Elogio de Leonardo

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​Elogio de Leonardo​ (1925) de Leopoldo Lugones
Leopoldo Lugones





Elogio de Leonardo


Conferencia Leída
en el teatro de Colón el 30 de mayo de 1919
para celebrar el cuarto centenario
de Leonardo da Vinci





El Convivio
San José de Costa Rica, C. A.
1925

In angello cum libello.

Elogio de Leonardo

El autor precedió su lectura con las siguientes palabras: «Antes de empezar la conferencia, creo deber advertir que hoy es también el aniversario del Dante. Lo digo para su homenaje, y a fin de que él mismo no tenga que advertírmelo desde la gloria con el verso imperioso de su Comedia:

Io saró primo, e tu sarai secondo[1]»


I
Facea ne l'oriente il sol ritorno,
Sereno e luminoso oltre l'usato.
(Tasso. Ger. Lib. I. 35)


Saludemos en nombre de Leonardo a la grande Italia de la esperanza, que es ya y para siempre, con su tierra y su mar, desde los patrios montes hasta el lido risueño donde afirmando la misma cosa dantesca il sí suona[2] tan dulcemente imperioso, la Italia vencedora de la realidad.

¡Ni qué nombre mejor que el de ése para aclamarla!

Más que ningún otro «divino», como les decían con generalidad, a la usanza homérica, él fué de todos aquellos grandes hombres del Renacimiento, quien, dilatando hasta la iluminación de la libertad perfecta el espíritu y la vida, la ciencia y el arte, el albedrío y la razón, hizo de la italianidad un nuevo helenismo. Su alma, como el pájaro, se definía por el vuelo. Así la más profunda de sus preocupaciones científicas en los diversos dominios de la anatomía y de la mecánica, de la física y de la historia natural, es el ala. Su primer recuerdo infantil una aparición del milano. Su designio supremo en el arte de la pintura que tenía por primero sobre los demás, fué fijar en la belleza del rostro, como quien detiene una mariposa sobre una flor, esta fugacidad: la sonrisa. Su inquietud es la generosidad del alma gloriosa que de día se le abisma al infinito en el azul de las águilas, y de noche se le derrama en perlas por la garganta del ruiseñor. Aquella grande alma no sabe lo que es dormir. A semejanza de una estrella, cuando desaparece, no es que se apaga, sino que se anega en una luz mayor. Pero en aquella misma ligereza como ulterior del vuelo incansable, está vibrando la fuerza. El hueso neumático del ala, lleno de aire vivaz, que no de tuétano, dijéraselo una palanca que fuese una flauta. Así nuestros pastores serranos labran sus pífanos en el brazo del cóndor. Para comprender ese vigor, hay que haber oído zumbar el viento en las rémiges poderosas. Sesgado ante la ráfaga contraria, el pujante remo—para decirlo a la manera leonardesca—describe por su segmento la parábola tangente de la ascensión. Véanlo cómo al filo de la pluma, menos resistente por sí solo que una hebra de seda, corta el ímpetu titánico, dispersándolo en fugas vertiginosas; cómo por la doble ondulación de su superficie trasciende uno a imaginar el espacio no euclidiano en que se libertan las paralelas; cómo, en una breve guiñada, toma y gobierna el viento, que así dominado, no sabe ya sino bramar... Y todavía, con el orden de la pluma, que parece numerar un ritmo, en aquel bramido va suspirando la música. Ya quedó abajo el huracán, ya pasaron con sus cumbres aplanadas y sus aguas azules en que parecía acostarse el cielo, grandes retazos de mundo. El ave altanera reposa en la inmensidad, nivelando con su vuelo la ya divina calma desvanecida en luz, desbaratando en chisporroteo de agujas el copo de los cirros eléctricos, breve sombra, no más, perfil instantáneo, punto oscilante desde abajo, pero allá en su soledad magnífica explayada sobre los campos del sol, foco de vida enérgica que el ojo de oro dispara como un dardo sobre la mísera puerilidad de los corzos, y que templa de frío etéreo el recio tendón, el nervio imperturbable, la voluntad más imperiosa que la muerte.

Leonardo mismo lo formula en un comentario célebre sobre la fuerza que a los espíritus selectos inspira la soledad: se tu sarai solo, tu sarai tutto tuo. Su predilección por el vuelo, que fué un anuncio científico cuatro siglos há, su concepto cinemática de la geometría, que constituyó otra anticipación, mucho más bella por cierto, resúmense en este apotegma, todavía muy superior, puesto que ya expresa la razón a cuya suficiencia nos atenemos para incluir el fenómeno vital en el sistema de transformaciones de la energía: il Moto é causa d'ogni vita. Así corresponde a su grande alma en estado de sublime iluminación, la excelsitud del águila suspensa ante los confines ulteriores en el azul perfecto de la inmensidad.


II
Ed uno al cui passar l'erba floriva.
(Petrarca. Trionfo della Fama, III).


Ningún espectáculo tan intelectual como el vuelo, y ninguno, por lo mismo, que cuadre mejor a la inteligente energía de Italia. Por eso, al definir con él el alma del divino, había prefigurado también la italianidad.

Ponga usted, en efecto, límites a esas alas; tráceles fronteras inviolables: con la serena arrogancia que es su modo natural de ser, ellas inscribirán desde la altura el área terrestre en el campo de su vuelo. Para el espíritu libre, y por lo tanto universal, la patria es un cariño, pero no un límite. La cultura comunicativa posee el encanto inevitable de la luz, para sustraerse al cual no hay otro método que arrancarse los ojos. Entonces resulta que por eludir el dominio de la luz, adoptamos la esclavitud de la sombra.

Aquel don de universalidad fué la grande aspiración del Renacimiento. Pero esta resurrección pagana no podía concebirlo de igual modo que el cristianismo medioeval al cual Leonardo históricamente pertenecía. La universalidad cristiana o catolicismo, definíase por la sumisión a un mismo dogma irracional o absurdo, según la propia razón teológica: credo, quia absurdum, y por la resignación de los humanos dolores en el consuelo supra terrenal del amor divino. El Renacimiento volvió al concepto pagano de humanidad que Leonardo encerraría en estas palabras sublimes: «cuanto más se conoce, más se ama», y de consiguiente a estimar sobre todas las cosas el valor del hombre. Aquí está la línea precisa de demarcación con la Edad Media, abstraída mil años en el amor de su dios incognoscible. Y aquí es también donde el divino empieza a ser un precursor. Esto es visible, sobre todo, en su arte predilecta. Mientras los pintores florentinos antecesores y contemporáneos suyos, fueron principalmente decorativos, él era expresivo por excelencia. La belleza humana la localiza en las manos y en el rostro. Así, no se sabe de otros desnudos suyos que el Baco y la Leda hoy perdida, fuera de los niños cuya desnudez expresa el suave candor como la lana del cordero.[3] Toda su prodigiosa inventiva tiende a la exaltación del valor humano. El vuelo mecánico que persigue, la navegación submarina, la investigación de la naturaleza, la mejora de la vida urbana y rural por medio de la arquitectura, de la higiene, de la hidráulica, deben completar al hombre, como ser orgánico defectuoso, por medio de la inteligencia que es su don más perfecto.

Tal cual después ocurriera con los precursores de la Revolución, el enciclopedismo humanitario condújolo, por medio del análisis racionalista, al descreimiento religioso y poco después anticlerical. En su sátira, que ni el hábito monacal perdona por antiestético, en su acerba crítica contra los abusos de la iglesia romana, en su despreocupación escéptica, siéntense la verba de Erasmo, la indignación de Lutero, el positivismo audaz de los filósofos naturales que perseguían la construcción del homúnculo y proclamaban la unidad de la materia. El criterio experimental de las ciencias naturales excluye el milagro. En la obra artística de Leonardo el milagro no existe. Antes bien, el ángel que acompaña a la Virgen de las Rocas, está visiblemente inspirado en la concepción herética que Botticelli expresara reiteradamente con los suyos. Falta, asimismo, la consabida Pietá con sus desgarramientos inconsolables; y el triunfo de belleza patente en sus Marías, si algo recuerda es el materialismo de Perugino, amigo suyo, por lo demás, como el no menos pagano y descreído Sandro. El valor humano es lo que prepondera; y al destino individual del hombre, determinado por su propio modo de ser, deben subordinarse la moral y las instituciones. En otros términos: cada hombre debe ser el autor de su moral y de su ley. La gloria suprema de la humanidad es el hombre libre.

Así es como Italia, en la persona de aquel precursor, renacía al ideal pagano, es decir, a la grandeza de Roma. Al hombre dueño de sí mismo, no le cuadran ya dueños; y sólo formadas por hombres así viven las patrias sin amo.

Todo en aquél, desde el nacimiento irregular, proclama el triunfo de la vida dichosa, que es la libertad gozada un instante, como el presidiario iluso con la fuga del ave que ve pasar. Nacido de los amores de un notario de aldea con una muchacha rústica, en el poblacho montañés cuyo nombre lleva, la nobleza de su carácter, de su palabra y de su actitud, es en su persona el mismo don nativo que la discreción transparente en el alabastro. Monta, nada y esgrime a la perfección como los duques de los castillos. Su conversación es más artística que su propia pintura. La vida es bella en él, como si ya se predestinara a ser por él embellecida. Este éxito nativo es de suyo una rebelión. El dios de los cristianos nace en un pesebre pero es de sangre real. La Edad Media estará dominada por esa preocupación de la corona. He ahí uno que es lugareño y bastardo, y que ha nacido para la sociedad de los reyes. Realiza el tipo más completo de hombre que se conozca, y viola al nacer la legitimidad. Divergente hasta en los detalles orgánicos, es zurdo y escribe habitualmente de derecha a izquierda con el mismo tipo caligráfico del griego que no sabe. Un día, para enseñarle la música, ponen la lira en sus manos, y antes de la tercera lección toca ya la lira. Enuncia cosas de matemáticas, como el principio de las velocidades virtuales para cuya demostración no tienen recursos las matemáticas de su tiempo. Los fragmentos de su pintura inician escuelas que son glorias de las naciones. Las gentes tiénenlo por mago y seguramente es adivino. Las notas de sus cuadernos, echadas al azar, formulan principios eternos de arte, de ciencia y de filosofía. Sabe más de lo que debe humanamente saber, sin notarlo él mismo.

Vais a decirme ciertamente: es el genio; pero más me interesa que saquéis otra conclusión: el genio es el prototipo del hombre libre u hombre universal que ya va llegando...

Tengo postulado en mi historia de Sarmiento que la aparición del genio en un país certifica la aptitud de este último para triunfar en la vida. Advertid ahora por qué durante la guerra gigantesca, los creyentes de Leonardo creíamos en el triunfo de Italia. Por qué ahora la glorificamos bajo su advocación.

Pero en otra cosa aún se le parecía, y era en la belleza natural que, heredada del paganismo tras los milenarios puestos por éste al cultivo de la planta humana, la raza itálica conserva arraigada tan profundamente en aquella proseguida eternidad.

Leonardo, y esto es decirlo todo, constituía un espectáculo de Florencia. Para representárnoslo, precisaremos reconstruir mentalmente la calle medioeval con la viva pintura de sus casas en que se gloriaban el azul, el bermellón y el oro, repetidos por los trajes correspondientes y constituyendo una armonía total cuya negación define el neutro gris de nuestras predilecciones, vacilante entre el frío orgullo del mármol y el negro ceremonioso que impuso el despotismo en la lúgubre persona de Felipe II.

Era de verlo con su traje peculiar, pues él mismo se había hecho su moda, gallardeando la antojadiza montera y el rosado blusón, para mejor resalto de los ojos suavísimos, la nariz escultural, la melena precozmente encanecida y las barbas fluviales, como si la palabra armoniosa

LEONARDO DA VINCI

se le estuviera visiblemente deshojando en una mansedumbre de lirios pensativos; las manos lentas y corteses, en un ademán que ennoblecía la pausa filosófica; sobresaliente el garbo con aquel desembarazo esbelto de los pinos natales; arrogante el paso y como blandido por la fibra del jarrete montañés; único por el tipo que humana y divinamente generalizaba la luz intelectual; fuerte hasta lo asombroso con aquel vigor que partía la herradura de un potro paduano entre los dedos formidables, y hermoso como el libre amor del cual había nacido.



III


Leonardo, figliuolo della sperienza.


Por el hombre y por la vida a la cual elogiara con verdad: chi non ama la vita, non la merita, dominó como el águila que dijimos, el campo del conocimiento. Mas, según ocurre con todos los genios, su verdadera estima correspondería a la posteridad de la cual son contemporáneos por lo inmortales. Para los suyos, aquellas invenciones y ocurrencias con que se les acercaba el prodigio, fueron locuras brillantes o sospechosas de brujería. Aparentan creer más en su pintura que en sus matemáticas. Pero viene Cantor, el gran historiador de estas ciencias en el siglo XIX, y reconoce a Leonardo como uno de los gigantes que en el siglo XV las renovaron.

He mencionado ya su enunciación del principio de las velocidades virtuales, imposible como ocurrencia al azar, porque es de apariencia absurda. La colaboración con su amigo el franciscano Paccioli encamínalo a la concepción matemática del universo con tal amplitud, que así afirmará antes de Copérnico, la inmovilidad del sol respecto a la tierra, como verá en el pájaro un strumento operante per legge matematica. Es uno de los inventores de la geometría descriptiva, y del más sencillo aparato que exista en este arte para determinar las leyes de la perspectiva por el centro de proyección. Descubre el de gravedad de la pirámide y la descripción de la elipse por el movimiento del plano, o giro en óvalo de que resulta la llamada suspensión de Cardan. Fija los principios de la cámara oscura e inicia la teoría de los colores complementarios que Chevreul formula casi cuatro siglos después. Percibe las primeras leyes de la mineralogía en la generación de los poliedros, y los moluscos fósiles revélanle la geología neptuniana. La hidrostática y la hidráulica, la óptica y la química, la ingeniería sanitaria, la construcción, la navegación, la artillería, la poliorcética, la mecánica, la acústica, son de sus dominios. Y en todos ellos, no solamente especula, sino que inventa.

Ya transforma aquellos pantanos en prados útiles, o deriva y canaliza ese río; ya discurre el buque de ruedas como el salvavidas, el paracaídas como el aeroplano; y trépanos para buscar las aguas subterráneas, y telares para la seda, el lino, la lana y el cáñamo; y grúas, y laminadores, y sierras, y lámparas de doble tiraje, y ejes y cojinetes de rozamiento mínimo, y cañones de cargar por la recámara.

Pero aquí entramos nuevamente en el dominio de las anticipaciones prodigiosas.

Enumerando a Ludovico el Moro las cosas que sabe hacer, le dice: «Puedo construir carros cubiertos, seguros e indestructibles, que llevando artillería y penetrando por las filas contrarias romperán las tropas más sólidas». He ahí el tanque de las recientes batallas. Sostiene que ha descubierto la navegación submarina, o, si se quiere, la escafandra del buzo, pero que no lo publica «por maldad de los hombres que de ello se servirían para asesinar en el fondo de los mares, abriendo los navíos y sumergiéndolos con su tripulación». Estudia el aeroplano hasta concebírlo enteramente parecido a algunos de nuestros primeros aviones, salvo el motor en que el misterio del vuelo se le escapa. En cambio, ha llegado a formar de cierta cera pájaros que echa a volar por el aire.

Pues todo aquello lo lleva, artista supremo como es, a la trascendencia de las formas naturales por el camino de la belleza.

Las bombardas que proyecta han de ser, además de útiles, hermosas. La hidráulica le inspira consideraciones filosóficas sobre la fuga del tiempo, como a Virgilio el multiplicio de los ganados. Las flores que dibuja como botánico, parecen vivas por lo bien que las entendió como esteta. Aplicando probablemente las llamadas «series de Fibonacci,» su matemático tocayo del siglo XIII (Leonardo de Pisa), descubre la filotaxis o ley de distribución de las hojas en las plantas, que sólo cuatrocientos años después completaría el botánico Schimper. Estudiando los remolinos del polvo y del agua y la disposición de las nubes, da con la trascendencia de la línea espiral, que está igualmente en la filotaxis, y cuyo desarrollo contiene la descripción primordial del movimiento y el origen de la forma. Artísticamente emplea el caracol del amonites en el peinado decorativo y en el adorno de tal cual yelmo que coronan sus cabezas de estudio, y aplica esa forma primordial a la ideación de un eje ascendente. La profundidad de sus estudios anatómicos en los diversos órdenes de la zoología puede inferirse por este detalle magistral: Leonardo fué el primero que propuso la división de los animales en vertebrados e invertebrados. Otra vez, reflexionando sobre la propagación de los sonidos, anticipa nuestra teoría ondulatoria, en la cual comprende ya el magnetismo y hasta el pensamiento humano, y músico profundo, inventa una lira de plata que ha cincelado en forma de cabeza equina, arrancándole una maravillosa sonoridad.

Pero ¿cómo resumir, siquiera bajo la forma de un triste catálogo, aquellas sus siete mil páginas que dijéranse los fragmentos de un astro estallado en luz sobre el vértigo de las órbitas dispersas...?

Señores:

Cuando Francisco I vencedor en Marígnan entró a Pavía, Leonardo, a quien encargaran la organízación de las fiestas consiguientes, construyó un león automático que llegó andando ante el trono, donde se le abrió el pecho para derramar a los pies del rey un raudal de lirios de Francia. Si dominado por la inmensidad de mi tarea llega a pasarme lo de aquel león, os ruego que no veais sino perdonables lirios de humildad y de buena fe en la transfixión de mi pecho abierto.


IV


Qui si convien usare un poco d'arte.
Dante. Purgatorio X, 10.


Pero, sobre todas las cosas, Leonardo fué el artista. No temáis que incurra en la demasía de otro juicio literario sobre la obra pictórica en que puso lo más fino de su amor a la belleza y a la vida. No os diré sobre esto sino tres o cuatro cosas que considero importantes. Y es la primera que el cuadro perspectivo de Leonardo, no intenta, según había sucedido hasta él, traernos el paisaje o la figura como nacidos en la tela, sino abrirnos una ventana sobre la figura o sobre el paisaje. Y no existiendo en esa abertura realidad material, tiene que ser una puerta del alma. La segunda cosa es, pues de la anterior se deriva, que en el cuadro leonardesco la luz vale más que el color. Este ha podido ennegrecerse, mientras la impresión luminar persiste, y aun adquiere una penetración más misteriosa, como cuando naturalmente se disuelve en la translucidez de uva azul que trae la noche. La tercera cosa es la expresión, definida con mayor agudeza por la sonrisa. Este gesto encuéntrase ya en las vírgenes del siglo XIV, y Leonardo tomólo sin duda del femenino que pintaba su maestro Verrocchio, así como ciertos rasgos decorativos de escultura orfebrada; pero él le puso la complejidad inquietante que nosotros llamaríamos sugestión pasional, transformando la sonrisa, de rasgo inocente, en coquetería suspicaz y peligrosa. La sonrisa de la Gioconda es toda la mujer. Y la cuarta y última cosa es el concepto intelectual de perfección que imprime a toda aquella obra la melancolia de lo inconcluso. Porque en esto, digámoslo sin reticencia, Leonardo se equivocó. El arte es instinto antes que inteligencia; y en la pintura, color antes que luz, revelación del espíritu por la belleza de la materia. Al revés del procedimiento leonardesco que busca en la belleza la traducción subjetiva de la verdad, toda belleza enuncia una verdad directamente. Así, ese afán de perfección, de perspectiva sublime y trascendental más allá del arte, es una tentativa de semidiós, pero revela en lo inconcluso de la realización el aletazo de un numen caído.

Con todo, aquellas obras son como otros tantos asteroides sembradores de luz.

De esa carnación salen el Correggio y el Giorgione. En aquella furia de jinetes que luchan está el ímpetu de Rubens. En ese clarobscuro de la Virgen de las Rocas, flotando de aquel azul montañés que marida la peña al abeto en las gargantas del Albano natal, vibra la negra luz de Rembrandí. Y el discipulado ilustre se reparte por filiación la gracia de las Marías y de los ángeles para Luíni, la delicada fuerza de la Monaca y del Orefice para Boltraffio, la delicia satánica y, por lo mismo, angélica del San Juan para los Sebastianes efébicos del Sodoma.

Y todavía las invenciones: con la Batalla de Anghiari, Leonardo crea la moderna pintura de batallas. Eleva el paisaje a su dignidad actual, en el famoso apóstrofe a Botticelli que lo desdeñaba. Y pone uno que parece soñado en un encanto de niebla azul y de música, como fondo al retrato de la Gioconda, dándole por horizonte la línea de los ojos de la enigmática mujer. Que de tal suerte, en todo y para todos, es el iniciador a cuya influencia no escapará la misma titánica ojeriza de Miguel Angel. Así el Tratado de la Pintura, sin mengua del rigor técnico, es como la selva encantada en que la Bella del cuento duerme. La luz y la sombra os revelan a cada instante un misterio sutil; y con inesperado asombro, vuestra alma, inerte hasta entonces, descubre su propia índole musical en el murmullo de los pinos.


V


La gentilezza del morir comprende.
Leopardi. Amore e Morte.


Viene ahora la página de la bondad que será la última.

Pues claro está que la revelación del alma hermosa en el arte, del alma valerosa en el trabajo gigantesco, y del alma generosa en la insaciada aspiración al infinito, comunica la certidumbre del alma buena.

Hay sobre esto un rasgo que como nada la define: Leonardo solía ir se por los mercados y ferias para comprar los pájaros enjaulados con el objeto de darles la libertad. Es él quien introduce en la pintura, bajo la advocación del niño divino, la vida graciosa del niño humano. Su generosidad para con los amigos era sin límites. Su menosprecio de la fortuna, completo. Llámala hijastra de su creador, que no hija ilustre como la ciencia. Solamente amor de mujer, que tal nombre mereciera, no se le conoció ninguno. Pero aquel apotegma suyo de que el mucho conocer es razón para mucho amar, conceptuaba la fidelidad con nobleza. Quizá era tan distinto por haber venido de algún mundo feliz, donde el alma que nos revela aquella sonrisa impar, lo estaria esperando.

Su consejo era fácil como el agua que corre al aire libre: es decir, azaroso por la pendiente y los guijarros que la hacen cantar, si ordenado por la dirección decursiva. Así, nada más absurdo que la ínvención de aquella ACADEMIA VINCIANA en que Leonardo habría sístematizado bajo formas canónicas su enseñanza libérrima, para la cual la inspiración era una deidad, conforme lo dice en la Apología de la Pintura. Leonardo académico, es, hasta hoy, un contrasentido. Y no de otra suerte lo cometiera el insensato que buscara el mar en la oquedad rumorosa del caracol vacío...

Es por último perfecta su franqueza. Así, en el retrato de la mujer hermosa, que él mismo llama «retrato de amor», reconoce la sensualidad atractiva y la pondera como un mérito, sin la más mínina alarma de su salud viril. Que el arte y la vida sólo engendran en el placer, no en la mengua de los dogmas negativos.

y aquel buen amor de la vida prepáralo a la dulce conformidad de la muerte. La frase con que lo dice parece tomada de Marco Aurelio:

«Así como tras un día bien empleado es grato dormir, la vida bien usada lleva a morir contento».

Su trance, para decirlo como los teólogos, fué una dormición. Falleció en brazos de amigo, si no de rey, como lo narra la incierta crónica. Pues Francisco I admirábalo bastante para haber corrido a ofrecerle de apoyo final su pecho caballeresco. Ya le había dado el respeto de la gloria; la influencia que aquella corte sufrió hasta en la moda, ocupación celosísima de los palaciegos; la regia pensión equivalente a treinta y cinco mil liras anuales, que ningún pueblo soberano le habría puesto, ya que no basta poseer la soberanía para portarse como rey; el noble disimulo ante la impotencia en que cayera su mano paralítica.

Precursor, una vez más, Leonardo anticipaba con su muerte en tierra francesa la unidad latina que acaban de consumar jornadas históricas. Así como el Valois fué digno de él—y ello sea para la gloria del Valois—los héroes de Reims y del Chernindes-Darnes han sido dignos de Francia. Allá fueron a abrirse el pecho como aquel león, para derramar en su sangre los lirios rojos de Florencia.

Y he aquí que yo mismo con estas páginas pretendo ofrecer otra patria en la inmortalidad a aquel divino caminador de la vida errante. Quiero que nos traiga su lección de individualismo y de belleza, su ejemplo ultrafronterizo de la perfecta libertad. Aquí puede venir sin extrañeza a gozar de la vida magnifica que engendra el sudor laborioso de la itálica gente reventando en oro de trigo sobre los campos; a pisar sin desconfianza la tierra que hicieron suya para la eternidad aquellos compatriotas muertos en ella como arraigándola mejor con sus propios huesos; a beber el mismo vino de las cepas ilustres que retoñaron.

Hay una obra más bella y más difícil que la de hacernos patria para nosotros mismos, y es la de hacerla para los hombres del mundo como lo cantó el Himno y lo sancionó la Constitución: la patria que, precisamente, quisiera Leonardo habitar. Por eso el elogio de este grande parecióme también obra patriótica de las mismas con que tengo celebrados a nuestros héroes y nuestras cosas dignas; no alcanzando yo a entender cómo el país que tiene de emblema al sol negaría, concentrándose a semejanza de las cuevas en solitaria obscuridad, aquel signo de su confianza venturosa. Antes que Michelet, con su frase lapidaria, definiera a la patria como una grande amistad, las manos unidas del escudo habíanlo expresado con su simbolo de concordia.


Señores:

Donde fué la tumba de Leonardo, que Arsenio Houssaye creyó haber descubierto en 1863, hay ahora un cerezo floreciente. Dijérase una delicadeza del destino hacia aquel que tanto amó las armonías de la vida, y seguro es que él habríalo elegido para darse en la misma tumba la ilusión postrera de florecer.

Alcese sobre vuestra fatiga el árbol generoso que me asegure las flores del galardón. Pues también mi labor fué dura—puedo decirlo—y acreedora sin vanagloria a aquella misma caridad que hace el cerezo gentil a la memoria de Leonardo.


(Tomada de La Nación, Buenos Aires).


  1. Inferno, IV, 15.
  2. Inferno, XXXIII, 80.
  3. No cuento, naturalmente, aquellos estudios destinados a ilustrar los capítulos de la Proporción, la Anatomía y el Movimiento en el Tratado de la Pintura. Con todo, de las 140 figuras que contiene la edición francesa de Péladan, sólo 18 están desnudas. No hay más que 5 artículos para el desnudo entre los 800 de la misma edición.