El clarín de Canterac

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(A Lastania, Larriva de Llona)


Recio batallar el de las caballerías patriota y realista en Junín.

Un solo pistoletazo (que en Junín no se gastó más pólvora), y media hora de esgrimir lanza y sable. Combate de centauros más que de hombres.

Canterac, seguido de su clarín de órdenes, recorría el campo, y el clarín tocaba incesantemente a degüello.

Ese clarín parecía tener el don de la ubicuidad. Se le oía resonar en todas partes: era como la simbólica trompeta del juicio final. «A la izquierda, a la derecha, en el centro, a retaguardia, siempre el clarín. Mientras él resonara no era posible la victoria. El clarín español, él solo, mantenía indeciso el éxito». (Capella Toledo).

Necochea y Miller enviaron algunas mitades en direcciones diversas, sin más encargo que el de hacer enmudecer ese maldecido clarín.

Empeño inútil. El fatídico clarín resonaba sin descanso, y sus ecos eran cada vez más siniestros para la caballería patriota, en cuyas filas empezaba a cundir el desorden.

Necochea, acribillado de heridas, caía del caballo diciendo al capitán Herrán (después general y presidente de Colombia):

-Capitán, déjeme morir; pero acalle antes ese clarín.

Y la caballería realista ganaba terreno; y un sargento, Soto (limeño que murió en 1882 en la clase de comandante), tomaba prisionero a Necochea, poniéndolo a la grupa de su corcel.

Puede escribirse que la derrota estaba consumada. El sol de los incas se eclipsaba y la estrella de Bolívar palidecía.

De pronto cesó de oírse el atronador, el mágico clarín. ¿Qué había pasado?

Un escuadrón peruano de reciente formación, recluta digámoslo así, al que por su impericia había dejado el general relegado, carga bizarramente por un flanco y por retaguardia a los engreídos vencedores, y el combate se restablece. Los derrotados se rehacen y vuelven con brío sobre los escuadrones españoles.

El general Necochea se reincorpora.

-¡Victoria por la patria! -dice al pelotón de soldados realistas que lo conducían prisionero.

-¡No! -insiste el bravo argentino-. Ya no se oye el clarín de Canterac, están ustedes derrotados.

Y así era en efecto. La tornadiza victoria se declaraba por el Perú, y Necochea era rescatado.

-¡Vivan los húsares de Colombia! -gritaba un jefe aproximándose a Bolívar.

-¡La pin... pinela! -contestó el Libertador, que había presenciado los incidentes todos del combate-. ¡Vivan los húsares del Perú!

El capitán Herrán había logrado tomar prisionero al infatigable clarín de Canterac, y en el mismo campo de batalla lo presentaba rendido al general Necochea. Éste, irritado aún con el recuerdo de las recientes peripecias o exasperado por el dolor de las heridas, dijo lacónicamente:

-Que lo fusilen...

-General... -observó Herrán interrumpiéndolo.

-O que se meta fraile -añadió Necochea, como complementando la frase.

-Mi general, me haré fraile -contestó precipitadamente el prisionero.

-¿Me empeñas tu palabra? -insistió Necochea.

-La empeño, mi general.

-Pues estás en libertad. Haz de tu capa un sayo.

Terminada la guerra de independencia, el clarín de Canterac vistió en Bogotá el hábito de fraile en el convento de San Diego.

La historia lo conoce con el nombre de el padre Tena.