El príncipe del Líbano

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
El príncipe del Líbano​
 de Ricardo Palma


Por los años de 1765 apareciose en Lima, después de haber visitado el Cuzco y las principales ciudades del Sur, un caballero muy cargado de títulos, cruces, condecoraciones y cintajos. Llamábase D. Elías Aben-Sedid, príncipe del Líbano. Era un turco de casi seis pies de altura, robusto y gallardo mozo, y que, a pesar de su nacionalidad, no profesaba la ley de Mahoma, sino la de Cristo. Sus papeles parecían tan en regla que a nadie se le ocurrió desconocerle el principado, sin embargo de que el motivo que lo traía por estas Américas era para despertar sospechas.

Contaba su alteza que el Gran Turco lo había despojado de sus Estados y tomádolo prisioneros a sus hermanos, por cuya libertad el sultán de la Gran Puerta, que dicen que es una puerta más alta que la torre de Santo Domingo, le pedía un rescate de cien mil pesos ensayados.

La crédula gente de mi tierra se dejó embaucar y en pocos meses reunió el farsante la cuarta parte de la suma; y acaso habría alcanzado a redondearla si el diablo, en forma de una limeña, no hubiera metido la patita.

Nuestro príncipe era huésped de los padres franciscanos, que creyeron de su deber tratarlo a cuerpo de príncipe, rodeándolo de comodidades y prodigándole todo linaje de consideraciones y agasajos.

Como su alteza no vestía hábito monacal, sino traje de currutaco, frecuentaba la sociedad aristocrática; y tanto que, acordándose de que era musulmán, se le despertó el apetito por las muchachas, enamorándose a la vez como lo que era, es decir, como un turco, de dos huríes limeñas y empeñando a ambas palabra de hacerlas princesas. Yo no sé si las chicas aflojarían prenda; pero a la larga llegó a descubrirse el doble enredo, y una de las burladas, que sus motivos tendría para poner en duda la autenticidad del título, se apoderó mañosamente de Antoñuelo, que era un griego criado de D. Elías, su compañero de peregrinación y cómplice de trapacería.

Encerrolo la dama en el corral de su casa y le amenazó con darle por mano de cuatro negros más azotes que los que dieron los judíos al Redentor. Antoñuelo vio que la cosa iba de veras y declaró picardía y media.

Antes que tal ocurriese, ya el virrey traía clavado entre ceja y ceja al príncipe; pues el superior de los jesuitas de Moquegua había escrito a su excelencia, comunicándole que él abrigaba cierto recelillo de que aquel señorón era un pillastre forrado de caballero.

Una noche Miquita Villegas recibió la visita de una dama tapada que puso en sus manos, para que la entregara al virrey, la confesión firmada por Antoñuelo. Cuando Amat fue después de las nueve a cenar, como acostumbraba, con su querida, ésta le dijo:

-¿Y qué hay de nuevo, Manuel?

-Nada, hija mía. Te repetiré lo que dice el refrán limeño:

«El ojo del puente, el baratillo y el pan como se estaban están».

La Perricholi sonrió y contestó a su amante:

-Pues entonces, yo que no tengo la obligación de saber lo que pasa en Lima, pues no ejerzo cargo por su majestad, sé más que su virrey... y cosa grave... gravísima ¡plusquam gravissima!

-¡Demonio! Habla, paloma, habla.

-¿Qué apostamos a que no recuerdas que a fin del mes es mi santo?

-Sí, mujer, sí... ¡Para que yo lo olvide! Como que ya he apalabrado, en cien onzas, unas arracadas de brillantes con perlas de Panamá, tamañas como garbanzos. Pero ¿qué tiene que ver tu santo con la noticia?

-Mucho, señor mío; porque yo no doy noticias gordas sin promesa de alboroque. Toma y lee.

Amat se ajustó las antiparras y leyó y volvió a leer, para sí, la declaración del griego. Luego se puso de pie y empezó a pasearse declamando estos versos de una comedia antigua:


«¿Esas tenemos, Mencía?
¡Tan estupendo desliz,
bien me daba en la nariz
olor a barraganía!»


En seguida dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo, dio un beso a la Perricholi y... no sé más. Al otro día, a las diez de la mañana, Amat, acompañado de su secretario Martiarena, atravesaba la portería de San Francisco y entraba sin ceremonia en la celda del padre guardián, mientras Martiarena se dirigía a otro claustro en busca del príncipe del Líbano.

-¡Valiente pillo tenía su reverencia en casa, padre guardián! -exclamó el virrey al estrechar la mano de su amigo el superior de los franciscanos, y lo puso al corriente de lo que ocurría.

Su excelencia permaneció dos horas encerrado con el embaucador, y sólo Dios sabe las revelaciones que éste le haría.

A las cuatro de la tarde, en una calesa con las cortinillas corridas y con la respectiva escolta, fue conducido al Callao el falso príncipe del Líbano y embarcado para España bajo partida de registro.