El rubio

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No era el Rubio un gaucho cualquiera, sino que parecía marcar una especie de transición entre el gauchaje verdadero, de melena y barba cerrada, de chiripá y de poncho, hábil enlazador y gran jinete, y el paisano de chacra, criado en las orillas del pueblo, del cual ha tomado los vicios algo refinados ya, sin haber adquirido la destreza peculiar y la resistencia del verdadero hombre de campo.

Sabía enlazar y sabía pialar; era bastante de a caballo, había aprendido a esquilar y entendía de cuidar hacienda, pero todo lo hacía de aficionado y sólo cuando lo apremiaban necesidades urgentes, pues muy poco le gustaban los trabajos fuertes, peligrosos y cansadores.

Buen mozo, de linda presencia, debía su apodo al bigote rubio que sólo guardaba sin afeitar y cuyo color tan diferente del de sus hermanos hubiera podido hacer sospechar alguna inadvertencia casual de su madre Dorotea, si no hubiera sido de notoriedad pública que las inadvertencias de dicha señora habían sido demasiado frecuentes para ser casuales.

En el puesto materno -pues doña Dorotea, viuda... naturalmente, había sabido conservar, como herencia o recuerdo de los diferentes compañeros de su agitada juventud, una majada de ovejas- tenía siempre la tumba y un rincón para tender el recado; pero no le bastaba esto para vestirse como lo deseaba, asistir a las carreras, jugar, tomar, frecuentar los bailecitos orilleros y llevar, por fin, una vida de puros placeres, y tenía que apelar a otras fuentes de recursos: sus dones físicos y su falta de vergüenza.

Era muy gastador y tiraba lo poco que trabajando ganaba lo mismo que lo que le daba el juego o lo que le provenía de ciertas operaciones nocturnas, de las cuales participaba con sus hermanos, mejores gauchos que él pero menos vivos para deshacerse ventajosamente de lo robado. El que sabe tirar los pesos pronto cría fama de generoso y fácilmente se hace de muchos amigos y más aún -si también es buen mozo-, de muchas amigas. El Rubio se había vuelto el gran conquistador de corazones, en las chacras y quintas del pueblito y, a pesar de los celos que entre sus víctimas despertaba su conducta, de los odios y rencores que sus infidelidades entre ellas suscitaban, se daba maña el hombre para conseguir, hasta de las más resentidas, sonantes auxilios que le servían para aumentar el número de sus esclavas, mofándose de las amenazas de padres y maridos engañados. Recibía de una, daba a la otra, sacando así tributo de conquistas realizadas para emprender otras.

Los gauchos tenían para sus proezas verdadera admiración y escuchaban con envidia las que narraba, aumentadas con cien mentiras o adornadas con excitantes invenciones.

Consiguió estar, por un tiempo, quizá por ocultas influencias femeninas, de capataz en una estancia, y fueron, para el vecindario, entretenida función y gracioso espectáculo, las intrigas y los celos de tres o cuatro mujeres empleadas en el establecimiento y casadas todas, para apropiarse tan hermosa prenda, a despecho de sus deberes matrimoniales.

Y aseguraban las malas lenguas, y él las dejaba decir, que ninguna se hubiera debido quejar, ya que a ninguna había despreciado. Pero las malas lenguas traen a menudo desgracias, y uno de los peones de la estancia, que fue o se creyó víctima de las hazañas del Rubio, se la juró.

El Rubio era más gritón que peleador, y más bien para darse corte que por otra cosa llevaba facón en el cinto cuando iba a las carreras o alguna reunión; pero hasta el más cobarde suele, por amor propio, contestar a un desafío, y aunque, muchas veces, de pura parada, salga a relucir una daga, sucede que, sin querer, se vuelve serio el juego y corre sangre. Así sucedió cuando dieron por topar los dos contrarios. El Rubio pronto vio que no era por broma que el otro sacaba el cuchillo, y aunque el pretexto fuera una repentina disputa de taba, se dio cuenta de que el verdadero motivo era otro, y peleó con todo el valor, no sólo del gallo desafiado, sino también del miedoso que no puede huir. Tampoco, por lo demás, era manco y consiguió herir tan bien a su adversario que le causó la muerte.

Fugó; pero le tenía ganas un oficial de policía, por otras competencias amorosas -pues si suelen ayudar ciertas simpatías, también suelen desbaratarlo todo-, y no descansó éste hasta dar con él en la cárcel; y a pesar de los empeños que hubo para componerlo, pues semejante sujeto no podía menos que tener protectores, tuvo el Rubio que quedar tres años sin hacer hablar de sí.

¡Tres años!, hubiera sido como para morirse de fastidio, si no le hubiera dado -pues, tampoco era tonto- por aprender, durante ese tiempo, a leer y a escribir.

Y salió de la cárcel el Rubio, si no hecho otro hombre, por lo menos con una arma más que poner al servicio de sus vicios y ambiciones. Lo mismo que antes, se mostró gran conquistador, derrochador y jugador, pronto a desafiar, bochinchero y turbulento, pero, al mismo tiempo, su pequeña ciencia le daba cierto aplomo que pronto se volvió prestigio, y de tal modo creció el círculo de sus admiradores, que se hizo, para ellos, todo un caudillo.

Lo distinguió el ojo certero del juez de paz. Gobernar es elegir; y cuando ya se iba haciendo el Rubio insoportable para todos los que no eran secuaces suyos, amenazando, desafiando, imponiéndose más que si hubiera sido autoridad, lo juzgó ya el juez apto para desempeñar puestos de confianza e hizo que coronase el Gobierno su ya hermosa carrera con las funciones de comisario de policía.


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