El Papa del mar : 2-03

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El Papa del mar

SEGUNDA PARTE
LA GUERRA DE LOS TRES PAPAS

Capítulo III
Maestro Vicente

de Vicente Blasco Ibáñez

Ella bajó a las cinco. Se aburría en su habitación, completamente sola. Ni siquiera tenía el recurso de conversar con aquella doméstica que la acompañaba siempre en sus viajes.

Al sentarse junto a un velador, no le produjo extrañeza ver cómo se aproximaba Borja con aire humilde y suplicante. La estaba esperando para implorar su perdón. Como ella sabía de antemano lo que él pensaba decir, cortó sus palabras con un ademán de reina clemente:

—No hable. Todo queda olvidado si promete que no volverá a repetirse. En realidad, no se repetirá, pues es difícil que tenga usted ocasión para ello. Ya no hay nada de este viaje de que hablamos durante el almuerzo. ¡Qué disparate viajar con un hombre tan poco seguro!...

Claudio hizo un gesto de resignación. Lo aceptaba todo a cambio de verse perdonado. Por el momento, lo más importante era que no le repeliese con aquel gesto ceñudo que transformaba su rostro, haciendo de ella otra mujer.

—Tome asiento; pida una taza de té —continuó Rosaura—, y para que no vuelva a las andadas, prosiga sus historias interesantes e instructivas. Yo soy el sultán de Las mil y una noches y usted es Scheherezada. No negará que tengo cierta instrucción, aunque no lo parezca en el primer momento. Dejamos a nuestro don Pedro huyendo de la peste, refugiado en la abadía de San Víctor y preparando una nueva expedición hacia Roma. ¿Qué pasó después?...

Borja, a pesar de su entusiasmo por los episodios históricos que iban a componer su próximo libro, tuvo que esforzarse para cumplir este deseo. Hubiese preferido seguir hablando de lo ocurrido arriba tres horas antes, explicar su conducta, conseguir que Rosaura, perdiendo su enojo, sintiese otra vez el deseo de aquel viaje a España, que podía prolongar la intimidad amistosa de los dos. Pero la impaciencia de ella le obligó a una inmediata evocación de los hechos pasados.

Un día, el Papa Luna recibió en su retiro de Marsella la noticia de que el intruso de Roma había muerto. Ya llevaba con éste dos adversarios fuera de combate: Bonifacio IX e Inocencio VII. El Papa de Aviñón, casi octogenario, mostraba una energía juvenil preparándose para batallar con el nuevo rival que le opusiera Roma.

Los cardenales de la obediencia romana se mostraron en un principio dispuestos a no elegir otro Papa. Era el medio más rápido de terminar el cisma. Pero los romanos, necesitados de que la sede pontificia estuviese en su ciudad para atraer el dinero de los fieles, empezaron a proferir amenazas contra el Sacro Colegio, y éste, reuniéndose en cónclave, designó al veneciano Ángel Corario, casi tan viejo como Benedicto, varón de vida ascética, con un deseo sincero de terminar el cisma.

Este nuevo Pontífice, que tomó el nombre de Gregorio XII, tenía hermanos y sobrinos, y pronto fue víctima de la influencia de su familia, ansiosa de aprovechar una suerte tan inesperada.

Nombró una comisión de cardenales, presidida por un sobrino suyo, para que visitase a Benedicto XIII, organizando la entrevista que éste deseaba con el Papa de Roma. Tal iniciativa alegró a toda la Cristiandad. Iba a terminar el cisma.

Antonio Corario, sobrino del Papa romano, fue recibido solemnemente en la abadía de San Víctor, y después de varias entrevistas quedó convenida la forma del encuentro. Los dos pontífices se verían en Saona, ciudad de Italia dominada en aquel momento por los franceses. Esto representaba una protección más segura para ambas cortes papales que si tuviese Gobierno propio. Todo quedó previsto para que no surgiesen incidentes. El puerto de Saona fue dividido en dos secciones para las galeras de ambos pontífices. Como había dos castillos, se asignaron respectivamente, a uno y a otro de los papas. Se pactó también que ninguna de ambas partes proferiría las palabras antipapa, intruso, anticardenal, etc., que habían venido prodigándose hasta entonces.

Benedicto partió inmediatamente para Niza, designando esta ciudad como punto de reunión a sus cardenales. La peste había aparecido en Marsella, y el viejo Papa necesitaba alejarse.

Fue en el monasterio de San Honorato, situado en las islas de Lerín, frente a Cannes, donde Luna organizó su flota para ir otra vez hacia Italia. Ahora sólo llevaba seis galeras; sus recursos no le permitían mayores gastos. Sin embargo, desembarcó en Saona con gran pompa, recordando este recibimiento el que había tenido en Génova dos años antes.

Llegaba a Saona el 14 de septiembre, con antelación a la fecha marcada para la conferencia. En cambio, Gregorio XII no llegó nunca. Su hermano y su sobrino dominaban a este asceta de buenas intenciones, pero falto de carácter. Temían que si se avistaba con Benedicto, acabase éste por convencerlo, haciéndose sentir la influencia de su espíritu enérgico y su recia dialéctica. El mejor procedimiento era demorar la entrevista con toda clase de excusas.

Gregorio XII había salido de Roma para aproximarse a su adversario, con gran júbilo de la Cristiandad, que consideraba ya indudable la unión. Seguido de toda su Corte llegó a Viterbo, mucho después a Siena, y en noviembre empezó a alegar motivos para no ir hasta Saona. Dijo que carecía de naves para presentarse dignamente en el citado puerto, donde Benedicto le aguardaba con su pequeña flota. Los genoveses se apresuraron a ofrecerle cuantos buques pudiera necesitar, y no dio contestación.

Después alegó que le faltaba dinero para seguir adelante. Aquí el clero de su obediencia se mostró escandalizado. Todas las iglesias habían remitido fondos para un viaje que consideraban providencial, pero el hermano y el sobrino del Papa se guardaron el dinero.

La Cristiandad se enteró con asombro de los pretextos de uno y otro pontífices; deseosos de no encontrarse; pero en justicia fue el Papa de Roma quien rehuyó con más tenacidad todas las soluciones ofrecidas a ambos para una entrevista. Benedicto, cansado de permanecer inútilmente en Saona, fue a pasar la Navidad en Génova, donde le recibieron con el mismo entusiasmo que la primera vez.

Acabó Gregorio XII por designar la villa de Pietra Santa como el lugar más a propósito para sus conferencias con el Papa español, y éste se embarcó el último día del año 1407 con rumbo a Porto Venere, distante solamente quince leguas de dicha población. Gregorio tampoco fue a Pietra Santa. Lo consideraba muy cerca de la costa, y tenía miedo al Papa del mar. Sin embargo, la entrevista iba a realizarse en un pueblo de tierra adentro, y Pedro de Luna no llevaba con él más que una bombarda y doscientos cincuenta hombres, entre ballesteros y soldados de coraza. Tal escolta no resultaba extraordinaria en aquellos tiempos inseguros, pues cualquier soberano al ir de una ciudad a otra, necesitaba llevar un pequeño ejército.

Empezaron a reír los fieles de estas idas y venidas de los dos pontífices, envolviendo injustamente a ambos en el mismo menosprecio. Es verdad que Benedicto se negaba con obstinación a alejarse de la costa; pero, de todos modos, accedía a penetrar en Italia hasta un pueblo del interior. Gregorio a ningún precio quería acercarse al mar. Un escritor contemporáneo comparaba los dos papas a un animal acuático y un animal terrestre. El animal marítimo no quería avanzar sobre el suelo, y el terrestre evitaba la proximidad del agua.

Cansados los cardenales de Gregorio XII de su miedo y sus indecisiones, buscaron una solución a este conflicto interminable, que provocaba las burlas de los enemigos de la Iglesia, abandonando en masa a su Pontífice.

—Parecía haber llegado el momento del triunfo para Benedicto Trece. Los cardenales de Roma, separados de su Papa, empezaban a mostrarse propicios a solucionar el cisma reconociendo al de Aviñón. Sólo faltaba el pequeño suceso que surge a tiempo para decidir las cosas en litigio. Este suceso vino, mas fue en contra de Luna. La fatalidad le asestó un golpe del que nunca se repuso. Tenía grandes enemigos dentro de la Sorbona de París; pero en las asambleas del clero francés le habían defendido valerosos partidarios, salvándolo hasta entonces de las asechanzas de aquéllos. Además, contaba en la Corte con el apoyo del duque de Orleáns, su más firme sostén en Francia...

Y precisamente en el momento en que la balanza del Destino empezaba a inclinarse a su favor, el duque de Orleáns moría asesinado en París. La lucha de éste con Juan Sin Miedo, duque de Borgoña, era una de tantas guerras civiles de la Francia de entonces, desgarrada interiormente, mientras los ingleses poseían gran parte de su territorio. Ambos duques acordaron hacer paces, y se juraron amistad ante la hostia consagrada en una misa que mandaron decir para celebrar su reconciliación. Poco después, las gentes del duque de Borgoña preparaban una emboscada nocturna en la rue Vieille du Temple, asesinando al duque de Orleáns.

Su desaparición dejó en libertad a todos los enemigos que el Papa español tenía en París. Dos edictos del rey anunciaron a ambos pontífices que si no se unían antes de la fiesta próxima de la Ascensión, se declararía neutral Francia, abandonando el campo de Benedicto.

Éste se indignó al ver que le atribuían injustamente la continuación del cisma, cuando él había cumplido todos sus compromisos para una entrevista conciliatoria. Y como su carácter altivo no toleraba atropellos, contestó amenazando con excomunión a «los hijos de la iniquidad que hablaran de rebelarse contra la autoridad apostólica con apelaciones temerarias».

La Corte de Francia declaró entonces culpable de alta traición a Luna y a todos los que propalasen sus excomuniones, y la asamblea del clero francés saludó con aplausos la separación de la obediencia de Benedicto. Su Bula excomulgatoria la acribillaron a puñaladas. Muchos de sus partidarios en Francia fueron encarcelados o asesinados. Algunos canónigos de Nuestra Señora de París afectos al viejo Pontífice tuvieron que huir. El ilustre Pedro de Ailly se vio acusado por su amistad con Benedicto, y a duras penas pudo salvarse de la cárcel.

Alemania, Hungría y Bohemia, por influencia del rey de Francia, volvieron a la neutralidad. Los cardenales de Benedicto le abandonaron, como los del otro Sacro Colegio habían abandonado al Papa de Roma, acordando convocar ambos grupos un Concilio.

Todo se conjura contra Luna. En unas semanas había cambiado su situación. Hasta le fue imposible continuar en Génova, pues el mariscal Boucicaut, gran amigo suyo hasta entonces, recibió órdenes de París para apoderarse de él y guardarlo en una prisión.

Afortunadamente, el Papa del mar contaba con las seis galeras de su pequeña flota, y éstas levaron anclas una madrugada, llevándose a Benedicto XIII con su Corte, que sólo se componía ya de cuatro cardenales: uno italiano, otro español y dos franceses.

El viaje de retorno fue cruel. La hostilidad de Italia y de Francia salió a su encuentro al tocar en los pueblos. No pudo desembarcar en Porto Fino, la población intentó atacarle. En Noli tuvo que alojarse fuera de la ciudad, en un convento de frailes Menores, mientras sus marineros ponían a secar sus ropas mojadas por la tormenta. Descansó con más reposo en Villefranche, por hallarse en tierras del conde Saboya. De las islas de Lerín y del puerto de San Rafael se vio repelido; tampoco pudo refugiarse en su amada abadía de San Víctor, por considerar Marsella lugar poco seguro. El temporal venía siguiendo sus naves, y al fin tuvo que buscar como un naufrago las costas del Rosellón, desembarcando en Port—Vendre, cerca de Perpiñán. Aquí estaba en tierra fiel, por pertenecer Perpiñán al rey de Aragón.

Así acabó su viaje hacia la Ciudad Eterna, que había empezado de un modo triunfal. Ya no podía infundir miedo al Papa de Roma, que meses antes temía verle entrar repentinamente en su Palacio. Ahora los dos se encontraban en la misma situación. Los cardenales de uno y otro bando iban a reunirse en Pisa para deponerlos, creyendo conseguir de tal modo la unidad definitiva de la Iglesia.

Benedicto protestó de la convocatoria en Pisa de este Concilio, completamente ilegal desde el punto de vista canónico. La Iglesia se hallaba constituida monárquicamente, el Papa era un rey, y sin su iniciativa resultaba imposible la convocación de concilios. Los cardenales obraban de un modo revolucionario contra las tradiciones eclesiásticas. Su reunión iba a ser semejante a una asamblea constituyente de los tiempos actuales, después de un destronamiento. Además, la lógica de Benedicto resultaba incontestable. De los dos pontífices, uno forzosamente debía ser el legítimo; ¿con qué derecho deponían a ambos, atropellando al que fuese verdadero representante de Dios?...

Luna, que había batallado con tres papas, emprendió su combate animosamente contra la reunión de Pisa, a la que llamaba conciliábulos, y como si aún tuviese bajo su mando las siete naciones de la obediencia de Aviñón, ordenó que se reuniese en Perpiñán un verdadero Concilio para hacer frente al de los revoltosos.

A este Concilio asistieron más de trescientos personajes eclesiásticos, arzobispos, obispos, abades, jefes de Órdenes militares y religiosas; pero le faltaba la universidad. Su gran mayoría se compuso de castellanos, aragoneses y navarros. Francia sólo representada por los Estados de Foix y de Armagnac. Hubo algunos loreneses, provenzales, saboyanos y los representantes de cuatro universidades.

Benedicto, que ya era octogenario, habló varias horas seguidas, asombrando a sus oyentes. Su elocuencia y su energía parecían crecer según iban en aumento sus años y las dificultades.

Después de Luna, el hombre más notable del Concilio fue el maestro Vicente, predicador internacional, admirado por las multitudes, oído con verdadero respeto en las asambleas religiosas y políticas.

—Este maestro Vicente, que después fue San Vicente Ferrer —dijo Borja—, salió de Valencia, su ciudad natal, para predicar en todos los pueblos que ahora se llaman latinos. Su elocuencia reflejaba las grandes preocupaciones de su tiempo: la proximidad del fin del mundo, el temido Juicio de Dios, la necesidad de luchar contra la carne y el pescado. Además, España, en aquellos siglos, tenía diversas religiones. No todos los españoles eran católicos; los había judíos, arraigados en sus pueblos natales, fuese cual fuese el gobernante, y también mahometanos en gran número; moros vencidos que seguían cultivando la tierra o haciendo funcionar sus telares bajo el dominio de los reyes cristianos.

Se dedicaba el maestro preferentemente a la conversión de los judíos, pero nunca llegó su afán de proselitismo más allá de los límites de una dulce y pacífica persuasión. Era enemigo de violencias, y al ver cómo el populacho cristiano asaltaba los barrios de los hebreos, llamados juderías, para robar y asesinar a sus habitantes, protestaba contra tales crímenes, indignos de la causa de Dios.

Su apostolado obtuvo grandes éxitos. En muchas ciudades de España, juderías enteras pedían el bautismo después de escuchar sus sermones. Es verdad que estos mismos judíos, años después, cuando ya había desaparecido la influencia del orador, recobraban en su mayor parte las antiguas creencias; pero de todos modos, las predicaciones del maestro Vicente aportaron a la gran masa cristiana del pueblo español una enorme cantidad de hebreos conversos, esta amalgama étnica que aún se nota actualmente.

Importantes rabinos acabaron por aceptar sus razonamientos, ingresando en la Iglesia católica para ocupar altos cargos eclesiásticos. Uno de estos rabinos ilustres, que al bautizarse tomó el nombre de Pablo de Santa María, fue gran amigo y partidario del Papa Luna, llegando a la alta dignidad de arzobispo de Burgos.

Maestro Vicente, fraile dominico de la Orden de predicadores y doctor en Teología, no sólo era estimado por los hombres de su tiempo. Las muchedumbres de entusiasmo meridional, estremecidas por su elocuencia, lo declaraban santo en vida, atribuyéndole toda clase de hechos maravillosos.

—No hay en la historia de los santos —continuó Borja— uno solo que haya realizado tantos milagros como mi compatriota San Vicente. Son prodigios de cuento oriental y forman una lista que asciende a más de mil.

Siendo aún muy joven, el prior de su convento, en Barcelona, le prohibía que realizase nuevos milagros, por creer que su abundancia perjudicaba el prestigio de la Iglesia; y el santo, siempre humilde, se apresuraba a obedecer. Días después, al pasar junto a una casa en construcción, un albañil que lo miraba desde lo alto de los andamios, con la curiosidad que inspiran los taumaturgos, daba un paso en falso, cayendo al vacío.

—Padre Vicente —dijo—, ¡sálveme!

Y el religioso extendió un brazo, ordenando que se mantuviese en el aire, mientras él iba en busca de su prior para pedirle que le permitiese hacer milagros. Le dio el prior dicho permiso, solicitado de rodillas; y volviendo al lugar del suceso, dijo al pobre albañil, flotando en la atmósfera: «Baja poco a poco, sin hacerte daño.» El trabajador le obedeció, hasta poner el pie en tierra dulcemente sin ningún choque mortal.

Otra vez, predicando en el Mercado de Valencia, interrumpía el sermón, quedando en éxtasis, como si contemplase algo muy lejano. Veía a una viuda rodeada de pequeñuelos llorosos, dentro del mísero desván.

Iban a morir de hambre. Las gentes del Mercado, al enterarse de tal visión, quisieron saber dónde vivían para socorrerlos con sus vituallas. «Seguid a mi pañuelo», dijo el predicador. Y sacando de una manga de su hábito el pedazo de tela, lo lanzó al aire.

Se desplegó, agitando sus puntas como las alas de una mariposa, y todos siguieron su revoloteo a través de calles y encrucijadas, hasta que lo vieron introducirse por el ventano de una guardilla... Y la hambrienta familia empezó a gritar de asombro ante la inundación de hortalizas, panes, cuartos de viandas y cestos de frutas que los devotos del predicador fueron esparciendo en su mísero refugio.

¿Qué no contaban las gentes de él?... Los obstáculos del tiempo y del espacio, las leyes de la gravitación, el ritmo vital del organismo humano, todo se dejaba trastornar a gusto del santo hombre... Una madre demente descuartizaba a su hijo; pero el maestro iba juntando sobre una mesa los pedazos de la criatura, y al bendecirlos saltaba el muchacho entero, yendo en busca de sus camaradas para jugar. El diablo huía de los pueblos ante su aproximación; enemigos mortales se reconciliaban luego de oír sus predicaciones; éstas eran escuchadas muchas veces a cuarenta leguas de distancia.

Miles de devotos le seguían, formando la Compañía del maestro Vicente. Renunciaban a sus bienes para marchar a pie, lo mismo que el futuro santo. Entraban en pueblos y ciudades, desnudos de cintura arriba, disciplinándose sin una queja, como fantasmas ensangrentados. Sólo se escuchaba en el profundo silencio el ruido de las disciplinas y una voz quejumbrosa entonando ciertos versos valencianos ingenuos e incorrectos, escritos por el mismo santo a la gloria de Jesús y de su Madre.

Después de la procesión, el apóstol predicaba en la plaza más amplia del pueblo, llegando los oyentes hasta las afueras.

Algunas veces el maestro y su muchedumbre devota llegaban a pequeños lares faltos de alimentos; pero el santo repetía los prodigios de Jesús, y unos cuantos panes y una bota de vino se multiplicaban bajo su bendición, hartándolos a todos.

Don Pedro de Luna lo había conocido joven, cuando daba sus primeras lecciones en la Universidad de Lérida y él era legado del Papa de Aviñón, viajando por España para conseguir que sus diversos estados saliesen de su neutralidad reconociendo a Clemente VII.

De carácter dulce y costumbres pacíficas, maestro Vicente se sintió atraído y subyugado por este gran señor de energía indomable. Cuando Luna fue Papa lo llamó a Aviñón, haciendo de él su confesor. Al ver a Benedicto XIII dispuesto a defenderse en su Palacio por medio de las armas, le pidió permiso para retirarse. Él no podía aceptar la guerra, ni aún para sostener lo que consideraba legítimo. Y se apartó durante algunos años del Papa, viajando como incansable predicador por las naciones de su obediencia.

Tenía un hermano, también de santas costumbres, llamado Bonifacio. Al principio fue legista, siguiendo con ello la tradición de la familia, pues el padre de ambos había sido notario en Valencia. Tuvo mujer e hijos, y al enviudar se hizo religioso, llegando a prior de la cartuja de Porta Coeli, cerca de Valencia, y, finalmente, a superior de la Orden de los cartujos.

—Si no lo declararon santo, como a maestro Vicente, fue, sin duda, por considerar que eran demasiados dos santos en una misma familia. Benedicto tuvo gran confianza en el talento y la lealtad del antiguo abogado, encargándole misiones peligrosas. Cuando se evadió del Palacio de Aviñón disfrazado de fraile, el hábito que vestía era de Bonifacio Ferrer.

Reconoció el Concilio de Perpiñán la legitimidad del Pontificado de Benedicto y nombró una comisión para que fuese a Pisa a protestar contra el carácter sedicioso de dicho Concilio, no convocado por ningún Papa. Esta comisión llegó a su destino con una tardanza que no podía resultar más inoportuna. Sus individuos se vieron en peligro de muerte.

—El hombre del Concilio de Pisa —continuó Borja— fue Pedro de Ailly, que había abandonado para siempre a Benedicto XIII. En realidad, dicho Concilio resultó imponente por el número y la representación de sus individuos. Casi todos los cardenales de la obediencia de Roma y la obediencia de Aviñón figuraban en él. Además, todas las iglesias de Europa (menos la de España, Escocia y algunos estados franceses del Sur) estaban representadas. También asistían los defensores armados de la Cristiandad, el gran maestre de Rodas con diecisiete comendadores, los jefes de la Orden del Santo Sepulcro y de la Orden Teútonica, embajadores de casi todos los reyes, príncipes y repúblicas de Occidente y un número considerable de arzobispos y obispos.

El primer acto de la asamblea fue declarar contumaces a Gregorio XII y Benedicto XIII, exonerándolos del Pontificado. Luego se hicieron públicas las actas de acusación contra ellos.

El Papa de Roma, cuyo reinado había sido breve, lo declaraban indigno por la rapacidad de su familia y sus intrigas para no perder la tiara.

Como Benedicto era de puras costumbres, se había abstenido de proteger escandalosamente a sus sobrinos y vivía con parquedad, no gastando más que el dinero propio o el de las iglesias de España fieles a él, lo acusaron de unos delitos característicos de aquella época, que ahora hacen sonreír.

El señor de Luna —así lo llamaban— era culpable de hechicería y de tratos con el demonio. Varios frailes y hasta obispos lo declararon, sin dar pruebas terminantes, precediendo sus afirmaciones, siempre con un se dice.

Según ellos, el Papa de Aviñón había mostrado una extraña indulgencia en favor de ciertos herejes, siendo su energía y su tenacidad obra de dos demonios que tenía a sus órdenes, tan pequeños ambos que los llevaba a todas partes metidos en una bolsita. Desde su advenimiento al solio pontificio había hecho buscar empeñadamente una obra de magia en tres tomos, encontrando al fin dos de ellos en España y comprando el tercero en tierra de mahometanos. Todas las noches se colocaba bajo la almohada estos volúmenes.

Había recompensado con un curato en la diócesis de Córdoba a cierto clérigo que le proporcionó otro libro compuesto por un judío, en el cual se demostraba el carácter mágico de los milagros de Jesús. Pero como Luna era nigromante inexperto, no sabía utilizar tales obras, y allá donde descubría magos, aunque estuviesen en la cárcel, los mandaba buscar para interrogarlos. Tenía tratos con un ermitaño que se gloriaba de darle finalmente las llaves de Roma merced al apoyo de tres demonios: el dios de los vientos, el príncipe de las sediciones y el descubridor de los tesoros ocultos.

Los brujos de Provenza le ayudaban para obtener una victoria decisiva sobre sus adversarios. El deán de Tours declaraba haber sorprendido en Porto Venère a un caballero de San Juan de Jerusalén, de origen misterioso y luenga barba negra, muy favorecido por Benedicto, haciendo evocaciones mágicas para mejor servicio de su Pontífice. Al catalán Eximenis, ilustre escritor nombrado por el Papa Luna patriarca de Jerusalén, lo acusaban de haber enseñado a éste el arte de interrogar a los demonios.

Francisco de Aranda, confidente fiel que le acompañó la noche de su fuga del palacio de Aviñón y le seguía a todas partes, era un hechicero irresistible que disponía a su gusto de las potencias infernales. Un monje de Florencia declaraba ante el Concilio de Pisa que cierto nigromante florentino llamaba inútilmente a los espíritus en los últimos tiempos. Al fin se le aparecía uno para decirle que todos ellos estaban ocupadísimos y no podían acudir a sus requerimientos a causa de que Francisco de Aranda los había reunido en Génova para que sirviesen a Benedicto XIII. Durante la última permanencia de éste en Niza, un rayo había caído en una torre cerca de su vivienda, y esto fue porque el Pontífice se hallaba ocupado en evocaciones mágicas. Finalmente, empleaban como testigos a la tempestad que se había levantado en el golfo de Génova cuando Benedicto estuvo en Italia por última vez. La tormenta iba siguiendo a sus galeras, pero a cierta distancia, lo que era demostración de que las potencias infernales le protegían en sus viajes.

Esta acusación grotesca fue leída con solemnidad ante el Concilio, y a continuación sus venerables miembros desligaron al mundo cristiano de la obediencia «a Pedro de Luna y Ángel Corario, llamados hasta ahora Benedicto XIII y Gregorio XII, por ser cismáticos notorios y endurecidos herejes.»

Hubo grandes procesiones, repiques de campanas, y el pueblo de Pisa quemó en público un par de monigotes con mitras de pergamino, que representaban a los dos pontífices depuestos.

Diez días después llegó a Pisa la embajada del Papa de Aviñón, nombrada por el Concilio de Perpiñán. La muchedumbre la saludó con silbidos. Una docena de cardenales (no el concilio) se dignó recibirla en una iglesia. Bonifacio Ferrer, varón sencillo y leal, se admiró de lo poco que se preocupaban de Benedicto XIII tantos cardenales y prelados reunidos en Pisa, que un año antes le eran adictos, debiéndole todas sus dignidades.

Cuando el orador de la embajada empezó su discurso: « Somos los nuncios del Santísimo Padre el Papa Benedicto XIII », se levantó tan espantosa gritería, que le fue imposible hablar más.

Al salir no pudieron montar a caballo por temor de ofrecer demasiado blanco a los proyectiles del populacho. Pidieron salvoconducto para avistarse con el depuesto Gregorio XII, y el gobernador de Bolonia les contestó que si caían en sus manos los haría quemar vivos. Cuando regresaban a Cataluña, donde vivía Benedicto XIII, supieron que el Concilio había creído realizar la unidad de la Iglesia nombrando un nuevo Papa, que sólo vivió once meses, Alejandro V.

Con éste resultaban tres los pontífices, en vez de dos. Era todo lo que había conseguido la asamblea en Pisa.

—Otro que no fuera Benedicto XIII se habría aterrado al escuchar el relato de sus embajadores agredidos en todas partes, desalentados por su vencimiento; pero el octogenario Pontífice, avezado al combate, parecía crecerse a medida que se agrandaban los obstáculos. Lucharía contra el tercer Papa con la misma tenacidad que había combatido al segundo.

Entro solemnemente en Barcelona, rodeado de una gran pompa pontificial, como en sus mejores tiempos de Aviñón, a caballo y bajo palio, llevando las bridas de su corcel los personajes más importantes de Cataluña. Dictó excomuniones contra todos los cardenales de su obediencia, arzobispos y obispos, franceses e italianos que habían tomado parte en la elección de Pisa, y maldijo a los doctores de la Sorbona de París, «reunión de malvados que, loca y temerariamente, usurpa el nombre de Universidad».

Como si no se diese cuenta del vacío que se iba formando en torno a su persona, por la traición de unos o la muerte de otros, se dedicó en 1409 a escribir un libro demostrando que él era el único Papa legítimo, obra que circuló en coplas por toda Europa.

Este anciano invencible, olvidado de sus años, iba viendo caer a sus enemigos. Parecía que las leyes del tiempo no existiesen para él. Alejandro V moría antes de cumplir el año de su pontificado, y el Concilio de Pisa le nombraba un sucesor, Juan XXIII, hombre enérgico como Luna, pero de historia inaceptable en un Pontífice. La longevidad de Benedicto desafiaba la vida de sus contrincantes. Ya llevaba muertos o gastados cuatro adversarios: Bonifacio IX, Inocencio VII, Gregorio XII y Alejandro V. El nuevo Papa, Juan XXIII, más joven que él, iba a caer igualmente antes que Luna cediese su tiara.

Se mostró insensible a las deposiciones decretadas por sus enemigos. «Ningún cisma ha terminado con la abdicación del verdadero Papa», respondía a todos los requerimientos para que renunciase.

Una nueva desgracia le afligió, acogiéndola con serenidad inquebrantable. Mientras iba de un lado a otro defendiendo su tiara, la ciudad de Aviñón se había mantenido fiel a su obediencia. Rodrigo de Luna era rector del condado con una guarnición de españoles. El rey de Francia, que había reconocido el Papa nombrado en Pisa, quiso tomar a Benedicto XIII su refugio de Aviñón, para que nunca pudiese volver, y una pequeña tropa, llevando al frente una trompeta, avanzó por el puente sobre el Ródano para notificar a los habitantes de la ciudad que debían abandonar al señor de Luna. Rodrigo cargó sobre el grupo de enviados y los hizo prisioneros, rompiendo la trompeta. Empezó después de este choque el sitio del Palacio papal, que debía durar año y medio, no terminando hasta noviembre de 1411.

Siempre pronto el vecindario de Aviñón a unirse con el más fuerte, obedeció al rey de Francia, aclamando al Papa de Pisa, Alejandro V y, pasados algunos meses, a su heredero, Juan XXIII. En vano trajeron los sitiadores la gran bombarda de Aix, que era célebre por sus dimensiones, y otras bombardas de las ciudades de Provenza y del mismo condado de Venaissino. El fuerte Palacio de los papas se mostró inexpugnable, como en el primer sitio sostenido por Benedicto. Es más, su intrépida guarnición hacía salidas nocturnas, sorprendiendo en su lecho a importantes personajes enemigos, hasta en la ciudad de Villeneuve, situada en tierra francesa, llevándoselos como prisioneros.

Benedicto, desde Barcelona, estaba en relación con los defensores de su palacio, valiéndose de mensajeros secretos. Algunos de ellos, clérigos o legistas del reino de Aragón fueron sorprendidos por los sitiadores y decapitados.

Juan XXIII proclamó una cruzada contra los defensores del Palacio de Aviñón, prometiendo indulgencias a todos los que tomasen las armas o diesen dinero para la conquista de dicha fortaleza.

Descorazonados después de tantos meses sin recibir socorro, diezmados por el hambre y las enfermedades, los españoles hablaron de rendirse. El populacho de Aviñón quería sacrificarlos a todos como animales en el matadero; pero los capitanes franceses directores del asedio, reconociendo que éste podía resultar interminable, negociaron una capitulación condicional. Rodrigo de Luna se comprometió a abandonar la fortaleza si en el término de cincuenta días no recibía auxilio. Mientras tanto, los sitiadores debían entregarles diariamente cinco corderos, ocho barriles de vino viejo de una arroba cada uno, y, además, pescado y huevos en días que fuesen de vigilia. Transcurrió el plazo, sin que el Papa de Aviñón pudiese socorrer a sus parciales, y el rector del condado salió del Palacio con todos los honores de guerra, al frente de su tenaz guarnición española.

Con esto finalizó la verdadera historia del Palacio de los Papas de Aviñón. Tal era el odio y el miedo que los llamados catalanes inspiraron a los aviñonenses en sus dos defensas, que atribuyeron a Rodrigo de Luna un incendio ocurrido en dicho edificio dos años después de haberlo abandonado, cuando no quedaba en toda la ciudad un solo partidario de Benedicto XIII.

Otro infortunio aún mayor cayó sobre el anciano Pontífice, que había establecido su Corte en Barcelona. La peste causaba grandes estragos en la mencionada ciudad; pero él no quiso huir ante su amenaza, como lo había hecho en Marsella y Génova. Hubiérase dicho que la desafiaba, cansado de luchar y de vivir.

La epidemia respetó a este viejo pequeño y enjuto, parecía sostenerse por un esfuerzo de su poderosa voluntad, mientras se iba ensañando en personajes de su Corte y acababa por matar a su más poderoso sostén, el rey don Martín.

Cabizbajo y lloroso lo acompañó el Papa hasta la tumba. Don Martín moría sin sucesión. Su hijo único había perecido poco antes en Sicilia. Seis pretendientes hacían valer sus derechos a la Corona; pero de ellos sólo dos representaban fuerzas importantes: el conde de Urgel, catalán, y el infante de Castilla don Fernando, llamado de Antequera por haber vencido en dicha ciudad a un ejército del rey moro de Granada.

Defendían los catalanes la candidatura del conde de Urgel, hombre de buen corazón, pero de carácter violento, influido por las ambiciones de su madre. Los aragoneses y una gran parte del pueblo valenciano simpatizaban con don Fernando de Antequera, político sagaz y heroico guerrero, que en aquel momento era regente del reino de Castilla y no había querido ceder a las sugestiones de muchos que le aconsejaban usurpase el trono de su pequeño sobrino.

Los tres antiguos reinos que formaban la Corona de Aragón parecían dispuestos a una guerra civil. Se peleaban al encontrarse los partidarios de uno y otro candidato. El arzobispo de Zaragoza era asesinado en un camino.

Benedicto, valiéndose del maestro Vicente, de su hermano Bonifacio y otros, trabajaba por una avenencia general, pensando que el reino de Aragón era el más firme apoyo de su Pontificado. Al fin, convenían todos en dar al conflicto una solución democrática, hecho aislado y prematuro en la historia de aquellos tiempos. El nuevo rey iba a ser elegido por nueve diputados que votarían el pueblo, tres por cada uno de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia. Los valencianos designaban a maestro Vicente, su hermano Bonifacio y un anciano legista. Entre los tres de Aragón figuraba Francisco de Aranda, el confidente de Benedicto, al que los enemigos de éste atribuían, por su aspecto desaliñado y su gran barba, habilidades mágicas y tratos con los espíritus infernales para sostener a dicho Pontífice. Los de Cataluña eran defensores de la candidatura del conde de Urgel. Se reunieron todos ellos en Caspe, villa aragonesa, cuyo castillo fue declarado neutral, quedando su guarnición bajo las órdenes de los nueve diputados.

Durante muchos días la atención de España y otros reinos de la Cristiandad estuvo fija en Caspe. Era la primera vez que delegados del pueblo iban a elegir un rey libremente, siendo todos ellos hombres de origen modesto, religiosos o legistas.

Los partidarios de uno y otro candidato se mantenían a distancia de Caspe, con sus gentes de armas. Iban y venían sin éxito embajadores de ellos para conferenciar con los nueve compromisarios. Estos observaban una reserva prudente. Nadie podía adivinar sus predilecciones. Benedicto XIII, desde lejos, mostraba igual mutismo.

Maestro Vicente creía en el diablo y en sus malas artes, lo mismo que los miembros del Concilio de Pisa

Todos, en aquella época, lo veían con frecuencia interviniendo en los asuntos menudos de la vida corriente y más aún en los negocios generales. Algunos, ansiando saber quién sería el rey de Aragón, buscaron a un nigromante para que evocase al diablo que conoce muchas veces las cosas del futuro lo mismo que Dios. Más el diablo, al comparecer ante el hechicero, confesó su impotencia en todo lo que se refiere al llamado Compromiso de Caspe. Le inspiraba irresistible pavor un hombre que vivía ahora en dicha población: el milagroso maestro Vicente, y éste le había ordenado no acercarse a ella en dos leguas a la redonda, para que le fuese imposible oír las discusiones de los compromisarios ni perturbarlas con sus malas artes.

—El futuro santo —continuó Borja— conocía al demonio de larga fecha y sabía descubrirlo a través de los más extraordinario disfraces. Cuatro años antes asistiendo al Concilio de Perpiñán, se fijó en un ermitaño de grandes barbas, con la capucha sobre los ojos, que permanecía sentado cerca de Benedicto XIII, sin que nadie lo conociera, y daba al Pontífice insidiosos consejos. No tardó en adivinar maestro Vicente que era uno de los diablos ocupados en la prolongación del cisma, y le ordenó que se marchase. El demonio, viéndose descubierto, dijo: «Cállate, traidor. me marcho de aquí porque no tengo otro remedio; pero pronto tendrás noticias mías.» Y al día siguiente el abad de un monasterio próximo, gran amigo del santo, moría de una dolencia inexplicable... Pero volvamos a Caspe.

Cuando, terminadas las discusiones, llegaba el momento de nombrar el futuro rey, maestro Vicente, aunque no les correspondía a los delegados valencianos ser los primeros en la votación, se apresuró a manifestar cuál era su candidato, decidiéndose por don Fernando de Antequera, y la mayoría de sus compañeros hizo lo mismo.

Sin duda, era también el candidato de Benedicto. En su juventud se había batido éste como soldado por don Enrique de Trastamara, ascendiente de don Fernando. Además, estableciendo una dinastía castellana en Aragón, podía contar con el apoyo de los dos reinos.

—Muchos catalanes —continuó Borja— no han perdonado aún a San Vicente Ferrer que abusase de su prestigio, imponiendo a un castellano en la elección de Caspe.

Maestro Vicente, que en aquellos tiempos, en que no existía aún la nación española, empleaba con frecuencia la palabra españoles al dirigirse a sus oyentes, intentó realizar de tal modo la unión nacional.

—Dicha unión no fue un hecho hasta el siglo siguiente. La dinastía castellana que entró a reinar en Aragón se catalanizó en ideas y costumbres, y luego se italianizó con Alfonso Quinto, que iba a pasar la mayor parte de su existencia en el reino de Nápoles, conquistado por él. Pero de todos modos, maestro Vicente fue un precursor de la patria única, el primero que intentó crear la España tal como existe ahora.

Borja quiso decir algo de la famosa disputa entre doctores cristianos y rabinos célebres, organizada por Benedicto y el gran predicador en la ciudad de Tortosa, para que discutieran el cristianismo y el judaísmo, debate nunca visto hasta entonces; pero no pudo hablar más.

Lanzó una exclamación de asombro, abandonando al mismo tiempo su silla de junco. También Rosaura, advertida por su grito, se estremeció de sorpresa mirando hacia la puerta del salón.

Vieron los dos al señor Bustamante, un Bustamante verdadero, que entraba seguido de Estela y otra señora, tía de ésta, la cual hacía oficios de madre y regentaba en Madrid la casa del gran hombre.


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