Fabiana y las demás...

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​Fabiana y las demás...​ de Antonio Domínguez Hidalgo

Primera edición 1968

Fabiana... y las demás...

(Cronicuentos de antiguas damas)

Fabiana
Ana es el diablo
Los misterios de Hellen Philips
Felicidad
Matilde
La inteligente señorita Bernys
La mujer de Tepexpan
Extraño, misterioso bien...



Fabiana

Como solían decir nuestros tatarabuelos, tal vez fue verdad... o quizá no fue cierto, pero de boca en boca llegó hasta mí, la historia de la primera hembra terrible que oí mencionar en mi vida. En mi colección de mujeres ha habido de todas, pero ésta...
El relato me conmovió tanto, que algo en mí quedó vacunado para siempre, acaso porque entonces era yo un influible niño de recientes cuatro años y las damas eran un mito de respeto. Sin embargo, confieso con ciertos aires de cinismo: no lo cuento como lo oí, sino como lo teje la inventiva de mi acaso infiel recuerdo.
En cierto poblado del caluroso sureste guerrerense, a fines del siglo XIX, perdido entre el salvajismo de la Naturaleza, con sus lógicas calles estrechas y empedradas, sus pequeñas casas de adobe y su iglesia sorprendente de estilo churrigueresco, aconteció algo que para los escépticos de hoy, puede resultar inverosímil, pero según dicen las imaginativas lenguas antiguas, sucedido en aquellos tiempos del México prerrevolucionario.
Enclavada esta olvidada población sureña entre elevadas cumbres boscosas, donde las alimañas del día sólo callaban ante las alimañas de la noche, presentaba el típico aspecto pintoresco de los despreciados cuadros de calendario. Una gigantesca cascada, así me parecía por las referencias que de ella se hacían, jamás quedaba muda por más que los escándalos de las bestezuelas aumentaran. Las flores silvestres competían con las aves del paraíso de bárbara belleza y en el calor bochornoso de la noche se expandían sus olores tropicales y excitantes.
En un callejón de aquel poblacho, oscuro de tantos árboles y maltrecho por el descuido, se levantaba un caserón de aspecto tan abandonado que lo hacía parecer siniestro. Los vidrios biselados de las ventanas, en un rústico estilo art nouveau, cubiertos de polvo, borraban toda posibilidad de ver el interior.
Un formidable portón de gruesa madera de roble se levantaba en su pared frontal y una fría corriente de aire sugería que algo malévolo rondaba en sus adentros.
Por su aspecto, parecía ser una casona que el tiempo se había encargado de destruir, aunque no era así, porque en esa época vivía ahí, nada menos que una mujer ambiciosa y cruel, considerada por todos como la más rica de la región: La señora Fabiana.
Quienes la habían conocido de joven, murmuraban recordando que había llegado al pueblo con su marido, un hombre casi anciano que al poco tiempo, de manera misteriosa, apareció ahogado en el ojo de agua cercano. Fabiana, inconmovible, sin gestos ni lágrimas, evitó toda ayuda y ella sola le dio sepultura. Nunca permitió que los extraños se inmiscuyeran en tal asunto. Siempre encerrada en su casona, sólo se le veía salir hacia la capital en una carretela conducida por ella misma y luego de dos semanas, retornar con talegas de mercancías que enseguida ponía a la venta. Como eran cosas atractivas y novedosas, los habitantes del poblado y de otros cercanos, se las compraban en pagos módicos.
Con el tiempo, comenzó a prestar a rédito sobre escrituras de casas y terrenos a ancianos necesitados y que al final pasaban a pertenecerle, pues a sus deudores, por su edad, les era imposible pagarle. Jamás prestaba dinero a hombres o mujeres jóvenes. Parecía que los detestaba. Por eso, a su servicio siempre se encontraban personas mayores y sin familiares. Cuando morían, ella misma, sin un rictus de dolor, los sepultaba. Para sustituirlos viajaba a distintas poblaciones y de allí reponía a sus sirvientes, que no eran muchos.
En pocos años Fabiana o Doña Fabiana como ya le decían, se había transformado en la dueña de casi todo y gran parte del pueblo se encontraba obligado para con la usurera. Nadie la quería. Con su dinero había comprado a la justicia y muchos campesinos la odiaban en silencio, porque con frecuencia quienes habían osado rebelarse, desaparecían sin explicación o se encontraban sus cadáveres accidentados en los barrancos o en las zanjas. Las murmuraciones le echaban a Fabiana la culpa, pero no se atrevían a acusarla porque siempre carecían de pruebas. Lo único que parecía evidente, era la juventud de los muertos.
Una noche en que las tinieblas reinaban; de esas en que el aire entra por las hendeduras de las puertas y ventanas; de esas noches en que los coyotes aúllan por los montes; de esas en que hasta los bichos más tesoneros callan y sólo se oye el croar de los sapos, el cantar de los grillos y el silbar del viento, tres toquidos sonaron en el portón de aquella tenebrosa casona y luego de un prolongado lapso, una mujer, casi anciana, con una vela que tranquila llevaba entre las manos, salió a abrir y preguntó con sequedad e indiferencia a un hombre elegantemente vestido de frac, a la usanza parisina de la moda:
—¿Qué es lo que quiere?
—Buenas noches señora, soy un comerciante que exploro estos lares por primera vez y traigo objetos de mucho atractivo. Esta alcancía por ejemplo. — y sonrió como diablesco al mostrar un gato pardo de porcelana, según dijo él, china.
—¡No pierda usted el tiempo conmigo! Yo no derrocho en insignificancias ni creo en mercaderes. — y a punto estaba de dar el portazo, cuando la voz sugerente del caballero la detuvo:
—Permítame un momento y le demostraré lo interesante que es esto.
—¡No me importa! Ya le dije. Déjeme en paz. ¡Lárguese!
—Permítame señora: ésta no es una alcancía como las demás, ésta tiene algo diferente: es mágica. ¡Un verdadero negocio para usted! Tan solo con depositar una moneda de oro, ésta se irá duplicando hasta que el gato se colme, después la vacía por esta abertura que posee, la cual se cerrará de inmediato y otra vez, al depositar otra moneda, se repetirá el mismo proceso al cabo de una semana. Y así... Imagínese cómo acrecentará los tesoros que de por sí ya tiene. Pronto sería usted la más rica del sureste y después...acaso...
— ¿Es verdad eso? — La mujer abrió fulgurante los ojos como ya interesada
—¡Claro! ¿Me cree un mentiroso?
—No traté de expresarle eso, pero me ha despertado curiosidad. ¿Cuánto vale?
—Una miseria. Sólo quinientos pesos plata.
—¡Qué! ¡Quinientos pesos plata! ¡Muy caro para que yo la puede comprar! Yo siempre me he dedicado a los negocios y...
—¿Caro? Cómo va a ser caro si toma en cuenta usted, todo lo que va a producirle. Recuerde que en unos cuantos días habrá recuperado su inversión. Es una máquina capitalista como las que se están dando en Londres y en Nueva York. —dijo el caballeroso vendedor con sonrisa malévola.
— Acaso tenga razón. Mmmm. Pero ¿por qué no la usa para usted?
 Porque yo no necesito más riquezas; con las que tengo, me bastan. Fabiana meditó unos segundos y como maldiciendo exclamó: ¡Bien! Espere un momento. Voy por dinero. Se la compraré, mas, ay de usted, si me engaña. No sabe con quién se mete.— y cerrando la puerta con un ruidoso portazo desapareció en el silencio de aquella mansión provinciana.
—Como no señora. Vaya... —dijo con aires de burla aquel extraño hombre.
Pasaron unos minutos y Fabiana regresó acompañada por tres ancianos armados de garrotes que la franqueaban.
—Aquí tiene. –y le extendió una pequeña bolsa de manta que contenía la cantidad convenida, al extraño caballero que la miraba con irradiantes ojos de satisfacción.
—Muchas gracias. Por cierto, olvidaba decirle que por haberme comprado esto, muy pronto llevará una gran sorpresa como premio agregado. —dijo aquel incógnito individuo al entregarle la pequeña alcancía de porcelana, cuyos ojos gatunos parecían haberse enrojecido y agrandado maliciosamente.
Fabiana tomó temblorosa con disimulada emoción aquella alcancía. La miró silenciosa y fascinada. En su rostro se reflejaba la ambición y cuando quiso preguntarle a aquel hombre cuánto duraría produciéndole dinero, se dio cuenta que éste había desaparecido. Ella, con fúrica visión, ordenó:
—¡Ya saben cómo proceder! ¡Rápido!
Tras la indicación de Fabiana, los ancianos se apresuraron a ir en seguimiento del vendedor, pero luego de transcurrido un rato, regresaron diciendo que había escapado. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Fabiana y entró con rapidez a su derruida casa, como feliz.
—Bueno, no importa. No más tengan cuidado por si regresa y entonces sí... ¡Acábenlo para que no nos dé molestias!
       Todo fue verdad. La alcancía produjo a Fabiana una gran cantidad de monedas de oro y el pueblo comenzó a sospechar la causa. Uno de los ancianos vigilantes de Fabiana, una tarde había sido encontrado por la loma grande, moribundo, pero antes de expirar había revelado lo de la transacción, acaso como venganza. Muchos quisieron entonces apoderarse de la alcancía, sin embargo ninguno sabía cómo hacerlo. Tenían que buscar la manera. Había que penetrar a la fuerza al caserón y arrebatársela. Al fin que los que se opondrían ya estaban viejos. ¿Quién la iba a defender si los tenía atemorizados?
Sospechándolo, Fabiana se volvió más desconfiada y a cada instante se imaginaba que la iban a robar. Por las noches no dormía. Nunca se despegaba de aquella enorme riqueza. Jamás se separaba de la alcancía mágica, de ese gato parduzco que día con día se iba poniendo negro, cada vez más negro.
Un atardecer, cuando los últimos rayos del sol iban desapareciendo tras las montañas y por el cielo se miraban pasar volando las aves rumbo a sus nidos, un espantoso estruendo hizo romper el silencio de la comarca. Las mujeres salieron asustadas de sus casas lanzando al aire gritos de angustia mientras los niños lloraban.
—¡Dios santo! ¡La mina ha explotado! ¡Vayamos a ver a doña Fabiana! ¡Se lo advertimos que era muy peligroso, pero nunca nos tomó en cuenta! —Y corrieron hacia la casa de la vieja avara. Cuando llegaron y golpetearon con angustia el portón, ella salió llena de furia:
—¡Qué es lo que quieren!
—¡La mina de plata, señora, que hace poco mandó usted explorar, acaba de derrumbarse! ¡Nuestros esposos quedaron aprisionados! ¡Mande usted una petición a la capital para que nos envíen ayuda! Se lo suplicamos...
—¡Qué! ¡La mina se ha venido abajo y la plata ha quedado enterrada! ¡Mi dinero se va a perder!
—¡Sálvelos! —Decían angustiadas las mujeres del pueblo.
—¡Yo salvaré mi riqueza! ¡Y a ellos a ver quién los salva! ¡Son unos inútiles estúpidos! —Entonces Fabiana, con su eterno y viejo vestido negro de holanes grises, abriéndose paso entre la multitud, llevando de la asa aquella alcancía que cuidaba más que a su vida, comenzó a correr rengueando rumbo a donde se encontraba la plata enterrada.
Iba con desesperada rapidez entre la maleza del monte por una vereda estrecha; la noche había entrado; la luna parecía una gran esfera que flotaba sanguinolenta en la inmensidad del espacio. Por el camino, Fabiana, la bruja despiadada, cual la llamaba el pueblo, sentía como si el asa de aquella diabólica alcancía se fuese haciendo más pequeña y oprimiera cada vez más fuerte su mano.
Un viento helado principió a soplar por el campo. Fabiana caminaba rápidamente hacia el lugar donde la mina se había derrumbado, cuando de pronto un relámpago iluminó el cielo y sin saber cómo, apareció un hombre montado a caballo, llevando una enorme capa de plata que le cubría todo el cuerpo. Fabiana se detuvo sorprendida. En su mirada se veía la desconfianza; entonces aquel misterioso hombre le preguntó:
—¿A dónde vas tan de prisa querida amiga?
—¿Quién eres tú, igualado?
—¿No recuerdas quién soy? ¿Estás segura? Mírame bien.
—¡No recuerdo¡ ¡Hazte a un lado que tengo prisa!
—¿Seguro que no? En verdad eres una ingrata. Yo que te he hecho más y más rica...
—¡Ah! Ya recordé. ¿Eres tú el que me vendió la alcancía que tanto bien me ha hecho? ¿Dónde te metiste esa vez que mis vejestorios no te localizaron? Te iban a...
—Si, sé exactamente lo que iban a hacerme, pero conmigo nada... Ya ves lo que les pasó. Ahora vengo para decirte que me regreses mi gatito.
—¡Qué dices! ¿Qué te dé mi alcancía? ¡Yo ya te la he comprado y a buen precio!
—Sí, es verdad, pero yo la quiero. Si me la regresas yo te daré tres mil pesos de oro, míralos —dijo aquel desconocido y misterioso hombre, mostrándole un saco que contenía el dinero. En la mente de Fabiana surgió la idea de apoderarse de él, sin necesidad de regresarle la alcancía; miró en el suelo una piedra, se agachó rápidamente y la lanzó contra el extraño vendedor sin darle tiempo a esquivarla. La sangre bañó el rostro de aquel hombre y calló al suelo; ella se acercó husmeante. Parecía muerto, tomó el saco de dinero y regresó rápidamente rumbo a su mansión. Llegó, guardó el dinero y se dirigió de nuevo por la misma vereda hacia la mina. El viento soplaba cada vez más con fuerza descomunal; la luna se había ocultado y se veían grandes y negras nubes en el cielo.
En el camino Fabiana sentía cómo el asa de la alcancía, se iba haciendo aún más pequeña. No podía sacar ya la mano. Se encontraba como esposada.
Cuando iba caminando con presura, de repente tuvo la sensación de tener a alguien a sus espaldas; volteó, pero nadie se hallaba ahí; sólo los arbustos se movían a causa del viento y sus siluetas parecían espectros que la vigilaban amenazantes.
No quiso darle importancia a ello; estaba acostumbrada a caminar de noche. De improviso se estremeció al oír una diabólica carcajada, volteó y miró a aquel individuo que había asesinado. Su rostro se llenó de horror. Los coyotes aullaban, el viento enfurecía y las nubes negras en el cielo se arremolinaban vertiginosas. Con voz burlona él dijo:
—¿Creías que me ibas a matar? ¿O no?
—¡Pero si tú estás muerto! ¡Estás muerto! ¿Quién eres?
—¿Que quién soy?
—¡Si! ¿Quién eres? ¡Tú estás muerto! —Replicó
—¡Cómo vas a poder matarme si yo soy el emperador de las tinieblas! Tu alma me pertenece y pronto vendré por ella. —dijo mientras desaparecía en medio de una gran llamarada.
Semanas después del suceso de la mina, una noche de negrura total y de extraño profundo silencio, todos los habitantes del lugar escucharon como si miles de animales hubiesen comenzado a correr y arrastraran algo. La gente curiosa salió de sus casas para ver lo que era, pero nada alcanzaron a distinguir, todo permanecía en la misteriosa calma...
Desde esa vez, jamás volvieron a ver a Fabiana. Los pueblerinos se deshacían en murmuraciones de lo más contradictorias; que se había ido; que se había encerrado con sus tesoros; que había muerto. Lo único permanente era oír siempre, al morir la tarde, el correr de muchos animales que arrastraban un bulto por las empedradas calles del pueblo. Sin embargo, nadie daba testimonio de haber presenciado la explicación de aquel ya cotidiano suceso.
Cual corre el agua en el río, el tiempo se diluyó y jamás se volvió a ver a Fabiana. Todo parecía tan insólito. La gigantesca casona en donde ella había habitado, tenía ya un peor aspecto escalofriante y nadie se había decidido a entrar; hasta los más temerarios, tenían miedo.
Una mañana de invierno, de esas de nublazón cerrada, unas mujeres que habían ido por leña a la ladera cercana, al pasar cerca del callejón aquél, curiosas voltearon hacia el portón de la vieja casona que se encontraba semiabierto. Después de sus gritos aterrados, quedaron como mudas al ver ahí, tirado en el suelo, el cadáver semidevorado por ratas y gusanos, de Fabiana.
Un escándalo de terror estremeció a todos los habitantes del pueblo quienes casi de inmediato huyeron horrorizados; nadie quería seguir viviendo en él, pues decían que por las noches de luna llena, entre los aullidos de los coyotes en el monte, se oía el correr de un animal, de un gato, dirigiéndose hacia la derruida casona de la que había sido dueña una malvada y codiciosa mujer; cuando llegaba se comenzaban a oír gritos espantosos como tras ritos de tortura.
Aquel lugar que había sido un poblado tan hermoso en el que cuando la primavera llegaba, todo lucía bellos resplandores, ahora se encontraba desierto. Sus habitantes habían huido y las pequeñas casas de tabique donde moraban, eran el albergue de las ratas, la majestuosa iglesia de estilo churrigueresco era la guarida de miles de murciélagos y todo estaba cubierto de telarañas y carcomido por la polilla.
En un lúgubre callejón, sucio y maltrecho, junto al enorme portón de una enorme casona, se encontraba un esqueleto. En sus manos tenía una figurita de porcelana, la figura de un gato negro, de ojos rojos y brillantes, con unos enormes colmillos, por los que siempre se veía escurrir sangre fresca, muy fresca... Y un eco imprecisable repetía hasta lo infinito:
—¡Miaaaaaaaauuuu!
 
 


ANA ES EL DIABLO

(La única explicación del diablo es que no existe. ¡Que pensamientos! ¡Bah! Debo apurarme, si no, no alcanzaré el avión. Son las nueve treinta y a las once de la noche sale. No dudo en lograr las firmas que autoricen la apertura de nuestra sucursal neoyorquina, es algo novedoso para la gente que vive allá y sin temor al fracaso comercial, voy a realizar una ventajosa operación. Mi jefe se pondrá contentísimo y yo más. La tajada que voy a ganarme de comisión no es despreciable. Bueno, el tiempo se oro, así es de que vámonos.)
—Perdone señorita sobrecargo, ¿a qué hora llegaremos a Nueva York?
—Dentro de una hora. ¿Se le ofrece algo más...?
—No. (¡Qué hermosura de rostro!) Bueno sí... un refresco por favor.
—En un momento lo tiene usted. Excuse...
—No hay cuidado linda. (¡Mmm! ¡Qué bien está! ¡Ah!...)
(Desde que emprendimos el vuelo he tenido la sensación de que alguien me mira y creo haber descubierto quién es. Va sola y está desocupado el asiento de junto. Voy a tratar de hacerle conversación. A ver qué sale; quien quite... no sólo los negocios son importantes, esto también interesa. Nada pierdo. Veré si resulta. Parece muy inocentona y nada le pide a la sobrecargo.)
—Disculpe señorita, ¿me permite sentarme aquí? Creo que no está ocupado y en mi lugar, tan adelante, no me encuentro muy cómodo...
—Sí, si le place...
—Gracias... (¡Qué mirada tan profunda y dominante! Sólo de sentir el recorrido de su vista me hizo estremecer. De cerca no parece lo que insinuaba de lejos. Se ve muy misteriosa y esto la hace más atractiva. Voy a hacerle la plática. Por más difícil que sea, tiene que caer en mis brazos esta palomita exótica. Ya veremos si no... Hasta ahora ninguna se me ha resistido.)
        —¿Va usted también a Nueva York?
—La respuesta es obvia caballero. El avión no se dirige a ninguna otra parte.
—¡Oh! Sí... ¡Claro! ¡Qué pregunta la mía! (¡Chispas con la mosquita! Y hasta inteligente me resultó. Ahora creo que no sólo hay dos tipos de mujeres: las inteligentes pero feas y las hermosas, pero tontas. Parece que ésta se sale de mis observaciones y me hace abrir un nuevo casillero: las hermosas inteligentes, y prever uno más, que no quiero ni tocar, el de las feas y tontas. Sin embargo... ¡qué importa! A pesar de mis clasificaciones todas tienen lo que yo más quiero y eso...pues... no tiene que ver para nada con el resto...) ¿Es usted mexicana?
—No. Soy de la Patagonia.
—¡Qué interesante! ¡Cuénteme! Si no es mucho abusar, cómo es su tierra. Siempre me he interesado por la Tierra de Fuego...
—¿De verdad quiere saber cómo es?
—¡Por supuesto! (¡Qué seria! No puedo lograr una sonrisa siquiera.)
—La tierra de fuego está situada en el extremo meridional de América. Ejerce un atractivo especial a todos los viajeros. Sus paisajes extraños... su clima cálido en algunos meses del año y su clima gélido en otros, hacen difícil la vida. Los que viven allí... a veces se arrepienten de no vivir en otros lugares...
—(¡Qué voz tan perfecta! Ese tono grave realza su extrañez. Me está gustando mucho. Mucho... ¿Cómo le haré para...?)
—Creo que no está poniendo atención a mis palabras..
—¿Eh? ¡... Sí! ¡Cómo no! ¡Interesantísimo! Es usted una gran geógrafa.
—No podría negarlo. Tengo una gran capacidad científica; dilucido con suma fluidez cualquier problema por difícil que sea...
—(... Y encantadoramente vanidosa y sabia y...)
—Nuevamente no me escucha.
—(... Y adivina.) disculpe. (Sonrisa) Es que estoy admirado de usted. Un gran talento aunado a una gran hermosura.
—Guárdese sus elogios. No los necesito. Yo sé lo que valgo y nada más requiero. Muchos años he dedicado a perfeccionar mis habilidades naturales con el fin de vencer en la ruda pelea en contra de... Creo que comienzo a deleitarme con las primicias de mi triunfo...
—(Hermosamente pedante.. y ególatra...) ¿Y qué opina usted sobre el amor?
—El amor considerado en un aspecto amplio, verdadero, profundo, humano, es bello. Hasta podría decir que inclusive a mí llegaría a convencerme, pero el amor estrecho, ese culpable de tantas torpezas que han cometido las mujeres, es despreciable. Tan ridículas se presentan algunas cuando dicen que por amor entregarían hasta la vida, mientras que los hombres, conscientes de tal sensiblería, la aprovechan para jugar a su antojo con ellas. Cuántas pudiendo destacar, no lo hicieron por su torpe fidelidad a unos ingratos y torpes hombrecillos, piense en Carlota de México en Marylin de Estados Unidos o en Evita de Argentina. Y como ve, después las estúpidas lamentan su suerte. Unas enloquecen, otras se suicidan o mueren sirviendo a sus huecas parejas.
—(Defensora también me resultó de su sexo. Pero vas a ver cómo lo que estás diciendo de nada te va a servir palomita agreste. Vas a caer cuando sientas las primeras caricias. Así son todas. Si yo lo sé...)
—Otra vez no ha puesto atención a mis palabras. Creo que no está suficientemente apto como para escuchar mi conversación. Se aburre. No puede concentrarse. En una lucha intelectual entre usted y yo, le iría muy mal. Presiento que usted como todos sus iguales se sienten dioses bajo cuyos poderes nada existe digno, pero se ha equivocado si cree que es un dios para mí. No está en lo cierto y aunque lo fuera.. ¡yo soy enemiga acérrima de los dioses como usted, hombrecillo más...!
—No se moleste. Nada he dicho que la ofenda. (Se enojó la filósofa.)
—Pero lo ha pensado. Leo su mirada y con ella su pensamiento. Muchas como yo están naciendo en la tierra; liberadas de su esclavitud sentimental de siglos para oponernos al dios hombre y si usted no ignora, quien constituye la fuerza contraria a Dios es...
—No diga más... bueno, sí, su nombre siquiera.
—Y para qué quiere saberlo, luego lo andará pregonando como una más de sus conquistas, porque para eso vino usted a sentarse a mi lado, pero conmigo fracasará en sus intentos como fracasarán todos los hombres en una no lejana época de igualdad, qué digo igualdad, de superioridad para las mujeres. Triunfará nuestro nuevo matriarcado. Dejarán de achacarnos que por nuestra culpa...
—Entonces déjeme adivinarlo...
—¡Y es tan fatuo y empalagoso como todos!
—Se llama.. por lo bien que habla... ¡Eulalia! No, no.. no es nombre agradable. ¡Irene” por lo pacífica. (Sonrisa) Éste menos, si usted parece una amazona.. sin caballo. (Sonrisa) ¡Pentesilea! Aunque no es muy eufónico, ese debía ser... Es usted una mujer indómita y agresiva...
—Me da lástima verlo y por lástima le haré el favor de decirle mi nombre: me llamo Ana... Los apellidos no importan. Lo único es que soy mujer como serán todas en un tiempo, vencedoras del dios hombre, de ese falso dios que nos ha calumniado adjudicándonos la estupidez del pecado y de la estulticia del mundo. Me llamo Ana... ¿Satisfecho?
—(Ha de estar medio loca, pero no le hace...) Casi.
Aerolíneas Internacionales anuncia la llegada de su vuelo 2002 a la ciudad de Nueva York. Favor de ajustarse los cinturones de seguridad...

* * * * * * * * *


—Perdone que la haya seguido hasta su hotel, pero es que deseaba hablar un poco más con usted.
—¡Esto es un atrevimiento! Le puede costar muy caro...
—¡Pago lo que quiera! ¡Abráceme!
—¡Cuidado con lo que hace! ¡Tome!
—¡Uf! ¡Karateka! Y...
—¡Lo dije! Soy cinta negra. Es mejor que me deje en paz si no quiere que yo lo deje.. idem...
—¿Se atrevería a matarme? ¿A poco...?
—No me atrevería. ¡Me atrevo!
—¡Ah! ¡Deje esa pistola! ¡Es peligroso!
—¡Déjeme, pues, tranquila o lo acabaré!
—Está bien. Me doy por derrotado. Usted gana. Ojalá que algún día nos veamos nuevamente.
—¡Claro que nos veremos! ¡En el infierno!

* * * * * * * * *


—Buenos días, jefe. Llegué anoche de regreso de la comisión a la que se me había enviado. ¡Conseguido todo! (Menos a la fulAna esa.) Se firmaron los contratos. Aquí los tiene. Autorizados para abrir nuestra cadena de tiendas.
—Excelente labor. ¿Pero qué te pasó en el brazo? ¿Te caíste? ¿Por qué lo traes vendado?
—Si yo le contara, usted que bien me conoce, no me creería. Fue Ana.
—¿Qué? No entiendo. ¿Quién es Ana?
—Ana es el diablo.
—¿?
 
 

LOS MISTERIOS DE HELLEN PHILIPS


¿Y qué quedaba de ella? Sólo el recuerdo de la hermosa joven que había sido. Aún parecía escucharse su risa contagiosa en las oquedades de aquella mansión de antigua aristocracia y su voz de antaño, dulce, melodiosa, armónica, sólo era conservada entre los despojos de lo que había sido su recámara de quinceañera.
¿A dónde había ido? ¿Qué le había pasado? Sólo las habladurías de los vecinos lanzaban sus sospechas al viento. Decían que desde su partida se había dedicado a vivir como una más... de tantas en tal o cual ciudad. Otros, seguros de haber encontrado la verdad, afirmaban que se había vuelto loca desde la muerte de su padre y que por ello, su madre la había enviado a un centro de recuperación mental.
Por eso cuando los ancianos del vecindario se enteraron de que Hellen Philips volvería para el verano, hizo eclosión la curiosidad por volver a verla. Era el tema principal y obligatorio de todas las conversaciones de los viejos. ¿Conservaría su belleza aristocrática? ¿Mantendría aún la frescura de ese cuerpo que la había convertido en el objeto de deseo de tantos hombres y alguna que otra mujer? ¿Seguiría siendo tan alegre? ¿Continuaría vistiéndose con lujo? ¿Persistiría en las aficiones que la caracterizaban entonces: joyas y novios? Nadie de edad respetable había que no se interesara por conocer a fondo los motivos por los cuales había tenido que huir del poblado y aquellos por los que regresaba.
Sin que ninguno lo sospechara, Hellen Philips desapareció una mañana. Algunos amigos íntimos quisieron investigar su paradero, pero nadie pudo encontrar ni una huella de su posible ubicación. El detective que había sido contratado para tal caso nunca encontró datos suficientes para localizarla. Siempre se desvanecía cualquier atisbo de hallarla. Algunos conjeturaban que había muerto y no faltaba algún viajero que al retornar de sus turisteadas, afirmara haberla visto en Pekín, en Praga o hasta en Antofagasta. La realidad es que todo comentario carecía de veracidad. El misterio seguía en el aire.
Desde entonces su madre encaneció como quien dice de la noche a la mañana y los ¡pobre Amalita, qué terrible sufrimiento debe estar pasando: perder a su marido y casi al poco tiempo a su hija, es algo que pocos podrían soportar cuando todo su mundo giraba en torno a ellos!, se convirtieron en el comentario cotidiano de los chismes de aquel elegante barrio de alcurnia. Y Amalita se encontraba desahuciada y a punto de morir.
Pero ahora allí estaba Hellen; igualita a como se había ido. Los chismosos de siempre se embroncaban de asombro al mirarla tan eternamente joven y bella, cuando según cálculos de sus contemporáneos, debía andar por los sesenta.
Alta, de alborotado cabello pelirrojo, de una piel tan blanca que parecía de cera, Hellen mantenía la apariencia de unos treinta y tantos. ¡Y cómo se vestía! ¡Qué elegancia retro ponía en sus vestuarios! Semejaba una Garbo rediviva. Además, ese tono de discreción en su poco hablar que mostraba cuando su voz de gravedad encantadora, preguntaba algo o respondía a los curiosos con un extraño, pero distinguido acento.
La admiración iba de boca en boca al verla, tan radiante y juvenil, entrar en alguna tienda o cruzar por alguna calle. Se había sabido conservar tan bien, a despecho de sus eternas enemigas, casi setentonas, desdentadas, gordas o esqueléticas. Todas escupían su envidia en retahílas de operaciones, cirugías, masajes, cremas milagrosas y hasta baños de semen. ¡Claro, cómo tiene tanto dinero! Pacto con el diablo, afirmaban las viejas santurronas al salir de misa y verla pasar sin que ella se dignara en dirigirles la mirada ni persignarse siquiera ante la iglesia. ¡Espuma se les hacía la boca de berrinche! Mas Helen seguía sus dulces meneos como si nada, porque tenía vaivén, ¡y qué vaivén! Adolescentes y jóvenes cachondos la deseaban como abuela para que los acompañara al cine y le insinuaban entre sonrisas y declaraciones lo que aún podría sentir si permitía algunos escarceos más íntimos. Pero ella continuaba como si nada, acaso acrecentando un poco más sus sensuales movimientos de diosa. Sabía que esa era su gran venganza y la disfrutaba.
Ni parece que su madre esté agonizando. Mira las sonrisas de satisfacción que lanza. seguían las envidiosas de siempre con sus lenguas malignas y resecas.
Es que viene a apropiarse de la herencia total. ¡Qué desfachatez de ambiciosa!
Pero la alegría que se notaba en sus ojos y en su sonrisa era por otra causa. Su madre había quedado vengada. La misión que le había encomendado se había cumplido de sobra. Y su madre la bendecía como sólo puede bendecirse la gratitud.
Me has vengado hija mía y de la manera más inteligente. La única que nos queda a las mujeres. –decía su madre con la tierna mirada de quien al fin va a descansar de sus tormentos. Y Hellen, serena, llena de satisfacción y paz, le correspondía con amoroso apretón de manos.
Sin embargo, aún recordaba aquella terrible noche cuando al cumplir dieciocho años de adorar a su padre, descubrió el secreto de su origen. Violada por los soldados invasores estadounidenses, su madre nunca supo quién había sido su progenitor real. Cuando se sospechó embarazada, se entregó al novio militar gringo que la pretendía, sin que éste supiera los antecedentes, y fingió la llegada sietemesina de su bastarda. Amalia se hallaba segura de la conveniencia de ese matrimonio. Albert Phillips, que amaba tanto a su criollita mexicana, nunca había sabido la verdad y al liberarse de la milicia, heredero de los millones de dólares de su padre recién muerto, quien adoraba a la pequeña Hellen, vuelto dueño riquísimo de astilleros en Nueva Orleáns, pasados los estruendos de la Revolución Mexicana, se asentó en el país y quiso fundar una gran descendencia. Amalia no pudo, o no quiso, tener más hijos de un extranjero al que siempre le había fingido amor. En el fondo ella lo odiaba por ser un representante de los salvajes violadores de la intervención del 14. Por eso cuando, en un descuido familiar, Albert murió de tifo y las dejó ricas herederas, mandó a su hija a Alemania, donde Hellen vivió muchos años educada por refinadas institutrices.
Incorporada a la cultura germana convivió sin impaciencia ni temor con los nazis para quienes siempre pasó como una austriaca de insólito, pero sexy acento. La gente chismosa del barrio nunca se enteró de esto y por eso la desaparición de Hellen fue comentario obligado por muchos años hasta que las nuevas generaciones perdieron la referencia y nadie se volvió a preocupar por tal asunto.
Ahora que Hellen había regresado porque su madre se encontraba muy enferma, el viejerío recordó el ayer de los treinta y se pusieron en circulación los viejos chismes. Nadie supo nunca la verdad de sus misterios.
Amiga de nazis y fascistas guardaba un fuerte rencor contra los estadounidenses y con el dinero que contaba, decidió instalar por toda Europa libre y por toda la unión americana, casas de juego y prostitución, donde se seleccionaba a las enfermas de sífilis para contagiar a miembros del ejército. Si estos eran prestigiados, mejor. De esta manera cayeron muchas víctimas del placer, sin sospechar.
Hellen Philips pasaba por una culta dama de refinados modales, con alcurnia aristocrática, que avasallaba con sus finos encantos a banqueros y aristócratas sobrantes del gran mundo. La dulce vida circulaba por sus venas, pero ella nunca bebía ni se drogaba ni se entregaba sexualmente a nadie. Vegetariana, dormía hasta agotar el sueño y la natación la mantenía firme y rebosante de salud. Eso la cubría de un halo de virtud intachable. Sus negocios eran perfectamente controlados desde Nueva York y en estricto anonimato. Aunque todos sabían que era hija del afamado almirante Albert Philips y en su sangre traía toda la herencia de los marines.
 


Felicidad

¡Cómo era posible que a su edad estuviera enamorada! Resultaba ridícula aquella emoción que la inflamaba cuando lo veía llegar y platicar alegremente entre las carcajadas de su esposo y de sus hijos. El corazón se le llenaba de un extraño alborozo apenas escuchaba los ya para entonces muy conocidos estilos de tocar la puerta. Un entusiasmo se le desparramaba por las venas como si la sangre se le alborotara y quisiera estallarle.
Discretamente, como si ninguna importancia tuviera, hacía como si no hubiera notado su llegada en un ¡ah, hola, cómo está! Y luego continuaba con sus quehaceres envuelta en un entusiasmo extraño que nadie notaba, pero que a ella le hacían revivir sensaciones adormecidas en su cuerpo desde muchísimo tiempo atrás.
Sólo los platos o los vasos en el fregadero hubieran podido sentir esa tierna alteración que le daba más tibieza a su piel, o los guisos, esa delicada alegría de sus manos al prepararlos y echarles los condimentos con una suave conmoción de movimientos.

Y la casa se vestía de colores innovados y la rutina de sus treinta y cinco años de casada adquiría tonalidades tan rosas que a los cincuenta y ocho años de su edad, ella se reía de sí misma; de su cursilería. De no es posible. Si pareciera mi nieto, más que un hijo. Esto debe ser un disfraz de ternura senil, pero su cuerpo se me apetece. Se insinúa tan firme su carne, tan tersa, tan nítidos sus músculos; tan vigorosas sus piernas; tan macizos sus brazos y su pecho; y esa fina y discreta vellosidad que se le nota cuando ha ido con nosotros a nadar; y... ¡Qué tontería! Si ella era una mujer que bien podría ser considerada satisfecha. O como dicen hoy, autorrealizada. Terminó su carrera y la ejerció hasta la jubilación. Como maestra siempre había logrado el éxito y los ascensos. Su esposo la había idolatrado y apoyado como pocos. No había sido muy hermosa que digamos, así, rutilante, como estrella de cine antiguo, pero tampoco podría considerarse una mujer fea. Los pretendientes de su juventud fueron tan variados que al final, resultó difícil la elección. Sin embargo, Felicidad no se había equivocado. Su marido la había hecho vibrar cientos de veces en la cama y los hijos que habían nacido, dos hombres, dos mujeres, constituían el estímulo a su lucha personal, a sus desvelos, a sus afanes económicos, a llevar una vida ejemplar, en tiempos donde el ejemplo era la liberación total, o por lo menos aparente. ¡Qué más podría faltarle! Era lo que se llama una mujer completa. Su vida casi era lo que su nombre pregonaba: Felicidad. Felicidad. Felicidad.
Siempre Felicidad cuando su marido se lo murmuraba al oído en los instantes de sus infinitos orgasmos, siempre, desde el primero, en aquella dichosa luna de miel pequeño burguesa; o Felicidad cuando la despertaba con un beso y le anunciaba la hora de irse a la escuela a trabajar. Hasta la tarde Felicidad, cuando su esposo se despedía para marchar a la pequeña fábrica textil que él, como ingeniero, había organizado y que les proporcionaba los cómodos dineros que les restaban preocupaciones vulgares. Felicidad en su hogar, Felicidad en su escuela, Felicidad cuando la ascendieron a directora de primaria y pudo poner en práctica algunas ideas profesionales que de otro modo, se lo hubiera impedido cualquier director tonto. Felicidad rodeada de tantos niños y ella, como campesina entre la creciente milpa, cantándoles, enseñándoles, amándoles.
Y con sus hijos, ni se diga. Felicidad educándolos, comprendiéndoles, motivándoles, responsabilizándolos. También maestra en las cosas sencillas de la vida, los actos mínimos, sin tomarse tan a pecho predestinamientos de abnegación y de mártires, menos apostolados. Felicidad disfrutaba hasta con las voces que casi siempre con gratitud la llamaban: Felicidad, Felicidad.
Por eso ahora ella no se explicaba, más que con una sonrisa, que hoy, casi vieja, de improviso las hormonas parecían dilatársele. Nadie, ni por asomo lo sospechaba; ni su marido en las ya muy poco frecuentes ocasiones en las que disfrutaban de su sexo, pero que a Felicidad, cerrando los ojos, loca idea, le parecía gozarlo con aquel jovenzuelo de veintitrés.
Y aunque por tanto había sentido las durezas de aquel pene y sus exactos y mismos movimientos en pos de una eyaculación que sentía humedecer tibiamente sus interiores, ella se imaginaba la noche placentera del bulto aquel visto discretamente como siempre, que casi se le trasparentaba en los ajustados pantalones de moda, casi mallas, del objeto oculto de su pasión. Debía ser mucho más grande y grueso que el de su marido, pero sobre todo, tan voraz, tan arremetedor, tan violento. Y Felicidad se orgasmaba en estruendos sin fin, como la primera vez que se masturbó y abrazaba el cuerpo avejentado de su hombre legal con tal intensidad que él no cesaba de repetir al venirse: eres eterna. Felicidad; eterna... mi... felicidad... y mientras él se quedaba dormido: ella ya soñaba en su felicidad, y en sus sueños repetía la obsesionante imagen de ser poseída por ese cuerpo que deslumbraba juventud, arrojo, nerviosa búsqueda.
Esa mañana despertó con un dolor terrible
de cabeza mucho antes que su esposo le diera el beso acostumbrado. Dos aspirinas y ya, pensó. Pero fue inútil. El dolor era tan persistente que el médico fue llamado. Todo en apariencia era inexplicable. Su salud siempre había sido normal. Nunca había sido la clásica mamá eternamente está enferma y hoy, de pronto.
Era necesario efectuar, recomendó el doctor, unas radiografías del cerebro. La presión estaba altísima y corría el riesgo de un derrame cerebral. Sedantes, reposo, alfametildopa en abundancia y dormir, dormir mucho. Sí, doctor. Murmuraba apenas con una leve sonrisa, Felicidad. Y se fue quedando dormida.
Es ridículo, obsesionadamente, como en eco, con su voz interna Felicidad se decía entre sueños. Es ridículo, ridículo. Y nada puedo hacer. Ni declararlo. Para qué, nada se lograría. Vale más imaginar que llenarse de decepción o producir asco. Mejor callar esto. Ya se pasará. En cuanto me recupere intentaré algo.. Pero voy para los sesenta años... Es grotesco... a mi edad.. mis hijos me lo han dicho... pero desde ángulos de trabajo... En cambio yo... a mi edad... es chusco... Por primera vez sé cuándo se va la felicidad... se va... se fue... No... no... La felicidad sigue... la imagen sigue... lo demás siguen... Lo veo... está desnudo en mi mente... mi mente hace la felicidad de estar con él.. Rejuvenezco y siento que me abraza, me acaricia, me besa, me mordisquea, me penetra...me penetra... me penetra... y explotar...
El médico afirmó que todo era ya inútil. El derrame cerebral había ocasionado su muerte. Así solía suceder. En ocasiones no avisa. Pero vean cómo quedó. Parece dormida, hermosamente pálida, como rejuvenecida, sin una arruga... es triste, mas ésta es una de las muertes más bellas... No se siente la agonía.
Los hijos de felicidad y su esposo lloraban incrédulos. ¡Es absurdo! ¡Cómo! ¡Por qué!
El rostro inerte de Felicidad semejaba el reflejo de su nombre.

 
 

Matilde


Manuel había llegado como siempre, Su mujer lo había aguardado con angustia. Hacía dos días que no se presentaba al trabajo y ella temía que lo fueran a despedir. El más fúnebre de los presagios rondaba por su mente. Qué harían si a su esposo le quitaran el empleo. Lo poco que ganaba servía para pagar la renta de la mísera vivienda en la cual vivían y lo que ella recibía por lavar y planchar ropa ajena, apenas si alcanzaba para vestir y darles de comer a sus tres hijos.
Matilde, que así se llamaba la mujer, estaba enferma. Desde que la habían operado de la vesícula, allá en el Hospital General, no había podido quedar bien. Un malestar constante en la herida la inquietaba, y sin embargo, no guardaba reposo alguno porque en Manuel no se podía confiar.
En la fábrica donde éste trabajaba, ganaba más que lo suficiente para llevar una vida cómoda y placentera, no con lujos, pero sí, sin privaciones. Lo único malo era aquello... Cuando se hallaba en sus cabales, se portaba lo mejor posible. Era un padre excelente y un buen marido. Hacía lo indispensable para llevar la felicidad a su casa.
Cuando Matilde lo conoció no se imaginaba lo que iba a ser de él. De haberlo sospechado, tal vez.. hubiera cambiado la senda de su vida. Y pensar que todo había comenzado desde que trabajó en aquella cantina de la barriada de la Candelaria...
Tenían tres hijos. Tres alegrías. Tres disgustos. Tres apuraciones. El mayor contaba con seis años. Ya iba a la escuela. Su padre, cuando estaba en juicio, se entusiasmaba con tal idea y prometía que ya nunca.. que jamás... pero... siempre había otra vez. El deseaba ver a su hijo, a sus hijos, convertidos en grandes hombres, en grandes personajes... Sólo que...
Su afición al alcohol, desmedida, devastada, destrozaba aquellos palacios forjados al calor de las tardes estivales y lo convertía en un vil juguete de todos...
Matilde sufría interiormente, pero callaba... callaba... y su dolor lo transformaba en energía para trabajar y así... darles el pan angustioso de cada día a sus chiquillos. (No debe faltarles nada.. ni su padre siquiera...)
cuando se encontraba sola, por las noches lúgubres y frías del invierno, sus pequeños eran el único consuelo para sus tristezas. Eran su inspiración... su esperanza... y su lucha... Eran como una llama que la hacía soportar aquella vida miserable y agobiante.
Sus vecinas, de la pobretona vecindad en que vivía, la estimaban y compadecían. Le habían llegado a decir que abandonara a Manuel, que por qué le aguantaba tanto, pero ella callaba... callaba... como siempre...
Esa tarde su marido había regresado después de una parranda más. Y ella podía respirar libremente al ver que nada le había sucedido. Cuando no estaba ebrio era muy bueno y por ello Matilde lo resistía todo...
—Ya vine vieja...
—¡Qué bueno! Me tenías preocupada... —Les daba de comer a los niños mayores. El menor jugueteaba en su semicuna— Temía que te hubiera pasado algo... continúo —Hay tantos accidentes...
—No tengas miedo... Nada malo me ha ocurrido...
—Voy a prepararle la cama para que te acuestes.
—No tengas miedo... Nada malo me ha ocurrido...
—Voy a prepararte la cama para que te acuestes.
—No... No voy a dormirme... Vengo por la botella que traje el otro día... Cuando fue tu santo... Aquella de ron...
—¡Ya te la tomaste desde hace mucho!
—¡No es cierto! ¿Crees que no me acuerdo?
—Sí...te la tomaste....
—¿Qué crees que soy tonto? La estoy viendo... Mírala... está atrás de aquel cajón... y fue tambaleándose hasta ahí...
—¡No! ¡Ya no tomes! ¡Ya no tomes! —Y corrió hasta él para impedir que la cogiera.
—No te opongas Matilde... Voy a invitar a mi compadre unas copiosas de esto...
—¡Nada! ¿No te da pena ir en esas condiciones? El ya no toma...
—¿Qué...? ¡Ja! ¡Consejos vieja! ¡Consejos!
—¡No Manuel! No vas a salir... ¡Dame esa botella! Y trató de quitársela. Comenzaron a forcejear.
—Estate quieta Matilde... ¡Suéltala! ¡Te va a pesar!
—¡No! ¡Ya estoy harta de tu vicio! ¡Y ahora no tomas porque yo no quiero!
—¡Oh! Te estás volviendo muy valiente —sorprendido y burlón, como incrédulo.
—¡No es broma! —Los dos niños que estaban comiendo se alejaron de la mesa en la que estaban tomando sus alimentos. Creyeron que su padre iba a pegarle a la que tanto querían, algo que nunca antes habían visto. El mas chiquillo, desde la cuna, comenzó a llorar asustado.
—¡Suéltala! —Murmuró Manuel.
—¡Suéltala tú primero! ¡No volverás a beber! ¡No quiero! —Casi enojada.
—No me provoques... Nunca te he hecho nada... pero... si me buscas... —comenzó a enfadarse.
—¡No beberás! ¡No! —Y quiso arrebatársela definitivamente, pero él logro empujarla y deshacerse de Matilde. Los chiquillos al ver aquella escena comenzaron a llorar y a gritar.
—¡No papá! ¡No! ¡No le pegues...! ¡No!
—¡Cállense! No me hizo daño. —Dijo enérgica al mismo tiempo que veía a Manuel dirigirse hacia la puerta. Ella corrió y lo alcanzó. Nuevamente con fiereza inesperada trató de quitarle la botella de ron.
—¡Suéltala! ¡Te estoy diciendo! —Molesto.
—¡No! ¡No beberás! ¡No beberás!
—¡Quítate! —Y furioso le dio un empellón. Matilde resbaló estrepitosamente llevándose entre las manos la botella de ron. La cabeza se le estrelló en el filo de la puerta y comenzó a sangrar. Al momento perdió el conocimiento. Al darse cuenta de aquello, los pequeños lloraron angustiados y llenos de terror. La botella, al caer Matilde, de había roto.
Manuel quiso levantarla... pero al comprender lo que había acontecido, salió corriendo despavorido. Matilde estaba muerta. Los niños gritaban y lloraban, dos hincados junto a la madre como si trataran de revivirla y el otro desde la cuna.
—¡Mamá! ¡Mamacita! ¡Se murió! ¡Se murió! ¡Se murió mi mamá...!
Aquel momento fue vertiginoso. La vecindad se alarmaba. Las mujeres se santiguaban con espanto. Un hombre corría como loco por las calles.
El ron brotaba de la botella destrozada, como con burla...
Aquel momento fue vertiginoso..
Los niños gritaban y lloraban...
 
 


LA INTELIGENTE SEÑORITA BERNYS.


La noche avanzaba, y como siempre, como todos los días, como todas las horas, la señorita Bernys hacía remolinos con sus pensamientos. Había notado en las últimas semanas un silencio inexplicable en cada uno de los que trabajaban en la oficina donde ella era la jefe. Sin los comentarios acostumbrados, envueltos en protestas y en desacuerdos, se concretaban a cumplir las órdenes que les daba.
Desde que había sino nombrada titular de aquella dirección, los asuntos marchaban de manera regular y la burocracia instituida había sido derrumbada. El seor ministro personalmente la había visitado para felicitarla por la inteligencia con a que había logrado llevar los asuntos relativos a esa tarde la institución que él presidio. De tal manera el trabajo se había simplificado que se encontraban totalmente eliminados los engorrosos trámites para cualquier documentación. Las antiguas formaciones interminables, los amontonamientos sudorosos, el griterío de quienes acudían a las ventanillas para arreglar sus asuntos y no eran atendidos, habían quedado olvidados. Desde que la inteligente señorita Bernys había llegado a la jefatura de la oficina parecía que los problemas no se daban la vuelta por ahí.
Su sentido de orden, de organización, de legalidad, de exactitud y de mando eran los principal motivos de tal cambio y sobre todo, su aguda inteligencia. ¡Qué gran capacidad dialéctica! Por intrincada que aparentara surgir una diligencia, ella, con sus conocimientos vastísimos, manejados con una agilidad asombrosa de vocablos que expresaban los más complicados razonamientos encontraba la solución inmediata a cualquier enredo y éste no tenía más remedio que dejarse concluir.
Cuando apenas había llegado a aquel medio, en donde personas mucho mayores que ella eran simples secretarias, tuvo muchos enfrentamientos por parte de algunos que se oponían a las reformas que proyectaba y que daban al suelo con diversas prebendas y ganancias de quienes las obtenían mediante la solución sin demoras, sin trabas, de hechos insignificantes acrecentados en su dificultad con el fin de cosechar algún extra...
La señorita Bernys no aceptó aquella corrupción y dio órdenes terminantes de no poner pretextos que evitaran la pronta resolución de cualesquiera problemas. Inclusive hizo renunciar a varios de aquellos que habían de la oficina pública, negocios particulares. Así fue como muchos principiaron a odiarla y a buscar la manera de alejarla de lo que hasta entonces consideraban sus dominios.
Otros, al comprender que con ella no era posible lo acostumbrado, optaron por fingir elogios, falsificar admiraciones y adularla en todo lo que hacía. ¡Qué maravilla de mujer! ¡Su talento es envidiable! ¡Es la única jefa con inteligencia que conozco! Pero, ¿cuál sería el aplastamiento de su nariz cuando ella ls respondía sinceramente y sin hipocresías, por lo que no dudaron en calificarla de grosera, déspota, poco urbana y antisocial: “No me hacen falta elogios ni necesito alabanzas. Usted concrétese a trabajar, a cumplir y será el mejor medio para honrarse, no honrarme. No quiero saber lo que piensa, sino lo que es capaz usted de realizar”. Hasta el más ágil palabrero de los lambiscones se daba frentazos ante aquella mujer que nadie podía conmover en su rigidez insobornable. No faltaban, por tanto, las risas escondidas de quienes veían el trato que proporcionaba a los que intentaban ganarse algún privilegio a través de mascaradas.
En los dos años que llevaba dirigiendo la oficina había demostrado su gran capacidad. Algunos que se cercaban hasta ella con el deseo de confundirla en sus apreciaciones se retiraban sorprendidos ante los juicios que la señorita Bernys admitía y que los fundamentaba legalmente con tanta precisión y soltura que no tenían más remedio que retirarse enrabonados.
Sin embargo, tal rectitud le había dado a ganar enemigos al mayoreo que no cesaban en aprovechar cualquier circunstancia para atacarla y desprestigiar su postura. Ella lo sabía, pero no le atribuía ningún caso. Que dijeran lo que dijeran; se encontraba conforme y a gusto con su conciencia; satisfecha consigo; segura de su actitud que para nada le importaban ciertos nubarrones que en ocasiones se vislumbraban por no permitir algún resultado sucio que perjudicara a un inocente. Más de una docena de veces había destruido transacciones en la que se tramaba el triunfo de la injusticia porque se encontraban en juego millones de millones.
Algunas empresas particulares llegaron a demandarla por abuso de autoridad, ya que creían que las resoluciones negativas que ella daba para un aumento en los precios de determinados productos, eran sólo caprichos de mujer terca. No obstante, había acudido a los juzgados y sin necesidad de abogados, ella ponía en claro la situación y su inteligencia en activo, dejaba impresionados, maravillados las más de las veces, a sus enemigos que terminaban por reconocerla y darle la razón.
Pero en los últimos días, ella había percibido una extraña conspiración. Pensaba y pensaba como siempre, mas no acertaba a saber el motivo.
Sucedía que de improviso nadie le dirigía la palabra y aunque obedecían sus órdenes, ella presentía que algo pasaba. Tal vez todo aquello había surgido desde el momento en que vergonzosamente había hecho renunciar a Gilberto, uno de los empleados más antiguos de la oficina, porque ella lo había sorprendido en un turbio negocio de autorización de estupefacientes. La ira que la había embargado nunca había tenido tal iluminación. Cómo era posible que hubiera falsificado su firma para algo tan indigno. El ministro la había mandado llamar porque en la frontera del país, se había presentado un documento en el que bajo su aprobación se permitía salir rumbo a Europa varias toneladas de droga nacionales apropiadas para tales mercados.
Ella se enfureció y haciendo recuentos mentales de datos, como una máquina registradora, llegó a la conclusión de quién era el culpable.
El propio ministro había quedado perplejo ante la exhibición de la inteligencia de la señorita Bernys; con los datos más dispersos que ni una computadora hubiera sabido elaborar, ella había concluido en menos de diez minutos el punto final de una hilada trama en la que el principal activo había sido Gilberto y otros de sus compañeros que si bien no fueron cesados, porque no eran completamente culpables, al decir de la señorita Bernys, ya que habían sido usados como instrumentos por el inmoral empleado, sí fueron cambiados de oficina.
El prestigio que había alcanzado por su inteligencia al resolver tan vertiginosamente el caso, había causado revuelo en los periódicos. No había uno solo que en su primera plana dejara de publicar la fotografía de la señorita Bernys, Jefa de la Oficina de Negocios Internacionales del Ministerio de Comercio.
Tal vez aquello había derramado el respeto y se había convertido en miedo. Ella sabía desde esos momentos que le temían. Sin embargo, había descubierto el indicio de algo que la principiaba a poner nerviosa.
Por eso en aquel momento decidió llamar a la policía. Se encontraba sola en su departamento, desprotegida y debían acudir en su ayuda. En unos instantes más, llegaría, había concluido, un hombre que llevaba la consigna de matarla por haber estropeado los planes de la drogadicción Y ella se encontraba indefensa y no quería morir. No quería morir...
El teléfono, trémulamente manejado, no comunicaba. Marcaba y marcaba y la máquina equivocaba el número. Nada. Nada...
Según sus cálculos en la obsesión de sus pensamientos, en un minuto entraría el individuo a la fuerza y sin piedad, la asesinaría. Ya sentía los pasos. Debía huir. Pero... ¿por dónde? ¿Por dónde? Era la única puerta, a menos que por una de las ventanas, aunque el peligro de diez pisos de altura aumentara su pánico. Corrió hasta la más grande y en el momento de abrirla, vio a un hombre que le apuntaba desde el edificio de enfrente, dio un grito de terror y la señorita Bernys cayó fulminada por la bala que le había atravesado la cabeza que tanto había pensado y que por vez primera, ahora, ante la solución más importante, había fallado.

 


La mujer de Tepexpan


Hasta en la muerte me han negado el nombre. Y hasta mis huesos de mujer han arrasado con su afán de hacerse los viriles. Más de veinte mil años de olvido y ni cuenta se habían dado los muy engreídos. Apenas a aquel ocurrente osteólogo se le vino la idea de compararlos con otros huesos asaz antiguos, aunque ni tanto y ¡zas!, que se afama con su descubrimiento. Sin embargo, ellos, todos; tratados de historia, de arqueología, de antropología y demás residuos de tiempos extraviados en la vanidad de absurdos y ególatras individuos, me siguen llamando hombre. Tan fácil que sería eliminar la o por la e, y la e por la a, y aunque fuera por errata, dejarme ser lo que fui: la hembra de Tepexpan. Cuestión de vocales... de voces... de vocaciones...
Yo no nací de ningún hueso de hombre. Sólo un primitivo primate prepotente privado de conocimientos lo imaginaría. ¡Prángana prejuicioso!
Al contrario, cuantos hombres nacieron de mí y cuantas hembras también. Éramos simples animalias entonces; anima, animales: aliento, soplo vital que protegido por estos huesos, casi eternos, movía vísceras, músculos, carne, nuestra carne; carne muy común a los demás habitantes del zoológico terrestre.
No obstante, y equilibrio el juicio, también gracias a un hombre pude nacer yo. Ni uno ni otra; ni otro ni una, fueron superiores. Los dos se complementaron porque así venía dándose la decisión: mujer y hombre, bioquímica genética, dirían hoy los que se creen muy sabios.
Para reproducirse, sólo la pareja, la dualidad; para el goce y la aventura, las variantes calmadoras de la inacabable pulsión de expandirse, de penetrar, de extenderse, de supervivir. ¿Qué sería si todos se reprodujeran? Desde hace veinte mil años el planeta tierra hubiera reventado de habitantes, mas para evitar eso, se encontraba la enfermedad salvadora, las ambiciones personales, los depredadores del hombre, la guerra y las homosexualidades.
Yo, la mujer de Tepexpan, he conservado en mis huesos todas esas informaciones que aún nadie describe porque el código secreto conservado en mis tejidos óseos no ha encontrado su computadora eficaz.
Y aquí he estado desde siempre; expuesta a que alguien me escuche y tome con fervoroso amor de amante mi osamenta y la reencarne en cada mujer cotidiana de hoy.
Yo no era tan consciente entonces, como ahora dicen que son. Machos y hembras deambulábamos desamparados por llanuras, montañas, cuevas, cavernas, lagunas.
Y juntos pescábamos, comíamos de los frutos que no siempre abundaban; éramos más vegetarianos que carnívoros, aunque no despreciábamos comer de todo. A veces, hasta a nosotros mismos... No hay quien la aguante. Y los machos nos poseían por nuestro gusto; nunca por fuerza, porque quien osara penetrarnos era de todos modos valioso, pues tenía su instrumento de placer y vida en ofrenda y homenaje voluptuoso a nuestra vulva húmeda y fértil. No era violación, sino continua ley de la creación que en nosotros, los incipientes humanos, se daba espléndida. Nunca pensamos en pecados, porque simplemente nos guiaba lo natural y los machos nos poseían como a las yeguas, como a las gallinas, como a las perras. Se nos montaban, y aunque a veces doloroso era su inicio, después explotábamos en gozos que se expandían en rugidos entre los matorrales, a la orilla de los ríos, entre las piedras y así era hasta que un día descubríamos que un nuevo humano crecía en nuestro vientre y al parirlo, dejábamos boquiabiertos de admiración a los machos que nos bendecían como a las diosas o dioses que comenzaban a imaginar que existían atrás de toda fuerza universal.
Tales hijos que a veces resultaban, eran frutos del vigor, y todos, hembras y machos, hombres y mujeres los cuidábamos; no eran míos ni de ellos, sino de todos. Eran los continuadores de nuestros grupos, de nuestra unidad, de nuestra unión. Para ellos éramos sus madrecitas o sus padrecitos. Y por eso los educábamos para agradecer lo que se nos daba y compartir lo que obteníamos: alguna pieza de cacería, algunas hierbas y frutos; pero sobre todo la energía que nos llenaba: el maíz.
Era verdaderamente una lástima que nuestro venerable maicito se nos pudriera en ocasiones y por eso teníamos que compartir su producción de inmediato. Hoy dicen que éramos unos comunistas agrarios primitivos. Sin embargo, desde mis huesos veo que hoy son mas primitivos de lo que nosotros éramos, pues han perdido la maravilla de la gratitud a nuestro padre–madre, la energía que nos crea y gracias a la cual todos vivimos y de la cual todos somos sus manifestaciones: el agua, el viento, las montañas, los volcanes, la lluvia, las flores, las serpientes, las aves y todos los demás vegetales y animales, incluidos nosotros, los humanos.
Hoy, lo agrario es despreciado por esos imbéciles...¿cómo dicen? ¡Ah, sí! Transculturizados, aunque de allí viven; a la naturaleza la prostituyen y la degradan; la destruyen para que unas cuantas bestias contemporáneas se enriquezcan y después luzcan su poder al destruir a quienes no les sigan en sus artimañas demagógicas; aún los que se dicen comunistas ponen su vanidad narcisa al frente y se sienten tan heroicos como el más panzón de los capitalistas.
Alguien dirá que constituyó un paraíso ideal mi tiempo; para el cual ya no hay retorno. ¿Retorno? Seguro que no. ¿Paraíso? Con los recursos que ahora tienen podrían construir el verdadero paraíso.
Despojados andábamos entonces de grandes tecnologías. No podíamos evitar deslaves, erupciones, inundaciones, incendios, terremotos; pero también hoy ustedes, a pesar de sus 25,000 años de inutilidades políticas se han alejado tanto del todo creador que se encuentran naufragando en su estúpido individualismo.
¡Ah! Allí están otra vez esos que vienen a hurgarme con sus tenazas, lupas, lentes electrónicas, computadoras y discuten que no era hombre; que era mujer; que sí; que no. Ya se han publicado montones de sesudos estudios sobre los recientes hallazgos. ¡Bah! pobres mequetrefes.
Yo soy la mujer de Tepexpan, su verdadera puta madre. Y este idiota, gato infame, que no se atreve a quitar el letrero: Hombre de Tepexpan.

EXTRAÑO, MISTERIOSO BIEN...


Desde aquel día que nunca pude precisar cuál, pues aún era yo tan pequeña; mi vida cambió y aunque sólo imprecisos recuerdos me suelen asaltar, siempre he estado segura de que nunca nada podía ser igual a mi remota infancia.
Apenas si me acuerdo de mis padres. Yo he de haber tenido unos cinco o seis años. Era algo así como la niña mimada de aquella pareja de jóvenes treintones.
Parece que ambos se habían amado tanto que yo era el vínculo enlazador por evidencia. Él veía en mí, los ojos ingenuos y tímidos de mi madre y ella, no cesaba en emocionarse por mi sonrisa juguetona que tanto semejaba a la de él.
Recuerdo que mi madre me abrazaba tanto y de modo tan feliz cuando me veía contenta que mi risa la entusiasmaba hasta el delirio de estrecharme gozosa de mi alegría. Y cuando mi padre llegaba de la empresa donde trabajaba como gerente de ventas, era contador público, pasaba horas y horas contemplándome y acariciándome las cejas, la cabellera, las mejillas. A veces, tanto amor me asfixiaba y creo que me aburría.
De improviso, aquel espantoso accidente alteró la total armonía de mi existencia. Las tías lloraban; los tíos discutían sobre no sé qué demandas y ya no volví a ver a mis padres. Sin embargo, el cariño se intensificó tanto y tanto que parecía que todos se afanaban en quererme, como si desearan equilibrar la pérdida de mis afectos.
Me recuerdo seria; acaso con unas lágrimas contagiadas al ver tanto lloriqueo de amigos y familiares. Y el par de féretros descendiendo y los puños de tierra que me dieron para lanzarlos a los hoyos que recibían como túneles a aquellas cajas de férrea y elegante construcción.
De pronto me encontré en casa de mi tía, la hermana de mi padre. Mimos y cuidados por supuesto. Ahora de toda la familia era yo el centro de atención. Los hermanos de mi madre, mis abuelos, todos, se desvivían por hacerme sentir algo que no sabía qué.
Y sin embargo extrañaba tanto los jugueteos de mamá y los apretones contemplativos de mi padre. Nadie decía que habían muerto. Sólo callaban. Y mientras, como siempre, me decían el clásico pretexto: es que han salido de viaje y no se sabe cuándo regresarán. Pero no te preocupes un día los volverás a ver. Y la abuela rezaba, tal vez por mí, o porque recordaba a su hijo.
Un día comencé a circular por distintas casas. Hoy con la tía Luchis. La semana que entra con mamá Lupita. El día completo con tío Gabriel. Hasta que todos se aburrieron y mi internaron con las monjas donde entre apariencias de cariño, me plantaron un eterno uniforme que sólo cambió cuando me informaron de una adopción. Yo ignoraba qué era eso. Sólo sabía que unos padrinos míos me habían adoptado, pues era necesario que alguien se responsabilizara de mi educación y ellos se encontraban sobremanera interesados en ello. Además el orfanatorio se hallaba excedido de cupo.
Así fue como llegué a esta casa. Después supe que mi padrino era el dueño de la empresa donde trabajaba mi padre y que lo apreciaba mucho, tanto, que ante la carencia de hijos propios, no había habido mejor regalo, o indemnización, que yo. Él lo extrañaba tanto y veía en mí, según me lo decía, el vivo retrato de mi progenitor. Sus palabras me recordaban a las que mi madre también me decía.
Heme así de súbito convertida en una niña súper rica. Mi padre adoptivo me acariciaba y halagaba tan frecuentemente que a veces parecía sentir el calor de mi padre. Eres igualita a él. Y me besaba las mejillas con una ternura que revelaba un grande amor.
Obviamente que tenía niñera y maestra en casa. Todas las comodidades. Crecí al ritmo de las lecciones de piano, instrumento en el que descubrí muchas de las habilidades que hoy me han dado la fama de gran pianista. Si tan solo hubiera sido más anónima mi vida artística, no se hubiera armado el escándalo que ahora con mi boda ha incrementado la venta de mi música. Sin embargo no me quejo. El piano ha sido siempre mi eterno compañero; mi amigo; un amante quizá. Sus ritmos se convierten en la forma armónica de mis estremecimientos. A través de él, lloro; río; me conmuevo; me nostalgio; rabio; sollozo. Mis canciones hablan de todo eso, aunque muchos intentan descubrir secretos que ni siquiera me han pasado por la mente.
Por eso cuando descubrí, apenas entrada la adolescencia, la razón de tanto amor de mi padrino hacia mí y la verdadera relación con mi madrina, mera forma de guardar las apariencias sociales, la aceptación de su amor fue tan natural en mí como un arpegio.
Nada me faltaba. Los nimios recuerdos de mi infancia fueron ahogados por la holgura y la comodidad disfrutada durante toda mi juventud. Ahora con veintiún años, famosa compositora de éxito internacional; si no bellísima, sí guapa, como mi padre, según dice mi padrino; a dos años de la muerte de mi madrina, me he casado con mi benefactor. Me adora y no sé bien por qué; siempre lo ha hecho desde que me adoptó. También creo amarlo yo, sin importar la diferencia de edad. ¿Sería nuestro constante trato? ¿O mera gratitud? No importa, por eso me parece ridículo el escándalo que han hecho los asustados. Chaplin se casó otra vez muy viejo, ¿por qué mi padrino no puede hacerlo?
Quién mejor que él, que amó tanto a mi padre y me ha dado todo lo que tengo, merece el estreno de este cuerpo que he conservado virgen sin importarme porqué. Nunca me han interesado los imbéciles de mi edad. Tampoco las sonrisas venenosas de quienes dicen saber la verdad de tanto amor.
Te semejas tanto a tu padre, me dice al oído mientras siento su excitación penetrarme tan intensa y placenteramente que parece como si algo en él reviviera; y mientras se mueve y me acaricia murmura eres mi eterno amor. Sonrío de goce al pensar en aquellos que les parecería mi padrino, incapaz de cumplir con los ritmos de la pasión.
Y yo me siento tan amada como cuando niña... con un extraño, misterioso bien...