Ensayos de crítica histórica y literaria/El Conde-duque de Olivares

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Olivares.


S

i grato es evocar el recuerdo de las pasadas grandezas y halagüeño para el orgullo nacional referir las felices jornadas de los días en que dictaba el capricho español leyes al Universo, es doloroso, por el contrarié, fijar los ojos en los tristísimos años de nuestra decadencia; pero como tal vez la adversidad suministra más saludables lecciones que la fortuna, más provechoso juzgo el estudio de la ruina que el de los esplendores de España y más copioso manantial de enseñanzas imagino que surge de la rota de Rocroy que del

triunfo de Pavía.

Muéveme, por otra parte, á meditar sobre el para nosotros calamitoso siglo XVII, la simpatía que me inspira el maltratado nieto de Felipe II y el sentimiento de protesta que en mi espíritu despiertan la ligereza y la injusticia con que es por lo común tratado el Conde de Olivares, hijo del Embajador de Su Católica Majestad en la Corte Pontificia y que, nacido en Roma y Paje en los comienzos de su vida del rey Don Felipe IV, había de llegar, andando el tiempo, á regir los destinos del poderoso Imperio español.

D. Gaspar de Guzmán, segundogénito hijo del Conde de Olivares y poseedor de tan ilustre título á la muerte de su padre, á quien precedió al sepulcro el primogénito D. Jerónimo, fué en los días de la privanza agraciado por su amo con los Estados de Sanlúcar la Mayor, cuyo dominio ostentó unido á la dignidad ducal, de donde proviene el nombre abreviado de Conde Duque con que es conocido en la Historia. Los fracasos de la conducta política de este rico hombre corren parejas con las desgracias de su vida postuma. Tuvo para vivir y morir inoportunidad indudable. Si en vida y al abatir la frente la gran Monarquía española agobiada por el peso de la más opulenta Corona que contemplaron los siglos, concédele su mala estrella el nada envidiable privilegio de gobernar la nación, á su muerte se desploma el ya cuarteado edificio de la grandeza hispana y llueven sobre su tumba, en vez de lauros, apasionadas inculpaciones. Sucede á la familia austríaca la borbónica en el vacilante Solio de la magnánima Isabel y la adulación dicta á los escritores del siglo XVIII páginas en que palpita irreflexivo encono contra el desdichado Valido.

Juzgar á un gobernante por el número de sus éxitos puede á veces ser ocasión de gravísimos errores; atribuir á sus torpezas el desarrollo de sucesos de los cuales fueron á lo más ocasión, engaño lamentable; considerar disposiciones ineludibles ó fortuitas como causa de luctuosas catástrofes, desconocer en absoluto las profundas leyes por que se rige la Historia. He aquí el verdadero origen de los yerros cometidos al juzgar al Conde-Duque.

Atiéndese sólo á que en su tiempo amengua por doquiera el poderío español y se desmorona la inmensa Monarquía de los Reyes Católicos, y achácase exclusivamente á Olivares la causa de tanta desdicha, como si la suerte de las naciones dependiera tan sólo de la buena estrella de un general ó de un ministro. Fuerza es que ahondemos algo más en el estudio del estado moral y material en que se hallaba entonces nuestra patria, si hemos de inquirir con algún éxito las causas de nuestras rotas continuas. Busquemos en el Conde Duque la ocasión en último caso; pero al exigir responsabilidades, repartamos con cierto espíritu de equidad los reproches. Échese de menos en el favorito de Felipe IV la energía de Cisneros ó la perspicacia de Don Fernando el Católico; mas no se le culpe porque el marqués de Caracena no emulase las glorias del de Pescara, ó porque no fuese la de Meló la espada del Gran Capitán.

Nada más ajeno á mi propósito que vindicar aquí á D. Gaspar de Guzmán de actos que no supieron impedir el levantamiento de Cataluña y aceleraron en cambio el desprendimiento de Portugal, tristísimo suceso que el historiador debe contemplar con más dolor que sorpresa, si desapasionadamente examina la excesiva lenidad de la conducta de Felipe II al anexionar el Portugal á sus dominios patrimoniales. Nada más lejos de mi intención que presentar á Olivares como dechado de estadistas ó como hombre de talento suficientemente disciplinado, gracias á una educación sabia, para salir airoso de los empeños de amor propio que eran en aquellos días los númenes de la desastrosa política menos nacional que dinástica, seguida con tesón por el augusto nieto del coronado asceta del Escorial. El fin principal de estas líneas es establecer la división conveniente entre la figura del gobernante y el tipo moral del hombre que convergen en la persona del Conde Duque; aquilatar qué parte tuvieron en sus equivocaciones las dotes de su carácter y cuál cabe asignar á los defectos procedentes de la falta de una buena escuela política en que aprender los rudimentos del difícil arte de gobernar; dejar á salvo, en suma, al hombre privado de las acusaciones dirigidas al hombre público, llevando al espíritu de los lectores el convencimiento de que, no porque las determinaciones de Olivares fuesen con harta frecuencia de funestos resultados para el porvenir de España, cabe juzgar la intención del favorito con la misma severidad con que es lícito calificar sus actos.

La primera acusación de que se hace blanco al Conde Duque es la relativa á la anulación del poderío de las Cortes del Reino, iniciada ya por Carlos V y Felipe II y totalmente con sumada hacia los tristes días del Rey Poeta.

No cabe duda en que éste rehuyó cuanto pudo el convocar Cortes, así en Castilla como en Aragón, y en que Olivares contribuyó cuanto pudo á ahogar la voz de los tres Estados en cuanto atañe á la política exterior del Reino. La resistencia de los Procuradores á votar los impuestos que hacían necesarios las incesantes guerras ponía pavor en el ánimo del Primer Ministro, que achacaba toda actitud hostil á su política, más que á un certero instinto nacional, á cobarde egoísmo en la gente de llana condición, á mansedumbre hipócrita en el Clero y á envidia de su posición preeminente en la Nobleza. Verdad es que ni la Nobleza ni el Clero se opusieron gran cosa á la perenne y ruinosa intervención de España en todos los negocios europeos, llevados los Nobles del engreimiento que heredaran de sus padres y abuelos, para quienes la calidad de español era tanto como la de ciudadano romano para los numerosos subditos de Augusto, y convencidos los Monjes y Prelados del papel importante que á nuestra nación designara la Providencia en la defensa de la entonces combatida pujanza del Catolicismo. Hasta tal punto obispos, frailes y magnates consideraban cuestión de honor para España el mantener su influencia en Flandes, en Italia, en Alemania y en el mundo entero, que en el fondo veían con buenos ojos la obstinación con que derrochábamos en aras del esplendor de la casa de Austria, la plata de Méjico y el oro del Perú. Puede decirse, por lo tanto, que Olivares había adoptado en política una orientación aplaudida ó cuando menos aprobada por las clases más influyentes de la nación, entre las cuales, si tenía enemigos el Valido, era más por los favores que éste alcanzara de la Real Persona que no por los ambiciosos proyectos que él forjara para la dirección de los públicos negocios. Es muy fácil para los hijos de nuestro siglo, cuando ya nos hemos alejado suficientemente del cuadro que presentaba España hace cerca de tres centurias, discernir con claridad la situación en que entonces se encontraban las diversas partes integrantes de la vida nacional. Fácil nos es ahora, aleccionados por la experiencia, ver el enorme error cometido al cerrar las orejas á los prudentes consejos prodigados en el testamento de Isabel la Católica, y justipreciar los verdaderos recursos con que contaba nuestro país en el siglo XVII para mantener la jerarquía internacional á que hubo de elevarla el genio de Don Fernando II de Aragón. Pero los hombres llamados á regir los destinos españoles en tiempo de los dos últimos Austrias no se hallaban en situación tan ventajosa para formular un claro juicio acerca de lo que á España convenía y solamente un genio, calidad que nadie será osado á atribuir á Olivares, hubiera podido des- entenderse de las preocupaciones del orgullo español y de las falsas creencias sobre la misión catequizadora de nuestra raza que aprendían todos los hidalgos castellanos desde los primeros balbuceos de la cuna.

El estado llano era en virtud de lo dicho, quien principalmente hubiera podido fiscalizar los actos del Gobierno, sobre todo en Aragón, Valencia y Cataluña, pues el de Castilla, por su mayor proximidad al poder absorbente de la Realeza y por la afición á las aventuras ultraocéanicas despertadas después del descubrimiento de Colón y de las hazañas de Cortés y de Pizarro, había perdido mucha de la energía de los días de la Edad Media y se había contaminado más que en los otros Reinos del desvanecimiento de las clases nobles, en cuyo sentir éramos los españoles seres de una especie superior á la del resto del linaje humano y que, por nuestras proezas en defensa y propagación de la fe verdadera, habíamos llegado al límite de la perfectibilidad que pueden alcanzar los mortales. El buen sentido de los Procuradores que enviaban á sus Cortes los antiguos Reinos de Jaime el Conquistador era, pues, en realidad el único serio obstáculo que de continuo se oponía á los designios del poder central; y el Conde Duque veía en las franquicias y privilegios tradicionales de aquellos pueblos la más formidable cortapisa al desenvolvimiento de sus atrevidos planes.

El contraste que la firmeza de catalanes, aragoneses y navarros ofrecía en las Cortes con la docilidad de los castellanos, hicieron creer á Olivares en la eficacia de una centralización del Poder é indujérondole á escribir al Rey, su amo, en razonada Memoria lo siguiente: Tenga V. M. por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, Señor, que no se contente V. M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto, por reducir estos Reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, que si V. M. lo alcanza, sera el príncipe más poderoso del mundo. No podía imaginar Olivares que los plebeyos de los Reinos de Levante pudieran tener más tino en el examen de las conveniencias de la Patria que los proceres que pululaban á su alrededor en Palacio y que las gentes humildes de Castilla, sin comprender que si éstas no ponían cual sus vecinas de Aragón el grito en el cielo, era porque arruinadas por la expulsión de los Moriscos, abandonaban el país natal y partían para el Nuevo Mundo en busca de mejor fortuna.

No podía ni quería avenirse Olivares á soportar las moderadas pero valientes propuestas de pueblos industriosos y tenaces que formaban parte de la Monarquía española, y arrastrado por el engreimiento común á todas las gentes de su laya, infirió agravios sobre agravios á la gente del Condado barcelonés y provocó el formidable levantamiento que, alentado y favorecido por Richelieu, dio garantías de éxito al que ya en Portugal amagara y atrajo sobre el territorio español todas las calamidades de la guerra.

A faltas del Conde Duque es forzoso atribuir ambas insurrecciones, aunque también la justicia obligue á reconocer que si la política de Carlos I hubiese sido más nacional, la de Felipe II menos intransigente é indecisa y la de Felipe III más prudente, moral y económica, acaso no se hubiese visto precisado Olivares á apurar, cual lo hizo, la paciencia de catalanes y lusitanos.

Era por lo demás, indefectible la falta de tacto de que dio muestras D. Gaspar de Guzmán en el Gobierno interior de la Monarquía, si se mira á la vanagloria é inexperiencia de que se hallaba poseído á causa de la descuidada educación de sus primeros años.

Achaque propio á la juventud criada en las antecámaras de Palacio tenía que ser el menosprecio de la opinión popular y la fe ciega en la omnipotencia de quien gozase de los favores del Monarca. Familiarizado con la adulación á que debe su encumbramiento, hábil en las intrigas cortesanas, merced á las cuales logra deshacerse de sus adversarios, estimulado por los manejos de Lerma á quien en la infancia se acostumbró á mirar como un semidiós, halagado por las lisonjas de sus satélites y falsamente instruido acerca de los verdaderos medios de que disponía España para mantener sus prestigios en el mundo, es Olivares, colocado en la flor de la edad en el puesto más culminante de la gran Monarquía española, algo así como un niño mimado por la Fortuna á quien lecciones de maestros poco escrupulosos dieron engañosa idea de su grandeza y extirparon de su carácter imaginativo, superficial y orgulloso la virtud más necesaria al estadista: la prudencia.

La falta de cualidad tan eminente llevóle á acariciar ensueños que fueran locos aun engendrados en el cerebro de Carlos V, y á provocar el encono de las masas populares que vieron alarmadas la propensión del Valido á atropellar las más caras tradiciones de los heterogéneos elementos que constituían la nación española en los días de Felipe IV.

Error evidente fué aquel en que incurrió el Conde Duque al atribuir las causas de la debilidad de España á la heterogénea constitución de los diferentes Reinos de la Península. No supo ver Olivares los grandes daños que acarrea á la prosperidad de los pueblos el desconocimiento y el olvido por parte del gobernante, de sus seculares costumbres, y creyó que era posible robustecer el Estado español entorpeciendo la autónoma vida de sus diversas comarcas, sin comprender que el poner coto á las iniciativas regionales equivalía á arrojar el germen de la debilidad en los antes activos y florecientes Reinos peninsulares.

No era lícito, no, sospechar en aquellos tiempos tendencia alguna separatista en los Estados de la Monarquía española. Siete siglos de lucha contra un tenaz y formidable enemigo habían afirmado de sobra los más hondos sentimientos de solidaridad entre ellos, aumentados por los laureles conquistados de consuno aquende y allende el Océano y jamás desmentidos hasta que el desvanecimiento del Conde Duque suscitó el levantamiento de Cataluña.

Si las Cortes de los Estados de la antigua Corona de Aragón contradijeron los planes del Privado, no parece justo atribuir semejante actitud á emancipadores anhelos, pues en tal caso ya hubiera podido antes acusarse de idéntica propensión al Reino castellano, cuando se negó varias veces á votar los recursos que solicitara el emperador Don Carlos. Si las empresas para las cuales pedía el Conde Duque recursos económicos hubiesen sido tan nacionales cual las que agotaban las iniciativas de los Reyes cristianos en el período de la Reconquista, seguramente habrían respondido con abnegación las Cortes de Aragón y Cataluña á los apuros del Erario, y no hubieran negado al Gobierno la ayuda de sus hijos en la guerra con el extranjero, cual no la rehusaron después á la Regencia de Cádiz en los épicos años de Gerona y Zaragoza.

Procedió por lo tanto Olivares equivocadamente al extremar las medidas encaminadas á sofocar la vida autónoma de las diversas comarcas españolas; pero procedió de buena fe, partiendo de falsas premisas, no fruto del estudio directo de la realidad, sino hijas de los prejuicios que embargaban los ánimos de cuantos personajes intervinieron entonces en el manejo de la cosa pública.

Si el Conde Duque hubiera sido un hombre de genio, ni en la Memoria citada más arriba ni en el discurso que, reciente la liberación de Fuenterrabía, pronunciara en las Cortes de 1837 ni en las páginas del Nicandro, manifiesto escrito bajo la inspiración del Favorito á poco de su caída, hubiéranse atribuido los males de la Monarquía á los diversos usos de las regiones que la integraban y habríase por el contrario, execrado la estéril política eminentemente dinástica que siguieran, dóciles á los dictados del amor propio ó del orgullo de familia, los Reyes de la Casa de Austria.

Otra de las acusaciones que pesan sobre la memoria de Olivares es la de haber ayudado eficazmente ó visto por lo menos impasible el desarrollo de la intolerancia religiosa que, valiéndose del ominoso instrumento del Santo Oficio, fué causa de la postración de España y del lamentable atraso cuyas consecuencias sufrimos todavía.

Cabe disculpar á Olivares de la aquiescencia con que dejó que la Inquisición funcionara durante el período de su mando cual había funcionado en el transcurso de todo el siglo XVI. Para el hombre del día que no sepa trasladar su espíritu al tiempo de Felipe IV, la conducta de este Monarca y la de sus ministros serán dignas del mayor vituperio; pero para el historiador imparcial que recuerde la rudeza de las costumbres de aquella época y que no eche en olvido que esa anatematizada intolerancia no se ejerció por Calvino menos rigurosamente que por Felipe II y no causó más víctimas en la católica España que en la protestante Inglaterra, no es admisible el lugar común de culpar al fanatismo católico de la atrofia de las energías físicas é intelectuales del pueblo español.

Es cómodo ciertamente inquirir de modo tan superficial los orígenes de la decadencia nuestra y tentador resolver con cuatro vivas á la libertad y alguna invectiva contra la santa Iglesia el arduo problema de la pérdida de nuestra preponderancia en Europa; pero quien no fuere indiferente á los dictados de una conciencia honrada, no puede contentarse con inspirar el propio fallo en los parcialísimos dictados del juicio ajeno.

Precisamente en el siglo XVII, en el más execrado por los enemigos de la fe católica en cuanto á España se refiere, puede decirse que alcanza su apogeo el intelectualismo español y precisamente en aquel siglo campea la más fecunda y amena libertad en el cultivo de toda especie de disciplinas. Entonces el Teatro español surge en la arena literaria y es el modelo que imitan los franceses para crear el suyo; entonces Góngora desenvuelve con desenfado inaudito las creaciones de su independiente fantasía y da ciento y raya en el arte de sugerir las sensaciones causadas por el Universo visible á cuantos desaforados modernistas escandalizan hoy á las pulcras y atildadas Academias; en aquellos días remotos resuena la carcajada de Quevedo más denodada y luminosa que la hipócrita y sensiblera de Voltaire; por tan mal conocidos años dan alto é insuperable ejemplo de naturalismo los cultivadores de la novela picaresca poniendo en boca de truhanes y corchetes las más licenciosas locuciones; en tan calumniada época, en fin, reflejan alegremente los literatos españoles en páginas inmortales la alegría de la raza, el humor castizo, la resignación jovial con que padecen los desvalidos y los perezosos las contrariedades de la vida, el orgulloso abandono de los hidalgos de gotera, las singulares antítesis de aquella democracia cristiana, cuyos rasgos característicos son tan hondos que aun después de haber sufrido por espacio de dos siglos el deletéreo influjo de la servil imitación de todo lo francés, persisten todavía en los graves rostros y en los austeros talantes de nuestros compatriotas y preservan el alma española del contagio de vitandas doctrinas y de depravadas costumbres.

Manifestóse libremente el pensamiento español, pese á la supuesta tiranía del Santo Oficio, y si este Tribunal ponía el veto á cuanto se opusiese al dogma católico, no eran menos intransigentes los sicarios de Lutero y de Calvino para los ensadores que osaban contradecir sus falsos dogmas. Sin embargo, ciertas aptitudes de la inteligencia humana desplegaron mayor actividad que en nuestra patria en otras naciones menos ortodoxas. No es por lo tanto posible aceptar la intransigencia en materia religiosa como causa de la lentitud con que siguió España las corrientes del progreso. Más racional parece achacar nuestro atraso á peculiares condiciones de nuestro carácter y á ciertos vicios del temperamento español. Por lo que se refiere á la evolución filosófica provocada por la aparición y por el parcial triunfo del principio de libre examen, camino que conduce al racionalismo y á la doctrina atea después de suscitar en Francia la revolución jansenista, claro es que en nuestra Península, dócil á las verdades que preconiza el dogma católico, no podía encontrar terreno abonado para prosperar y propagarse; pero esta circunstancia nada prueba á favor de las excelencias de los dogmas protestantes, ya que el adelanto de las ciencias físicas, experimentales y económicas, base del progreso europeo, es en absoluto independiente de todo sistema religioso y perfectamente compatible con los eternos preceptos enseñados y sostenidos por la Iglesia de Jesucristo.

Veamos, pues, por cuáles motivos no adelantó la nación española al par de otras del continente europeo en todo lo que se refiere á la ciencia crematística. Débese el lamentable estancamiento de nuestra patria en el estudio de tan importante rama de la vida, ante todo al engreimiento de nuestros mayores que, dedicados por espacio de ocho siglos al manejo de las armas de combate, declinaron en las razas judía y mudejar el estudio de la ciencia económica y la práctica de la agricultura, de la industria y del comercio. Como quiera que los españoles consideraban á las razas aludidas como inferiores, reputaban viles las artes y labores que confiaran á sus esfuerzos y miraban con desdén todo aquello que con ellas guardase alguna relación. Expulsados los judíos por los Reyes Católicos, comenzó á observarse la decadencia en las artes manuales y en gran número de industrias, abatióse la pujanza mercantil y pasaron á manos de genoveses, venecianos y flamencos todos los asuntos bancarios, fundamento de la riqueza del Erario público, según las nuevas corrientes de la ciencia económica; porque los españoles ignoraban en absoluto los rudimentos de la táctica hacendística y no mostraban ni aun conatos de aprenderla, en tanto que la propia legislación del país prohibía por indecoroso á los súbditos del rey católico el ejercicio de la usura que de tal modo llenaba las arcas de los rapaces extranjeros establecidos en España.

Envanecidos, además, los españoles por el merecido renombre de que sus ejércitos gozaban y por la fama de ricos que les daban allende el Pirineo los tesoros aportados á los playas peninsulares por los Galeones y por la Flota, vivían con negligencia propia de grandes señores é imaginaban que nunca podría sobrepujar nación alguna la opulencia de su patria mientras la Casa de Contratación de Sevilla se viese repleta de los raros productos de Ultramar.

La abundancia de numerario mal invertido y peor administrado, unida á la benignidad de nuestro clima, que no exige cual en otros países el cotidiano esfuerzo de los moradores para defenderse contra los rigores de la intemperie, contribuyó desgraciadamente á prolongar la desidia de los naturales de la Península y á que no conocieran sino muy tarde cuan copiosa fuente de riqueza es para las naciones la transformación de las materias indígenas por medio de la industria humana y el continuo cambio de lo, vernáculo por lo exótico.

La expulsión de los Moriscos decretada en los tiempos de Felipe III, vino á agravar la precaria situación del Tesoro público, no sólo por la baja sensible de la población, sino por el decaimiento de la Agricultura confiada en los más feraces territorios de la Monarquía á los brazos de los sectarios de Mahoma.

¿Contribuyó por ventura el acendrado fervor religioso de los españoles al deplorable estado en que se vio la nación al mediar el siglo XVII? A mi juicio, bajo ningún concepto. La expulsión de los Judíos fué una medida de discreta política, porque la condición falaz de los hijos de Israel ofrecía grandes peligros para la cohesión de la naciente Monarquía; y la de los Moriscos no obedeció á motivos religiosos sino á requerimientos de la pública opinión, que veía amenazada la integridad del territorio español, no sólo por los ingleses en las costas del Atlántico, sino también en las del Mediterráneo por los corsarios berberiscos, quienes siempre hallaban cómplices y espías en los conversos descendientes del Profeta. Culpemos del éxodo de los Israelitas, más que á los Reyes Católicos, á nuestros antepasados por el desprecio con que miraron el papel que desempeñaran aquéllos en nuestra patria y por no haberse apresurado á substituir con su trabajo patriótico la egoísta labor de los Judíos, deponiendo el orgullo con que gustaban de pasear al sol, mal cubiertas por harapos, las cicatrices de heridas que recibieran en las vegas de Lombardía ó en las dunas de Holanda. Lamentemos, sí, el error por Lerma cometido al arrojar á las costas de África á los restos del pueblo arábigo español, sin ver que era, al adoptar tal medida, más irreparable el daño que traía á nuestro suelo que el peligro que de nuestras costas alejaba; pero lamentemos aún más el espíritu aventurero é indiferente al mañana de los subditos del Rey Católico, que prefirieron la vida relajada del soldado á la menos suelta, pero seguramente más tranquila y provechosa para el bienestar común, del labrador ó del comerciante.

La indisciplina social, de que hubieron de contaminarnos los árabes de los Reinos de Taifas, impulsaba el ánimo de nuestros compatriotas á los azares de la guerra; porque en aquellos tiempos de disciplina menos rígida y sobre todo menos formalista, podía el soldado vagar más á su antojo que el labrador de los campos ó que el artífice de las ciudades. Por otra parte, la ausencia de virtud tan grande como es la perseverancia, inducía á hidalgos y á villanos á jugarse en las lides de Flandes ó de Italia el todo por el todo. Contribuía también eficazmente á tan impremeditadas determinaciones el ejemplo del pariente ó del vecino, ya vuelto de América en posesión de cuantiosa fortuna, ya de regreso de Flandes en posesión de honrosa jerarquía militar.

La precocidad de los frutos que cría la madre tierra en los países meridionales, la prontitud con que en ellos se desarrolla la imaginación y la sensibilidad del ser humano, tal vez á expensas de la reflexión madura, el influjo enervador de un sol brillante, incentivo de los nervios y carga para los músculos onerosa, son accidentes y circunstancias puramente físicas que en gran medida contribuyen á que no medre gran cosa la virtud de la perseverancia en las regiones del Mediodía. En las del Norte, por el contrario, la necesidad ineludible de perseverar en el cultivo de una tierra incapaz de producir nada de una manera espontánea; la precisión no menos inexcusable de procurarse, merced al esfuerzo del brazo, la habitación y el vestido que defiendan contra los rigores del clima; la esquivez del suelo, incapaz de inundar la imaginación de tentadoras quimeras y lo glacial de la atmósfera que no la enciende, hacen al hombre más resignado con su suerte, habitúanle á la labor continua desde sus más tiernos años, marcan tiránicamente el campo de actividad de sus brazos y circunscriben y concretan la esfera de acción de sus facultades pensantes, más propensas por lo tanto á acomodarse á la voluntad del que manda. Explican fácilmente estas inconcusas verdades la ruina á que llegó España en los últimos días del reinado de Carlos II y la prosperidad material que por aquella misma época alcanzaron pueblos menos favorecidos que el nuestro por la Naturaleza y la Fortuna.

Admitidas las anteriores razones psicológicas, físicas é históricas como buenas para explicar la postración de nuestra patria en las últimas décadas de la dinastía austríaca, no será lógico vituperar la conducta del Conde Duque de Olivares en lo que se refiere á sus supuestas excesivas complacencias con la potestad eclesiástica. Católica ó protestante, hubiera la sociedad española de aquellos días adolecido de iguales vicios é incurrido en los mismos errores, con la agravante de que, relajados los principios que reglamentan la vida espiritual por el principio de libre examen, hubiera la crónica indisciplina que agotaba los vigores de la actividad social, extendido su esfera de acción á los dominios de la conciencia, fomentando así los principios disolventes ya arraigados en las almas españolas por virtud del contacto secular con los Agarenos.

Más sensato es, á mi juicio, censurar acerbamente los peculiares defectos de la raza que en la eminente persona del Conde Duque hallan como su cifra y compendio, ya que en esta persona sobresalen la vanidad y la ligereza en las mismas armónicas proporciones que en cualquiera de los valientes hijosdalgos vencedores en Honnecourt ó vencidos en Dunquerque.

Nacido Olivares de noble familia, cuya fortuna no estaba en proporción con lo conspicuo del linaje, fué adscrito aún adolescente en calidad de paje al servicio de Felipe IV, entonces príncipe de Asturias. Su vida en aquel primer período de su carrera estuvo más dedicada á los placeres que al estudio y las nociones que adquiriera el futuro estadista acerca de los problemas de la política europea en las Cámaras de Palacio no podían ciertamente ser muy claras. En la lucha de encrucijadas que se libraba continuamente en los rincones de la real residencia en favor ó en contra del monarca futuro, halló Olivares enemigos y partidarios y su carácter, aunque en el fondo independiente y altanero, no podría por menos de doblegarse en más de una ocasión, bien á instancias del príncipe su amo, bien ante la necesidad de desbaratar conjuras tramadas contra el ascendiente que iba él ganando poco á poco en el espíritu de Don Felipe.

Los hombres que llegan á las cimas del Estado por la rampa resbaladiza de los tapices que alfombran los alcázares, han tenido por fuerza que dejarse en los obstáculos del camino, cuando no la integridad moral y el precioso tesoro de la propia delicadeza, siquiera el claro y elevado punto de vista indispensable para ocuparse en los altos negocios de la política ó la libertad indefectible para proceder en justicia, virtud inmolada acaso en los episodios de la carrera merced á constantes abdicaciones y tolerancias. Por otra parte, el género de vida que agotó los años de la juventud del Conde Duque no era de aquellos que dejan vagar suficiente para reflexionar sobre cosas graves ni de los que ponen al hombre en condiciones de gustar de estudios profundos. Vióse por lo tanto don Gaspar de Guzmán, por efecto de su carácter expansivo, de su viva inteligencia y de los prestigios é influencia de su suegro D. Baltasar de Zúñiga, improvisado Primer Ministro.

Si como yo pienso, es más difícil que escalar un alto puesto desempeñarlo dignamente, no es extraño que el Conde Duque cometiera, á pesar de su rápido encumbramiento, grandes errores en la etapa de su mando; pero habla en pro de sus aptitudes la circunstancia de que esta etapa fuese de longitud considerable.

Vindicado en la medida de lo justo el Conde Duque de las acusaciones que se le han dirigido relativas al Gobierno interior de la Monarquía, veamos hasta qué punto son equitativas cuantas se le dirigen en lo concerniente á su intervención en la política europea. Tres son los mayores fracasos que lloró España en los días del penúltimo rey de la Casa de Austria: la ruptura de la tregua con Holanda, la pérdida de Portugal y del Rosellón y el levantamiento de Cataluña.

No cabe duda en que Olivares, cuya fantasía era tan viva en recursos para conjurar ficticiamente males positivos cual la de los arbitristas para remediar con falaces combinaciones económicas la penuria del Tesoro, intentó improvisar medios de efecto teatral, si no para impedir el rompimiento de las hostilidades en los Países Bajos, ya sobrevenido durante el mando de su suegro y cuando era aún escasa su influencia, al menos para restablecer una paz conveniente y honrosa.

Persuadido de que Inglaterra coadyuvaba solapadamente á los planes de los insurgentes de las Provincias Unidas, estimó desde el primer momento de extraordinaria importancia el ganar la voluntad de aquella Potencia mediante el enlace matrimonial de una Infanta española con el heredero de la Corona de Eduardo el Confesor. Si la diferencia de religión entre los eventuales esposos fué ocasión de la ruptura de las negociaciones, no debe achacarse la frustración del propósito á torpezas del Conde Duque sino á irreductibles diferencias de sentimientos entre la nieta de Felipe II y el hijo del apóstata vastago de María Estuardo. Justo es reconocer que puso Olivares cuanto al alcance de su mano estuvo para el éxito de la empresa y que la futura víctima de Oliverio Cromwell encontró en la Corte de Madrid la cordial y espléndida acogida correspondiente á su regia estirpe.

Verdad es que, aun después de deshecha una boda sobre la cual se fundaban esperanzas tal vez ilusorias, cabía emplear otros procedimientos para conseguir que cesase de correr sin fruto en Flandes la sangre española; pero sobre ser gratuito negar que Olivares empleara el influjo que con su Señor tenía para inclinarle á mostrarse más tolerante con Holanda, no se debe perder de vista cuan doloroso hubiera sido para Felipe IV conformarse á perder sin desnudar la espada todo el patrimonio de su glorioso antecesor Carlos el Temerario. La indignación del Rey ante la rebeldía de los vasallos por un lado, y por otro su conciencia de ferviente católico escandalizada por la contumacia de los Herejes, no eran sentimientos fáciles de sofocar en el corazón del Monarca español; y la tenacidad con que éste se obstinó en proseguir la contienda, aunque funesta para España, según después lo ha comprendido la serenidad de la Historia, es altamente disculpable, no sólo en Felipe sino en los mismos ministros y jefes españoles á cuyo cargo corría por aquel entonces el Gobierno de la Monarquía y el mando de los Ejércitos. Evidente es por demás que si el nieto de Felipe II ó su Privado hubiesen sido genios habrían tenido el valor de sacrificar los prejuicios y de afrontar los vituperios de propios y de extraños en holocuasto á la prosperidad de la patria; pero desgraciadamente no contaba entonces España con ningún hombre superior, ni en lo civil ni en lo militar,

El alzamiento de Cataluña y la pérdida del Rosellón, su natural secuela, son dos baldones del Gobierno del Conde Duque. Poseedor de toda la confianza del Rey y dotado de un carácter sobradamente propenso al engreimiento creíase Olivares en los trances más apurados de su vida pública, el verdadero Monarca é imaginábase, llevado de su natural vanaglorioso, que la envidia de sus personales dotes de estadista arrastraba á los vasallos del Rey Católico á elevar quejas contra los planes que forjaba su Primer Ministro. Confiado en demasía en el poder absoluto del Soberano que por condescendencia del mismo residía en su persona, no podía el Favorito resistir la contradicción y, harto ligero para proferir amenazas, miraba con despectiva suficiencia cuantas contra su autoridad dirigían las vejadas regiones del antiguo Reino de Aragón. Recientes todavía los rigores que usara con los aragoneses Felipe II, hubiera juzgado Olivares indigno de la majestad del nieto de aquel gran rey el someterse á las exigencias de los catalanes y, sordo á los primeros rugidos de la tempestad, vino ésta á sorprenderle en instantes harto críticos, cuando en las comarcas flamencas é italianas ventilaban los viejos tercios con las armas en la mano cuestiones en que iban empeñados el honor de la prole de Rodolfo de Habsburgo y los sagrados intereses de la grey católica.

No se pueden regatear en esta difícil ocasión los aplausos al Conde Duque por el celo con que á partir de la revuelta del día del Corpus de 1640, se esforzó por enviar á la capital del Principado todas las tropas de que le era posible disponer, como tampoco sería justo rehusarle la alabanza por los eficaces medios defensivos de que había sabido un año antes dotar á Fuenterrabía para preservarla de los briosos ataques de los ejércitos de Francia.

En uno y otro momento histórico el Conde Duque, si no acreditó la solidez de sus conocimientos de hombre de Estado, demostró en cambio la fecundidad de su inventiva para improvisar recursos militares y no derrochó menos las particulares rentas del crédito un tanto escaso del Erario público para hacer frente á las más perentorias necesidades de la Nación.

Prudente para precaver conflictos y harto desidioso para corregir abusos, hubiera indudablemente sobrevenido en los días del Conde Duque la ruina total de la Monarquía de España si el temperamento nervioso del Privado no hubiese sido tan enérgico para sacudir la pereza ante los inminentes riesgos como era inclinado al desaliento ante los primeros síntomas del fracaso de sus múltiples é impremeditadas combinaciones políticas.

Tal vez la rebelión de Cataluña hubiera sido más fácilmente sofocada que lo fué á la caída de Olivares, aun sin hacer mayores aprestos marciales que los que entonces se hicieron, si en vez de ocupar el Solio de Don Fernando un Rey burócrata educado en la reciente escuela de Felipe II, hubiese ceñido la doble Corona de Aragón y de Castilla un Monarca aficionado á vestir la cota y á templar el ánimo en el estruendo de las batallas.

Adolecía Felipe IV de los defectos que la imparcialidad obliga á señalar en Felipe II y, cual las incorrecciones físicas de la raza de Habsburgo parecen acentuarse en los últimos vastagos de la augusta familia por efecto de los continuados enlaces entre parientes muy próximos, así también las cualidades morales de Carlos V y de Felipe el Prudente degeneran cuando buenas y adquieren mayor auge cuando malas en el carácter de sus desventurados sucesores.

La dignidad real del César queda en Felipe IV reducida algunas veces á pueril vanagloria, la firmeza de la voluntad á obstinación impolítica y el fervor religioso del vencedor de Mulrbergh aparece transformado en supersticiosa melancolía cuando se apodera del alma enferma de Carlos II.

De la misma manera la prudencia, en más de una ocasión inoportuna que constituye la base del temperamento austero de Felipe II, raya en indecisión y apatía en su nieto que, deslumbrado por la próxima gloria del fundador de El Escorial, no es tan diligente para empuñar el acero como para inundar de apostillas las Memorias á Su Majestad elevadas por los Reales Consejos. ¡Acaso la presencia del Monarca en Barcelona al frente de tropas leales á raíz del asesinato del segundo conde de Santa Coloma D. Dalmau de Queralt, hubiera ganado las voluntades de los insurgentes del Principado, más hostiles en los comienzos de la insurrección al impopular Valido que á la venerada persona del príncipe legítimo.

No implica la censura que á la memoria de Felipe IV envuelve la conjetura precedente, mi absoluta conformidad con las opiniones de más de un escritor esclarecido sobradamente severas, á mi juicio, para con el Rey Poeta. A pesar de los errores que cometiera durante su largo reinado y de su afición á todo linaje de pasatiempos, no dejó de probar Felipe IV en diversas circunstancias su natural despejo ni abandonó tampoco por los placeres cortesanos los supremos intereses del país El Prólogo que él puso á la traducción que hiciera de la Historia de Italia de Giuciardini, nos le presenta como hombre modesto, discretísimo, de nobles inclinaciones, de elevados pensamientos, aficionado al cultivo de las letras, deseoso de instruirse, cono- cedor de lo grave, trascendental y difícil del papel que le había asignado la Providencia, ganoso de emular las glorias de sus predecesores, amante de la justicia, celoso de todo aquello que atañe á su administración recta, solícito por la educación de sus hijos á quienes prodiga consejos en los cuales resplandece juntamente con la dignidad del caballero la luz de una inteligencia no vulgar. Si manifestó Felipe afición á las comedias, justas, galanteos y saraos, no abandonó en alas del deseo de apurar goces tan efímeros, sus altos deberes de monarca. Si á veces no fué todo lo activo en ejecutar que requería la gravedad de los sucesos, dio en cambio pruebas de asiduidad escrupulosa en el despacho de los papeles de Estado; y si no supo prever en varias ocasio nes próximas é inminentes catástrofes, supo llorarlas con dignidad y más de cuatro veces turbaron su sueño ó amargaron el placer que le causaba la pompa de las fiestas del palacio del Buen Retiro, las desdichas del pueblo español á quien con paternal cariño amaba y de cuyos destinos se preocupó constantemente, cual lo prueban auténticos episodios narrados con llaneza y amenidad de estilo inimitables en los Avisos de D. Jerónimo de Barrionuevo y Peralta.

Si el desvanecimiento del Conde Duque le vendó los ojos en los asuntos de Cataluña, impidió el mismo defecto que el Privado se arrancase la venda á tiempo de prever y evitar los tristes acontecimientos de Portugal. La separación definitiva de este Reino de la Monarquía formada por la unión de todos los Estados cristianos de la Península nacidos por las incidencias del combate ocho veces secular con las huestes agarenas, es con razón reputada por todos los historiadores españoles como la mayor desdicha del reinado de Felipe IV y como la mayor ignominia del Ministerio del Conde Duque. Si no hubiese sobrevenido tan lamentable suceso fuera, en efecto, muy otra la suerte de nuestra patria y ni la rapacidad británica ni la presuntuosa ambición francesa hubieran podido nunca privar á España de la jerarquía de potencia de primer orden á que tiene evidente derecho, así por las virtudes y hazañas de sus hijos como por el influjo del genio español en el progreso de la especie humana y por las ventajas de la situación estratégica que ocupa nuestra Península en el continente europeo.

Por de pronto conviene no echar en olvido para emitir juicio atinado sobre la conducta que respecto del Portugal observara el Conde Duque, las equivocaciones cometidas por Felipe II al incorporar á sus vastos Estados los del Cardenal Rey Don Enrique. Siempre acarició el prudentísimo Monarca español la idea de dominar en toda la Península cual lo lograron los Visigodos desde las victorias de Leovigildo sobre los Suevos hasta la rota de Guadalete; y siempre se inclinó el ánimo del hijo de Carlos V para dar cima á tan provechosa empresa, á perseverar en la suave política de cordialidad y atracción iniciada por los Reyes Católicos. Ya tentó en una ocasión el ánimo de los Duques de Braganza para enlazar á una de las hijas de tan poderosos magnates con el Príncipe de Asturias y hasta hay indicios para creer que viuda la ilustre Duquesa y viudo Don Felipe II, pretendió éste la mano de aquélla á fin de fortalecer los derechos que á la Corona lusitana pudiera él ostentar en su día con los que hubieren recaído en la persona de Doña Catalina su prima hermana como hija que era del Infante Don Duarte hermano de la Emperatriz Doña Isabel. Estas negociaciones más ó menos cautelosas demuestran la importancia que concedía el Rey Católico al influjo y poderío de la Casa de Braganza y evidencia su deseo de llegar por medios pacíficos á colocar bajo un solo cetro á todos los antiguos reinos enclavados en el extenso territorio de la Península Ibérica.

Sólo cuando la muerte del anciano Don Enrique y la abierta rebeldía del bastardo Prior de Croato convencieron á Felipe de la necesidad de cambiar de táctica, recibió el Duque de Alba orden de pasar la frontera y de invadir el suelo portugués; pero ni aun entonces desistió el Pretendiente castellano de atraerse con halagos y distinciones á los grandes señores del país, cual lo atestigua la moderación por él mostrada en las Cortes de Thomar, en donde más parecía que los Procuradores hablaban á un padre que no á un conquistador. Paternal fué, en efecto, la actitud del nuevo monarca al comprometerse á no otorgar cargos ni dignidades, así civiles como eclesiásticas, más que á los naturales del país y al ofrecer que el Virreinato sería únicamente desempeñado por personas de sangre real; y, cual si semejantes concesiones no fueran suficientes para desvanecer la desconfianza del pueblo sometido, concedió Felipe II á los Duques de Braganza tales privilegios, que hasta un historiador lusitano poco sospechoso de parcialidad hacia España, Rebello da Silva, los considera capaces de alarmar aun á los mismos Reyes, pues con prerrogativas de tanta monta resultaban los Duques harto poderosos para vasallos.

Opinan algunos historiadores que el Rey Católico dispensó las aludidas franquicias con el ánimo decidido á no respetarlas; pero la conducta ulterior del Monarca español durante los diez y ocho años que reinó en Portugal autoriza á considerar destituida de todo fundamento tan afrentosa suposición.

No había además motivos, aparte de las razones de previsión que jamás deben desoir los gobernantes, para tratar á los Portugueses con más rigor del que Felipe II quiso usar y usó para con ellos; pues en realidad no existían entre Portugal y Castilla menores vínculos que los que aproximaban á este último Reino á los de Navarra, Aragón y Valencia y al Condado de Barcelona. La raza portuguesa es á no dudar nuestra misma raza; nuestras lenguas semejantes y afines; Camoens escribía maravillosamente el castellano, en nuestro grave y sonoro idioma compusieron fecundos ingenios portugueses obras inmortales, y aun después de la separación definitiva de ambos Reinos, hablábase no poco en Portugal la lengua de Cervantes.

Necesario es reconocer á pesar de lo dicho, que no vio claro Felipe II en los asuntos de Portugal. Quiso ser benigno con sus nuevos poderosos vasallos confirmándoles en los derechos que ejercían en el país conquistado y aumentando el prestigio de que gozaban entre sus coterráneos, y rehusóles en cambio toda benignidad y largueza al no confiarles virreinatos en Italia, en Flandes ó en la parte Oriental de la Península; al no fomentar relaciones entre ellos y los españoles para que pudieran establecer en el porvenir vínculos de consanguinidad que fuesen garantías para la solidez de la reciente unión de ambos Reinos; al no suprimir las aduanas de la frontera hispano-portuguesa que entorpecían entre los dos países el tráfico, instrumento poderoso de solidaridad, y al no adoptar la costumbre de residir en Lisboa largas temporadas anuales, ya que no quería decidirse á trasladar la Corte á La Reina del Tajo, sabia medida que además de sellar la anexión de Portugal al grueso de la vasta Monarquía, hubiera sido muy provechosa para el Gobierno de la misma por la privilegiada situación que ocupa la capital lusitana en el Atlántico, cuyas ondas surcaban los navios españoles procedentes del Nuevo Mundo, abarrotados de los metales más preciosos.

A medida que transcurrían los años á partir de la fecha de la anexión, achacaban los portugueses el malestar público que en tiempos de su independencia hubieran atribuido á otras causas, al abandono en que les tenían sus intrusos Soberanos y á la ausencia perpetua del Monarca, quien delegaba en negligentes ministros la gobernación de su nuevo Reino. Aunque es cierto que Felipe III fué aclamado frenéticamente por el pueblo de Lisboa y no es menos exacto que al Gobierno del Piadoso Rey debe la nación vecina la sabia y útil recopilación de sus heterogéneos cuerpos legales, no por eso dejó un solo punto de propagarse por el territorio lusitano el espíritu de rebelión contra los opresores de Castilla, exacerbado en proporciones alarmantes por los continuos tributos que imponían á la paciente población las urgencias dejas incesantes campañas. Aunque molestas tales exacciones para todas las comarcas peninsulares, ninguna podía soportarlas con tan alegre resignación como Castilla, cabeza al fin y al cabo de la Monarquía y del Gobierno, y ninguna, por idénticas razones, debía considerarlas más odiosas y abusivas que Portugal, si se tiene en cuenta que no podían halagar la fantasía ni excitar el entusiasmo de un país recientemente anexionado, empresas á que no se creía obligado á contribuir ni por el propio provecho ni por el honor de su nombre.

Hay suficientes datos para creer que el Conde Duque se había vagamente percatado de la sorda agitación que reinaba en Portugal desde los primeros días de su Ministerio y hasta se conservan escritos en que aconseja al Rey algunos medios de acallarla, ora confiando mandos militares en el extranjero á primates portugueses de los que tuvieren mayor crédito en su patria, ora provocando deliberadamente disturbios que justificaran la abolición de los privilegios imprudentemente concedidos á algunos de aquellos ricos-homes por D. Felipe II. Pero en esto sucedía como en todo cuanto entonces se relacionaba con el interior gobierno del Estado: las preocupaciones y urgencias de las guerras exteriores absorbían toda la atención de Olivares, quien, por otra parte y aunque en Europa se hubiese disfrutado de una paz absoluta, es fácil que no hubiera puesto en práctica los remedios que para salvar á Portugal había imaginado; porque era el Favorito de Felipe IV tan activo para concebir planes ingeniosos como indolente para ejecutarlos, sobre todo cuando consideraba el peligro remoto todavía. Cifra de las cualidades y de los defectos culminantes de la raza, parece el Conde Duque contemplado á través de una crítica imparcial y madura, digno antepasado de los ingenios que vemos todos los días señalar con elocuencia las llagas sociales y proponer con ingenio los sistemas para curarlas, ante las mesas de los cafés entre el humo de los cigarros y las carcajadas y réplicas de los amigos.

Ya cuando estallaron los sucesos de Evora, precursores del general levantamiento del Reino vecino, anduvo asaz remiso el Conde Duque en dejar tranquilamente en sus tierras al de Braganza, á pesar de las sediciosas aclamaciones que había dirigido la plebe amotinada á aquel inepto magnate. La excesiva benevolencia con que Olivares juzgaba las propias dotes intelectuales y el rigor excesivo, aunque justo en este caso, con que acostumbraba juzgar las del prójimo, fueron la principal razón del desprecio con que miró el Privado los primeros chispazos de la insurrección portuguesa. No podía creer el Conde Duque capaz al Procer portugués de nada grande y arriesgado ni quería avenirse á considerarle capaz de despertar el entusiasmo de los portugueses, pero olvidaba ó desconocía las raras aptitudes que para la seducción y la intriga atesoraba la ambiciosa duquesa de Braganza Luisa de Guzmán, española de nacimiento como hermana que era del jefe de la ilustre Casa de Medinasidonia.

No tenía en cuenta Olivares tampoco los escasos medios represivos con que contaba en España para someter á los revoltosos ó, tal vez por estar harto convencido de la escasa cuantía de sus aprestos militares, trataba de engañarse á sí mismo acariciando la loca esperanza de apaciguar por procedimientos pacíficos los irritados ánimos de los Portugueses. Tardo en las decisiones é indeciso en las iniciativas, dio lugar el malaventurado Ministro español á que la rebelión se propagase desde el Algarve hasta el Miño y á que desobedeciendo descaradamente el de Braganza los mandatos del Rey Católico, se proclamase Rey de Portugal, alentado moral y materialmente por Inglaterra y por Francia, ansiosas de abatir el poderío español.

Caído el Conde Duque á consecuencia de las rebeliones catalana y portuguesa sobrevenidas en el año 1640, no sería justo hacerle responsable de los desaciertos cometidos por el Gobierno de Madrid en la represión de los Catalanes ni de los desastres de nuestras tropas en la campaña del vecino Reino. Indirectamente, sin embargo, tiene la política de Olivares alguna relación con estos tristes sucesos, y analizar el segundo, aunque sólo sea de pasada, es por otra parte de sumo interés para cuantos deseen conocer por qué cúmulo de circunstancias no pudimos entonces evitar el desprendimiento del Reino lusitano. Ocupados los viejos tercios españoles en las guerras de Flandes, Italia y Alemania, para el sostenimiento de las cuales no eran todavía bastantes por sí solas y necesitaban de la ayuda de tropas valonas y tudescas, y emigrados al Nuevo Mundo los mozos de mayores arrestos y de más recio temple de alma, vióse el Gobierno español obligado á improvisar huestes de soldados bisónos, ayunos de la adecuada instrucción militar y provistos de deficiente armamento, ya que la industria de las armas estaba, como todas las demás industrias, en visible decadencia en España á mediados del siglo XVII. Ni fué tampoco problema menos arduo el de la elección de idóneos generales, porque alejados de la Península los más hábiles, con mandos en los Países Bajos y en Milán, y decidido á los comienzos de la insurrección Olivares á no emplear caudillos extranjeros para castigar á españoles, pues como tales consideraba á los lusitanos, se confió durante los largos años de la contienda el mando de nuestros menguados ejércitos á capitanes como D. Luis de Haro, vencido en Elvas, como el segundo D. Juan de Austria, deshecho en Extremoz y como el marqués de Caracena, buen teórico en el arte militar, pero de temperamento poco apto para sufrir los contratiempos de la guerra, derrotado en Villaviciosa y en Montesclaros.

Gran desdicha fué para nosotros en aquellos tiempos que no surgiesen hombres de tanta capacidad militar como la del duque de Alba ó la del conde de Fuentes; pero preciso es reconocer que la planta de los grandes capitanes no pudo en aquella sazón hallar terreno abonado en las tropas españolas. El en tusiasmo por el ideal, la ilusión por coger el fruto de la inmediata victoria, la confianza en la propia fuerza, el orgullo de pertenecer á una institución temida y respetada, la fe en la grandeza del papel que les encomendó la Providencia; toda esa serie poderosa de resortes morales que daban impulso al brazo de los soldados de los viejos tercios, eran también estímulos para desarrollar la afición al mando de tan invictos adalides en los espíritus perspicaces que, tentados por las promesas de laureles futuros, consagraban las personales energías y el heredado patrimonio al servicio del Rey y de la Patria.

Pero al tiempo de la caída del Conde Duque no reinaba ya el mismo entusiasmo en los soldados españoles; las frecuentes derrotas y el estéril resultado de los ya escasos triunfos iban sembrando en sus almas rudas el desaliento y el cansancio y la irregularidad con que el Gobierno central atendía á sus más perentorias necesidades, por efecto de la penuria económica, contribuía á que las huestes, en otra época invencibles, sintiesen ya la nostalgia de la patria y á que empezasen á reemplazar la fe ciega que les animara hasta entonces por cierta resignación amarga que tenía muchos dejos del fatalismo islamita. No era tal ambiente el más á propósito para que en él germinase un capitán de mérito y no es por eso extraño que los nobles españoles de aquella centuria mirasen con algún despego la profesión de las armas, cuya dirección estuvo por lo común encomendada á generales italianos.

No dejaba, empero, de destacarse todavía del fondo de aquel lúgubre cuadro más de un rasgo heroico y multitud de arranques de abnegación y desprendimiento por parte de los jefes españoles, los cuales repetidas veces adelantaban de su particular peculio las pagas de los mercenarios teutones. Tampoco fué el Conde Duque indiferente ni extraño á tan generosa conducta, pues en varios momentos de grave apuro viole el pueblo español invertir las rentas de los Estados que debía á la magnanimidad de la Corona, en acudir al sostenimiento y mejora de los ejércitos con que contaba la patria para la defensa de su suelo.

Las adversas condiciones en que luchaban los españoles en Flandes, si no aumentaban en Portugal desde el punto de vista geográfico ó estratégico, se agravaban desde el punto de vista moral, porque los soldados nuestros no se sentían envalentonados al cruzar sus armas con los portugueses, ni por el ideal plutocrático que los alentaba en el Nuevo Mundo ni por el ideal religioso que les vigorizaba en las guerras de Flandes y Alemania. Veían, no sólo los soldados, sino en general la pública opinión de aquellos tiempos, con inmerecida indiferencia la contienda hispano-portuguesa, sea porque un insensato optimismo indujese á pensar que aquella lucha tendría en fecha más ó menos remota idéntico fin que la rebelión de Cataluña, sea porque entonces nadie hubiese sabido formar exacto juicio acerca de la importancia capital que para nosotros tenía la conservación de las sublevadas provincias portuguesas.

Es indudable que la escasa pericia de nuestros caudillos en aquella larga guerra influyó tanto ó más que la angustiosa situación política y económica de España en tan calamitosos años; pero es de todas maneras muy dudoso que, aun contando con más expertos generales, hubiéramos podido salir victoriosos del empeño de someter de nuevo á Portugal, cuando Inglaterra con su oro y con sus navíos y Francia con sus artilleros é ingenieros y con el para los portugueses alentador influjo moral de su no disimulada simpatía, no cesaban de sostener el tesón de los efímeros vasallos de la Majestad Católica.

Volviendo á la persona del Conde Duque de Olivares, no es temerario afirmar después de lo expuesto que aunque desprovista de las dotes excepcionales que hubieran sido necesarias para llevar á término feliz las empresas militares en que encontró empeñada á España al tiempo de su exaltación al Ministerio y para tornar en unión estrecha é indestructible el divorcio que desde hacía muchos años existía entre los intereses nacionales y los compromisos dinásticos —no carece sin embargo de algunas cualidades recomendables ni de inteligencia despierta y fecunda en arbitrar recursos para subvenir á las exigencias del momento. El Embajador de Francia, Mariscal de Bassompierre le reconoce elocuencia y habilidad, los Embajadores venecianos Córner, Justiniani y Contarini elogian sus aptitudes y sus corteses maneras, si bien alguno de ellos le califica de imprudente al proferir amenazas y de temperamento impresionable en demasía. El Nuncio Sachetti confirma las precedentes opiniones y alaba lo morigerado de sus costumbres y lo circunspecto de su proceder en los tratos con el Representante del Pontífice. Es lógico que así fuese, pues de otro modo no sería el Conde Duque encarnación del carácter español de aquella época. Cual la mayor parte de los caballeros españoles de tan aciagos días, reparó con longanimidad en el fruto de sus amores ilegítimos la culpa que éstos entrañaban y lloró en la edad provecta los extravíos de la adolescencia convirtiendo el corazón á Dios y humillando ante el Supremo Juez aquella cerviz que no solía doblegarse ante las amenazas de los enemigos de su patria; porque en los días de la Inquisición, tan execrados por los falsos apóstoles de nuestro siglo, aún anidaba la fe en las almas de los españoles y aún había fibras en los corazones de nuestros abuelos que, heridas por una voz inspirada y generosa, respondiesen á las esperanzas de sus señores legítimos y á los dictados de su conciencia.

El pincel soberano de Velázquez nos muestra á D. Gaspar de Guzmán en magnífico lienzo que el opulento Museo del Prado guarda como reliquia del arte histórico español: de talante enfático y altanero, torso macizo y no muy gallardo, morena tez, negros y abundantes cabellos, mirada desdeñosa y viva, nariz bien proporcionada, boca oculta por poblado bigote á la usanza borgoñona, complexión robusta y aventajada estatura; airoso chambergo adornado por rica pluma, banda carmín que atraviesa la fúlgida coraza; jinete en zaino corcel lanzado á solemne galope que él regula con la siniestra mano, mientras sostiene en la diestra levantada á la altura del pecho, la bengala que denota su alta jerarquía militar.

Fué en suma el Conde Duque: despierto de inteligencia, bien inclinado de voluntad, indeciso en la acción y precipitado á veces; temerario é injusto en el primer arranque, prudente en demasía después de dar á la reflexión oídos; más amigo de la blandura que de la crueldad, optimista exagerado, orgulloso de sí mismo y de las propias fuerzas satisfecho; versátil en la desgracia, desvanecido un tanto en la fortuna; dúctil y acomodaticio á la razón de Estado, respetuoso y atento con la autoridad de la Iglesia, ciego y tenaz partidario de la unidad administrativa de la patria; más activo en concebir el pensamiento que en ejecutarlo, aferrado en demasía al propio criterio, enemigo del disimulo; sincero y elocuente en la expresión, sobrio en los placeres, menos diestro que probo y más eficaz que inteligente en las cuestiones económicas; celoso del engrandecimiento de su casa, y á pesar de ello, desprendido en las graves crisis nacionales. Cayó víctima de bastardas pasiones cortesanas más que de sus yerros de estadista; arruinó su robusta naturaleza, abrumado por los desvelos y trabajos de cerca de veinte años de gobierno; murió olvidado de su Rey y malherido por la ingratitud de antiguos aduladores, en sus Estados de Loeches y ha sido necesario el transcurso de poco menos de tres siglos para que no estremezcan la tumba en que sus cenizas se encierran, los denuestos de la posteridad.