El capón flaco

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Fábulas argentinas
El capón flaco​
 de Godofredo Daireaux


En el chiquero disparaban por todos lados los capones, sintiéndose amenazados por el ojo certero y la mano vigorosa del resero; y tanto más gordos se sentían, más asustados andaban.

Entre ellos estaba un capón bastante viejo, que los compañeros se admiraban de ver tan tranquilo en semejante trance.

¿Por qué privilegio singular había llegado a su edad sin haber caído jamás en la volteada? Su lana era linda, su tamaño regular; sólo su estado de gordura quizá dejaría que desear; y efectivamente parecía más bien delgado.

El resero ni lo revisó siquiera; a la simple vista se dio cuenta de que no valía la pena mirarlo de más cerca, y lo dejó tranquilo.

Un caponcito de los a quienes todavía no podía tocar la suerte, oyó entonces que el dueño de la majada decía al resero, señalando al capón viejo: «A ese animal le voy a poner cencerro, pues nunca lo podré vender; nunca lo he visto gordo; apenas a veces ha llegado a ser regular. No sé lo que tendrá, pues no parece enfermo».

Y preguntó el caponcito al capón viejo cuál era su secreto para haber evitado la suerte de todos los demás.

El viejo le contestó que, habiéndose fijado en que cuanto más llamaban la atención sus compañeros por su estado de prosperidad, más expuestos estaban a ser apartados por gente desconocida que no podía tener buenas intenciones, había formado desde chico la resolución de no lucirse nunca demasiado, de comer solamente para sostenerse en buena salud y quedar en un estado modesto, casi humilde, para no atraerse desgracias. «Y ya ves el resultado; he pasado la vida muy tranquila, sin sobresaltos de ningún género, y hasta honores me van a conceder, ya que está el amo por ponerme campanilla».