El azar (Barrett)

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​El azar​ de Rafael Barrett


El azar llenaba el espacio infinito y la eternidad del pasado cuando el hombre apareció: un punto, punto de fuego que no se apagó nunca, ojo que nunca pudo ser cegado. Allí concluía la libertad sin forma del caos, y empezaba la extraña libertad del hombre. Y el hombre construyó su nido; sobre el ojo, la frente; el punto fue una llama minúscula que ardía en medio de lo inmenso; imperceptiblemente retrocedió el azar. Y el nido se ensanchó, y el azar siguió retrocediendo.

La llama vacilante y central iluminaba débilmente masas oscuras, que galopaban en el vacío, siempre enormes y diferentes, monstruos, que caían al precipicio inacabable. La llama persistía. El hombre prolongaba a lo desconocido la constancia de su genio y la identidad de su especie. Semejante a sí mismo, crecía. Lo inerte temblaba a su voz, y se alzaba hacia él. Los delirios desbocados y negros se inclinaban y torcían y deseaban girar en torno de él. En verdad, era el centro. Las rocas se juntaron para abrigarle; las simientes por su mano lanzadas, fructificaron, sus ideas buscaron lo invisible, y los moles sin medida se estremecían en su carrera al cortar los hilos de luz tendidos por el hombre.

Y los pies del hombre hicieron redonda a la tierra, y su mente organizó el firmamento. Los astros obedecieron a la geometría. Los siglos innumerables agitaron sus limpios, y ordenaron sus osamentas en los archivos del globo. El deseo del hombre engendró por fin cosas futuras, y el azar huyó detrás de las estrellas.

Y al huir dejó rastros entre nosotros, brumas, pozos, filamentos siniestros, estelas amenazadoras, errantes vientos, tempestades, catástrofes inesperadas, rápidas traiciones como zarpazos de tigre, la vida, donde hay tanta incertidumbre, y la muerte, donde hay más incertidumbre aún. Pero la muerte misma, que detiene a cada hombre sin detener a la humanidad, no es completamente inaccesible; la hacemos esperar, impacientarse; se la llama; se la violenta, se la mira de frente. El azar que resta no es puro azar; está amasado con nuestro espíritu triunfante. Y siempre queda, para toda conciencia y dentro de sí propia, el refugio supremo, la cima donde nada alcanza, y donde el hombre se siente invulnerable.

Y así como el hombre tiene la virtud vital de perseguir y pulverizar y disolver y aniquilar, el azar que todavía subsiste, y que por numeroso y formidable que parezca no es más que un residuo, tiene también el poder suicida de hacerlo tomar entero y de un golpe, de condensarlo dos veces tenebroso, entre los dedos trémulos del jugador. Basta un gesto para cavar un microscópico Maelstrom capaz de tragarse familias y pueblos. Basta un instante de locura o de cobardía para abrir a nuestro lado un estrecho abismo sin fondo, y para que el universo agujereado pierda su sangre luminosa, y se hunda en la absoluta noche. Baraja, ruleta, trivialidades que encierran el enigma devorador, y ante las cuales el hombre se anula más eficazmente que muriendo, porque la muerte no es azar sino a medias. El que logró señalar su rumbo fantástico a los cometas, se convierte en un espectro inútil, en un testigo idiota y mudo, en la nada. Sobre él, cae el infortunio y el desamparo fundamentales. Así los jugadores se entregan al fatal Océano cuyas orillas han suprimido, y no tienen otro recurso que sortearse para comerse entre sí. En cuanto nuestra razón se retira, el azar avanza, empujado por la presión de los lejanos y colosales depósitos.

Pero entra el tahúr, y se sienta a la mesa de juego, entre los fantasmas esclavos. Valido de la trampa sutil, corrige y guía a la estúpida casualidad. Es el piloto. Ante él huye de nuevo el azar detrás de las estrellas. Ante él la luz renace. En él la humanidad soberana reaparece.



Publicado en "Germinal", N.º 10, 4 de octubre de 1908.