El gaucho

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-¿Por dónde andará todavía ese hijo de perra? -gruñó don Ramón, apenas salido de su cuarto, después de la siesta; y mientras el capataz le contestaba por un: «¿Quién sabe?», poco comprometedor, doña Baldomera, la cocinera, se apresuró a decirle:

-Señor, salió a repuntar los carneros.

Refunfuñó don Ramón, pero quedó medio apaciguado por la piadosa mentira de la vieja; y ésta volvió a su cocina, añadiendo entre dientes:

-Si la madre fue perra, lástima que no seas el padre; los dos hubieran hecho buena yunta.

Y mientras tanto, el Guacho, por una hora, encontraba la vida buena y digna de ser vivida; su caballo escondido en la hondonada de un médano, estaba él en acecho, con su fiel compañero, Baraja, un perro sin abolengo conocido, lo mismo que él, mirando ambos, sin moverse y sin respirar, la boca redonda de una cueva misteriosa, tratando de percibir cualquier ruido que de ella saliera. En la cueva había desaparecido un zorrino, perseguido por Baraja, y no era esa, presa de dejarla, así nomás.

Pero pasaban las horas y el zorrino no se movía; el sol había bajado, y tampoco era cosa de arriesgar una paliza. Saltó a caballo el muchacho, y dando vueltas entre las lomas, de modo que siempre le tapasen el bulto, apareció de repente a pie, tirando el mancarrón del cabestro, y arreando despacio los carneros, como después de haberles pastoreado con la mayor vigilancia.

Lo retó, furioso, por supuesto, don Ramón, por no haber estado en las casas, cuando lo había necesitado; pero, como lo hubiera retado lo mismo por no haber estado en el campo, si lo hubiera encontrado en las casas, no había más que aguantar y sufrir la tormenta, como la sabía hacer el muchacho, con toda paciencia, aunque viniera con granizo.

Un día que el Guacho, muy niño todavía, había cazado en una laguna cuatro patitos recién nacidos y los ofrecía a un vecino:

-Si tuvieran madre -le dijo éste-, bien te los compraría, muchacho; pero así, solos, se los comerán los gatos o las comadrejas.

Y el niño pensó que si él también tuviera madre, quizá recibiría menos palos y oiría más a menudo palabras de cariño, como esas que, de lástima, le solía decir, a veces, doña Baldomera, la vieja cocinera.

Pero, aunque tratado como esclavo por el que se decía su tutor, poco se solía quejar, sufrido, como era, contentándose con buscar alivio a sus males en las escapadas, que con su fiel Baraja, podía hacer, entre los médanos, el monte o los pajonales, aprovechando para ello algún descuido del tirano.

No siéndole permitido conversar con nadie, ni jugar con ningún muchacho, se había acercado a los animales; con Baraja, conversaba de veras; le contaba sus penas y le explicaba sus proyectos, y era de ver en los ojos del perro, y en los movimientos de su cola, como todo lo entendía perfectamente.

Juntando sus instintos y sus aptitudes, habían conseguido conocer las costumbres, mañas y modos de vivir de cuanto bicho existe en la Pampa, de tal modo que aquel al cual habían echado los puntos, difícilmente les escapaba.

Ni al zorro, entonces, le lucían sus vivezas, ni al tero, sus gritos, ni al avestruz, sus dengues, ni al venado su ligereza; ni con su desliz silencioso, ni con sus erguimientos enojados se salvaba la víbora, ni la perdiz, con su más completo arrasamiento. Bien podía la nutria echarse a nado, la vizcacha entrar en su cueva, disparar el peludo o volar el cisne, todo era presa segura de las piernas ágiles, las diestras manos, el ojo certero del Guacho. Su observación penetrante, su destreza infalible, su intrepidez, su paciencia a toda prueba, su energía indomable, su gran fuerza física, su sangre fría superior a toda sorpresa, su resolución rápida, inmediatamente puesta en acción, hubieran hecho de él, dirigidas por mano paterna, o sólo cultivadas por el amor materno, todo un hombre. Bien lo decían sus grandes y hermosos ojos, donde también hubieran tenido su sitio la ternura y la bondad, si las crueldades de la vida no las hubieran ahuyentado para siempre.

Sucedió que una tarde, se dejó estar con Baraja, en el campo, algo más que de costumbre: cautivado probablemente por las idas y venidas de toda una familia de cuises, que soñaba de tomar vivos; y cuando volvió a la estancia, de noche casi cerrada, se encontró, en el palenque, con su verdugo esperándolo; y ni las suplicaciones del muchacho, ni las preces de doña Baldomera, ni las miradas de humilde reprobación del capataz, impidieron la tormenta de resolverse en los hombros del Guacho, en brutal lluvia de rebencazos. Baraja, primero, suplicó también con los ojos; pero pronto, gruñó, enseñó los dientes, y al fin, se abalanzó y mordió en el brazo a don Ramón. Lo mordió poco, casi respetuosamente, como quien se ve obligado por las circunstancias, a llamar al orden a un superior.

Don Ramón dejó de castigar al chico, sacó el revólver y apuntó al perro; pero pensó quizá que no podía ser esto, para él, un simple caso irreflexivo de defensa propia, sino que debía a semejante desacato de su autoridad suprema la reparación de una ejecución en forma, y con calma aparente, se fue a su cuarto, tomó una escopeta, la cargó y descerrajó contra el pobre Baraja los dos tiros, yéndose el perro a morir por allí, entre los yuyos de la quinta.

El muchacho lo siguió, besó con lágrimas su cabeza de amigo fiel, y volvió a las casas, envueltas ya en las tinieblas de la noche y en un silencio tan denso que parecía protesta contra la mala acción cometida. Don Ramón le mandó se quedase de plantón, toda la noche, al pie de su cama.

Cuando amaneció, el Guacho, protegido contra sus posibles perseguidores, por toda la astucia que le podía inspirar su ciencia profunda de las artimañas propias de los bichos de la llanura, había desaparecido, llevándose uno de los mejores caballos de la estancia; y el capataz encontró a don Ramón, muerto en su lecho, degollado.

A su llamada, vino doña Baldomera; y la vieja mujer, en presencia de ese cadáver, sacudida por tantas emociones, enjugándose los ojos con el delantal, sólo pudo murmurar, sollozando:

-¡Pobre Guacho!


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