Elección pacífica

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Elección pacífica[editar]

En lo más fuerte de la trilla, se había embriagado el maquinista; pero don Pedro Guetestán no era de los que se ahogan en una palangana.

Criador experto, comerciante hábil, agricultor perspicaz, para fomentar el progreso del pueblito, se había improvisado, con asentimiento tácito de la población y del gobierno provincial, jefe de policía, juez de paz y comandante militar, y poco le costó improvisarse también maquinista. Y en medio de la densa nube de polvillo que lo enceguecía y del ruido ensordecedor de la trilladora, dirigiendo y haciendo, manejando a sus hombres y a su máquina, pensaba, más que en las pilas de trigo que iban subiendo, en las elecciones, que tenía, el día siguiente, que organizar, como juez, vigilar, como comisario, y ganar, como fiel amigo del que se trataba de hacer elegir senador, a las barbas del gobernador.

Eran las once y media, y acababa de interrumpir el trabajo para el almuerzo de los peones, cuando lo vinieron a avisar que en la fonda de Stirloni, del otro lado de la vía, había llegado de la capital provincial toda una comitiva para presenciar las elecciones, y que querían verlo.

Inquieto, olfateando a contrarios, se fue de un galopito, sin pasar siquiera por su casa a lavarse la cara, hasta la fonda indicada.

Stirloni, atareado, andaba del mostrador a la cocina, de la cocina al patio, con toda la apariencia de un hombre que tiene la fortuna segura, pero que la tiene que merecer por su trabajo, y glorioso, hinchado, todo colorado, le sopló al oído a don Pedro:

-¡El sobrino del gobernador!

No preguntó más don Pedro; ya sabía a qué atenerse, pues era justamente el mismo sobrino este, el candidato de su tío para el sillón vacante. Se hizo anunciar. En el patio estaban ocho hombres, unos de saco, otros emponchados, muestras genuinas del público especial de todas las elecciones de campana.

El sobrino del gobernador, hombre muy fino y perfectamente educado, estaba en su pieza con un amigo. Hizo entrar al visitante.

-¿Don Pedro Guetestán? -preguntó-; ¿juez de paz?

-Para servir a ustedes -contestó don Pedro -con tono bonachón-. Dispensarán el traje; estoy de trilla, teniendo que hacer de maquinista, y ni tuve tiempo de irme a mudar.

-No importa, señor, no importa. Me presentaré: Enrique de la Pizarra; el señor gobernador es mi tío; y permítame usted presentarle a un amigo, don Eleuterio Martínez, secretario del ministro de Gobierno.

-Tanto gusto, señores -contestó don Pedro-. Dispongan ustedes de mí; estoy a su disposición: aunque -agregó- hoy tengo mucho que hacer con esa trilla, y no la puedo dejar.

-Pero, ¿y las elecciones de mañana?

-No sé nada, señor; los conjueces me han de mandar avisar cuando quieran organizar la mesa en el juzgado. Yo no tengo más que hacer que entregarles los registros, y después de la elección, remitirlos a los escrutadores que deben juntar en la Carolina.

-¿Usted conoce a los conjueces?

-Poco, señor, de nombre no más.

-¿No es pariente suyo ese Juan Guetestán que figura en la lista? ¿Su señor padre, creo?

-No, señor; mi padre es extranjero. Mi hermano era; pero murió.

-¡Ah!, ¡cuánto siento! Pues mire; le voy a ser franco. Tengo de mi tío orden terminante de ganar las elecciones o anularlas. Para ello, tenemos aquí algunos mausers y gente buena. Pero mejor es que usted trate de evitar bochinches, y nos mande los conjueces para que nos arreglemos.

-Señor, creo que todo andará como lo desean; mañana veremos qué clase de gente viene a votar. Lo que más quiero yo también es que no se altere el orden, y pueden contar conmigo.

Se retiró don Pedro, y una guiñada de los dos amigos significó claramente:

-¡Un infeliz, hombre! Lo tenemos seguro.

El día siguiente, por la mañana, reunidos en la orilla opuesta del pueblito, cerca de trescientos gauchos esperaban las órdenes de su verdadero caudillo, don Pedro Guetestán, y éste le mandó decir al sobrino del gobernador que había mucha gente reunida, pero toda contraria, al parecer; que la situación, siendo muy peligrosa, le aconsejaba quedarse en la fonda, y que sería de buena política mandase preparar un asado con cuero, allá mismo, para entretener a la gente lejos del juzgado, si no había elección, e impedir que hubiera desórdenes; que él iba, por la forma, a instalar la mesa, como era su deber.

-¡Qué no haya elecciones!, más bien, si es así, dígale -exclamó don Enrique, algo emocionado, al oír el mensaje-. ¡Qué no haya elecciones!

Y mandó preparar en la orilla del pueblo cercano a la fonda, un asado con cuero, que Stirloni, por su orden, hizo acompañar con dos cajones de cohetes y varias damajuanas de vino.

Empezó el regocijo popular; estallaron los cohetes; el vino desapareció a los gritos de: «¡Viva de la Pizarra!» Y a las cuatro de la tarde, pudo don Enrique contemplar con gozo, de la azotea de la fonda, de donde no había salido, los trescientos gauchos que, de a grupitos, se habían venido pasando desde el otro lado de la vía, reunidos alrededor de los restos de su asado con cuero, aclamándolo. Saboreó la suave fruta de la popularidad y mandó a Stirloni que les llevase más vino; Stirloni obedeció, restregándose las manos.

A las cuatro y cuarto, apareció don Pedro en la azotea y, sencillamente, le anunció al sobrino del gobernador que las elecciones habían tenido lugar sin el menor incidente.

-Cómo, ¿qué ha habido elección?, y ¿dónde han votado? ¿Quién votó?

-Estos hombres -dijo don Pedro, señalando con un gesto de la cabeza a sus gauchos- son electores. Han votado en la mesa instalada en el juzgado.

-¿Y a favor de quién?

-Debo decirle que creo que su candidato era el señor Corfenú.

-¡Caiga el cielo!, ¿y los registros?

-Los hago custodiar, señor, en el juzgado.

Don Enrique se sintió fumado, sin remedio; de buenas ganas, hubiera hecho prender por su gente a ese hombre que, con aire inocente, lo miraba como esperando órdenes: pero no se atrevió. Y cuenta la historia que los registros, bien resguardados de las casualidades del viaje, llegaron a la Carolina en perfecto estado, fueron discutidos y al fin aceptados, pues eran un modelo de corrección y de limpieza, con listas primorosas de nombres y apellidos, sin un borrón, demostrando una elección lo más tranquila, sin disturbios, sin tiros, sin derrame de sangre, un ejemplo para el país entero, pues nunca el Pueblo Libre había expresado su Soberana Voluntad con tanta dignidad y tanta calma, apenas turbada por el entusiasmo bien natural que le había causado su afición al asado con cuero, bien regado, de arriba.

Dicen también que a Stirloni la comitiva le ha quedado debiendo, desde entonces, unos doscientos pesos; pero estos son percances de la guerra.

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Nota de WS[editar]

Este cuento forma parte de los libros: