El rodeo

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El sol está todavía desperezándose; los vapores matutinos todo lo cubren de uniforme capa de rocío frío, haciendo llorar perlas a las plantas inmóviles y al pelo erizado de los animales. Echados aún, en su mayor parte, y rumiando, los pesados vacunos esperan, para levantarse, la tibia caricia del primer rayo de sol.

De repente, estallan en una extremidad del campo ladridos agudos, pronto acompañados de los balidos apurados y retumbantes de la hacienda súbitamente despertada.

De punta a punta se raja de golpe el pesado velo de sueño y de silencio, y como obedeciendo a conocida señal, se levantan los animales por todos lados, entre las pajas; se sacuden, se estiran y se ponen en lenta procesión hacia el rodeo, por las mil senditas acostumbradas del traqueo cotidiano.

Ya surgen de todas partes grupos de jinetes y de perros; envueltas en vaporosa neblina, se destacan en las lomas sus siluetas arrogantes, echando por delante a gritos la hacienda remolona.

Está parado el rodeo; cada animal busca el sitio habitual donde se suele juntar con los compañeros preferidos, y durante largo rato, es un bullicioso vaivén de vacas que balan, llamando los terneros, de toros que mugen y escarban, en son de desafío, de terneros extraviados que andan buscando las madres.

Los jinetes y los perros rodean la hacienda, esperando que se sosiegue para empezar el trabajo, y aprovechan esos momentos de descanso para componer el recado, armar un cigarro, cambiar algunas chanzas.

Don Hortensio ha vendido doscientos novillos y se trata de apartarlos. Floro, el mayor de sus hijos, que le sirve de capataz, fue a buscar el señuelo, diez novillos hoscos con un madrino blanco, a cuyo cencerro han aprendido a obedecer, a fuerza de chuzazos. Al grito: «¡fuera buey!» los trae Floro, galopando, hasta el sitio propicio, colocándolos de tal modo que, al disparar al viento, vengan derechito, aunque sin querer, a dar con ellos, los animales que se aparten. También ha traído una pala para abrir brecha siquiera a este mismo lado, en el abrojal espeso que con abusiva lozanía se ha criado todo alrededor del rodeo.

-Lindo día para el aparte, don Horacio -dice el resero, al entrar entre las vacas.

-Así es -aprueba don Hortensio, con cierta melancolía, contento a la vez y descontento, por haber vendido novillos y hecho plata con ellos... y por tener que entregarlos.

El resero mira, observa, calcula, hace apartar algunos novillos, los mejores, los de más cuerpo, los más gordos; pero no está distante de pensar que se ha clavado en grande con fijar número de doscientos, y cree que, a pesar del precio bastante bajo que aceptó el santiagueño, va a tener que sacar, para cumplir, animalitos como gatos.

Es que son criollas las vacas de don Hortensio, criollas como el amo; esas sí, que son descendientes de las introducidas por Goës y criadas en plena libertad, de generación en generación; sus madres han de haber andado, dos siglos por lo menos, alzadas por la pampa, entregando sólo, de vez en cuando, como tributo, el cuero, desjarretadas en «cuereadas» que parecían malones.

Aspudas y bravas, por el mismo color de su pelo hacen pensar en fieras: barcinas o chorreadas como los gatos monteses, barrosas o bayas como el puma, hoscas y yaguanés, pelos raros que las permiten disimularse con más facilidad en el fachinal. Y esto es lo que a don Hortensio le gusta; ¡con qué fruición arrollo el lazo para venir en ayuda de los peones, cuando no pueden con alguna vaca enojada!

-Esa es hija de la barrosa vieja -dice, y, al trotecito, se acerca, aprontando la armada.

Para cualquier faena dan un trabajo del demonio; son malas como la hiel, traidoras, ligeras, arremetedoras como tigres cebados y sus astas son temibles. Por otra parte, su producto es escaso; tienen más hueso que carne; aun cuando están gordas, no lo demuestran, y poco les dura la gordura en el campo de pasto duro donde las cuida don Hortensio; pero las tiene él más que cariño, las tiene amor, justamente porque son así.

Las mira con compasión, quizá no del todo altruista, cuando, al fin del invierno, las ve flacas y endebles, con las patas que se les cruzan.

No puede hacer nada por ellas, pero les tiene lástima, casi tanta como a sí mismo. Mire qué tristeza verlas con el pelo todo esponjado y sin lustre, con los huesos castañeteando cuando quieren correr: preñadas, también, las pobres, y tan adelantadas que, muchas veces, se caen y no se pueden levantar, y allí quedan para los chimangos.

¡Con qué ansia se espera la primavera que hace brotar el pastito tierno! Cierto es que es otro peligro, pues, con él se debilita más la hacienda, por algún tiempo; pero siquiera indica la proximidad del anhelado renacimiento; y también entonces viene la parición, tan regocijadora, en los años buenos, cuando habiendo sido lluviosa la primavera anterior y clemente el invierno, se desgrana la hacienda y que, detrás de cada paja, se encuentra un ternero echado, quietito, esperando que lo venga a amamantar la madre.

Por lo demás, y todo bien mirado, su rodeo de vacas criollas le da a don Hortensio lo que más apetece: los largos reposos contemplativos, entrecortados de paseos descansados, como son los repuntes diarios y la fácil vigilancia de animales aquerenciados que, lo mismo que el amo, no piden otra cosa que comer en paz y dormir tranquilos; y de trabajos violentos que, para él y sus hijos, son fiestas, donde lucen su habilidad de jinetes y de enlazadores: la hierra, la capa de toros, algunos apartes en la vecindad o en el propio rodeo; y también lo que más necesita: una vez al año, fuera de bien pocas excepciones, los pesos de la novillada, tan necesarios siempre para equilibrar el presupuesto anual, saldar la libreta del almacén o pagar el arrendamiento.

También algo contribuye la hacienda criolla de don Hortensio en mejorar el suelo; el provecho no será para él, ni para sus hijos; apenas será para los hijos del dueño del campo, pues necesitarán treparse en los médanos muchas generaciones de hacienda para desmoronarles la punta, emparejar el terreno y endurecerlo; millares de animales dejarán allí la osamenta para que se desparramen en el suelo los elementos de fecundidad que siempre contienen los despojos de lo que tuvo vida; amontonarán sus esqueletos, en tiempo de sequía, al borde de las lagunas exhaustas, para que cuando se vuelvan a llenar de agua, reverdezcan y florezcan con exuberancia sus riberas así fertilizadas.

Don Hortensio poco se acuerda de todo esto; vive al día como su hacienda, sin más ambición que vivir. Ha oído hablar de las mil mejoras que adentro van realizando los estancieros. Los reseros que le compran novillos, cada año demuestran por ellos menos interés. «Son muy criollos», dicen, y se ríen de sus astas y de su facha. Siempre van ofreciendo menos precio por ellos; dicen que son puro hueso y que no los quieren los frigoríficos; que vale más un mestizo de tres años que un criollo de cinco; que esta hacienda arisca atropella por el camino los alambrados; que por cualquier cosa se espanta y que ya pronto ni de balde los comprarán.

Y don Hortensio no les encuentra razón, pues a él le parece mansísima su hacienda; sostiene que el cuero del animal criollo es inmejorable y su carne sabrosa como ninguna; sin contar que es tan fija esa hacienda en el campo, una vez aquerenciada, que ni los mosquitos, ni los temporales se la llevan; y que a los tábanos les resiste sin atrasarse.

Los frigoríficos no los quieren, dicen; ¡linda clase de gente será! Y al fin y al cabo, ¡que los dejen! Siempre habrá saladeros que no los despreciarán y pagarán por ellos su buen precio.

-¿Quién sabe? -contesta el resero, lleno de dudas-; ni los negros pronto querrán carne salada.

No parece nada convencido don Hortensio, y por poco aseguraría que antes de mucho, tendrán todos que volver a echar toros criollos en sus haciendas mestizas para devolverles la resistencia perdida. Pero más bien será que no quiere dar su brazo a torcer pues no desperdicia ocasión de mixturar con su hacienda algún toro mestizo de los del vecino, que son muy calaveras y siempre se vienen para festejar a sus criollas.

Hasta que, un día, nació de una de sus barrosas más fieras una ternerita rosilla, cuyo pelo de terciopelo cantaba que había sido robo. Don Hortensio, cuando se lo avisó Floro, la fue a ver y quedó muy contento por haber empezado, él también, a mejorar su hacienda; ya casi calculaba qué cantidad de novillos iba a poder vender para esos frigoríficos, tan delicados, y llevado de súbita inspiración, exclamó:

-¡Ché, Luciano, agarra la madre y atala al palenque, que ya también nosotros hemos de tener tamberas!

Así cunde el progreso, echando paulatinamente sus raíces tenaces hasta entre las rocas más duras de la rutina y de la ignorancia seculares.


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