra Facultad de Medicina había recibido especial invitación para concurrir, por medio de delegados, a dicho torneo científico que se celebraría en 1876, nombrando al efecto, y por unánime asentimiento, a los profesores Guillermo Rawson y Santiago Larrosa, para que llevasen su representación.

Nuestro profesor de higiene, preparó para el congreso de Filadelfia una comunicación, o mejor dicho un estudio a fondo sobre la «Estadística Vital de Buenos Aires», que llamó la atención entre los hombres de estudio allí reunidos, y que nuestros higienistas leerán siempre con provecho.[10]

Trátase de un meritorio trabajo de demografía e higiene pública de la ciudad más importante, como él lo decía, de la América del Sud, y el primero en su género que se escribió en el país.

El estudio comparativo que en él se hace, entre el aumiento de la población y movimiento inmigratorio de la ciudad porteña con otras norteamericanas, es perfecto, y revela dominio de las estadísticas extranjeras. Hablando de la mortalidad, destaca el fuerte guarismo de 33 por mil, revelador del mal estado sanitario de la población de Buenos Aires, en los años 1869 y 1870, que precedieron a la terrible epidemia de fiebre amarilla del siniestro año 1871. Al hablar de esta dice:

« Esta situación continuó sin alteración hasta los primeros días de 1871 en que se encontraron algunos casos de fiebre amarilla en el extremo sud de la ciudad ¿Cómo había entrado el enemigo y quien era culpable por su negligencia? La investigación era inútil; la fiebre amarilla, la terrible fiebre amarilla, estaba en todo su vigor, y los espantados sólo se ocupaban de pensar con ansiedad cual podría ser la intensidad y cual la extensión que esta visita alcanzaría.

« Todos, familias e individuos, los que podían hacerlo, abandonaron la ciudad buscando un refugio contra la muerte que se les presentaba a la vista. Entre tanto, el flagelo se extendía con rapidez; y, a medida que se extendía, ganaba en intensidad.

« Alcanzó el máximum de su intensidad en Abril, y desde entonces fué decayendo gradualmente hasta fines de Mayo o principios de Junio, en que ocurrieron los últimos casos. La epidemia había dominado toda la ciudad. Sus estragos fueron espantosos; 106,5 de cada 1.000 habitantes murieron ese año, incluyendo en la población, como 60.000 personas que se salvaron huyendo a los distritos rurales.

«Semejante mortalidad estaba más allá de toda suposición que no tiene precedentes en los países civilizados en el siglo XIX; ni es posible descubrir los sentimientos de angustia y de terror que se apoderaron de los que sobrevivieron.»

« Se tuvo entonces la dolorosa evidencia de que las condiciones higiénicas dé Buenos Aires eran en extremo desfavorables y que era asunto de la mayor urgencia investigar y reconocer las causas del mal cualesquiera que fuesen los sacrificios que esto costase. Bajo las sugestiones y consejos de la ciencia y la experiencia se dió principio desde luego a las obras de salubrificación, a cuya terminación habremos adquirido esa salubridad tan deseada, que es siempre la recompensa de los esfuerzos que el hombre hace para asegurarla.»

Algunas décadas después de iniciadas las obras de salubridad, cumplíase ampliamente el pronóstico sanitario del sabio higienista; la mortalidad de la ciudad de Buenos Aires que él viera oscilar entre 28,1 y 49,9 por mil, desde el año 1861 hasta el de 1875, y excepción hecha del año de la epidemia del 71, debido al pésimo estado de la higiene pública y privada, descendió al 14 por mil, colocándose así a la par de las ciudades más favorecidas por su débil mortalidad.

Un otro trabajo, de incuestonable mérito ha legado el doctor Rawson a la posteridad: El estudio sobre «Las casas de inquilinato en la ciudad de Buenos Aires», monografía donde al destacarse el higienista observador y severo, se revela el sociólogo que mira lejos, abarcando el conjunto de los problemas del pauperismo, miseria imioral, y hacinamiento de los seres humanos, en las grandes metrópolis.

Describe, con exactitud fotográfica, lo que era en el año 1880, el tradicional conventillo de Buenos Aires, casi el mismo desgraciadamente de la actualidad, con sus funestas consecuencias para los 51.915 personas que los habitaban, particularmente para los niños, y los graves peligros que esas mismas viviendas, estrechas, húmedas y sombrias, traen aparejados para la salud de todos los habitantes, sin exclusión de los favorecidos por la fortuna que viven en palacios vecinos y lejanos. « De aquellas fétidas pocilgas, dice, cuyo aire jamás se renueva, y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez, hasta los lujosos palacios de los ricos.»

Nada escapa a su espíritu analítico. De las malas condiciones higiénicas en que vive el obrero, que no repara debidamente sus fuerzas durante la noche al respirar un aire impuro, deduce con exactitud, la disminución de sus fuerzas para el trabajo, y por lo tanto su menor valor como factor económico.

Pero la faz más grave de la cuestión, es sin duda la conexa con los problemas de la infancia, de suyo delicados y trascendentales: Los millares de niños que se revuelven en los conventillos, sucios, descalzos, harapientos, sin espacio donde jugar, faltos de luz y aire, en la tierra del aire y de la luz, preocupan sobremanera su atención: Hace notar que esos niños pálidos y mal nutridos, son los obreros del mañana y serán una parte del pueblo argentino, por cuya salud deben velar los poderes públicos y la sociedad misma, hasta por interesado egoísmo.

El niño de las casas de inquilinato, es el precioso caldo de cultivo para el desarrollo del bacilo de la tuberculosis, y para la propagación de todas las enfermedades infecto-contagiosas. Propender a la desaparición de los conventillos es hacer obra de higiene pública y de saneamiento moral, suprimiendo así un poderoso factor de degeneración de la raza.

Al estudiar los medios de dar solución satisfactoria a cuestiones tan complicadas, entra a describir y analizar lo que tuvo ocasión de ver en la gran capital inglesa, en uno de sus viajes, como acción social y acción de gobierno, para combatir los mismos males observados en Buenos Aires y que son patrimonio de todas las grandes ciudades.

Refiere el acto de desprendimiento, y previsión social, del banquero norte-americano señor Peabody, quien después de haber residido durante largos años en Londres, fué el creador de una verdadera institución de casas higiénicas y baratas, para obreros, merced a la donación que hiciera de quinientas mil libras esterlinas, estatuyendo a la vez que la renta producida por los alquileres, fuese invertida en la construcción de nuevas viviendas con idéntico fin. Merced a tal iniciativa, que encontró imitadores hasta en los poderes públicos, podían ya vivir en cómodas casitas en el año 1863, nada menos que 18.009 obreros. Cuantas centenas de miles más sumarán en la época presente?

El venerable higienista hizo el cálculo de que, al finalizar el siglo pasado, no menos de 800.000 trabajadores serían albergados, en excelentes condiciones, en los barrios obreros creados por la magnificiencia del capitalista Peabody.

Todo esto se hacía en Londres, y se propalaba en Buenos Aires medio siglo atrás, y es hasta hoy de palpitante actualidad: El conventillo, sigue siendo una vergüenza para la gran metrópoli de Sud América.

Creemos cumplir con un sagrado deber médico, al hacer revivir las ideas del gran maestro de la higiene pública, sobre estas cuestiones relacionadas con la profilaxia y asistencia social, recomendándolas a la especial consideración de los afortunados del dinero, por más que también en esto coincidamos con él, cuando decía:

« No abrigamos la esperanza de que se encuentre un Peabody entre nosotros; no por que falten capitales disponibles, seguramente, sino por que nuestras costumbres y tendencias difieren mucho de aquellos que conducen a actos semejantes al que estamos describiendo».

Como se ve, ni en esto se equivocó aquel sociólogo penetrante que tan a fondo conocía la psicología de nuestros acaudalados.

El doctor Rawson, después de efectuar un estudio comparativo sobre estas mismas cuestiones en las ciudades de Nueva York y de Paris, dá término al interesantísimo trabajo, presentando un proyecto de reglamento para las casas de inquilinato de la ciudad de Buenos Aires, cuya actualidad no ha desaparecido, pues impresas corren todas sus clausulas en las disposiciones que hoy rigen sobre este particular.

Después de la lucida actuación del doctor Rawson, en el Congreso Internacional de Medicina reunido en Filadelfia, y de una interesante gira por Francia e Italia en 1878, regresó a Buenos Aires para reanudar las interrumpidas tareas docentes, consagrándose con nuevos entusiasmos al último y primero de sus amores, al de la ciencia. Traía como resultado benéfico de su viaje por las naciones más adelantadas del orbe, esa proficua cosecha científica y artística que sólo realizan las mentalidades superiores; había observado y aprendido mucho, como lo puso de manifiesto en sus admirables conferencias al iniciar el curso del año 1879.

Terminado este, el doctor Rawson se encontraba en el tranquilo retiro al cual se había acogido voluntariamente al terminar sus funciones de legislador, rodeado por los libros, sus mejores amigos, cuando tanto él, como todo el país, principió a intranquilizarse por la marcha de los acontecimientos políticos del año 1880.

Aproximábase el mes del cruento fratricidio nacional, cuando el comercio de Buenos Aires, hondamente preocupado con el aspecto de la lucha política, resolvió organizar una manifestación pública a objeto de pedir la paz al presidente de la república. A quien buscar para que fuese el porta voz de los anhelos populares? Cual sería el ciudadano augusto, de autoridad y elocuencia suficiente para impresionar con la palabra a otro príncipe de la elocuencia argentina? Sólo existía uno, y ese único, abandonó gustoso la quietud de su retiro, para ofrendar su patriotismo en aras de la tranquilidad y armonía entre hermanos.

El doctor Guillermo Rawson presidió la imponente manifestación cívica, de la cual se desprendiera al llegar a la casa de gobierno, para hacer entrega del petitorio popular al jefe del estado.

Al ser cordialmente recibida por este, daba principio a su sensacional discurso diciendo:

Excmo. señor presidente:

« He sido honrado por las comisiones cuyas peticiones acaba de leerse, con el difícil encargo de esforzar ante V. E. los nobles y patrióticos conceptos que ellos contienen. Pero al encaminarnos a este recinto, me han conmovido tanto el aspecto que presenta la ciudad, sus calles y sus plazas, que no acierto a encontrar palabras que se acerquen siquiera a la sublime e irresistible elocuencia de esa aglomeración nunca vista entre nosotros, coherente, compacta, inmensa, palpitando con una sola aspiración y poseída de un solo y ardiente sentimiento. En vez de cuanto pudiera inspirarme el patriotismo, y la misión que estoy desempeñando, me permito rogar a V.E. que se acerque a los balcones que dominan el espectáculo y lo contemple con el corazón abierto para recibir las inspiraciones puras y calurosas que de allí se levantan»...

Esta alocción del doctor Guillermo Rawson, fué un inspirado llamado a la cordura, una verdadera oración dirigida a la patria y a sus hijos preclaros en favor de la paz, evocando los recuerdos de San Martin y Rivadavia, ambos dos veces expatriados, muertos en el extranjero, y cuyos restos llegarían al finalizar ese mismo mes de Mayo, en que él pedía tranquilidad y calma para los espíritus. La sinceridad, y unción patriótica que fluía de sus palabras entre giros dé sublime elocuencia, impresionaron vivamente los ánimos de cuantos tuvieron la fortuna de oírlo, e impresiona hoy mismo, a cuantos tienen oportunidad de leerlo. La figura moral del orador acrecentábase por momentos, hasta dar la impresión evocativa de estar oyendo a Cicerón, cuando se dirigía al Cesar, con su palabra arrebatadora y convincente.

El presidente Avellaneda, que era otro artista admirable en el buen decir, aceptando la invitación hecha por aquel gran ciudadano, salió al balcón de la casa de gobierno, para saludar a su pueblo. Apaciguadas las aclamaciones de la inmensa multitud, el presidente comenzó su histórico discurso con aquella memorable frase de clacicismio griego.

« Salgo a vuestro encuentro, y os saludo con vuestra divisa: ¡Viva la paz!»

Para que continuar; todos vosotros conoceis esa magistral pieza oratoria con que el jefe del estado respondiera a los anhelos de paz, que le llegaban en forma imponente, y que eran sinceramente los suyos, por más que no dependía de su sola voluntad garantizarlos.

El discurso del presidente Avellaneda, estuvo a la altura del de Rawson, cada uno en su sitial respectivo; eran dos almas dotadas de sublime patriotismo, dos mentalidades de exquisita cultura clásica y dos soberanos de la palabra. Fué aquel un día de gloria imperecedera para la causa de la paz y de la oratoria argentina.

Aquella resultó ser la última vez que el inmortal tribuno se hiciera ver, en acto público, por el pueblo que tanto amaba.

Al año siguiente, en 1881, emprendía viaje a Europa, pues su visión ocular disminuía de intensidad, no así la mental.

Los estudiantes, que le admiraban tanto como lo querían, le hicieron objeto de una cariñosa demostración de despedida, a la cual contestara el venerable maestro, entre otras cosas, interrogando a sus discípulos. «¿Cuántos son los que han pasado? Son quinientos, decía el caballero que ha dejado la palabra. Quinientos, sí!

« Pero todos están representados en ese anfiteatro, tan querido para mí, de tal manera que, como lo decía en otra ocasión, me imaginaba mirándolo, contemplar las corrientes de un arroyo, que se creen siempre las mismas, compuestas de las mismas partículas, como si fueran inmóviles, incontrastables, pensando que hasta las riberas que lo circundan, las flores que lo rodean son las mismas, siendo así que todo ha cambiado en la eterna rotación de la naturaleza.

« Una cosa semejante me acontecía mirando el anfiteatro, con los jóvenes que se sientan en él.

« No sé como se llaman, no conozco sus antecedentes, no sé cual será su porvenir; pero, como las corrientes de agua que van pasando delante de los ojos, creyéndoselas mismas, los discípulos de hoy, mis hijos queridos en el espíritu, me traen el recuerdo de los de ayer.

«Así, señores, cualquiera que sea mi destino, cualquiera que sea el objeto que me conduce fuera de Buenos Aires, apartándome de vosotros, habrá siempre en mí un estímulo que me alentará a no omitir sacrificio alguno, a trabajar con el mayor fervor para hacer adelantar la ciencia que cultivo con vosotros»...

Y Rawson decía como siempre verdad; iba al viejo continente por su vista y por la ciencia higiénica que profesaba. Desde años atrás venía preocupando seriamente su atención de hombre observador y deductivo, un serio problema sobre demografía, relacionado con la mayor cifra de mortalidad del sexo masculino, sobre el femenino, durante la primera infancia, y que llegó a sugerirle la concepción de una teoría que la explicara satisfactoriamente, en virtud o fundamento de una diferencia anátomo funcional en la masa encefálica de los niños de ambos sexos en aquella edad, y cuya paternidad reclamaba con justicia para sí.

Nadie mejor que él mismo lo decía, en carta escrita en Paris, y dirigida a quien fuera su secretario y amigo el señor Alberto B. Martínez:

«Pensé como cosa segura, que ciertos centros cerebrales que tienen, por decirlo así, el gobierno de las funciones prominentes de la vida orgánica, son el asiento de las diferencias anatómicas que yo buscaba.»

«Me puse en relación, decía, en el año 1881, con Brown Sequard, el digno sucesor de Claude Bernard, en el curso de Fisiología experimental, en el Colegio de Francia». Me acogió con bondad y prestó benévola atención a mi teoría, que aceptaba como probable, y me alentó a continuar en mis investigaciones.»

Vi a Mr. Topinard, el discípulo y amigo de Broca, y director de la Revista de Antropologia, quien puso a mi disposición todos los elementos que poseía, y que podían contribuir a ilustrarme en mis estudios.

«Procuré, finalmente, llevar a cabo la investigación anatómico-histológica con la cooperación de algunos de mis discípulos, que estudiaban entonces en Paris, y que desgraciadamente, o no tuvieron la oportunidad, o no tomaron bastante interés en el desempeño de mi encargo. De todos modos aquella oportunidad se perdió.

«En estas circunstancias, supe, que Mr. Bertillon había venido a Paris, y corrí a saludarlo con el respeto y el cariño que le profesaba. Le hablé de mis propósitos; y cuando le hube expuesto mi modo de ver en la cuestión de la mortalidad de la primera infancia, según los sexos, se animó el pobre viejo de tal manera, que me estrechó la mano con efusión y me aseguró que era esa la primera noción satisfactoria que hubiese oído para la explicación del hecho. Entonces levantando la voz, llamó a su hija, la hizo sentar cerca de nosotros, me pidió que le expusiera mi teoría y le señalara los estudios anatómicos necesarios para mi demostración. Me dijo entonces que la señorita estaba empeñada en esos ni momentos, bajo la dirección del Dr. Parrot, en algunos trabajos análogos, para probar la relación existente entre el volumen del cerebro y la longitud del fémur, lo cual la obligaba a efectuar disecciones, y la familiarizaba así con la anatomía cerebral.

«La señorita tomó nota de los puntos que se referían a mi problema, y me prometió con mucha bondad que se ocuparía de esa investigación, cuando la salud de su padre y sus propios estudios se lo permitieran.

«Todavía en esta ocasión tuve la pena de que la enfermedad de mi amigo se agravara más y más y de que al fin la ciencia tuviera que perderlo. Tampoco entonces mis exámenes pudieron llevarse a cabo.

«Tras de esta serie de contrariedades, volví a Buenos Aires; y al fin logré que el joven y disdinguido anatomista Dr. A. Llovet, se encargara de realizar algunas disecciones con los respectivos pesos y medidas comparativas, en número de quince, ocho masculino y siete femeninos, resultando del conjunto, sin una sola contradicción, que mis previsiones eran exactas, y que yo había previsto en realidad, la explicación del fenómeno fisiológico y demográfico del que por tanto tiempo y con tanta dedicación me había ocupado.»

Digamos, ahora, dos palabras sobre el doctor Rawson bajo la faz profesional.

Este maestro sublime, no fué médico en el sentido vulgar de la palabra, no ejerció el comercio de la medicina, porque consagró toda su ciencia galénica, al ejercicio del apostolado médico.

La clínica médica atrajo desde un principio la atención preferente de su espíritu investigador y lleno de inspiraciones, y gozó de justa fama como especialista en enfermedades internas. La sociedad y el público de Buenos Aires le consagraron su confianza, viéndose el consultorio que atendía en la calle Suipacha, todas las tardes, absolutamente lleno de enfermos de diversas categorías sociales.

Allí atendía a los peregrinos de su fé, con igual bondad y desinterés, aquel patriarca de la miedicina, ya fuesen ricos o pobres, sin aceptar jamás otra clase de remuneración a sus servicios, que la gratitud y cariño de sus clientes. Esto lo saben sus discípulos que me escuchan, y millares de favorecidos con su altruisimo.

¡Qué raro y noble ejemplo para nuestros días y para las generaciones médicas venideras!

Era médico sí, pero como los filósofos de la Grecia antigua y pagana, filosofaba y ejercía la medicina social. Curaba evangelizando.

Rawson vivió y murió pobre de dinero, pero multimillonario en virtudes y abnegaciones por nadie superadas.

Tan pronto como hubo regresado al país, el doctor Rawson, se hizo cargo nuevamente de la cátedra fundada y realzada por su talento.

Al frente de ella, en 1883, sin que él lo sospechara, rodeado por sus libros, al calor de la amistad y devoción de los discípulos, le sorprendió la noticia de que el Congreso de la Nación había votado su jubilación, o retiro, en mérito a los relevantes servicios prestados a la patria.

Aquel justo homenaje tributado por el parlamento a quien fuera uno de sus más esclarecidos miembros, intranquilizó la paz de su alma puritana y modesta en grado superlativo.

Habíanse exagerado sus pobres servicios al país y a la enseñanza, decía, y no se creía merecedor a la protección del estado, no obstante la precaria situación económica y de salud porque pasaba en esos días. Pero la aceptó al fin, creándose el compromiso de consagrar los últimos años, y fuerzas mentales que aún le quedaban, a escribir una obra sobre Higiene pública que legaría a su país en compensación al honor recibido; más los años que se precipitaban con torpeza, tan sólo le permitieron escribir sus recomendables «Observaciones sobre Higiene internacional».

Pero olvidaba el viejo maestro, en su modestia franciscana, que su magna obra, de ciudadano y de médico, ya la había legado, a su patria idolatrada, en el parlamento y en la Facultad de Medicina.

Conocida tal noticia por los estudiantes, se precipitaron en entusiasta manifestación, no desprovista de cierto dejo de pena por la pérdida del catedrático incomparable, a cumplir con un deber de gratitud y testimoniarle, públicamente, la admiración afectiva que le profesaban.

« Nosotros recordaremos y recordamos siempre, decíanle, como un alto beneficio concedido por la suerte, el haber recogido en vuestras lecciones el germen de las grandes ideas, y de la aspiración santa y noble de contribuir al progreso y al bienestar de la humanidad»,[11] y el venerable anciano respondía conmovido, a sus hijos espirituales, al alejarse contristado de la cátedra, con uno de sus bellísimos discursos, que perpetúa la obra del señor Alberto B. Martínez ya mencionado, y del cual sólo reproduciremos los párrafos siguientes:

«Yo pienso, señores, que las cuestiones de higiene son las que han de resolver la prosperidad de nuestro país, no sólo en lo físico, sino en lo moral y en lo psicológico. Pienso que es necesario difundir las nociones de la higiene, popularizarlas, habituar a la sociedad con estas maravillas de la ciencia que han llegado a producir los fenómenos asombrosos que encontramos realizados en las grandes poblaciones del mundo; y me ha ocurrido, como un medio de manifestar humildemente la profunda emoción de gratitud que me ha agobiado desde hace dos meses, cuando el congreso me favoreció de una manera tan inmerecida de mi parte, tan generosa, tan delicada de parte de los representantes de mi país, me pareció que podía contribuir de alguna manera a este fin, a este propósito de difundir las nociones científicas, de determinar el espíritu de estudio y de observación en esas grandes materias, y voy a pedir a la Facultad de Ciencias Médicas, a la cual todos pertenecemos, que determine consagrar una parte de aquello que el congreso ha dedicado como una remuneración de mis pasados servicios exagerados en su apreciación, para constituir un concurso anual que durará tantos años cuantos durará mi propia existencia, para los trabajos de higiene práctica que se destinen al concurso.

« Entonces me parece que, no por la modesta suma de dinero que figura en esto, sino por la alta gloria de concurrir al servicio de la patria, ilustrándose con el estudio y con la profunda observación de los hechos que nos rodean y todo lo que el mundo adelanta en esta materia, concurrirá cada uno de ustedes y cada uno de los que se encuentran en condiciones análogas, con su parte de trabajo, y me parece, señores, que el día en que este concurso se haya realizado, en que el premio se haya dado, la persona que lo obtenga merecería de la República Argentina, de los hombres pensadores, la consideración de los hombres de ciencia, los más altos honores que puedan tributarse al talento y al genio. (Aplausos).

« Estoy seguro de que, ustedes están aquí presentes, y tantos otros que no me escuchan, han de concurrir presurosos en obsequio de su gloria, y entonces se ha de realizar la interpretación de un rayo de luz que he visto resplandecer en los ojos de ustedes, por que el era la revelación del porvenir.» (Aplausos).
Ya se ve, señores, como la modestia fué la compañera inseparable de la cordura y del saber : Los generosos deseos y la visión nítida sobre el porvenir científico de nuestra Facultad, de aquel maestro, dechado de abnegaciones, se cumplía, en la medida de sus anhelos, dos años después de confesados a sus discípulos, y mientras residía en Paris, en Abril de 1886.

Como él lo dispusiera, la Academia de Medicina había creado oportunamente el premio «Guillermo Rawson», y abierto el concurso para el mejor trabajo que se presentara sobre Higiene pública.

Vencidos los términos, y conforme al dictamen del jurado, la Academia resolvió acordarlo al autor del trabajo sobre la «Morbilidad y mortalidad infantil en Buenos Aires», tema y cuestiones que tanto habían preocupado la atención del creador del premio.

Al ser abierto el sobre que encerraba el nombre del autor, se vio que la suerte había dispuesto con delicado acierto, que la recompensa del maestro genial la obtuviera uno de los sobresalientes discípulos del primer curso inaugural de la cátedra, el que siguió sus huellas luminosas, el que tuvo la preparación necesaria para sucederle en la cátedra, el que ha venido a oír este pálido panegírico consagrado a quien lo iniciara en la ciencia de la higiene pública y que, sin saberlo, nos brinda la ocasión única de consagrar un aplauso sonoro al maestro inmortal, en la persona de su talentoso e infatigable discípulo doctor Emilio R. Coni.


Señores:


La vida excelsa del doctor Rawson, es un faro de purísima luz moral destinado por la providencia a iluminar la senda del deber, a todas las mentalidades argentinas, en el decurso del tiempo.

Los ciudadanos, deberán imitar siempre el ejemplo de su viril actitud, frente a la tiranía mansa pero encarceladora de Benavidez en San Juan, cuando defendía, sin mirar peligros, el imperio de la libertad y de las leyes. Los legisladores, no perder de vista su extraordinaria y fecunda labor parlamentaria, ni la forma e intensidad en que fué un celoso cumplidor de sus deberes y defensor de los fueros del congreso. Los ministros, seguir su ejemplo de acatamiento a los llamados de las cámaras, de organización moral y administrativa, de iniciativas fecundas, de religiorespecto a la constitución, de culto a sus principios democráticos, y de digna altivez para declinar la cartera cuando el caso llega. Y los médicos, profesores o no, somos los más obligados a no perderlo de vista, porque él fué quien nos diera desde la cátedra el más elevado y brillante ejemplo de ética profesional: Con su alma templada al calor de los más puros y generosos sentimientos, hizo de la medicina objeto de abnegación y virtud, y no de lucro, de consuelo y amor a los semejantes, y no de especulación comercial, y fuente inagotable de satisfacciones para el espíritu, y no de sensualismos para el cuerpo.

El día feliz en que todos, o la mayor parte de los argentinos, imitemos el noble ejemplo de la vida de aquel augusto ciudadano, dejarán de tener razón de ser aquellas palabras proféticas del gran pensador Juan Bautista Alberdi cuando decía, medio siglo atrás, hablando de nuestra democracia aún embrionaria:

« No se comprende el objeto con que el Estado gasta una parte de su tesoro público en Universidades, en Colegios, en Facultades de derecho, en cátedras de leyes y de ciencias políticas sociales, para que los graduados én estas materias, los primeros abogados y doctores vengan a tener por leaders y jefes de sus partidos políticos y conductores de sus obras de organización social y política, a meros aficionados de esas ciencias, o tinterillos, que no han puesto el pie jamás en una Universidad, colegio, ni escuela de derecho.»

El doctor Rawson debió mirar los triunfos científicos alcanzados por sus discípulos, desde lejos, y allá en la ciudad luz, y quizás entre las tristezas de la edad y añoranzas de la patria, con esa satisfacción infinita con que los padres sienten prolongar su existencia en la vida de los hijos. Dejaba su obra, la gran obra de toda su fecunda vida definitivamente concluida. Había culminado en el parlamento, triunfado en el ministerio, deslumbrado en la cátedra, y escuchado el clamoreo amoroso de su pueblo agradecido. Qué más podía aspirar para la gloria de su nombre?

Es verdad que falta aún el mármol modelado en la plaza pühlica, evocador de sus virtudes y talentos, como faltan los de Alberdi, Manuel Augusto Montes de Oca y otros, quizás porque no llegaron a ser presidentes de la República, por más que tuvieron sobrados títulos para serlo, pero la justicia postuma, a veces tardía, llega fatalmente.

La dolencia visual y las molestias propias de la edad, mortificaron el alma de aquel varón justo y fuerte en los últimos años de su vida, pero sin conseguir arrancar a sus labios una sola palabra de protesta. Tenía la tranquila resignación del filósofo y del creyente. Observó sin inmutarse que poco a poco disminuía la luz para sus retinas y el movimiento de sus músculos. El andar ya era lento e inseguro. Marchaba mirando al cielo como todo el que implora una gracia de los dioses tutelares. Sabía con certidumbre que el sol de su existencia se ocultaba ya en el ocaso, sin que, al acercarse, las tinieblas de la eterna noche amedrantaran su espíritu de varón fuerte. Sus ojos, que miraron el radioso porvenir de su pueblo y de la Higiene pública, celestes y blancos, como los colores emblemáticos del símbolo de la patria que tanto amara, cerráronse plácidamente el 20 de Febrero de 1890, en París, en humilde acatamiento a las leyes eternas de la naturaleza, en el preciso instante, en qué se abrían las páginas de la historia, para honrarse inscribiendo en ellas el nombre glorioso de Guillermo Rawson.


  1. Corre publicada en la importante obra "Estudios y discursos dd doctor Guillermo Rawson", por Alberto B. Martínez, tomo I, pág. 377, año 1891.
  2. Comentarios publicados en la tesis del doctor Rawson y en la obra citada de Alberto B. Martínez, "Rawson, Escritos y Discursos", tomo I, pág. 9.
  3. "San Juan y sus hombres", en Obras completas de Domingo F. Sarmiento.
  4. Véase el Diario de Sesiones de Senado de la Nación, de los días 1.º y 3 de Julio de 1862.
  5. Discurso pronunciado en la Recoleta al ser depositados los restos del Dr. Marcos Paz, el día 3 de Enero de 1868.
  6. De la obra citada de Alberto B . Martínez.
  7. El Congreso Argentino de 1870, por Pedro Goyena.
  8. Véase páginas 407 a 412 del tomo II de la Historia de la Facultad de Medicina, por E. Cantón.
  9. El profesor Rawson pasaba lista una vez por semana, y agregaba que, en los otros días de clase, no se preocupaba del auditorio, pero en realidad no se preocupaba en ninguno, porque los alumnos no cabían en el aula sin necesidad de la lista.
  10. Publicado en el tomo I de la obra citada del señor Alberto B. Martínez.
  11. Retrato del doctor Rawson por el doctor Francisco Cabos, 1891.