El virrey limeño

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Tradiciones peruanas - Octava serie
El virrey limeño​
 de Ricardo Palma


Don Juan de Acuña, hidalgo burgalés y caballero de Calatrava, fue en los reinos del Perú corregidor de Quito y gobernador de Huancavelica. De su matrimonio con una dama potosina, doña Margarita Bejarano, tuvo en el Perú, entre otros hijos, a don Iñigo, marqués de Escalona, y a don Juan de Acuña y Bejarano, nacido en Lima en 1658, que es el personaje a quien consagro este artículo.

A la edad de trece años enviolo su padre a educarse en España, y a los diez y seis entró en la carrera militar, con tan buena fortuna, que alcanzó a ser capitán general y virrey de Aragón y Mallorca.

El 15 de octubre de 1722 hizo su entrada solemne en Méjico, con el carácter de virrey por Su Majestad don Felipe V, el Excelentísimo señor don Juan de Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte, caballero de Santiago y comendador de Adelfa en la orden de Calatrava.

Que el virrey limeño fue el más honrado, enérgico, laborioso y querido entre los treinta y siete virreyes que hasta entonces tuvo la patria de Guatimoc, no sólo lo dicen Feijoo, Peralta, Alcedo y Mendiburu, sino el republicano e imparcial Rivera, historiador de los sesenta y dos gobernantes y virreyes durante la época colonial.

En 1733 dijo un día al rey su ministro de las colonias:

-Señor, tiene vuesa majestad que nombrar virrey para Méjico.

-¡Qué! -exclamó sorprendido Felipe V.- ¿Ha muerto acaso mi buen marqués de Casafuerte?

-A Dios gracias, vive; pero ha enviado su renuncia, fundándola en que sus enfermedades lo imposibilitan para firmar. Parece que está afectado de parálisis en un brazo.

-¡Bah, bah, bah! -repuso don Felipe.- Pues lo autorizaremos para el uso de estampilla.

Y se expidió real cédula acordando al achacoso virrey de Méjico una prerrogativa que lo igualaba al soberano, y que antes ni después alcanzara representante alguno del monarca de España e Indias.

No entra en mi propósito extractar los actos gubernativos de mi paisano, sino referir lacónicamente el porqué su excelencia se hizo ferviente devoto de los frailes franciscanos.

Refiere Galindo Villa, escritor mejicano, que a los ocho días de posesionado del mando, salió el de Casafuerte en compañía del capitán de su escolta a rondar la ciudad en la noche.

Acababan de sonar las doce, cuando oyó su excelencia el tañido de una campana.

-¿De dónde es esa campana, capitán?

-Del convento franciscano de San Cosme, excelentísimo señor -contestó el interrogado.

-¿Y a qué tocan los frailes?

-A maitines, señor. Tocan..., pero no van -añadió el acompañante, recalcando en las últimas palabras.

Quiso su excelencia convencerse de hasta qué punto era fundada la acusación, y siguió adelante camino de la iglesia.

Detúvose en el atrio, vio iluminado el coro, oyó el monótono rezo de los recoletos, apagáronse después las luces, entonose el miserere, y empezaron los frailes a disciplinarse recio.

Volviose entonces el virrey hacia su compañero, y le dijo:

-¡Capitán! ¡Capitán! No sólo tocan y van, sino que también se dan. Desde ese momento declarose el de Casafuerte protector entusiasta de los franciscanos, y cuando el 17 de marzo de 1734, después de once años y medio de gobierno en Méjico y a los sesenta y seis de edad, pasó su espíritu a mundo superior, dispuso en su testamento que se le sepultase en San Cosme.

Los franciscanos grabaron sobre la tumba de su benefactor este soneto:


 
     «Descansa aquí, no yace, aquel famoso
 marqués, en guerra y paz esclarecido,
 que, en lo mucho que fue lo merecido
 no le dejó que hacer á lo dichoso.
 

     Ninguno en la campaña más glorioso
 ni en el gobierno fue tan aplaudido,
 no menos quebrantado que sufrido
 vinculó en la fatiga su reposo.
 

     Mayor que grande fue, pues la grandeza
 a que pudo incitarlo regio agrado,
 fue estudiado desdén de su entereza;
 

     Y es que retiró tanto su cuidado
 de lo grande, que tuvo por alteza
 quedar entre menores sepultado».


Los historiadores mejicanos, siempre que se ocupan de su virrey marqués de Casafuerte, le dan el dictado de El Gran Gobernador, justiciero dictado que basta para inmortalizar el nombre del virrey limeño.