El que fue

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​El que fue​ de Rafael Barrett


La Iglesia pone en escena el misterio de la muerte de Dios. Año tras año, Dios muere más hondamente, y resucita al tercer día con menos gana. La ficción es dos veces trágica, porque es también realidad. Dios se muere y se muere de veras.

Ha vivido veinte siglos en plena gloria. Injertado en el vetusto tronco bíblico, brotó al aliento de la poesía asiática, y esparció un inesperado aroma de ternura por el Walhalla demasiado imperioso de las antiguas divinidades. Los mitos más adorables del Oriente acariciaron el rostro dolorido del Apolo en la cruz. La madre de Buda sonrió a las madres humanas, y subió al Olimpo con su niño en brazos. Las mujeres pudieron rezar. La sangre de los mártires era sangre alegre. Una cortesía nueva se extendió por la tierra en flor. Los hombres no aparentaron odiarse tanto, ni los infelices estuvieron tan solos. Un simulacro de piedad refrescó el mundo. La desesperación fue un pecado; la compasión devota visitó todas las catástrofes y todas las inmundicias; se insinuó en todos los crímenes; y el signo de la redención brillaba en los mangos de los puñales. El amor de Cristo no soportaba infieles: ajustició a los críticos y violó a las tribus salvajes; encantó a las vírgenes y consoló a las abandonadas. Los misántropos descubrieron tesoros en sus almas ardientes y sombrías; los pensadores aprendieron a tallar en silencio el diamante de la conciencia; los artistas pintaron la aurora, y levantaron bosques de piedra para solaz de los santos, y desencadenaron huracanes de melodías para cantar el triunfo místico; los libertinos inventaron la respetuosa galantería, y los soldados el honor. El cielo se mezcló con el suelo. Una comunión terrible, familiar y sabrosa nació entre lo finito y lo infinito. Hubo una ciencia del milagro, un lenguaje universal y litúrgico, una categoría intelectual y moral. La sociedad crecía bajo una sombra sagrada, y la soledad se poblaba de demonios y de ángeles. Los dogmas se fijaron en el esplendor del trono más augusto de los tiempos, y la fisonomía y la historia del Hijo llegaron a su definitiva figura. Dios existió.

Por haber existido plenamente tuvo que morir. El microbio germánico, cultivado por los Renán, enfermó a Jesús. Asistimos a los funerales de la divina persona. La muerte de los dioses es parecida a la nuestra; es la utilización total de su ser. Los dioses no tienen el defecto de la inmortalidad. Inmortal es la nada, y eterna; lo inmortal es lo inmóvil. Pero vivir es darse poco a poco a lo desconocido, y morir, darse de un golpe. Se perece como unidad; se subsiste como acción. Quizá sea la individualidad una ilusión innecesaria; los hombres y los dioses son quizá depósitos provisorios de energía, puntos ficticios en que se concentra el poder para gastarse con mayor eficacia. ¡Quién sabe si lo importante no es nacer, sino morir! ¡Quién sabe si a partir de la muerte verdaderamente vivimos, es decir, verdaderamente colaboramos en la obra inmensa! El genio es póstumo. La leyenda cristiana es de una significación sublime. El Salvador debía morir. El error fue resucitarle. Y ahora que muere sin resurrección posible, vivirá para siempre en las entrañas de la humanidad.

Desapareció la simiente; es que se enterró en el surco. El sol cayó detrás del horizonte y, sin embargo, la noche está tibia y contemplamos sin miedo las tinieblas; el sol palpita aún en la juventud de nuestros músculos, y en el ritmo sereno de las aguas y de las savias; un suspiro luminoso vaga por el firmamento. Las formas idolatradas se desvanecieron; no importa: la vital sustancia ha bajado al fondo de las cosas; todo lo asimilable empapa nuestra carne y nuestro espíritu; ha quedado en la razón y en el ensueño cuanto era de quedar. Si olvidamos, es que no es preciso que recordemos. Ya no hay inquietud en nosotros; hemos cesado de buscar; poseemos a Dios con la tranquila y formidable posesión del sepulcro. Dios se ha hecho invisible, porque por fin está dentro. «Tomad y comed», nos dijo, y le hemos devorado. Nos sentimos dioses. Nutridos de Dios, nos atrevemos a mirar cara a cara la Naturaleza, y proyectamos dominar el Universo.


Publicado en "Rojo y Azul", N.º 26, 31 de marzo de 1907.