Esteban de Luca (VAI)

De Wikisource, la biblioteca libre.
ESTEBAN DE LUCA.



ESTEBAN DE LUCA


(1786 - 1824)




I.


D

ON Esteban de Luca nació en Buenos Aires, el 2 de agosto de 1786, frecuentó los establecimientos públicos de enseñanza de su ciudad nativa, y entró en el regimiento de Patricios en 1807, en cuyo cuerpo sirvió el empleo de teniente durante las invasiones inglesas.

Cuando se hubo restablecido la tranquilidad, Luca se dedicó al estudio de las matemáticas, admitiendo en consecuencia el grado y empleo de capitán de artillería.

Producida la Revolución, Luca se alisto en

las filas de los patriotas. En 1812 pasó á servir el puesto de oficial auxiliar de la fundición de armas que puso el Gobierno patrio bajo la dirección de don Angel Monasterio, donde permaneció hasta 1815, año en que fué nombrado director de la fábrica de fusiles. Bajo su dirección se hicieron en el país las primeras pistolas, las que fueron enviadas al Presidente de los Estados Unidos, acompañadas de una Memoria, escrita por el mismo Luca, sobre el fierro nativo de que estaban hechas.

Elevado al grado de sargento mayor, desempeñó las funciones de tal hasta 1822 en que solicitó y obtuvo la separación del servicio.

En 1823 fué nombrado secretario de la Legación confiada á don Valentín Gómez ante la corte de Río Janeiro; y al regresar la misión naufragó el buque que la conducía, de cuyas resultas pereció Luca.


II.

Luca había dado muestras desde temprano de su afición á la poesía, afición que se desarrolló cuando los sucesos de 1810, ensanchando los horizontes de la juventud, conmovió las fibras patrióticas en todos los corazones.

Luca cantó desde entonces las glorias de la Revolución; y antes de consagrarse el hymno de Vicente López, sus canciones eran tan populares, que se entonaban hasta en los más apartados lugares del país. Á ellas pertenecen las siguientes estrofas publicadas á fines de aquel mismo año:

La América toda

Se conmueve al fin,
Y á sus caros hijos
Convoca á la lid,
Á la lid tremenda
Que va á destruir
Á cuantos tiranos
La osan oprimir.

Coro.

Americanos,
Mirad ya lucir
De la dulce Patria

La Aurora feliz

La victoria de Maipo inspiró á su musa una de las mejores composiciones de la literatura argentina, en el período de la Revolución. Pero una de las piezas de más mérito de la escogida colección de sus versos, es, sin duda alguna, la Oda al pueblo de Buenos Aires, como puede verse en las estrofas siguentes:


La hermosa Buenos Aires, destinada
Á dar un alto ejemplo
De justicia y poder, á abrir el templo
Del honor en su seno, atribulada
Se verá y confundida, si sus hijos
El juramento olvidan,
Que á la virtud hicieron
El día en que emprendieron
Dar á la Patria libertad y gloria;
Si olvidan que debieron
Al denuedo y trabajo la victoria,
Cierta será la ruina
De la gran capital, cuando adorada
Por la prole Argentina
Llegue á verse la pompa del Oriente;
Cuando en ora fatal abandonada
Al ocio muelle y femenil halago
En engañosa paz duerma imprudente.
Empezará su estrago
El día en que asaltare la codicia
Sus pechos generosos. ¡Ah! entonces
El trono ocuparán de la Justicia
La doblez, el engaño y la malicia.

¡Oh fuertes Argentinos!
Tanto mal evitad, abandonando
La ciudad populosa, dó mil plagas
Se están en vuestro daño preparando:
Á los campos corred, que hasta hoy desiertos
Por la mano del hombre están clamando:
Volad desde las playas arenosas
Que bañan mis corrientes,
Hasta dó marcha á sepultarse Febo;
Y ocupad en trabajos inocentes
El tiempo fugitivo, que insensible
De continuo os arrastra
Hacia la margen del sepulcro horrible.

Una fértil, vastísima llanura
Allá destina el cielo
Á vuestro bien y sin igual ventura.
Como en los anchos mares,
Se espaciará por ella vuestra vista,
Y nuestros patrios lares
Un inmenso horizonte
Abarcarán hasta el lejano punto
En que se eleva el escarpado monte.
Con pasto saludable y abundoso
Veréis allí cual crece
La raza del caballo generoso,
Que libre pace por inmensos prados,
Y aunque al diestro jinete aun no obedece
En ligereza y brío no cediera
Á los que en Grecia un tiempo
Vencieron en la olímpica carrera:
Veréis la oveja que en tributo ofrece

Al pastor industrioso los vellones.
Que defienden al hombre
De los rigores del invierno helado;
Veréis en paz dichosa propagado
El útil animal, que de la tierra
Rompiendo el seno con el corbo arado,
Vuestro inocente afán deja premiado.


La benéfica Ceres, siempre atenta
Del labrador honrado á las fatigas,
De doradas espigas
Los campos cubrirá, que veis ahora
Del espinoso cardo sólo llenos.
La sazonada mies las esperanzas
Á colmar bastará de nuevas gentes
Que antes de muchos soles,
Robustas, inocentes
Darán pasmo á la tierra:
En libertad, ilustres fundadores
Vais á ser de mil pueblos venturosos,
Mucho más numerosos,
Que los astros brillantes,
De que se ve sombrada
La esfera de los ciclos dilatada.
No veréis en los campos la grandeza,
Y el brillo del ocioso cortesano,
Que por los atrios y las anchas plazas
Corre agitado de un furor insano:
No veréis las carrozas de oro y plata
Con exquisito gusto guarnecidas,
Y en ellas ostentando gentileza
La beldad, el orgullo y la pereza;

Ni á su correr violento
Sentiréis cual retiembla el pavimiento;
Ni en tanto ruido y vanos esplendores
Sentiréis a algazara
De una plebe indigente y caprichosa.
Tras la sombra del bien corriendo avara.
Pero en cambio os espera,
Libres de odio, y rencor, en cada día
Una escena más grata y majestuosa,
Cuando dejando el perezoso lecho,
Tranquilos observéis la paz hermosa
Del sol, que se alza ya por el Oriente;
Cuando oigáis de las aves la armonía
Con que el astro naciente
Saludan con mil trinos á porfía;
Cuando aspiréis gozosos
El aura matinal llena de vida,
Y la yerba mullida
Una alfombra os presente de esmeralda
Con las perlas del alba enriquecida.


Esos feraces llanos,
Que el cielo os concedió, serán cubiertos
Después por vuestras manos
De mil bosques sombríos, silenciosos
Al par de vuestros hijos
Crecerán los frondosos
Árboles corpulentos,
Que con su sombra amiga
Suave frescor os den, cuando sus rayos
Lanzando Febo, al orbe más fatiga
¡Cuán misterioso asilo.

En ellos hallarán vuestros amores!
¡Qué envidiable y tranquilo
Será vuestro vivir! ¡Cuán inocentes
Serán de vuestros pechos los ardores!
En ellos sentiréis en dulce calma
vuestro ser inundado, y elevarse
Al Dios de todo bien, allí vuestra alma:
Tiempo vendrá que en ellos
Vuestros sabios filósofos contemplen
En silencio las leyes
De la naturaleza, ó de la Europa
El poder y el orgullo de sus reyes.
En los remotos climas
Del Septentrión resonará la fama
De todos vuestros bienes no gozados;
Y los míseros pueblos, que las aguas
Beben del Volga y del Danubio helados,
Se arrojarán al mar, buscando asilo
En vuestro patrio suelo,
Donde benigno el cielo
La abundancia vertió con larga mano;
Donde por siempre ríe
La gran naturaleza,
Poderosa venciendo
Del invierno sañudo la aspereza


Dichosos no veréis vuestros ganados
Por el león rugiente y voraz lobo,
Por el tigre alevoso, devorados;
Ni será que la sierpe ponsoñoza
Clave el agudo diente
Al labrador, cuando la mies sabrosa

Segando diligente,
En copioso sudor baña su frente;
El soldado cruel, acostumbrado
Á llevar de los llanos á las sierras
Los estragos de Marte ensangrentados,
No asolará las tierras,
Que hubieren vuestras manos cultivado.


Sin temer de la guerra la inclemencia,
En paz la gozaréis; y vuestros hijos
Las gozarán también. En rica herencia,
Eternos vuestros bienes
Serán, como el imperio afortunado
De la razón divina.
Que hoy al hombre ilumina
Con lumbre bienhechora
Del Septentrión al Sud, desde Occidente
Á los floridos reinos de la aurora.
Los frutos abundantes,
Que os brindarán terrenos dilatados,
Serán luego cambiados
Por la industria de pueblos comerciantes.
El honrado Alemán, el culto Galo,
El Britano, señor hoy de los mares,
Mayor actividad y movimiento
Darán á los talleres,
De que pende el sustento
De la Europa afligida,
Tras la guerra espantosa,
Por la plaga de fiebre contagiosa,
Y en tumba de sus hijos convertida.