Disparadas

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El montaraz, acosado, puede, en los recovecos de la selva, esconderse sin huir, lo mismo que el montañés, en los escondrijos de la sierra; y, sin fugarse, pueden ambos apelar primero a su conocimiento de la comarca y a su astucia natural, para engañar a los rastreadores y burlar su perspicacidad.

La llanura, donde el ojo alcanza hasta el horizonte, a todos vientos, y donde el menor rancho salta a la vista, no tiene más misterio que la distancia; y el primer recurso del gaucho perseguido, el único, es de disparar; disparar a todo correr, sin perder un segundo, sin pararse jamás, en línea recta, como el viento, como el rayo. Y para esto, cualquier petizo, sin espuelas y sin rebenque, se tiene que volver parejero.


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-«¿Qué hay? ¿qué habrá?» preguntó don Gerónimo, al oír un tropel que se acercaba, y, mirando al campo, vio venir, a todo escape, al hijo de su viejo amigo don Servando. Venía en pelo, con la cara descompuesta y los ojos agrandados por el susto. En una vuelta rápida, llegó al palenque, se resbaló del caballo que ya venía cansado; saltó, callado, en otro que el hijo mayor de don Gerónimo, en un abrir y cerrar los ojos, había desatado del palenque y desensillado, y cuyo cabestro, fraternalmente, le alcanzaba.

Y, ¡a volar!...

Un ratito después, aparecía, a su vez en el recodo de la loma, un vigilante, anunciado desde lejos por un marcial ruido de ferretería y por el pesado pataleo de su mancarrón aplastado.

El pobre había hecho lo posible para cumplir con su deber. Cuando divisó a medio kilómetro al fugitivo, y vio que había mudado caballo, vaciló un segundo, pegó un chirlo al flete, -nada más que para que no hablara la gente, y pudiera atestiguar que ya no daba el caballo,- y después de correr pesadamente unos cincuenta metros, se volvió al tranco hasta el rancho, donde lo convidaron a bajarse y a descansar.

Ahí, entre dos mates, contó que Gabino se había llevado una muchacha y que había orden de prisión contra él; que lo había corrido más de veinte cuadras, y que ya lo iba a alcanzar, cuando mudó; que, en conciencia, y aunque lo retasen, le gustaba más así, porque con Gabino eran compañeros desde chicos y que le daba no sabía qué, el tener que prenderlo.

-«Por suerte, dijo, se le mancó el caballo al oficial y me mandó solo. De no, ¿quién sabe? Y más, que por haberse disparado, cuando le dio la voz de preso, seguro que le atraca una paliza macuca. Porque es así ese bárbaro; preso que se le fuga, la tiene como comprada... si lo vuelve a prender.»


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Puede dar la casualidad que, al cruzar un fugitivo por delante de un rancho, no halle ningún caballo en que saltar; pero si lo hay, parece difícil que se lo nieguen y más difícil, aún, si son dos, que el segundo sea para el vigilante.

¿Porqué será? Instinto caritativo, temor de hacerse de un enemigo, compasión para el fugitivo, o repulsión irreflexiva en ayudar a la policía?

¿Quién sabe? Lo cierto es que llega el hombre, pálido, sin habla, sin aliento, dejando ver en los ojos que imploran, en el gesto apremiante, una suplicación tan intensa que casi exige: urge la decisión; se aproxima el perseguidor, la ley armada, con su poderío y su severidad; ¿entregarle a este desgraciado?

-«Sí, pues debe ser un criminal ya que la justicia lo persigue; habrá robado, habrá asesinado; es un deber entregarlo.

-¡Es cierto! susurra la razón; mire que,... Bueno, amigo, tome, monte, apúrese, que ya vienen.» En la conciencia del ciudadano que así hizo, al seguir con la vista la disparada loca del infeliz, y a falta de un gozo completo, quedan juntas una vaga esperanza que lo alcanzarán y una media satisfacción de haberle facilitado la fuga.

No hay duda que también con esto duplica la rabia del perseguidor. ¡Haber tenido la presa a tiro, segura, casi en la mano, y verla hacerse humo! Se explica la paliza vengadora. El agente de policía que asegura un preso, lo hace sin enojo; casi le tiene compasión al pobre; pero si se le fuga, dejando burlados sus esfuerzos y su vigilancia, esto ya es injuria personal y no habrá insultos bastante fuertes, ni castigos bastante crueles para vengar la afrenta.

Ya no será bandido por haber cometido un robo o hecho una muerte, sino porque disparó y casi desearía el policiano, al volverlo a prender, que un amago de resistencia autorizase las peores violencias.

El cazador se agacha medio compasivo, a alzar la perdiz herida; pero si esta de la mano se le vuela, se endereza furioso, y ¡pobre de ella, si los ojos fuesen tiros!


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-«¿Te acordas, ché, Pedrito, cuando el viejo Antonio disparó de la comisión que lo llevaba, por haber, sin quererlo, prendido fuego al campo vecino?»

Cruzando cañadones y médanos, dejando caer, cada cien metros, para correr más liviano y demorar la persecución, una pilcha del recado, que los milicos se bajaban a levantar, llegó a la estancia con el azulejo hecho sopa y siguió la disparada en el lobuno del capataz.

Pues, de no andar tan apurado, hubiera podido ver en la puerta de su rancho, a doña Eufrasia, su mujer, conversando con el oficial, quién había ido allá, no se sabe si en busca de datos para completar el parte, o de la mejor prenda de don Antonio.