El Papa del mar : 3-01

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El Papa del mar

TERCERA PARTE
EN EL ARCA DE NOÉ

Capítulo I
Yo te hice lo que eres y tu me envías al desierto

de Vicente Blasco Ibáñez

Se detuvo en Perpiñán, como si le faltasen fuerzas para ir más allá de la frontera, abandonando el país de vivía Rosaura.

Una parte de la noche la pasó en el hotel, escribiendo una carta de varios pliegos. La había empezado con el firme propósito de romperla después de escrita. Era una necesidad literaria de colocar sobre el papel lo que había venido pensando desde Marsella, para leérselo luego a sí mismo. Mas, una vez terminada la carta, se acostó, dejándola sobre la mesa. La rompería al día siguiente.

Al despertar volvió a leerla, la metió en un sobre y acabó echándola al correo, dirigida a madame Pineda, en su casa de la Costa Azul.

Tuvo Borja el presentimiento de que en los días sucesivos no iba a hacer otra cosa, marcando las etapas de su viaje con una sucesión de cartas abultadas o simples tarjetas postales, según la importancia de los sitios donde le dejase el tren.

Se había apresurado a huir de Marsella, juzgándola inhabitable a causa de sus propios recuerdos. ¿Adónde ir en esta ciudad sin tropezarse con ella? Habían vivido bajo el mismo techo, en todos los restaurantes frecuentados por él, existía una mesa sobre cuyo borde había visto las manos, el busto adorable y la cabeza de Rosaura. Era preferible trasladarse a otros países donde ella no hubiese estado nunca.

En vano se alejó; la hermosa criolla iba con él, y hasta sus evocaciones históricas servían para resucitarla. Por obra de un capricho imaginativo que unas veces lo irritaba y otras le hacía sonreír, era imposible que pensase en don Pedro de Luna, en Aviñón o en el Gran Cisma sin que la argentina surgiese al mismo tiempo en sus recuerdos. El último Papa aviñonés y la señora de Pineda marchaban juntos por las avenidas de su memoria.

Permaneció dos días en Perpiñán, resucitando el pasado en torno al Castillet, graciosa fortaleza de ladrillos rosados; de la catedral, llena de recuerdos españoles; del antiguo castillo que ocupa la cumbre de una colina junto a la ciudad.

Se había desarrollado en ésta el episodio más culminante de la historia del cisma.

Segismundo acordaba con el rey de Aragón y los representantes de los otros monarcas españoles una entrevista para tratar la manera de someter al Papa Luna. El emperador, orgulloso de haber conseguido la renuncia de los otros dos pontífices, imaginaba empresa fácil hacer lo mismo con el tercero.

Una vez quemado Juan Huss, crédulo mártir que había tenido fe en salvoconducto imperial, Segismundo se consideró libre para ir en busca del rey de Aragón. La entrevista debía celebrarse en Niza; pero una grave enfermedad de don Fernando impidió tan largo viaje, y decidieron que fuese en Perpiñán, dentro del territorio de Aragón.

Despidió el Concilio de Constanza con grandes honores a su defensor laico. El cardenal presidente lo bendijo y publicó decretos amenazando con excomunión al que impidiese o contrariase su viaje. Además, durante su ausencia se celebraría todos los domingos en la ciudad de Constanza, una solemne procesión para atraer sobre su persona las bendiciones del Cielo.

Todos los miembros del Concilio se daban cuenta de que lo más difícil iba a ser la sumisión del Papa español; pero la consideraban necesaria, y algunos de ellos, jugando con el apellido del tenaz Pontífice, decían en sus sermones, según el gusto oratorio de la época, que la Iglesia sólo podía recobrar su integridad con un eclipse total de luna.

El antiguo Papa de Aviñón dirigía los pueblos de su obediencia desde Barcelona y Zaragoza. Otras veces viajaba por los territorios del reino aragonés, siendo recibido en las poblaciones con gran pompa. Su energía indomable se ejercitaba en toda suerte de actividades. Contestaba a las críticas de sus enemigos, excomulgaba a los que habían huido de él, y aún tenía tiempo para intervenir en los antagonismos religiosos dentro de los reinos españoles, donde se habían quedado moros y judíos, mezclados con los cristianos victoriosos, en campos y ciudades.

Publicaba una Bula absolviendo de su apostasía a fray Anselmo Turmeda, monje catalán, estudioso y de carácter movedizo, que se había hecho mahometano en Túnez, escribiendo un libro sobre la superioridad de esta religión comparada con el cristianismo. Sintiendo la nostalgia de su patria, se ofrecía años después al rey de Aragón para preparar en Túnez una conquista de los cristianos. Y el Papa, queriendo dar ayuda a tal empresa, absolvía al famoso renegado en su dudosa conversión. Finalmente, Turmeda —uno de los personajes más novelescos de aquella época— se sentía de nuevo atraído por el mahometismo. Necesitaba volver a su hogar, a sus mujeres e hijos, y murió en Túnez como un buen musulmán, respetado por su sabiduría. Borja había visto su tumba en una calle del mercado de dicha ciudad, al final del zoco de los talabarteros.

Interesaba igualmente los judíos de España al Pontífice batallador intentando atraerlos al cristianismo por medio de pacíficas discusiones. Un rabino convertido por el maestro Vicente Ferrer, llamado Josué Mallorquí, se avistó con el Papa en Alcañiz, prometiéndole convencer a todos sus correligionarios, no por miedo de la Biblia, sino valiéndose del Talmud. El Pontífice y maestro Vicente designaron la ciudad de Tortosa como lugar de la discusión, y en febrero de 1414 se iniciaban las conferencias, presididas al principio por el mismo Papa y luego por el general de los dominicos.

Sesenta y nueve sesiones se celebraron hasta el mes de noviembre. En todas las ciudades importantes de Aragón y Castilla fueron colocados grandes pergaminos con letras rojas y doradas, invitando a los rabinos y los doctores católicos a esta disputa religiosa. Nunca se había visto hasta entonces un acto de tal naturaleza, especie de anticipación de los congresos modernos.

Los más célebres talmudistas de España y gran número de teólogos acudieron a la controversia. Al leer Borja ciertos relatos de la época, había adivinado entre líneas que los oradores cristianos no llevaron la mejor parte en la discusión. Pero, de todos modos hubo rabinos que sintieron miedo al pensar en lo que les podría ocurrir fuera de dicho congreso, y antes que terminasen sus sesiones, catorce de ellos abjuraron de sus creencias. Los más elocuentes y ardorosos, Rabbi—Ferrer y Rabbi—Albo, se mantuvieron fieles a su religión, a pesar de los razonamientos de maestro Vicente.

Se marchó a Tortosa mucho antes el Papa Luna para encontrarse con el rey de Aragón. Este, bajo la influencia de Segismundo y del Concilio de Constanza, le había escrito encareciéndole la oportunidad de que renunciase a su tiara, como lo habían hecho sus dos adversarios. La entrevista fue en Morella. Maestro Vicente acudió también a dicha ciudad, capital del antiguo Maestrazgo de los templarios, y predicó, según el gusto de la época, explicando las fases de la luna como símbolo de la vida de Benedicto XIII.

No dudaba el futuro santo de la legitimidad de éste. Había escrito y predicado sobre la incorrecta elección de Urbano V de Roma, origen del cisma. Pero aunque estaba convencido de que su Pontífice era el verdadero, quería que renunciase, sacrificando su derecho en bien de la unidad de la Iglesia.

Tributó el rey don Fernando al anciano Papa los mayores honores durante sus entrevistas en Morella. Él, un hijo suyo y los principales magnates de su Corte le sirvieron mientras comía, como si fuesen sus domésticos.

El rey sostuvo su halda lo mismo que un paje, y al ver que Benedicto usaba vajilla de estaño, como penitencia por los males que el cisma hacía sufrir a la Iglesia, le regaló la suya, toda de oro.

El Pontífice, de vida sobria, y su Corte errante de cardenales y prelados aceptaron durante varios días los banquetes del rey. Según la moda de entonces, empezaban éstos con una gran abundancia de frutas y constaban de numerosos platos de aves y venados, siendo los vinos de Castilla. Después, cuando se quitaban las mesas de los estrados, llamados andamios, los cuales tenían diversas alturas, según la categoría de las personas que los ocupaban, eran servidos los postres de dulce, llamados conservas, y vinos aliñados con especias.

Todos los obsequiados reales, en estas conferencias de Morella, no influyeron sobre la voluntad del octogenario. Declaró que era demasiado viejo para ir a Constanza, como pretendían sus enemigos y le aconsejaba don Fernando. Que vinieran los doctores de Constanza a buscarlo a España, país de su obediencia, siendo, como era, en aquellos momentos el único Papa existente. En cuanto a aceptar la vía de cesión, como lo habían hecho sus dos rivales, contestó que hablaría de ello en presencia de sus enemigos... Y el rey y el Papa se dijeron adiós, para no volver a verse hasta Perpiñán.

Esta entrevista en la ciudad vecina a los Pirineos, donde estaba ahora Borja, tomó el aspecto de un suceso universal. El Concilio de Constanza se vio olvidado por algún tiempo. La Cristiandad dejó de ocuparse de él para fijar en Perpiñán toda su atención.

Fueron presentándose, con diversos aspectos, los personajes que iban a solucionar este conflicto, cuya duración se prolongaba treinta y ocho años. Llegó primero maestro Vicente con las turbas silenciosas de flagelantes que lo seguían en sus viajes. Luego se presentó el Papa del mar con sus dos galeras, último vestigio de la gran flota que le había seguido años antes hasta las costas de Italia.

También llegó embarcado don Fernando, rey de Aragón. Su falta de salud le hacía preferir los viajes por agua. A las conferencias de Morella había ido desde Zaragoza, por el Ebro y otros ríos afluentes, en una barca de fondo plano adornada con payeses y una tienda en la popa que le servía de casa. En los viajes terrestres ocupaba una litera, sufriendo con resignación sus movimientos. El antiguo guerrero se sentía débil y deseaba que le librasen de intervenir en los asuntos públicos. Su hijo, el futuro Alfonso V, conquistador de Nápoles, se ocupaba ya del gobierno de sus estados.

Lo dejó la flota aragonesa en el puerto de Colliure, y de allí lo llevaron en andas a Perpiñán. Sufría de cálculos en los riñones, y meses antes, hallándose en Valencia, había quedado inánime a causa de un ataque biliar, hasta el punto de que su hijo lo creyó muerto, colocándole un cirio en las manos para exponerlo ante su Corte, vestida ya de luto. El monarca, casi resucitado y próximo a una muerte verdadera, miraba con horror la continuación del cisma, parecía dispuesto a aceptar todo lo que pudiera terminarlo, aunque fuese a costa de abdicaciones injustas y dolorosos sacrificios.

Finalmente, se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres de armas, dieciséis prelados y más de cien doctores. La escolta imperial constaba de cuatro mil jinetes.

La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas, mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también a Luna en todo momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter universal.

Tres cortes iban a reunirse: la pontificia, la del emperador y la del rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente a la conferencia: doña Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del Concilio de Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste, y tres doctores de la Sorbona; el gran maestre de Rodas; el arzobispo de Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Worcester y sus doctores, enviados del rey de Inglaterra; el gran canciller de Hungría y el protonotario del rey de Navarra.

El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino convertido por maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla. También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades de todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades de Montpellier y Tolosa, fieles a Benedicto hasta los últimos momentos, enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino a presenciar este acto, que tanto interesaba a los pueblos de Europa.

Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español— Empezó por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose a darle el tratamiento de serenísimo y poderosísimo Padre. Maestro Vicente, que había llegado a Perpiñán con el propósito de dar fin al cisma, fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera a dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad. Benedicto escuchó a los enviados de Segismundo, contestándoles que «haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia.»

Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y entró solemnemente en Perpiñán el 17 de septiembre de 1416. Desde el Concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad años antes, sus vecinos se habían acostumbrado a los recibimientos ostentosos. Todas las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices. Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva, alegrando a la multitud con bailes y juegos de destreza.

Salió el futuro Alfonso V a recibir al emperador, seguido de la Corte aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado a Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.

Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero llevando un espadón de dos manos, con la punta hacia arriba, porque entraba en tierra no sujeta a él, y cuatro ballesteros de maza. A continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, que venían sonando muy graciosamente.

Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo, otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días don Fernando albergó al emperador y a su Corte, dando a todos «aves y pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y malvasías en tal abundancia, que los extranjeros se maravillaban de la desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la Corte aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.

Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.

En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían a nuestros modernos palaces, y eran el único albergue digno de soberanos y próceres.

Recibió el Papa al emperador en el salón más grande de la fortaleza de Perpiñán, vestido de rojo y con un gorro de igual color ribeteado de armiño. Dos cardenales diáconos condujeron a Segismundo hasta el pie del trono papal, y el Pontífice se incorporó para saludarlo, llevándose una mano a su becoquín. Habló el emperador con gran reverencia, llamándole Santísimo Padre, agradeciendo el honor con que lo había recibido y declarando que nadie como él podía dar la unión a la Iglesia, para lo cual venía en su busca. Después dobló una rodilla ante el trono, besó las dos manos del Pontífice, y éste, a su vez, besó al emperador en la boca, abrazándolo.

Fue Segismundo, en la misma tarde, a ver al rey de Aragón en su alojamiento, manifestando sus esperanzas de convencer a Benedicto después de tan cordial entrevista.

Don Fernando estaba cada vez más enfermo. Había pedido a los jurados de Valencia que le enviasen cuanto antes a la mora bailadora de Mislata, una curandera residente en las cercanías de dicha ciudad, que le había atendido en su última crisis. También despachó mensajeros a Mallorca para que trajeran a cierto hombre famoso por su poder mágico para ahuyentar las enfermedades. En aquella época los grandes señores de la Tierra se curaban así.

Visitó después el emperador a las dos reinas, acompañado por Alfonso, heredero de la corona, el cual le servía de intérprete, ya que sólo podía expresarse en latín. En todas estas visitas se mostró Segismundo muy confiado y jactancioso.

Después de su entrevista con Benedicto, creía a este tercer Papa más fácil aún de reducir que los otros dos, destituidos en Constanza. Los que conocían a Luna no participaban de su optimismo, falto de lógica. Se había negado tenazmente a abdicar siendo tres los pontífices, y no iba a transigir ahora viéndose Papa único.

Cuando empezaron a celebrase las conferencias en el antiguo palacio de los reyes de Mallorca se dio cuenta Segismundo de que estaba en presencia de un hombre extraordinario. Había oído hablar a muchos del carácter tenaz del Pontífice, de su dialéctica cerrada e invulnerable; pero la realidad fue más allá de sus suposiciones.

Tenía don Pedro de Luna en aquel entonces ochenta y ocho años. Sólo quedaba en su cuerpo la materia necesaria para el sostenimiento de sus funciones vitales. La cara pálida, de aguileña nariz, parecía transparente por lo exangüe. Una extremada delgadez empequeñecía aún más su estatura, que nunca había sido aventajada. Al mismo tiempo, sus ojos reflejaban el ardor de una vida intensa. Su voz sorprendía por su extraordinaria y constante sonoridad, surgiendo horas y horas, sin quebranto, de aquel cuerpo en apariencia débil. La firmeza de sus raciocinios, la claridad de su inteligencia, resultaban asombrosas. Este anciano casi nonagenario acababa por hacer enmudecer en las discusiones canónicas a jóvenes y ardorosos doctores.

Fue en Perpiñán donde dio la muestra más sobrehumana de su tenacidad, de la fe en sí mismo, que parecían desafiar todas las leyes del tiempo. Habló en latín durante siete horas ante el emperador, los príncipes, los embajadores y todas las delegaciones enviadas por las universidades más célebres de Europa.

Un silencio de respeto y de asombro acogió su palabra autoritaria. Nadie la cortó con rumores de impaciencia o de cansancio. Hasta sus mayores enemigos reconocían interiormente la superioridad de este hombre, por sus virtudes privadas, su inteligencia y su carácter, sobre todos los pontífices que habían sido sus adversarios, sobre los doctores famosos y los cardenales tránsfugas que lo combatían en los concilios... Pero había nacido en un extremo de Europa, era un español, y los mismos reyes de su tierra natal lo iban a abandonar.

En este discurso de tantas horas relató la historia entera del cisma como él solo podía contarla. Era ya el único viviente que había presenciado su origen. Todos los que lo escuchaban habían adquirido sus actuales cargos después de aquel cónclave tumultuoso de Roma, en el que figuró él como cardenal. Muchos ni siquiera habían nacido en tal fecha. Y después de relatar los numerosos incidentes de esta lucha eclesiástica que duraba un tercio de siglo, llegó a la parte más interesante de su defensa, expresándola con una fuerza y una lógica invencibles, puestos sus ojos en los enemigos que lo escuchaban.

—Vosotros decís que soy un Papa dudoso. No hablemos de ello; lo acepto. Pero antes de ser Papa yo era cardenal, y cardenal indiscutible, de la santa Iglesia de Dios, pues me dieron la investidura antes del cisma.

—Soy el único de los cardenales anteriores al cisma que aún vive. Si, como decís vosotros todos los papas elegidos después del cisma son dudosos, todos los cardenales que ellos han nombrado son dudosos igualmente. Y como los cardenales son los que nombran los papas, yo solo, cardenal auténtico, soy el único que puede designar un papa auténtico.

—Yo soy también el único que puede conocer verdaderamente las cuestiones de legitimidad en este cisma, el único que estuvo presente en el cónclave que dio origen a él. La solución para los males presentes de la Iglesia soy yo solo el que puede legítimamente aplicarla; la dignidad de la Iglesia y mi propia dignidad así lo exigen.

—Suponiendo que no sea yo el único Papa legítimo, soy el único cardenal legítimo y puedo nombrarme por segunda vez a mí mismo. Y si no queréis que el Papa sea yo, no por eso conseguiréis evitar que yo sea el único que puede nombrar otro Papa, y ningún Papa legítimo será designado sin mi aquiescencia, ya que soy indiscutiblemente el único cardenal legítimo.

Siguió el invencible anciano razonando de este modo mientras fijaba sus ojos en los diversos grupos de la gran asamblea. Los enemigos bajaban la cabeza impresionados por su argumentación incontestable. Sus amigos lo miraban con entusiasmo sintiéndose reconfortados. Mas la reconciliación resultaba imposible e inútiles todos los argumentos de este formidable polemista. Segismundo, hombre del Norte, no podía aceptar un Papa español. Además, reconocer al Papa de Aviñón era indisponerse con el Concilio de Constanza, dirigido por enemigos de este Pontífice y por antiguos amigos desleales, que aún resultaban más feroces.

Borja, al recordar este momento decisivo en la vida del Papa Luna, pensaba siempre lo mismo:

«Su argumentación fue sólida, rectilínea, incontestable como la verdad. Pero, ¡ay! el mundo vive casi siempre regido por intereses y no por verdades.»

Hubo prelados y doctores que llegados a Perpiñán como adversarios de Benedicto, se sintieron convencidos por sus razonamientos e intentaron defenderlo. Algunos obispos franceses enemigos del Concilio de Constanza, por ver en él una asamblea ilegitima sublevada contra los papas. se unieron a los amigos de Benedicto para pedir la reunión de un nuevo concilio; pero, enterado Segismundo, se presentó inesperadamente en la casa donde se juntaban dichos personajes, haciendo abortar la empresa.

El emperador se mostraba cada vez más arrogante, ganando a unos por medio de promesas y a otros valiéndose de amenazas. Exigió casi con violencia al anciano Pontífice una renuncia pronta, sincera, sin reservas, y el aragonés, incapaz de tolerar imposiciones, le contestó en el mismo tono.

Don Fernando, siempre acostado y doliente, no podía intervenir entre el Papa y Segismundo. Sus funciones de mediador las había delegado en maestro Vicente, que también estaba enfermo a causa de las privaciones y penitencias de su ascetismo.

Este fraile tímido, que había abandonado en Aviñón a su Papa por no verlo entregado a la guerra, tuvo que avistarse con un soberano algo fanfarrón, vanidoso por sus recientes triunfos en Constanza, propenso a formular amenazas que no podía cumplir. El futuro San Vicente Ferrer creyó de buena fe en las terribles venganzas que prometía el emperador, y procuró no comunicarlas al monarca enfermo o a su hijo Alfonso para que la altivez de éstos, justamente ofendida, no provocase una guerra. Además, los hombres influyentes del Concilio de Constanza le escribían con frecuencia, acabando por quebrantar su fe en el Papa Benedicto. Continuaba no dudando de su legitimidad; pero le pedía humildemente que renunciase.

Las imposiciones del joven emperador acabaron por exacerbar el carácter poco sufrido del Pontífice. Abundaban en Perpiñán sus adeptos, todos hombres de espada e indignados igualmente contra Segismundo. Surgieron riñas entre unos y otros. El conde de Armagnac, cuya familia fue partidaria de Benedicto hasta después de su muerte, tuvo una pelea con el gran maestre de Rodas, y éste murió pocos días después. Segismundo empezó a encontrar insegura su residencia en Perpiñán por miedo a los catalanes, como él llamaba a todos los sostenedores de Benedicto. Estos, cada vez más numerosos en la ciudad, hablaban públicamente de dar una lección al emperador.

Tal fue la inquietud de Segismundo, que abandonó de pronto Perpiñán para retirarse a Narbona anunciando que reduciría a Benedicto por la fuerza, para lo cual prometió volver muy pronto al frente de sus ejércitos.

Hizo reír esta amenaza a los hombres de guerra, pues todos sabían que Segismundo era más rico en palabras que en soldados y dinero; pero maestro Vicente, monje de paz, creyó en ella, mostrándose aterrado.

Tenía sesenta y cinco años, siendo más viejo en apariencia que el Papa, casi nonagenario. Había predicado en su vida seis mil sermones de tres horas cada uno, y vivía en continua penitencia. Lo mismo que en el momento crítico del sitio de Aviñón, cayó enfermo, permaneciendo en su celda del convento de Predicadores.

Benedicto XIII se consideraba en una situación favorable. Los reyes de Aragón, Castilla, Navarra y Escocia le seguían fieles después de esta fuga del emperador, y con ellos varios señores poderosos del sur de Francia. Sólo existía un Papa en aquellos momentos, y era él. Sus dos adversarios habían desaparecido.

Tenía enfrente al Concilio de Constanza; pero este concilio se había creado numerosas enemistades, y su firme tenacidad acabaría por triunfar de él. Muchos de sus miembros se mostraban irreducibles enemigos suyos sabiendo que era incapaz de dejarse manejar por nadie durante su Pontificado; pero todos acabarían aceptándole por conseguir pronto la unión, teniendo además en cuenta su edad avanzadísima.

Cuando el enérgico Pontífice se consideraba próximo otra vez a una victoria definitiva, recibió el golpe mortal de su amigo más íntimo y constante, del maestro Vicente, y éste realizó tal acción de buena fe, obedeciendo a su alma aterrada por el fracaso de las negociaciones y la cólera del emperador.

Levantándose inesperadamente de su lecho de enfermo, anunció que iba a predicar en una fiesta a la que asistirían el Papa; los príncipes venidos a Perpiñán para las conferencias, los cardenales, los embajadores, una multitud enorme. Cuando apareció en el púlpito, pálido, exangüe, con los ojos ardientes de fiebre, un estremecimiento circuló por el auditorio. Todos presintieron que de su boca iba a surgir algo decisivo para la cuestión que venía debatiéndose tantos años.

La voz del predicador resonó como una campana en el profundo silencio al lanzar el tema de su sermón : «Osamentas desecadas, oíd la palabra de Dios.» Y empezó a censurar la conducta tenaz de Benedicto XIII, que hasta pocos días antes había sido para él un verdadero Vicario de Jesucristo. Olvidaba centenares de sermones a favor de dicho Pontífice; toda una vida de apostolado para conseguir la unión de los creyentes bajo la indiscutible legalidad del Papa Luna. La asistencia lo escuchaba con estupor. Benedicto no hizo un solo gesto, y siguió mirando fijamente al que había sido su más íntimo consejero.

El rey don Fernando amaba a don Pedro de Luna; pero su respeto por maestro Vicente era muy superior a todos sus afectos antiguos. Además, estaba enfermo, consideraba próxima su muerte, y en tal situación seguía a ojos cerrados los consejos de un hombre tan milagroso.

Por instigación del futuro San Vicente, el rey aragonés se mostró casi tan violento como el emperador. Hizo saber al Papa, por mediación de una Comisión, que él y los reyes de Navarra y de Castilla abandonarían inmediatamente su obediencia si no renunciaba al Pontificado ante el Concilio de Constanza, lo mismo que sus antagonistas.

Acogió el irreducible Luna dicha imposición con un silencio altivo, y poco después se dirigió al inmediato puerto de Colliure, donde lo esperaban sus dos galeras. Menospreciado y atacado por los que habían sido hasta el día antes sus partidarios más fieles, renegó de los hombres y fue en busca del mar.

Aún le quedaba en el mundo un pedazo de tierra que era suyo, absolutamente suyo: la pequeña península de Peñíscola con su abrupta fortaleza. Allí podría vivir al amparo del Mediterráneo, sin reyes que pretendiesen atropellar su libertad por exigencias de la ambición o de la política; allí sostendría su derecho, que él consideraba más indiscutible que nunca, frente al cielo, frente al mar, siendo su tenacidad una lección y un remordimiento para sus adversarios.

Se alarmó el rey elegido en Caspe al conocer la marcha inesperada del Pontífice. Una embajada de grandes señores y jurisconsultos de su Corte salió al galope hacia Colliure para rogar a Benedicto que volviese a Perpiñán, donde buscarían juntos una solución que los mantuviese amigos.

El Papa Luna, a cambio de la renuncia de su tiara, se vería reconocido como el primero de los cardenales, sería legado a látere para todas las naciones que habían vivido bajo su obediencia, seguiría gobernando como segundo Papa los países que siempre lo sostuvieron. El emperador y todos los reyes representados en Perpiñán conseguirían que el Concilio de Constanza le confiriese cuantos honores y dignidades quisiera en agradecimiento a su abdicación.

Llegó la embajada a Colliure cuando las dos galeras levaban anclas, izando su velamen. El Papa del mar, erguido en la popa de su nave, acogió con desdeñoso silencio el mensaje real dicho a gritos por uno de los emisarios.

Como Benedicto continuaba en pie y mudo en el alcázar de su galera, otra vez pidieron contestación los enviados de don Fernando.

Sólo cuando el buque empezaba a alejarse habló el Pontífice, dando como respuesta una frase extraída de los libros santos:

—Decid esto a vuestro rey: «Yo te hice lo que eres, y tú me envías al desierto.»


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