Despedida (Lugones)

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DESPEDIDA


Borneándose sobre su caballo cayó á la cancha el viejito.

Desde que los chapetones ocuparon a Jujuy, se encariñó con ellos. Vuelta á vuelta prodigaba consuelos á los descorazonados, recetas á los enfermos, un informe al oficial de servicio y risueñas bellaquerías á todos. Cuando al aproximarse el ejército los vencidos emigraron á Salta, él, un tanto por sus achaques y otro por afición al rey, se quedó en su choza suburbana, arrumbado como un cachivache. Un día sí, otro no, se arromadizaba horriblemente, exagerando un poco, tal vez, su caducidad; pero insistiendo tanto en ello, que no resistían creerle. En caso de duda, descubríase silencioso; y ante sus canas enmudecía toda objeción.

Montaba a caballo doliéndose con desafinados gargajeos. Y cómo no! si hasta choznos contaba ya. En sus mocedades había hecho de platero, acreditando unos mates cuyos mangos remataban en cresta de perdiz. Cierto es que no le confiaban prendas sin peros y refunfuños, porque solía desplatarlas; y aunque las devolvía bien parejas, á los primeros frotes se les notaba ya la liga. Cosas de maldicientes, afirmaba él.

Inepto ya, industriaba en cucharillas de cuerno y escudillas, ó apunchaba peines. Su respeto rayaba en timidez. Que los otros se amotinaran, prefiriendo los generales porteños a su Sacra Real Majestad, se le daba á él un comino. A él no lo sacaban de sus casillas á dos tirones. Y aunque — para qué mentir — lo afectaba tanta devastación entre sus paisanos, ¡bien se les empleara por metidos a empresarios de grandeza!

Tanto lindo mozo pudriéndose panza arriba por esos peñascales! Tanto parejero deszocándose al botón! Tánta siembra desperdiciada, y lo peor: tanto valiente comprometido en aquella lucha con perdularios hijos de mala madre!... De modo que le asistía razón para sus protestas y detracciones contra esos mocosos, emperrados con la patria como si algo les hubiese de dar. Y que les menearan sable de lo lindo. Ya que no a las buenas, a las malas se les asentaría el juicio!

Estos propósitos demostraban su sensatez y lealtad, aunque en ocasiones lo asaltaban intermitencias de estupidez. A su polítropo palabreo sucedía el mutismo. La vena metafórica daba en seco. Mas estas viarazas concluían pronto, interpretándose entre sus camaradas por manía o mal humor. Su fisonomía, compuesta de una barba en escobillón que le pululaba los pómulos, una epidermis de cordobán y dos ojazos perrunos, nada decía en su tranquilidad astuta. Y sólo se le notaba la devoción realista desde que prevaricó por el rey.


Figuraba como sargento de los maturrangos un traidor a la montonera. Muy distinguido por sus jefes, gozaba también las predilecciones del viejo, cuyo proceder análogo absolvía su infracción; pero aquél conocía su nombre y su culpa, y desde el primer momento le cobró una tirria mortal. Él le adeudaba todos los sinsabores de que su espionaje — objeto de su permanencia en la ciudad — adolecía.

No sin costo habíanlo inducido a aquella misión, pues codiciaba como los demás su parte en la presa goda; pero su perspicacia y sus socaliñas señaláronle aquel otro destino. Entonces, por disciplina, se sometió.

Preferíanlo por exacto en el cumplimiento de las órdenes: pues á tanto llegaba su estrictez que la más mínima omisión exponía con él á serios equívocos. Referíase un incidente á propósito:

Al estallar la guerra, merodeaba como cabo de una partida. Cierta vez el jefe partió, encargándole para el día siguiente la ejecución de un reo. Quedaron con él tres hombres, uno de los cuales, que era amigo del condenado, abogaba en su favor. La fuga parecía imposible, pues el cabo vigilaba en persona; las súplicas volvíanse inútiles con aquel viejo que se incrustaba como en cal y canto en la consigna. Era necesario, entonces, sacar partida de aquella misma rectitud.

El soldado pidió conferenciar con su jefe á solas, para consultar un asunto de conciencia.

—No bien amaneciera ajusticiarían al prójimo ése; era claro. Pero aquí empezaba la dificultad. El jefe había ordenado bien claramente fusilarlo, lo cual significaba ejecución a fusil. Y cómo lo iban á efectuar, si no tenían más que tercerolas?...

El cabo miró vagamente por sobre los árboles, estiró el labio inferior, rascando al mismo tiempo su cigarro con el meñique. Su perplejidad fingida, tradújose durante un rato en apagadizos pestañeos. ¿A que lo fusilaba ahí mismo para que no fuesen camanduleros y se burlaran así?...

Al fin, simulando que se aclaraba, en un definitivo encogimiento de hombros:

—Tiene razón, dijo; eso sería tercerolearlo.

Dos horas después, un chasque ganaba momentos para solicitar del jefe la interpretación; y esa misma noche el prisionero fue indultado, ratificándose en semejante forma aquel verbo tan original.

A favor de su rigidez un poco tozuda, el hombre ocultaba sagaces amaños. Su duendesco sombrerote agregábale algo de bonachón que en presencia del tránsfuga crecía aún; pues abominando de él, así lo amansaba. Los bigotazos que distinguían entre todas aquella faz, multiplicaban su encono. Y con qué prolijidad los acariciaba el maldito! Y cómo los cuidaba! Semejante puerilidad llegó a embargarlo de tal modo, que todas sus inquinas localizáronse al fin en ese mostacho.

El ejército iba a marchar cuando volvieran los destacamentos que procuraban víveres; su comisión concluía entonces, y aprovechando la ocasión quería despedirse de él con una broma memorable.

Al cabo de laboriosas rumias, llegó á elaborarla su malignidad. Había descubierto un tahur en el felón y cultivaba hábilmente en él nostalgias de juego. Remembró parejeros como luz, que corrían dos cuadras en un credo; otros que en tiro de una legua se venían sobre el freno hasta la raya. ¿No consentiría el jefe una carrerita de á cuatro reales por despuntar el vicio? Él, en su picazo, se animaba; pues con dolencias y todo el solaz lo remozaría. Además, un picazo tan mancarrón, quizá ni galopara. Con cualquier mostrenco del parque se lo igualaría.

Las condiciones?... Eso se arreglaba fácilmente. No incomodándolo en los remesones, quizá se desempeñara. De lo contrario, se divertían á sus expensas y esto le agradaba también. Al fin los viejos no servían para más, y adonde irá el buey que no are!

No había rastros de insurgente por los contornos; mas, para no arriesgarse, podrían correr en la Tablada, hacia el norte, es decir cuesta abajo como carrera de pollinos. Los parejeros no daban para más.

Metió parola de tal modo, que el tránsfuga se tentó. Candongueando mucho, arrancaron la licencia. El viejo, transfigurándose en la propaganda, entusiasmó a los soldados, aduló a los jefes con su facundia pintoresca.

Todo el mundo iba a jugar: y él, por su parte, si le ayudaba el apóstol Santiago, patrón de las carreras...

Con el traidor, sobre todo, derretíase de marrullero, mirándolo entre jocosas jactancias. Le ganaría cortando a luz y sin rebenque. Ni soñase igualarlo con un matungo como ese tordillo que eligió.


Efectivamente, los parejeros justificaban cualquier chiste; y el picazo con sus orejas peludas, su cerdeada cola, sus largas cernejas, presentaba la catadura más deplorable. Sin embargo, su reciente pelecha, bien que empañada de polvo adrede; la vivacidad de sus ojos, la delgadez firme de su barriga acusaban una adulteración; pero los maturrangos no entendían jota de aquello, y el bribón del viejo lo explotaba.

Aquel caballo era su "crédito", y con él se había quedado para estar pronto á cualquier evento. Rápido, de aguante, y con vasadura negra que resistía mejor las asperezas. Día por día lo afeaba diestramente, y hasta lo contramarcó, aplicándole caldeada la argolla de la cincha sobre un lienzo enjabonado, para convertirle la marca de media luna en rodela; pero al mismo tiempo compartía con él fraternalmente su maíz y su algarroba; y si en realidad no conversaban, entendíanse á respingos e interjecciones. Todas las tardes se efectuaba aquella comunión de afectos. El hombre llegaba al palenque, pienso y balde en mano. Empinadas las orejas, estremecido por breves crispaciones su eréctil belfo, el caballo saludaba con relinchitos sordos. Y mientras a la luz del cielo grisáceo donde lucía una desamparada estrella, acompasábase la masticación del cereal, el viejo, apoyada la mejilla en sus brazos puestos sobre la cruz de la bestia, se abismaba en sus recuerdos. La melancolía crepuscular, como una hebra de humo, lentamente ascendía en su alma; y sus ideas adormíanse al forrajeo de suculencias que roznaba en el morral. Por los maizales erraba un chispeo de luciérnagas. La sequedad revenida del pesebre trocábase en un vaho sedativo, apenas sombreado por ligera acedía. El agua del balde, reflejando la vislumbre estelar, se arrugaba cual un sombrío argentpel. La Vía Láctea difundía en las alturas su lloradero de manantial; y á medida que el hombre aglomeraba pensamientos, las lomas vecinas llenábanse de noche.


Rememorando estas cosas tranqueaba el viejo en su picazo. La tarde se amodorraba en una calurosa luminosidad, cianurando el cielo. Frondosas eminencias encajonaban la llanura á cuyo fondo erguíase la sierra como una mole de hierro fundido. Una nube inclinábase hacia el sol, adquiriendo en su descenso espesores de ova. Sobre una pared distante, algún cacharro concentraba la luz en un punto ardentísimo, especie de llaga ustoria hormigueada de agujas. Los soldados concurrían al esparcimiento improvisando tiendas con sus capotes.

El viejo desafiábalos al pasar con sátiras incisivas como puyazos. Qué, no arriesgaban siquiera una onza?... Y ofrecía empeñar su poncho calamaco que acarralaba profusamente la vejez. No fueran collones! ¡A ver dónde estaban esos reales!

Los soldados muequeaban acerbas sonrisas. Jugar?... Si ya ni aliento les quedaba!

Qué diferencia entre aquella diversión y las fiestas de otros tiempos!

El insurgente recordaba carreras en tardes así, centelleadas de sol.

Mientras llegaban los parejeros, la concurrencia bullía. Los más nerviosos no se apeaban; iban de grupo en grupo tomando lenguas; recibían y encomendaban recuerdos. Otros, bajo algún carretón empinado para armar pulpería a su sombra, parrandeaban con las pulperas al doble crepitar de las bordonas y del sebo rabioso de las frituras. Más allá una tabeada:

Al que tira!... Al que espera!... Pago!

Perfilándose en guardia, semiflexas las rodillas, sosteniendo con la mano izquierda el poncho y sompesando la taba con la derecha en pronación, el que tiraba resistía impasible el bullicio, mientras uno de su bando se comedía á aplanar el sitio que el astrágalo marcaría al caer con su rastro de carnicol. Al fin las apuestas concluían. El jugador enjugaba su diestra en el polvo: empinaba su chambergo; encogía un poco las piernas... y despedía el chirimbolo. Si éste sorteaba, los comentarios; las discusiones si hacía pinitos; si perdía, las disculpas: Claro! Quién iba á jugar con tabas culeras?... Y cuando arribaban los parejeros, cuánto alboroto en la pista! Cuánta apuesta instando á ultranza con puñados de patacones!...

Qué distancia de esas reuniones a tan deslucida jugarreta!...

El del tordillo presentábase á su vez. Sin trámites ni requilorios desensillaron. Aquél se descalzó en un santiamén, ajustó su faja, y tras una caricia á sus lozanos bigotes, saltó á caballo. El viejo ultimaba idénticos preparativos con desesperante pachorra. Invirtió varios minutos en abrochar las pihuelas de su espolín de hierro. Una sonrisa socarrona le enjaretaba las mejillas en el pregusto de su lograda morisqueta. Agachado, chacoteaba al traidor.

—Por qué montaba en yegua? El que lo hacía, nunca llegaba á juez. Cuanto á la carrera... Bah! La llevaba á la fija, y rifaba su pingo en cinco onzas una vez concluido el lance.

El contrario atusaba nerviosamente su bigote, sin responder. Por último el insurrecto montó.

Los rayeros, dos cabos formales que sabían algo de la cosa, ocupaban su sitio, cuadrados militarmente y muy poseídos de su papel. Lerdeando deshacíanse los grupos. Varios oficiales asestaban sobre la pareja sus anteojos. Un coronel fumaba, enhiesto en su mula. En la cinta de la cancha, erguíanse a ratos minúsculas trombas. Algunas matas de pasto medraban sobre el andarivel.

Decreciendo el bochorno, estridulaban ya por las arboledas algunas cigarras. En el horizonte segmentábase el disco solar; y la nube, al rasar su borde se cobreaba ardientemente, exaltándose después en lobregueces de ocre dorado y de colcótar como un pámpano otoñal.

Los corredores, enderezando sus caballos á la pista, aflojaron un poco. Un breve trueno, una polvareda... La primera partida. Éstas se sucedieron, pues el del tordillo, percibiendo la ventaja de su rival, mañereaba. Al fin lo cansaría con sus galopes infructuosos.

El viejo daba changüí de buen grado. Rejuveneciendo en la pugna, ya no clarineaba catarros al montar ni se alebronaba con miserias de lisiado. Después de cada partida, desmontaba para refrescar su caballo; y sin esfuerzo, agilitándose con alborozado brinco, se encaramaba una y otra vez.

Recogidas las cervices, devorando la pista en sus remesones, los caballos partían de nuevo. Y el hombre de la patria, reavivando su instinto de horda al poder de esa vibrante estructura cuyos trasportes regía, perforaba con sus ojos la selva propicia de los ardides y descomponía su cachaciento envés, sorbiendo á tragos aquellos aires de país libre, que arboledas y cerros le mandaban con los hálitos de la tarde.

Sus dedos envarábanse de impaciencia entre las bridas; arrebatábanlo presuras de victoriosa carrera á toda la furia del animal, por los campos abiertos, en desfilada á su flanco los montes. La nube roja, desde las alturas, pregonaba degüellos. Arriba, en pulpas de tomate, rielaba sobre oropeles su bermellón; degradábase al encarnado, luego, y ya en la base, rutilando escarlatas al confundirse con el astro, deflagraba como en una apoteosis sus estruendos de color.

Frente á frente con el hombre, la serranía ofertaba su trinchera. Allá el gauchaje concluía la mensura de la patria á punta de chuzo y patas de caballo; allá residían las indiadas fieles, con sus hileras de ojos vigilantes, sus pedradas tremebundas y su artillería de estaño. Y el corazón le cabresteaba para allá con un angustioso dolorcito de calambre.

Continuaban las partidas. Desde la raya, los espectadores, molestos con tanta dilación, pedían que largaran. El viejo aventuró un reproche, pues su caballo pintaba ya en sudor. Ese fraude infringía lo convenido, prorrogando excesivamente la cosa.

Por fin igualaron los animales. Partieron al galope, á media rienda, equidistando siempre, casi sobre las crines la mejilla, altos los rebenques cuyas lonjas ondulaban en el aire.

A un tiempo castigaron. Fue como un gran relámpago negro.

Pasaron entre una polvareda y un raudo redoble de jarretes, afinándose como navajas los brutos en el estirón de la arrancada.

Llegaron ante los rayeros, paleteando el tordillo entre vociferaciones de triunfo, cuando el patriota arremetiéndolo, con imprevisto empuje, lo asobinó de un puntapié. Bajo la pelotera rayó el suyo; corrió al sitio donde el traidor hozara la tierra, y tras un alarido de éste ahorcajose otra vez emprendiendo la fuga, y enseñando entre sus dedos un mazo de bigotes.


Los realistas, perplejos, socorrían al camarada. Apoyándose en su cabalgadura, el miserable revolvía despavoridos ojos. Su rebanada boca burbujeaba arroyos de sangre; y como el tajo le descubría los dientes, en el mismo horror del castigo que lo mutilaba, reía sangrientamente su inabolible risa.

En tanto, una minúscula polvareda delataba allá por las lomas la fuga del insurgente, cuyo sombrero escarapelaron desde ese día los bigotes del traidor.