Elocuencia vizcaína

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​Elocuencia vizcaína​ de Juan Valera


El obispo de Málaga más de cien años ha era un varón lleno de saber y virtudes y predicador elocuentísimo. Tenía además tan alegre y suave condición y tanta afabilidad y llaneza en su trato que, lejos de enojarse, gustaba de que sus familiares discutiesen con él y hasta le embromasen.

Era el obispo vizcaíno, y sus familiares, al poner por las nubes su elocuencia, la calificaban de extraña y única entre los hijos de las Provincias Vascongadas, donde, según ellos, no hubo jamás hombre que no fuese premioso de palabra ni clérigo que no pasase por un porro y que en el púlpito no se hiciese un lío.

Movido el bondadoso prelado de su cristiana modestia y de su ferviente patriotismo, sostenía lo contrario, y llegaba a asegurar que lo menos había entre los presbíteros vizcaínos, sus contemporáneos, tres docenas que valían más que él por la ciencia, el arte y la inspiración con que enjaretaban sermones.

Como pasaba el tiempo y no parecía por aquella diócesis ningún clérigo vizcaíno, la disputa se hacía interminable. El obispo no probaba su afirmación de un modo experimental y práctico, y los familiares seguían erre que erre, negando a todos los vizcaínos, menos a Su Señoría Ilustrísima, la capacidad para la oratoria sagrada.

Acertó al cabo a venir a Málaga en busca de amparo y protección un clérigo guipuzcoano que había estudiado con el obispo en el mismo Seminario y había sido allí grande amigo suyo. El obispo le recibió muy bien y le hospedó en su palacio. No tardó, cuando estuvo a solas con él, en hablarle de las discusiones sin término que con sus familiares tenía, y luego le dijo:

-Muy a propósito has venido por aquí para que, valiéndome de ti, demuestre yo la verdad de mi tesis. De hoy en ocho días habrá una gran función en la catedral, y es menester que tú prediques y que el sermón sea tan hermoso y edificante que eclipse, obscurezca y deje tamañitos cuantos yo he compuesto hasta ahora.

-¿Pero cómo ha de ser eso -interrumpió el clérigo muy azarado-, cuando yo, bien lo sabes, sé tan poco de todo, y tengo tan corta habilidad que no me he atrevido jamás a subir al púlpito?

-Dios es Todopoderoso y bueno -contestó el obispo-. Pon en Dios tu esperanza, y no dudes de que por ti y por mí hará en esta ocasión un gran milagro.

Confiando en la bondad divina y más inspirado que nunca el obispo, recatándose de todos y muy sigilosamente, escribió aquella misma noche una verdadera obra maestra, un dechado de perfección; lo mejor acaso que había escrito en su vida.

A la mañana siguiente entregó el sermón al clérigo su amigo, y le excitó para que se le aprendiese muy bien de memoria.

Con extraordinaria repugnancia y miedo, por recelar que no podría aprender el sermón o que le olvidaría después de aprendido, nuestro clérigo (¡tal era el afán con que aspiraba a complacer a su protector!) tomó en la memoria en dos días el sermón entero y sin titubear ni pararse, le recitó como un papagayo delante del obispo. Empleó éste otros dos días en enseñar al flamante predicador la entonación, el gesto y el manoteo correspondientes a cuanto tenía que decir.

El obispo quedó complacidísimo; calificó de admirable aquella oración pronunciada por su amigo, y se prometió y le prometió un triunfo estrepitoso.

Enseguida anunció que el predicador iba a ser su paisano, y lleno de orgullo patriótico dijo a sus familiares:

-Ya verán ustedes lo que es bueno. Ya tendrán ustedes que confesar que este humilde sacerdote de mi tierra y de mi gente predica mejor que yo; es un nuevo Juan Crisóstomo, un raudal de elocuencia y un pozo de sabiduría. En adelante no me embromarán ustedes afirmando que, exceptuándome a mí, no hay vizcaíno que predique.

Llenos de impaciencia estaban todos, ansiando oír predicar al vizcaíno.

Llegaron por fin el día y la hora de la función. La catedral estaba de bote en bote. El obispo y los canónigos asistían en el coro con todo el aparato y la pompa que requerían las circunstancias. En el centro del templo y a no muy larga distancia de la cátedra del Espíritu Santo, se parecían las damas más devotas y elegantes de la ciudad, lindísimas muchas de ellas, todas con basquilla y mantillas de blondas y con rosas, claveles y otras flores en la cabeza. Hombres y mujeres del pueblo llenaban las naves. Era extraordinaria y muy general la curiosidad de oír al nuevo predicador, cuya buena reputación anticipada había cundido por todas partes.

Por fin, apareció en el púlpito nuestro vizcaíno y empezó su sermón con tal habilidad y gracia que la admiración, el asombro y el santo deleite henchían los corazones y los espíritus de todo el auditorio.

Pero ¡oh, terrible desgracia! cuando el sermón iba ya mediado, quiso la suerte, o mejor dicho, quiso la divina providencia que al vizcaíno, que se le sabía tan bien de carretilla, se le fuese el santo al cielo. Trasudaba, se retorcía, se angustiaba y se desesperaba, y todo en balde, porque no podía volver a coger el hilo. Sin duda, iba a tener que bajar del púlpito con el sermón a medio acabar. El descrédito y la caída iban a ser espantosos. Y era lo peor que el sermón quedaba interrumpido en el momento de mayor interés y más lastimoso: cuando el predicador acababa de ponderar los infortunios que Dios había enviado sobre nuestra nación, o para probarla o para castigar sus muchos pecados, por medio de sequías, epidemias, guerras y malos gobiernos.

El vizcaíno, viéndose en tamaño apuro, perdió por completo la cabeza, y dirigiéndose al obispo, que estaba en la silla episcopal, y hablándole con desenfado, con furia y con la intimidad archifamiliar del antiguo condiscípulo, aunque por fortuna en idioma vascuence, allí completamente ignorado, lanzó votos y reniegos, le denostó y le echó en cara que por culpa suya estaba pasando las penas derramadas, puesto en berlina y amenazado de tener que apelar a una retirada vergonzosa.

¿Quién sabe si fue milagro del Altísimo? Lo cierto es que de repente, cuando descargaba en su lengua nativa aquel diluvio de vituperios sobre el obispo, el vizcaíno, con iluminación súbita y dichosa, volvió a recordar todo lo que del sermón le quedaba por decir. Inspirado además no menos dichosamente, exclamó:

-Hasta aquí Jeremías, en sus Trenos o Lamentaciones.

Y luego prosiguió recitando con fogosa vehemencia y con primor y acierto el resto del sermón hasta llegar a lo último.

Cuantos le oyeron quedaron edificados y maravillados. El obispo demostró que había vizcaínos que predicaban por lo menos tan bien como él. Y no hubo nadie que no calificase al clérigo de excelente predicador y además de tan erudito y versado en las Sagradas Escrituras que se las sabía de coro y las citaba en el texto original hebreo.