Curarse en salud

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​Curarse en salud​ de Arturo Reyes


I[editar]

Antonio el Caperuza acababa de levantarse, cuando dos recios golpes asestados en la puerta de su habitación le hicieron gritar con acento de zumba:

-¡Falta el repique con los pitones, caballero!

-Abre ya, guasón, que es mangue er que llama, y mangue no quiere lastimarse esas cosas que tú dices.

Antonio, al oír la voz del señor Candelario, sin preocuparse mucho ni poco de su casi paradisiaca desnudez, abrió la puerta, no sin decir en tanto que la abría:

-¡Camará, usté por aquí! ¡Vaya unas madrugás que se mete usté en el cuerpo!

-Cállate, hombre, si es que he pasao la noche sin dormir y amarillo y con ojeras.

-¿Y eso por qué, señor Candelario? ¿Ha tenío usté dolor de tripa?

-Dolor de clavo, dirás tú, y aciertas si lo dices.

-¿Y qué es lo que le trae a usté por este palomar a estas horas?

-Pos te necesito pa un chapú, y vengo a que me sirvas, y si no me sirves, me voy a estar dándote puñalás desde hoy al oscurecer hasta mañana temprano.

-¿Y en qué le pueo yo servir a usté pa que no haga usté esa perrá conmigo?

-Vístete, y asín que te vistas mos iremos a matar el gusanillo, y endispués que matemos el gusanillo platicaremos de lo que tenemos que platicar.

-Pos a vestirme, chavó, y to lo vivo que usté se lo merece.

Y mientras el Caperuza, después de lavarse como el aseo ordena, vestíase sus prendas de buen tejido y corte un tantico, y un tantico más, achulado, observábalo su amigo con extraña fijeza, como si quisiera enterarse hasta la saciedad de que habíalo dotado Dios o su representante Santa y Pródiga Madre Naturaleza, de gallarda apostura, de cuerpo enjuto y elegante, de pelo negrísimo, como las corridas cejas y el ligerísimo bigote; de ojos grandes y febriles, de tez oscura, fresca y de rojos desvanecidos en las mejillas, de facciones briosas y correctas y de labios gruesos y salientes y de encendido color.

El Caperuza, a quien la insistente mirada de su amigo habíale llamado la atención, exclamó de pronto, plantándose delante de él mientras se rodeaba el ceñidor azul de seda a la esbelta cintura:

-¿Se puée saber si se le ha perdió a usté algo y lo tengo yo por casolidá en argún poro de mi presona?

-No, hombre, es que te estaba reconociendo, y la verdá es que, teniendo en cuenta tus méritos, se necesita ser más valiente que el Ci pa encargarte lo que yo te voy a encargar dentro de un rato, si Dios quiere.

-Pos que me jagan albóndigas si lo entiendo a usté, señó Candelario.

-¡To se andará, hombre, que no nos han de faltar ni pieses ni brodequines!

Y media hora más tarde, después de haber matado el gusanillo en casa del Liendres, decíale el señor Candelario al Caperuza, sentado frente a éste en una de las mesas del café del Tulipanes:

-Pos voy a decirte el favor que yo necesito que tú me jagas.

-Pos más vivo, que tengo yo ya ganitas de saber de lo que se trata y de servirlo a usté como manda Dios y la Santa Madre Iglesia.

-Pos se trata... Mírame primero bien..., como si fueras a retratarme.

-Por mirao -exclamo el Caperuza después de hacer lo que su amigo le indicara durante algunos segundos.

-Y bien, ¿qué tal te parezco yo?

-¡Hombre, a mí me parece usté mu requetebién! Pero ¿es que va usté a pedirme a mí la conversación?

-Mira: lo que yo te voy a pedir es un favor mu grande... Yo tengo en mi casa un espejo, y esta mañana me fui al espejo y le dije al espejo: «Mira, espejito, yo tengo cincuenta y dos años, tres meses y catorce días; yo de tos esos años cuasi cuarenta me los he pasao bebiendo cencia y mundología por montes y llanuras; jasta la presente me he mantenío más libre que una golondrina, tengo un armacén de semillas que me da pa vivir como los propios ángeles, y como los propios ángeles seguiría viviendo si no me hubiera metío en un mal fregao, u sea en empezar a perder los papeles por una chavalilla de la cual pudiera yo ser tatarabuelo, y como la chavalilla me dice que está por mí cuasi como yo estoy por ella, yo quiero, espejito, que tú me digas si tengo yo ya perfil pa que ésos no sean infundios y paripés y collares de abalorios.»

-¿Y qué fue lo que le contestó a usté el espejito? -preguntole sonriendo el Caperuza.

-Cállate, hombre -repúsole el señor Candelario con acento sombrío-. El espejo, como tiée de cristal el corazón, no se anduvo por las ramas, y el mu charrán me dijo, sobre poco más o menos: «Señó Candelario, si usté quiée que yo le platique la fija, le diré a usté que las jechuras de usté ya no están de recibo, que es mucha la panza de usté pa un hombre solo, que tiée usté una calva que reluce más que una jarra alpujarreña, que encima de ca ojo tiée usté dos onzas de filete lo menos, que ca uno de sus carrillos parece una faltriquera» y, en fin, hijo mío, la mar de barbaridades que me dijo el pícaro espejo.

-Es que hay espejos que le alevantan un farso testimonio al mismísimo sol que reluce -exclamó el Caperuza con acento compasivo.

-No, si yo sé que no. Y como sé que el espejo me platicó en plata, pues en cuantito me dijo lo que me dijo, me dije yo: «Mira, Candelario, tú estás mu grave, pero que mu grave; la Chicharito tira más de ti que la resaca, y eso de que la Chicharito esté por tus peazos me parece a mí que nanai, que es grilla, y si te dejas llevar por la afición que le tiées y la conviertes en la mujer del Candelario, será mu posible lo que puée ser mu posible, ¿sabes tú?» Y cavila que te cavila en esto, me dije yo: «Vamos a ver, Candelario, si tú fueras a mercar una tumbaga, pongo por caso, lo primerito que tú harías antes de soltar los parneses sería llevarla al platero pa que la tocara en la piedra y enterarte de si era de oro de velón o si de oro de ley. Pos bien: el caso es el mismito. Yo voy a comprar y va a costarme esa gachí dambas alas der corazón, pero antes de embarcarme en eso que lo mismo puée ser un mal falucho que un güen bergantín goleta, quisiera yo saber si esa gachí es la verdá u no es la verdá lo que me pinta a toas las horas del día.» ¿Tú te enteras?.

-Me paece a mí, señó Candelario, que ya voy yo chanelando lo que usté quiere de mi presona.

-Como que es mu fácil de comprender: lo que yo quiero es que un verdón de los de paso le suelte tres veces la carretilla a mi Chicharito, y si es verdá que la Chicharito me tiée a mí ley, no va a ser bufío el que te va a meter, y si por el contrario son músicas ratoneras las que se trae conmigo, pos a la segunda vez que tú le entornes los clisos te canta la gallina y...

-Eso es: ella me canta la gallina y usté me mete un crujío que mudo jasta la ternilla de la nariz.

-Ca, hombre, ¿no ves tú que yo siempre salgo ganando? ¿Que te la llevas?... Güeno..., una medicina que sabe mal y que me degüerve la salú... ¿Que no te la llevas en er pico? Pos asegurao de incendio, porque si no te la llevas tú, no se la lleva ni to el apostolao. ¿Tú te enteras?

-¿Y se puée saber por qué ha de ser el hijo de mi madre el que se cargue esa faena?

-Pos te diré, hombre. A ti cuasi te he visto nacer; tu padre, que esté en gloria, y yo éramos cuasi gemelos; tú no eres capaz de engañarme, tú eres un mozo de los que aletargan a las mujeres con la pupila y además que tú eres forastero, a ti no te conocen aquí ni sabe nadie lo amigo mío que eres y dentro de un mes agüecas la pluma y..., en fin, que si tu padre jizo que te trajeran a ti al mundo no fue más sino pa que le jicieras este favor al mejor de sus amigos.


II[editar]

Varios días llevaba chambeleando sin éxito Antonio el Caperuza a la Chicharito, cuando ésta díjole una noche al señor Candelario:

-¿No sabe usté que me ha salío un novio que debe de ser de la dinastía de Pichote?

-¿Un novio? ¿Eso qué tiée de particular? Como que si tú no tiées un millón es porque yo no me pueo jacer un millón de peazos.

-Pos er que me ha salío ahora es un gachó al que no se puée mirar sin jecharse sal en la boca, de soso que es y de mal ange que tiene.

-Pero ¿quién es ese protector de las salinas de Cáiz?

-¡Yo qué sé! Un tonto perdío que parece recién barnizao y que se mira el perfil jasta en los charcos; un gachó que por no ajarse la ropa parece jasta embarsamao.

Cuando el señor Candelario recibió al día siguiente la visita del Caperuza, que iba a darle cuenta de cómo iba el negocio, díjole, procurando ocultar el gozo que se le desbordaba en er corazón:

-Ya sé que la cosa no se presenta mu con cascabeles pa ti... Son las mujeres más rarillas que toíto er mundo... Cudiao que se necesita tener una venda en los ojos... Pero, en fin, tú sigues cimbeleando como si tal cosa, y veremos a ver si ella cambia de opinión.

-No, pa qué, si la cosa está probá... ¡Pa qué seguir el negocio!

-Hombre, no seas tan súpito. ¿No me merezco yo que una gachí se defienda por mí tres días con sus tres noches tan siquiera?

-Es que a mí eso no me conviene; es que es mucha mujer la Chicharito, es que tiée unos ojos esa gachí que le ponen a cualesquiera el pelo de punta, y no quiero yo que juga jugando se me enreen los pinreles y se me enree el corazón, y... usté está por medio..., y usté pudiera pensar y me...

-¡Ca, hombre, ca! Si te gusta la gachí... duro con ella, que er que la sigue la mata... ¡Digo..., no faltaba más!... Tú trabajas la partía, y si la gachí cae, pos mejor pa ti, y yo no me ofendo; to lo contrario. Y es más, si te la ganas, yo me comprometo a ser er padrino de tu boda.

Y esta oferta la hizo el señor Candelario acordándose de cuanto habíale dicho la Chicharito de su nuevo pretendiente.

Éste, cuando salió de casa de aquél, iba alegre como un repique; la mala partida que simbolizaba para él tirarle los chambeles de verdad a la Chicharito ya no lo era, ya podía dejar de hacerse el tonto de remate con ella. Con razón decía de él la Dolores aquello que tanta seguridad habíale dado el señor Candelario. Verdad que él no había obrado con absoluta lealtad; el encargo que habíale dado el viejo era de los de no te menees, porque si a la Dolores le daba por no armar en corso el corazón ni la cara y recibirlo con palmas y olivos, no parecíale a él cosa de las que enorgullecen a los hombres el ir a cantarle al viejo las deferencias que pudiera merecerle a una mujer.

Esto habíale hecho desear en un principio que la Dolores le mandara al Espigón a espurgarse o a quitarse la caspa a la Escollera.

Y al objeto de realizar sus deseos, ya que no podía hacer desaparecer sus encantos juveniles, al hacer su presentación en la calle donde vivía la Chicharito, colóse el sombrero hasta las orejas, puso cara de tonto, fingióse rígido de articulaciones y no tuvo para aquélla más que sonrisas estúpidas y miradas tan insistentes como indiscretas.

Dolores, cuando se vio objeto de las amantes miradas de aquel Don Chalaura, como dieron en llamarle los habitantes de la calle del Peregrino, se le rió en su cara y no perdía ocasión en que darle con la ventana en las narices, no obstante los consejos de la casera, una hembra de una vez, que al segundo día de ver al Caperuza de guardián en el recinto, díjole a la Chicharito:

-Pos, hija, no me parece a mí que ese mozo se merece tus desprecios, que comparao con quien yo sé, es una mata de claveles de bengala.

-Pero ¿tú te has fijao bien en ese gachó? ¿Tú no has visto que si por guasones pensionaran a los hombres, no sabría ese gachó dónde guardar los parneses?

-No te diré yo que tenga cara de haber inventao na, pero lo que es mal mozo no lo es. Fíjate tú, y verás como tiene unos ojos y unas hechuras que no se las merece.

Y se fijó Dolores, y no pudo por menos de decirse para su chapona: «Es verdá lo que dice la casera, que tiée güenos ojos y güen perfil y güenas hechuras, y que comparao con...»

Dolores no quiso seguir pensando; habíale acudido en aquel momento a la imaginación la cara del señor Candelario, con sus rugosos párpados, su respetable abdomen y sus enormes carrillos, y sin pensarlo habíale sonreído al Caperuza, sin que en aquella ocasión se asomaran el desdén ni la ironía a sus labios purpurinos y fragantes.


III[editar]

Dolores estaba sentada en su ventana dedicada a la costura, no sin que con más frecuencia de la que al señor Candelario convenía dirigiera a hurtadillas su mirada hacia el sitio en que solía el Caperuza hacer el centinela.

Tardaba más que de costumbre aquel día el Caperuza, y ya empezaba a impacientarse Dolores, cuando: «Cómo se parece a él ése que viene por lo alto de la calle», murmuró al divisar a Antonio, el cual, dichoso y contento por lo que aquella mañana hubo de decirle el viejo, avanzaba no con aire de palomino atontado ni con el sombrero calado hasta las orejas como otras veces, sino airoso, suelto, con el legítimo cordobés inclinado a lo truhán sobre la sien izquierda, andando con paso gallardo y rítmico y con el rostro radiante de expresión y de malicia.

Dolores se restregó los ojos; aquél no podía ser el pelmazo de todas las tardes; aquél era otro hombre sin duda, y en esta creencia se hubiera quedado si el Caperuza, al llegar frente a la ventana, no se hubiera detenido en firme, y avanzando hacia ella no le hubiera dicho con acento suplicante y acariciador, al par que se llevaba respetuosamente la mano al ala del sombrero:

-¿No le parece a usté, maravilla, que ya he hecho bastantes méritos pa que yo me entere de cómo trata usté a los hombres que se quedan por mo de usté sin sentío?



Y dos horas eran transcurridas cuando...

-¿Vuelvo mañana, delirio? -preguntábale el Caperuza a la Chicharito mirándola con ojos centelleantes y apasionados.

Y Dolores vaciló un punto al acordarse del señor Candelario, de aquel pobre viejo para el cual un desengaño sería peor que una puñalada trapera; pero al acordarse de él se acordó de su imponente abdomen, de sus enormísimos mofletes, de su luciente calva, y miró después al Caperuza y...

-Güeno, pues vuelva usté mañana -le repuso, incorporándose gallardamente.

Y aquella noche, cuando el señor Candelario se retiró a su casa, después de su última entrevista con Dolores, sentóse en su gran sillón de brazos y murmuró con acento henchido de pena:

-Buena será pa mí la medicina, pero ¡cómo me rejelea en los labios y en el corazón, cómo me rejelea!

Y al decir esto, dos gruesas lágrimas se abrieron paso por entre sus párpados y resbalaron lentamente por sus rugosas mejillas.