El caudillo

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​El caudillo​ de Florencio Sánchez


Lo habréis imaginado, sin duda, un indio alto, empacado, cerdudo, con la cara llena de tajos, viruelas y costurones, y si no bizco, tuerto. Sus mentas, su trágica reputación tantas veces encarecida, parece no admitir otra fisonomía ni otra encarnadura que la consagrada en las mentes por las vulgarizaciones del lombrosianismo, y tal es nuestra certidumbre de que se ha acendrado este juicio en el público, que tememos, al concluir el retrato del gran vándalo riograndense, se nos grite: ¡Mentira! ¡Falsedad!

Se dirá: ¡No puede ser joven, ni buen mozo, ni fino, ni elegante, ni culto, ni amable, ni espiritual, semejante bellaco! Empero, no tenemos más remedio que resignarnos a conceder a João Francisco Pereyra de Souza, la atenuante de ciertos adornos físicos y morales. ¿Cómo es, en resumen?

Imaginaos al coronel Ricchieri, o a cualquier otro militar nuestro tan arrogante pero más esbelto, que use como él barba y perilla renegridas, aunque más discretamente proporcionadas; que vista uniformes modernos con mundano desempacho; ni muy alto ni muy bajo: de gesto apacible; graduado por la expresión sonriente, un tanto aduladora, de los labios; nariz perfectamente perfilada; ojos muy negros, curioseando a través de unas pestañas que se dirían "crayonadas" por un Moussion cualquiera; afeminadlo un poco más, suponiéndole manos pequeñas, suaves, devotamente cuidadas, y, en la tez, pigmentaciones de mujeril sonrojo y, toque más o menos, tendréis al caudillo en pinta.

Complementan estas exterioridades, la más correcta desenvoltura de modales, la fuerza y pulcritud de la dicción, amoldada la voz a las blanduras del idioma portugués, tan melodioso.

No es verboso, pero no hace que le arranquen las palabras con sacacorchos. Se expresa como persona de buen tono, sencilla, agradable, fluidamente, aunque a veces incursione por su conversación el orador un poco ampuloso que todos los brasileños llevan dentro, y hasta el erudito, traducido en citas no siempre vulgares.

Para consuelo del lector, que ya nos supondrá intenciones de abusar de su credulidad con este panegírico de las prendas personales del sujeto, anotaremos una falla que no le hemos señalado aún, porque tampoco se la pescamos a primera vista: la mirada del hombre, la mirada, síntesis de pasiones y sentimientos.

La leyenda atribuye a todas las grandes personas que ha tenido la humanidad en forma de conquistadores, aventureros, políticos, genios de la guerra, tiranos de pueblos o asesinos sueltos, la característica de la mirada: aguda, acerada, punzante, fría, sórdida, escrutadora, de águila, en fin. Las pobres águilas pueden estar tranquilas esta vez. João Francisco no tiene mirada de águila. Sólo debe tener mirada de João Francisco o de alguna fabulosa ave de garra; y decimos debe, porque, en realidad, no la pudimos ver bien: cada vez que nos ha mirado desde adentro de sus ojos, hemos bajado los nuestros, sintiendo la piel erizada y no pocas tentaciones de llevar la mano al cuello. Se diría que mira con el filo de un facón.

No tiene biografía, precisamente. Ninguna escuela, ninguna academia, ningún Saint-Cyr ha botado a las fronteras brasileñas este extraño militar. Un gauchito ladino, merodeador, oficial de preboste, justicia de partido, tropero de votos electorales, contrabandista, jefe de gavilla en sus mocedades; no se le conoce ni aun nacionalidad exacta, pues hay quien asegura que es uruguayo y da visos de certidumbre a esta afirmación el hecho de que sus padres han estado y están radicados en tierra oriental. Por lo demás, es común que los hijos de brasileños nacidos en el Uruguay, cerca de las fronteras, se consideren brasileños, si ya sus genitores no los han nacionalizado, cristianándolos en el Brasil.

La celebridad de João Francisco data de su primer crimen de resonancia. El año 95, si mal no recordamos, era capitanejo de partida; invadiendo el territorio uruguayo hizo degollar a dos guardas aduaneros de esta nacionalidad, uno de ellos el teniente Cardozo. El atentado tuvo estrepitosas repercusiones: Montevideo se indignó: su juventud, en algarada patriótica, se lanzó a las calles y hubo de asaltar la legación brasileña; funcionaron activamente las cancillerías y ocurrió lo de siempre. A pesar de todas las promesas diplomáticas, João Francisco continuó en su puesto, haciendo méritos para consolidar su fama que la justa indignación de los uruguayos había hecho llegar a los límites de lo siniestro y repugnante. Aquel jacobino de Julio de Castilhos sentía peligrar su estadía al frente del gobierno de Río Grande y necesitaba mantener sobre las armas a ese hombre de acción que tan buenas pruebas comenzaba a dar de su audacia y de sus agallas. Si la acertó lo prueba su actuación en los sucesos revolucionarios, en la forma tan descollante que hemos relatado ya.

¿Dónde, y cuándo adquirió su cultura militar? Misterio. El hecho es que si el más adelantado de nuestros militares revista hoy el regimiento de João Francisco, nada tendrá que reprochar en punto a organización, disciplina y aprovechamiento científico.

El efectivo ordinario de su tropa es de ochocientos hombres, y hay que notar la particularidad de que si bien el arma es la caballería, esos ochocientos hombres formarían sin dificultad como infantes, evolucionando correctamente, y serían capaces de sustituir al más experimentado regimiento de zapadores. Ha logrado João Francisco la más alta expresión del automatismo en sus soldados.