Historia de la Compañía de Jesús en Nueva-España. Tomo I: Libro tercero

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Sumario

Órdenes precisas de Roma sobre la administración del Seminario de San Pedro. Congregación de la Anunciata en el colegio máximo, y efectos de los ministerios. Raros ejemplos de virtud en los indios de Tepotzotlán. Frutos del colegio de la Puebla. Misión a Zacatecas y principios de aquel colegio. Viene de visitador el padre Diego de Avellaneda y su carácter. Principio de las misiones de Sinaloa, descripción de aquel país y sucinta relación de su descubrimiento y conquista. Pasa el noviciado al colegio de la Puebla, y casos singulares de sus ministerios y misiones. Congregación de la Anunciata en Oaxaca. Principios de la fundación de la casa profesa. Celébrase la tercera congregación provincial, en que es elegido procurador a entrambas cortes el padre doctor Pedro de Morales. Muerte de don Melchor de Covarrubias, su elogio y testamento. Muerte del padre Hernán Vázquez. Misión a Guatemala y petición de la ciudad al rey para que funde allí la Compañía. Misión a Guadalajara. Encomienda el virrey a la Compañía la reducción de los serranos de Guayacocotla. Sucesos de Sinaloa y primera entrada a Topía. Peste entre los indios. Temblor de tierra y sus buenos efectos. Principios del colegio de Guadiana. —218→ Progresos de la Profesa y principios de sus congregaciones. Muerte de algunos sujetos en el colegio máximo. Ministerios y misiones en México, en Puebla, en Valladolid, Tepotzotlán y Veracruz. Encarga el virrey a la Compañía la reducción de los chichimecas en San Luis de la Paz. Primera entrada a la Laguna de San Pedro, y descripción de este país. Progresos de Sinaloa. Conspiración contra el padre Tapia y su castigo. Conspiración de Nacaveba, muerte del padre Tapia y su elogio. Consecuencias de este alzamiento. Arribo de nuevos misioneros, y estado de la misión. Estado del pleito sobre el sitio y fundación de la Profesa. Muerte del padre Diego de Herrera. Celébrase la cuarta congregación provincial. Ministerios y estudios del colegio máximo. Cátedra de escritura. Frutos de los demás colegios. Raros ejemplos de virtud en los indios de Pátzcuaro y en Tepotzotlán. Muerte del padre Carlos de Villalta. Misión a Acapulco y pretensión de un colegio. Sucesos de los chichimecas. Reducción de los Guasabes en Sinaloa, y de los fugitivos a sus pueblos. Pídense jesuitas para la conversión del Nuevo-México y para Californias. Progresos de las congregaciones del Salvador y la Anunciata. Misión de San Gregorio y sus efectos. Calumnias contra los jesuitas en la Puebla, peste en Oaxaca y salud milagrosa en nombre de San Francisco de Borja. Muerte del padre Gerónimo López. Pretende el cabildo de Valladolid se encargue la Compañía del Seminario de San Nicolás. Inquietudes en Sinaloa. Principios de las misiones de Tepehuanes y sus primeros frutos en el pueblo de Papátzcuaro. Sucesos de la misión de la Laguna y de San Luis de la Paz.


[Mutación en el Seminario de San Pedro y San Pablo] El colegio Seminario de San Pedro y San Pablo estaba en una situación que no podía durar mucho tiempo sin alterarse la constitución de su gobierno. La Compañía lo había tomado segunda vez a su cargo por orden de la real audiencia, como dejamos ya escrito; pero aun este superior respeto no fue bastante para que en los siguientes cabildos no intentasen los patronos algunas novedades a que no se podía condescender sin deshonor. Informado nuestro muy reverendo padre general Claudio Acuaviva, envió órdenes muy apretadas al padre provincial Antonio de Mendoza, en que le mandaba que si aquellos señores (salvo el derecho de presentación) no cedían a la Compañía todos los temas, cuanto a la temporal administración y gobierno económico del seminario, se dejase del todo la dirección y se quitase aquel motivo de —219→ discordias que podían ser de muy perniciosas consecuencias a toda la provincia. En consecuencia de esta orden, juntos en cabildo los patronos a 30 de julio de 1588, propuso el padre provincial las instrucciones que se habían recibido de Roma, bien seguro que no estaban los ánimos en disposición de admitir tan duras condiciones. Efectivamente, habiendo escuchado aun la simple propuesta, no sin muestras de indignación, el padre Juan de Loaiza, que era entonces rector, entregó las llaves del colegio, y volvió este a su antiguo estado, bajo la administración y dirección del licenciado Francisco Núñez.

Mientras que así vacilaba, y amenazaba próxima ruina el colegio de San Pedro y San Pablo, los dos seminarios de San Bernardo y San Miguel, felizmente reunidos, bajo el nombre de San Ildefonso, que se vio desde entonces como un presagio dichoso de su duración y de sus aumentos, florecían cada día más en letras y en virtudes. Para el cultivo de estas en que ha puesto siempre la Compañía su principal atención, se había emprendido algunos años antes una congregación formada de los mismos estudiantes, bajo el amparo y advocación de la Santísima Virgen María en el ministerio de su Anunciación, que honraban con particulares ejercicios. Estas piadosas congregaciones eran ya muy frecuentes en Francia, en España, Italia y Alemania. La que se había fundado en Roma, en nuestro colegio de estudios, era muy sobresaliente para que pudiese ocultarse a la paternal benevolencia del Sumo Pontífice Gregorio XIII, fundador de aquel insigne colegio. Había tenido principio desde el año de 1563; en el siguiente se le dio el nombre de la Anunciata, con que hasta ahora florece. La frecuencia de los Sacramentos, la asistencia de las exhortaciones que les hacía su prefecto, la lección diaria de algún libro piadoso, algunos ratos de oración, la devoción al santo sacrificio y al Rosario, y otras oraciones en honra de la Santísima Virgen, eran sus principales ocupaciones. Los domingos, después de vísperas, acompañados de sus maestros, visitaban las estaciones de Roma o los hospitales y las cárceles, con una modestia y una fragancia de virtud que encantaba a toda la ciudad. El Soberano Pontífice, gozoso de ver en su colegio, no solo la regular observancia de los nuestros, pero aun en la más tierna juventud, obras de tanta edificación, la enriqueció con muchas indulgencias por bula expedida a 5 de diciembre de 1584. Después Sixto V, por bula expedida a 5 de enero de 1586, concedió al general de la Compañía poder erigir en todos y cada uno de los colegios o casas, una o muchas congregaciones —220→ bajo el mismo o diferente título y facultad para agregarlas a la primaria de la Anunciata de Roma, y concederles las mismas indulgencias que aquella goza. En nuestro colegio máximo de México, cuasi con los primeros estudios de gramática que allí se establecieron, había también florecido esta piadosa congregación. Tomó un nuevo lustre y formalidad, después que juntamente con las sagradas reliquias se colocó en nuestra iglesia la bellísima imagen de Nuestra Señora, de que arriba hablamos, y a cuyo altar quedaron vinculados sus devotos ejercicios. Aun después de concluidos sus estudios, permanecían asistiendo a todas las funciones de la congregación, con la misma puntualidad y exactitud los sacerdotes y personas constituidas en dignidad. Así lo practicaron, dando heroicos ejemplos de virtud por muchos años los ilustrísimo señores don Juan Ladrón de Guevara, arzobispo después de la Isla Española; el ilustrísimo don Bartolomé González Soltero, inquisidor de México, su patria, y obispo de Guatemala; el ilustrísimo don Nicolás de la Torre, deán de la Santa Iglesia Metropolitana de México y obispo de Cuba; el ilustrísimo don Alonso de la Cueva Dávalos, deán de la misma iglesia de México, y su dignísimo arzobispo, después de obispo de Oaxaca; el ilustrísimo don Miguel de Poblete, arzobispo de Manila, y su hermano el doctor don Juan de Poblete, deán de la santa iglesia de México. Los sacerdotes fuera de los ejercicios comunes de la congregación, tenían, o alguna conferencia sobre casos prácticos del moral, o sobre los sagrados ritos y ceremonias de la misa, de que, para común utilidad, imprimieron en nombre de la congregación un utilísimo tratado. Imprimieron también catecismos de la doctrina cristiana para la instrucción de la juventud y gente ruda, y consecutivamente algunos otros piadosos libros, entre los cuales no tuvo el ínfimo lugar uno intitulado: Sacra Poesis, con versos muy ingeniosos a varios asuntos sagrados; obra de los más bellos ingenios de nuestros estudios, capaz de servir de antídoto al veneno que suele beberse dulcemente en los más de los poetas, y que abría en la Nueva-España el camino de conciliar el amor de las musas con una solida piedad; a la manera que en otros siglos lo habían mostrado San Gregorio Nacianceno y algunos otros de los santos padres.

Si los gloriosos trabajos de nuestros operarios y maestros así fructificaban en nuestros domésticos estudios, se puede imaginar fácilmente cual sería la pública utilidad en los demás fervorosos ministerios, en que lograba su celo mayor esfera y más proporcionado pábulo. Muchos —221→ casos particulares refiere la annua del año de 1589 con ricos de milagrosa providencia, que referiríamos gustosamente si no escribiéramos en un siglo en que la libertad de la crítica ha cuasi degenerado en una irreligiosa incredulidad, y por otra parte nos persuadimos a que los ejemplos de sólidas virtudes con que más instruye la historia, aunque sin el brillo estertor, no tienen menos de milagros, y alientan más a la imitación. Había hecho en nuestro colegio, pocos días antes, confesión general, y proseguía frecuentando los Sacramentos uno de los capitanes que había entonces en la ciudad. Pasaba acaso por una calle acompañado de algunos de sus soldados, cuando un hombre temerario le disparó de muy cerca una pistola, aunque con poco o ningún efecto. Corrían ya los soldados a apoderarse del asesino y vengar la injuria de su capitán; pero éste, lleno de dulzura y caridad cristiana, los detuvo dando tiempo a su enemigo de ponerse en salvo, diciendo a sus compañeros: ¿cómo pretendería yo que el Señor me perdonase mis culpas si no perdonara la ofensa que a mí me hace un hombre? Esta moderación de ánimo fue tanto más heroica en este sujeto, cuanto era más alto el carácter que lo distinguía en la república. Habíase encendido en aquel tiempo sobre no sé que competencia de jurisdicción, el fuego de la discordia entre el excelentísimo señor don Álvaro Manríquez de Zúñiga, virrey de México, y la audiencia real de Guadalajara. La revolución había ya prorrumpido en guerra intestina, y de una y otra parte se había llegado a las manos. Roto el freno de la veneración y del respeto con que deben mirarse, y se han mirado siempre en la Nueva-España, las personas que su Majestad pone en su lugar para el gobierno de estos reinos, todo caminaba a una sedición general: comenzó a envilecerse la autoridad viendo que se le podía oponer impunemente. Una persona distinguida de la ciudad lo faltó públicamente al respeto con palabras poco decorosas y cuasi amenazadoras. El virrey lo había mandado poner preso, y se había mostrado inexorable a todas las súplicas e intercesiones de sus más favorecidos. Entre tanto oyó predicar aquella cuaresma a uno de nuestros operarios sobre el perdón de las injurias, y saliendo del sermón mandó luego poner en libertad a aquel ilustre preso, y lo trató con las mayores muestras de benevolencia y de amistad, aun sabiendo muy bien lo que él y otros de la ciudad habían escrito contra él a la corte, y que fueron la causa de que a fines de aquel mismo año, cortado violentamente el tiempo de su gobierno, volviese a España sin honor y sin bienes, que se le mandaron confiscar.

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No es tanto admirable este ejercicio de virtud en personas cultas y tan arraigadas en las máximas santas del Evangelio; los indios del pueblo de Tepotzotlán las practicaban de un modo que sería muy digno de atención aun en siglos más felices. Se vio una india doncella amenazada de un puñal si no condescendía a las torpes solicitaciones de un joven lascivo, responderle con serenidad y valor: Yo, Señor, sería dichosa con morir por la defensa de mi virginidad, y tengo entendido que esta sería para mí una especie de martirio muy agradable a los ojos de Dios. Otra que había heroicamente resistido varios asaltos, padeció del mismo que la solicitaba los más crueles tratamientos. Arrastrada por los cabellos, herida y bañada en sangre vino a la iglesia muy gozosa a dar como dijo a uno de los padres, gracias a nuestro Señor de haberle dado tanta fortaleza para guardar sus mandamientos y padecer por Su Majestad. Prometía un español perdidamente apasionado por una mujer, no sé qué suma de dinero a una virtuosa india para que practicase una diligencia conducente a su perverso designio; pero ella horrorizada; ¿y qué?, le dijo, ¿tan poco pensáis que vale mi alma que haya yo de venderla al demonio por tan bajo precio? Una india forastera, huyendo de las persecuciones de sus deudos que querían casarla, se había refugiado en el pueblo de Tepotzotlán, donde sabía que otras muchas servían al Señor en sus mismos santos propósitos. Se acogió a la casa de otra doncella muy parecida a sí en el espíritu; pero no faltándole a una y otra graves persecuciones, determinaron dirigir todas sus buenas y fervorosas obras para alcanzar del cielo una pronta muerte en virginidad y pureza; así lo habían tratado con su confesor, y esta era la más frecuente y la materia más dulce de sus conversaciones. Con ocasión de un nuevo matrimonio que en aquellos mismos días se proporcionaba a una de ellas, y que su mismo confesor, temeroso de los peligros del mundo le proponía con eficacia, fue necesario apartarlas y poner a la forastera en casa de una honrada y virtuosa española. La misma aflicción y lucha de su espíritu le encendió una calentura de que murió a los cinco días. Su piadosa compañera había cuasi al mismo tiempo gravemente enfermado, y hablando en el delirio de su enfermedad aquel mismo día, se le oyó repetir varias veces: ¿dónde vas hermana mía?, ¿dónde vas?, ¿por qué me dejas? Espérame, ya te sigo. No dudaron los circunstantes que hablaba con su querida compañera que acababa de morir poco antes, y el suceso comprobó la verdad, pues habiendo dado aquella tarde grandes muestras de un pronto —223→ alivio, al día siguiente murió, y fueron, a lo que podemos verosímilmente prometernos, a seguir juntas al Cordero de Dios, único esposo de sus bellas almas. Otra de la misma profesión, asaltada de un ligero achaque, afirmaba sin embargo que había de morir dentro de poco. No le falló su esperanza; llegó muy en breve a los términos de la vida: por sus acciones y cortadas palabras, creyeron los asistentes que la había favorecido el Señor con alguna celestial visión. En efecto, poco después de aquella especie de rapto volvió en sí, y entonando la Salve de nuestra Señora con la gracia y dulzura de un ángel en el semblante y en la voz, expiró plácidamente en brazos de su divino Esposo. Su cuerpo se halló entero e incorrupto después de un año, y aun lo que es más, (añade en su manuscrito el padre Martín Fernández) frescas las flores de la guirnalda que en testimonio de su virginal pureza había llevado al sepulcro.

Aunque en un sexo tan débil parezcan con tanto esplendor las fuerzas de la gracia, no es menos digna de admiración la virtud de un rico y noble mancebo, ni prueba menos el floreciente estado de la cristiandad de Tepotzotlán. Era este un joven de las primeras familias entre los indios, y en quien por der echo recaía después de la muerte de su padre el señorío de la populosa ciudad de Cholula, y sus contornos. Había discurrido algún tiempo sin más fin que el de la diversión y curiosidad por muchos de los lugares cercanos. Pensaba ya volverse a su país cuando llegó a Tepotzotlán. La policía en que vivían aquellos indios, la aplicación al trabajo, la instrucción y caritativa asistencia de los padres, y la quietud y hermanable unión de tantas familias, le encantó, y determinó quedarse en el Seminario de San Martín. Su capacidad nada vulgar, su juicio, aun en los pocos años, bastantemente maduro, y aquel género de circunspección y medida de acciones, que aun en las naciones unas groseras suele ser el carácter de la nobleza, le hizo muy presto distinguirse en todo el pueblo, tanto en la política como en el ejercicio de la virtud; estuvo algún tiempo en el seminario, y apenas salió cuando tuvo noticia de la muerte de su padre, y como lo buscaban con ansia por todas partes para sucederle en aquella especie de gobierno, que aun permanecía vinculado a su ilustre familia, el virtuoso, conociendo bien cuanta fuerza tiene el atractivo de la riqueza y la dulzura del señorío para mudar el corazón más recto, renunció generosamente a todo cuanto le prometía el mundo, y escogió vivir desconocido y pobre en Tepotzotlán para no exponer su alma y —224→ su virtud a una prueba tan dudosa. Se acomodó por un moderado salario en la tienda de un sastre en que pasó un poco de tiempo, dando admirables ejemplos de cristiana piedad. El Señor, siempre rico en misericordias, no dejó muchos días sin premio una acción tan heroica. De allí a poco, acometido de una enfermedad, entre tiernísimos coloquios y actos heroicos de todas las virtudes, pasó con una admirable tranquilidad a recibir el ciento por uno de lo que en la tierra había tan gustosamente sacrificado al amor de la virtud y al servicio de su Majestad. A vista de tan grandes ejemplos de virtudes heroicas, a nadie se hará increíble que una diosa infame que cerca de aquel pueblo se veneraba en la gentilidad, la viese uno de los más fervorosos neófitos desvanecerse en negro humo, quejándose de que la obligaban a desamparar aquel sitio, y de que aun los tiernos niños de los cristianos se burlasen de lo que sus padres habían adorado por tantos siglos. Tenían estos dichosos indios por un principio muy asentado, y lo confirmaba bastantemente la ajustada conducta de su vida, que el que comulgaba una vez no había de volver jamás a las culpas pasadas.

Con tan bellas máximas se gobernaba aquella floreciente iglesia; y ya que hemos propuesto estos generosos ejemplares a la imitación de todo género de personas, no será razón que pasemos en silencio un caso de que podemos sacar bastante instrucción nosotros mismos, los que por la misericordia de Dios hemos sido llamados a la vida religiosa, y singularmente a la Compañía. Hemos dicho ya más de una vez el singular esmero con que el colegio de la Puebla, desde los principios de su fundación, se había aplicado al utilísimo ministerio de los hospitales, de los obrajes y las cárceles; visitábanlas con frecuencia, procurábanles socorros de personas piadosas, y se les llevaban del colegio luego que estuvo en estado de poderlo hacer; pero en ninguna otra ocasión lucía tanto la caridad de nuestros operarios como cuando algunos debían ser ajusticiados por sus delitos. Pasaban a su lado el día y la noche, haciéndoles aprovechar cada uno de aquellos preciosos momentos. Estaba ya en este triste estado un hombre, y llegándose la hora de sacarlo al suplicio, dirigiendo en particular su oración hacia los muchos jesuitas que se hallaban presentes, habló de esta manera, interrumpiendo a cada paso el discurso por la abundancia de las lágrimas: «Quiero decir a vuestras reverencias, padres, en este último trance de mi vida, una cosa en que pueda resarcir con el escarmiento, el escándalo que di con mis malos ejemplos. Yo, Miserable de mí, viví algún tiempo —225→ en la Compañía de Jesús; viví quieto y tranquilo todo aquel tiempo que me apliqué con fervor a la observancia de aquellas menudas y santísimas reglas. Sobre todo, experimenté un singular consuelo y aliento para la perfección en dar a los superiores una exacta y sincera cuenta de mi conciencia; pero Adán no estuvo largo tiempo en el paraíso. Me acompañé con uno de aquellos sujetos, que no contentos con su tibieza, procuran apartar a otros del fervor. Comenzó a inspirarme más con el ejemplo que con las palabras, sus fatales máximas, y entre todas aquella perniciosísima de que las reglas de la Compañía no obligan a pecado, y que no se debía hacer mucho escrúpulo de quebrantarlas. Yo, infeliz de mí, fui poco a poco perdiendo el miedo a la transgresión de las reglas, me enfrié en la oración, comencé a recatarme de los superiores, sin dar más cuenta de mi conciencia que en aquellas inexcusables ocasiones, y entonces no con la exactitud y sinceridad que debía. Finalmente, conforme a aquella sentencia del Espíritu Santo, tan experimentada en la vida espiritual, el desprecio de las cosas pequeñas me condujo insensiblemente a otras mayores, hasta que despedido de la Compañía me entregué a todo género de vicios, que me han traído a un estado tan infeliz como el de concluir mi vida con un vergonzosísimo suplicio». Así acabó aquel miserable, dejándonos la más importante lección, que ojalá no hubiésemos visto después confirmada con tantos y tan espantosos ejemplares.

En las demás partes en que había colegios o residencias de la Compañía se habían hecho misiones seguidas con aquel fruto que acompaña siempre a la fecunda semilla de la palabra cuando se predica con pureza y con fervor. De la que se hizo por este mismo tiempo a la ciudad de Zacatecas tuvo principio la fundación del utilísimo colegio que tiene allí la Compañía. Desde muy recién fundada la provincia vimos ya las fervorosas expediciones del padre Hernando de la Concha en este real de minas con mucho consuelo del venerable prelado don Francisco de Mendiola, y mucha utilidad de aquel pueblo que desde entonces había pretendido con instancia fijasen allí residencia los jesuitas. Al padre provincial Pedro Sánchez, que fue personalmente a reconocer el estado de aquella fundación, no pareció por entonces oportuna, aunque para satisfacer a la piedad de aquellos ciudadanos continuó enviando algunas cuaresmas al mismo padre Concha, de que tan alta idea se habían formado aquellas gentes, y otros sujetos muy semejantes a él en el espíritu apostólico. Después de establecida la Compañía —226→ en Guadalajara, había más oportunidad para frecuentar estas correrías, que tuvieron siempre muy felices sucesos. A instancia del ilustrísimo señor don fray Domingo de Arzola, el padre Pedro Díaz, rector de Guadalajara, envió esta cuaresma a los padres Pedro Mercado y Martín de Salamanca. El ardiente celo de estos dos misioneros, junto con las repetidas pruebas que tenían de la piedad, el desinterés y la caridad de los jesuitas, movió últimamente a los ciudadanos a destinar una casa a que añadieron un sitio cercano a una ermita de San Sebastián, y solar muy capaz de que desde luego hicieron donación para alojamiento fijo de los padres, siempre que viniesen a hacer misión a la ciudad, y algún dinero para el necesario acomodo de las piezas. No pretendieron por entonces más, aunque no los engañó su inocente artificio, con que creyeron tener después más fácil entrada a su pretensión de que lograron el éxito cumplido al año siguiente.

En efecto, vino el año de 1590 por visitador de la provincia el padre Diego de Avellaneda, rector que había sido algunos años del colegio recién fundado en Madrid. Era el padre visitador uno de los mayores hombres en letras y virtud, que había venido a las Indias. Asistió con voto a la congregación general en que fue electo el padre Diego Laines, y este sapientísimo varón, que también podía conocer sus fondos, lo detuvo en Roma para leer teología en el colegio romano, y ser uno de los fundadores de aquellos estudios proporcionados al cultivo y grandeza de la capital del mundo. Vuelto a España no pudo ocultarse el resplandor de su literatura y su piedad a los ojos del señor don Felipe II, que en compañía de su embajador el excelentísimo señor don Francisco de Mendoza, conde de Monteagudo, lo hizo pasar a Alemania, en que consiguió gloriosísimos triunfos a nuestra santa fe, especialmente en una nobilísima princesa que trajo de la secta luterana al gremio de la iglesia, y en su seguimiento otras 120 personas de no muy inferior calidad. Mientras se detuvo el padre en la corte de Viena se efectuó el matrimonio de la serenísima infanta doña Isabel, hija de Maximiliano II, con Carlos IX, rey de Francia. El emperador, deseando que tuviese al lado un sujeto de tan alta virtud y consumada prudencia, no tuvo que deliberar, y le dio por confesor al padre Diego de Avellaneda, que en efecto acompañó a la reina hasta las fronteras de Francia. En el viaje no pudo menos que conocer la sombra que hacia su presencia a los príncipes y nobleza de Francia, que formaban aquella augusta caravana. La celosa política de esta nación no pudo disimular —227→ la pena que le ocasionaba ver a un español, aunque de tanto mérito, introducido en el palacio de sus reyes. Con este motivo el prudente y religioso padre habló a su Majestad, y huyendo aquel honor que siempre había mirado como carga, alcanzó de ella licencia para volverse a Viena, en que dejó al emperador Maximiliano no menos edificado de su religiosidad, que admirado de su prudencia.

Tal era el nuevo visitador de la provincia de México, bajo cuya conducta comenzaremos ya a ver con nuevo semblante las cosas de la Compañía en Nueva-España, y extender esta vid hermosa sus vástagos y sus pámpanos del uno al otro mar en el descubrimiento y conquista de nuevas naciones al imperio de Jesucristo. Poco después de su llegada, sabiendo la bella disposición de los ánimos, y singular benevolencia que habían siempre mostrado a la Compañía la ciudad y real de minas de Zacatecas, envió allá a los padres Agustín Cano y Juan de la Cagina, hombre de una rara elocuencia y talento singular de manejar los corazones y aficionarlos a la virtud. Dioles orden para que admitiesen aquella tenue donación y fijasen allí su residencia, como se ejecutó efectivamente a fines del mismo año; consiguiendo de la ciudad se nos diese la vecina ermita de San Sebastián para el ejercicio de nuestros ministerios, y añadiendo los más distinguidos sujetos de aquella república copiosas limosnas para el sustento de los padres, y para el adorno y necesidades de la pequeña iglesia. Los padres comenzaron luego a hacer un gran fruto, tanto en los españoles como en los indios y otras gentes, que en gran número se empleaban en el servicio de las minas. Estas han sido las más antiguas y las más fecundas de Nueva-España. [Descripción de Zacatecas] La provincia de Zacatecas, que dio el nombre a la ciudad, tiene al Norte la Nueva-Vizcaya, al Poniente las provincias de Culiacán y Chiametlán, al Sur las de Guadalajara, y al Oriente las tierras de Pánuco. Estas regiones, como las de Pánuco, Jalisco y Culiacán, las descubrió y conquistó Nuño de Guzmán, o según otros, Lope de Mendoza, a quien Nuño había dejado por su teniente en Pánuco, con orden de salir a descubrir por el lado del Poniente. La ciudad se fundó algunos años después con ocasión de sus ricas minas, en cuya explotación eran muy incomodados por los chichimecas, gente belicosísima, y que por armas no fue posible sujetar en muchos años. Los primeros pobladores de Zacatecas se dice haber sido Cristóbal de Oñate, que había acompañado en su expedición a Nuño de Guzmán y Diego de Ibarra. Aun después —228→ de poblado por los españoles el país no dejaron de hacer por muchos años continuas correrías los bárbaros que tenían infestados todos los caminos. Está situada la ciudad en 23 grados y 15 minutos de latitud septentrional24. La región es extremamente fría y seca, sumamente escasa de trigo, maíz y frutas, fuera de tunas de varias especies de que están cubiertos siempre los campos. El terreno es desigual y quebrado, penetrado todo de riquísimas vetas de plata. Al Norte tiene un alto monte que llaman la Bufa, de que nacen tres hermosísimas fuentes de muy bellas aguas. De esta ciudad salió por los años de 1554 don Francisco de Ibarra, por orden del excelentísimo señor don Luis de Velasco, el primero, al descubrimiento y población de las minas de Abiño, Sombrerete, San Martín, Nombre de Dios, el Fresnillo; y por medio de Alonso Pacheco, uno de sus más bravos oficiales, envió una colonia de españoles al valle de Guadiana, de que tuvo origen la ciudad de Durango, que después, erigida en obispado, fue capital de la Nueva-Vizcaya. El camino que hoy se trajina por Zacatecas, se dice haberlo abierto en los viajes de su limosna el venerable siervo de Dios fray Sebastián de Aparicio, religioso franciscano, cuya memoria respira aun en toda aquella tierra un olor de suavidad, ni menos la del venerable padre fray Antonio Margil, misionero apostólico del orden seráfico en la recolección de la Santa Cruz de Querétaro. El estático varón Gregorio López puso allí también los primeros fundamentos de aquella vida admirable, que después continuó por tantos años en Santa Fe, pequeño pueblo tres leguas al Oeste de México, en cuya catedral descansa su cuerpo. Los primeros que predicaron la fe de Jesucristo, y fundaron convento en este país, como en los más de la América, fueron los religiosos de San Francisco. El convento de Zacatecas fue erigido en cabeza de provincia en el capítulo general de Toledo, año de 1606. La ennoblecen igualmente las familias de Santo Domingo, San Agustín, la Merced; San Juan de Dios, un colegio de misioneros apostólicos con la advocación de nuestra Señora de Guadalupe, que fundó el venerable fray Antonio —229→ Margil, colegio de la Compañía de Jesús, y un seminario de estudios de moderna fundación, a cargo de la misma Compañía. No faltaron perseguidores a los jesuitas que procuraron impedir su establecimiento sembrando rumores poco decorosos a su nombre; pero al paso que para herir se ocultaba la envidia, la evangélica simplicidad protegida de la inocencia, se manifestaba abiertamente de un modo que no es capaz de remedar la hipocresía, y que añadido a la estimación de lo más noble y lucido de la ciudad, bastó para que por sí mismas se disiparan aquellas calumnias, que como aves nocturnas no podían sostener la presencia de la luz.

Entretanto se había proporcionado este año lo que había tantos que se deseaba de poder nuestros operarios ocuparse en la conversión de los infieles, uno de los principales motivos que había tenido el rey católico para solicitar su venida a Nueva-España, y que había contribuido en gran manera para que tantos y tan sabios maestros, dejadas las comodidades de los colegios de España, se hubieran sacrificado con gusto a las penalidades de tan largos viajes. Entró a gobernar la provincia de Sinaloa don Rodrigo del Río y Loza, cuyos distinguidos servicios en el descubrimiento y pacificación de aquellas mismas regiones lo habían merecido de la majestad del señor don Felipe II el honor del hábito de Santiago. La historia de estas gloriosas expediciones escribió difusamente hasta su tiempo el padre Andrés Pérez de Rivas en un tomo de folio, intitulado Triunfo de la fe, que dio a luz a la mitad del siglo antecedente. Este autor tiene la recomendación de haber florecido a los principios de la fundación de estas misiones, y haber conocido a los sujetos de que trata, o tenido de ellos muy recientes aun las noticias. Se halló por otra parte sobre aquellos mismos lugares de que escribe, y fue testigo de los maravillosos progresos de la fe en aquellas regiones, que cultivó en cualidad de misionero algunos años, et quorum pars magna fuit. Su relación es exacta, sincera y bastantemente metódica. Debe estarle en un sumo agradecimiento nuestra provincia por el cuidado que tuvo en conservarnos las memorias de los antiguos sucesos, haciéndose lugar para escribir, en medio de las grandes ocupaciones de misionero de provincia, y de procurador a Roma dos veces, no solo la dicha Historia de Sinaloa, sino otros dos tomos manuscritos de las fundaciones de todos los colegios, que hasta su tiempo había en Nueva-España. Los pocos ejemplares que en el día se hallan de la historia del padre Rivas, su difusión, y el no defraudar esta general —230→ historia de la más bella, y más gloriosa parte de sus apostólicos trabajos, nos obliga a insertarla aquí, aunque más reducida, e interpolada con los demás sucesos de nuestra provincia, según el plan de cronología que hasta ahora hemos seguido.

[Descripción de Sinaloa] La provincia de Sinaloa está como trescientas leguas al Noroeste de México, y se entiende como ciento y treinta leguas a lo largo de la costa oriental del golfo de Cortés o seno de la California. Por el Norte tiene por límite a la provincia de Sonora: por el Sur la provincia de Culiacán, y una parte del mar Bermejo o seno californio, que la limita también al Oeste. Por el Oriente tiene la Taraumara y una parte de la provincia Tepehuana; la Calimaya, dice el padre Rivas, comienza desde 27 grados de latitud Septentrional, y se extiende el país donde se ha predicado el Evangelio hasta los 32. El padre siguió verosímilmente la demarcación de Laet de algunos otros antiguos geógrafos, y comprendió bajo el nombre de Sinaloa una gran parte de la provincia de Sonora, en que ya desde su tiempo tenía la Compañía varias misiones, como se ve en el capítulo 18 del libro de su historia. Los últimos mapas de nuestros misioneros no dan a Sinaloa sino 4 grados de extensión por la costa desde 24, 20 hasta 28, 15. Toda la provincia de Sudeste a Noroeste, está partida por una cordillera de montes muy altos que llaman Sierra Madre, que con poca interrupción corre por toda la costa de una y otra América, hasta el estrecho de Magallanes. Esta división ha sido causa de que la nación de los Chinipas, que cae al Oriente de dicha serranía, se mire alguna vez como provincia separada de la ciudad, quedando este nombre a solo aquellos valles que corren entre el mar y la sierra, y que riegan los cinco ríos en que están partidas todas estas naciones. Todos ellos tienen su origen a la falda de los montes, y todos desembocan igualmente en el golfo de California. El más septentrional y más caudaloso es el Yaqui, que nace en la parte oriental de la sierra, y después de haber formado por la Sonora un vasto semicírculo, y enriquecido con las aguas de otros ríos, desemboca por Sinaloa, como a los 27 grados y 10 minutos. El segundo hacia el Sur, es el Mayo que sale al mar en 27 grados, aumentado con cuatrocientos cinco ríos menores. El tercero el Zuague, a cuya rivera austral estuvo en otro tiempo la villa de San Juan Bautista de Carapoa, que después fabricado el fuerte de Montesclaros, se llamó Río del Fuerte, y el padre Andrés Pérez llama por antonomasia el río de Sinaloa. En esta entra por el Sur el río de —231→ Ocoroni, y juntos desembocan a los 25 grados y 20 minutos. El cuarto es el río de Petatlán, ahora comúnmente conocido de los geógrafos por el río de Sinaloa, por haberse fabricado allí la capital de la provincia con el nombre de San Felipe y Santiago, después de la ruina de Carapoa. Llámanle también río de la Villa, y antiguamente tuvo el nombre de Tamotchala, con que le llama Laet, o Tamazuela, pequeño pueblo por donde se arroja al mar con altura de 24 grados y 38 minutos. El quinto es el pequeño río de Mocorito, así llamado a causa de un pueblo situado a pocas leguas de su origen. Antiguamente se llamó de Sebastián de Evora, y algunos lo han confundido con el de Petatlán, y aun con el de Piaztla, muchas leguas distante. El río de Mecorito es el límite de Topía y Sinaloa, y sale al mar en altura de 24 grados y 20 minutos. Estos ríos en tiempo de las lluvias, aunque en la costa no son muy copiosas, engrosados con las vertientes de la sierra, tienen como el Nilo sus desbordes periódicos, con que mudan y fertilizan las campiñas cercanas hasta dos y tres leguas. Por lo demás, el terreno, aunque plano, es por sí mismo seco, y el temple caloroso como en cuasi todas las costas de la América. En estos valles hay selvas y bosques de tres y seis leguas en que se encuentra el palo del Brasil, y no es muy escaso el ébano. Son abundantes de caza, como los ríos de pesca, singularmente en su embocadura, en que afirma como testigo de vista el padre Rivas, haber sacado los indios en menos de dos horas más de cincuenta arrobas de pescado. La tierra misma en sus arcabucos y sus breñas, está mostrando la riqueza que oculta en minas, de que se tuvo noticia muy a los principios de su descubrimiento, y que la pobreza de sus habitadores no ha podido cultivar después.

[Usos y costumbres morales de estos indios] Habitan estos vastos países muchas diferentes, aunque poco numerosas naciones. La diversidad la causa por lo común, el idioma o la situación de sus rancherías, y muchas veces la sola enemistad, aun entre pueblos de una misma lengua. Las casas son por lo general de bejucos entretejidos o de esteras de caña, que sostienen con horcones a proporcionada distancia, y visten de barro. Las cubiertas de madera son alguna tierra o barro encima. En los pueblos de la sierra y en algún otro de los más inquietos y guerreros, fuera de estos particulares edificios, solía haber dos casas de piedra comunes a toda la nación y bastantemente grandes. En una se recogían de noche las mujeres y en otra los hombres con sus armas, para mayor seguridad y desembarazo, en caso de alguna sorpresa. Pasado el tiempo de las fundaciones, —232→ que duran pocos días antes de que el trato de los españoles les enseñara otras precauciones, formaban entre las ramas de algunos árboles muy cercanos una especie de tablados con tierra encima para poder encender fuego; incomodidad que aun después de conquistados estos países han pasado tal vez los misioneros, cuando la repentina inundación no ha dado en la noche lugar a más oportuna providencia. Las puertas de sus moradas son ordinariamente muy bajas, y todas tienen alguna enramada o cobertizo como portal, en que pasan los calores del día, y en cuya parte superior secan y conservan sus frutos. Los que principalmente cultivan estas gentes, es el maíz, el frijol y algunas otras groseras semillas, que precisamente siembran a una corta distancia de sus chozas, y que cogen tres meses después de haber sembrado. Las semillas de Europa y las frutas que han plantado los misioneros, se han dado con bastante felicidad. En su gentilidad no conocían más que las tunas, las pitayas, y tal cual frutilla silvestre que contaban entre sus mayores delicias. De todas estas plantas, y principalmente del maguey, destilaban vinos o licores fuertes para sus solemnidades, y celebración de sus victorias. La embriaguez no era aquí, como es frecuente en otras naciones, vicio vergonzoso de algunos particulares, sino público y común, que autorizaba todo el cuerpo de la nación. Usábanlo especialmente en aquellas juntas en que se resolvía la guerra contra algún otro partido, y el día mismo que habían de salir a campaña para adquirir mayor brío. Vueltos de la acción plantaban en alguna pica o lanza, el pie, cabeza, o brazo de los enemigos muertos, bailaban con una bárbara música de tambores y descompasados gritos al rededor de aquellos despojos. La letra común del canto era alabar su brazo o de su nación, y afrentar a los vencidos. Al baile, en que también entraban las mujeres y los jóvenes, seguían los brindis en que no era permitido tener parte sino a las gentes de una edad varonil, excluidas las personas del sexo. Se convidaban después mutuamente al tabaco que usaban en unas cañas delgadas y huecas, con poca diferencia a manera de las pipas que usan otras naciones. Si esta ceremonia se practicaba con gentes de distinta nación, no podían admitirla sin contraer una solemne alianza, cuya transgresión se procuraba vengar con el mayor rigor. En la guerra sus armas ofensivas eran el arco y la flecha, untadas del jugo venenoso de algunas yerbas, que en siendo fresco, por poco que penetre la flecha, no lo cura antídoto alguno; usaban también para de cerca, macanas de leño muy pesado, y los principales —233→ de picas o chuzos de palo del Brasil. Su arma defensiva era una especie de escudo o adarga de cuero de caimán, que de alguna distancia resiste bien a las flechas. Para salir a campaña se pintaban el rostro y algunas otras partes del cuerpo, y adornaban la cabeza con vistosas plumas de guacamayas, aves muy hermosas de las Indias, que procuraban criar con el mayor cuidado.

La deshonestidad sigue muy de cerca a la embriaguez; sin embargo, entre estos pueblos tenía particular estimación la virginidad. Las doncellas usan en algunos de estos pueblos una concha de nácar, curiosamente labrada, como para señal de su condición, que les era muy afrentoso perder antes del matrimonio. Este no lo contraían sino con expreso consentimiento de los padres, y lo contrario sería entre ellos una monstruosidad inaudita. El marido quita a la nueva esposa, en presencia de sus padres y parientes, aquella concha que traen pendiente al cuello las vírgenes. Repudian con pequeño pretexto a sus mujeres; pero la pluralidad no es común sino entre los jefes o caciques de la nación; una india doncella anda sola por los campos y los caminos, y pasa de unas a otras naciones sin temor de algún insulto: parecería esta una prueba evidente de continencia y circunspección admirable aun entre naciones más cultas, si no se hubieren hallado en estas gentes resquicios de otras infinitamente más abominables torpezas, aunque no tan autorizadas, como en Culiacán y Chiametlán; en Sinaloa, bien que no fuesen muy raros los ejemplares, se miraban sin embargo con horror las gentes de esta infame profesión. La sujeción de las leyes era absolutamente ignorada, como toda especie de gobierno. La autoridad de los caciques solo consistía en ciertas distinciones vinculadas a su nobleza, y en la facultad de convocar las asambleas del pueblo para convocar la guerra, o para contraer alguna alianza. La ancianidad daba entre ellos la misma prerrogativa que la sangre, y una y otra aventajaba la valentía, y la gloria de las armas. La liberalidad y la hospitalidad, la practicaban indiferentemente con todos los de su pueblo, y aun de los forasteros, como no fuesen declarados enemigos, o como si fueran hermanos, aunque jamás se hubiesen visto. Las mujeres se cubren de la cintura para abajo con mantas que tejen de algodón; los hombres rara vez las usaban, y por lo común andaban enteramente desnudos. Entre los de un mismo pueblo o sus aliados, jamás se veían pleitos o riña alguna. El homicidio, el hurto, el engaño, el trato inicuo, no tenía cuasi ejemplar entre ellos. El vicio de comer carne humana —234→ no era general sino entre los pueblos serranos, que vivían absolutamente como otros tantos brutos. En las más de estas naciones no se hallaron ídolos algunos, ni altar, o alguna especie de adoración y de sacrificio. Ninguna divinidad, ninguna especie reconocían. Si no eran puros ateístas de entendimiento, por lo menos su tal cual especie de religión solo consistía en el miedo grande que tenían a sus médicos25, si merecen este nombre, ciertos viejos hechiceros que tenían el afecto de algunas misteriosas apariencias con que engañaban a estos infelices. Puede creerse por una religiosa ceremonia la de sus sermones. Estos hacían por lo común sus hechiceros y sus caciques, y los asuntos eran solo aquellos que interesaban a todo el cuerpo de la nación. Encendíase una grande hoguera en medio de la plaza; sentábanse todos al derredor, y convidábanse mutuamente con cañas de tabaco. Después se levantaba el de más autoridad. [Elocuencia varonil de estos indios] Un profundo silencio reinaba en toda la asamblea. El orador con voz mesurada comenzaba su discurso, dando al mismo tiempo vuelta a la plaza con paso lento y majestuoso. Conforme a la fuerza de la oración, crecía también la aceleración del paso y el tono de la voz, que llegaba a oírse con el silencio de la noche en todo el distrito del pueblo. Acabada su arenga volvía aquel a sentarse a su lugar. Los circunstantes lo recibían con grande aplauso. Mi abuelo (le decían si era anciano) has hablado con acierto, te agradecemos tu doctrina; tu corazón y el nuestro están muy de acuerdo en todo cuanto has dicho. Luego le ofrecían de nuevo caña de tabaco, y otro se levantaba y hacía otro discurso en la misma forma. Cada uno hablaba poco más de media hora, y en siendo de importancia la materia, pasaban en esto la mayor parte de la noche. Los oradores no perdían jamás el fruto de su trabajo. El auditorio quedaba siempre persuadido y resuelto. Tanto aun en medio de su barbarie era viva y enérgica su elocuencia. Sus expresiones, aunque muy sencillas, eran de una simplicidad noble y hermosa, y movían los afectos con tanta mayor fuerza, cuanto el orador mismo tomaba una gran parte en el asunto, y estaba enteramente poseído de la verdad, para proponerla con viveza. Los Ahomes, decían en una ocasión de estas, han entrado en nuestras tierras, se han divertido y han bailado al derredor de las cabezas de nuestros hermanos, de nuestros más bravos guerreros. Mirad sus casas desamparadas: ahí tenéis a sus pobres —235→ mujeres viudas, a sus chicuelos huérfanos. Hablad vosotros, hijos míos. ¿Mas qué han de hablar? Su desolación, sus lágrimas ¿no están pidiendo venganza? ¿No se interesa en ello el honor de los Tehuecos? ¿Son mejores sus arcos, son más penetrantes sus flechas, son más fuertes sus brazos, más robustos sus cuerpos? ¿No los hemos vencido en tal y tal campaña? ¿No tiemblan los Ahomes (decían nombrando algunos de los más valientes) no tiemblan del arco de nuestro padre N., de la macana de nuestro hermano N.? Salid contra ellos, salid a defender vuestros hogares y vuestros maíces, poned en seguro vuestras mujeres y vuestros hijos. Aseguradnos con vuestro valor la posesión de este hermoso río, que riega nuestras sementeras, que hace tan envidiable a los enemigos nuestra morada. Ya me parece que veo sobre las picas sus cabezas y sus brazos que nos han causado tanto daño. Breve, si no me engaña mi corazón y vuestros semblantes, breve he de bailar y he de beber en este mismo lugar, mirando con gusto y con escarnio sus cuerpos destrozados. Tales eran los sermones de los indios de Sinaloa, según la relación del padre Martín Pérez, el primero de nuestra Compañía que entró en aquellos países, por donde se ve que el interés propio, el amor del bien público, la solidez de los asuntos, y el deseo de persuadirlos, es el origen de la retórica, y que el carácter de la verdadera elocuencia, es el mismo en todas las naciones.

Aunque el padre Andrés Pérez y todos los manuscritos de donde este autor tomó las noticias, afirman constantemente no haber sido descubierta por los españoles la provincia de Sinaloa hasta los años de 1537, no es menester más que leer las Décadas de Herrera para certificarse, que Nuño de Guzmán, desde el año de 1532, había entrado en Sinaloa y penetrado hasta el río Yaqui, que aquel cronista con poca alteración llama Yaquimi. Y aun antes de él había llegado hasta el río de Tamotchala, o Tamazula, que ahora se llama de Sinaloa, el capitán Hurtado, que descubriendo la costa por orden del marqués del Valle, y habiendo saltado en tierra, obligado de la necesidad con poca gente, fue muerto a manos de los indios, entre quienes halló después Nuño de Guzmán señas muy recientes. Pasaron algunos años sin que se pensara en la conquista de estos países, hasta que se excitó la curiosidad con la ocasión que vamos a referir, que aunque tiene un cierto aire de aventura fabulosa, es universalmente contestada por todos los impresos y manuscritos que han tratado esta materia. Había, como dejamos escrito al principio de esta historia, entrado a la conquista de —236→ la Florida Pánfilo de Narváez26, por los años de 1529. La infelicidad siguió siempre muy de cerca los pasos de este capitán. El terreno, los mantenimientos, el clima, el furor de unos bárbaros, y la mala fe de los otros, acabaron muy en breve con todo el ejército, de que solo quedaron cuatro hombres, y fueron, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo, Diego de Orantes, y un negro llamado Estevan. Estos infelices solos en medio de innumerables naciones bárbaras, sabiendo que estaban en tierra firme, y que no podían dejar de salir a tierra de españoles, tomaron la atrevida resolución de salir de aquel país, sin noticia de los indios, como en efecto lo ejecutaron a los 14 de setiembre, verosímilmente del siguiente año de 1529. Los trabajos de esta peregrinación, y el modo admirable con que atravesaron tan inmensas distancias, no solo sin persecuciones de parte de los indios, pero aun con su ayuda y socorro, cuenta difusamente don Antonio de Herrera, a quien remitimos al curioso. No nos ha conservado la historia el tiempo que gastaron en esta peregrinación, y solo sabemos que llegaron a México, siendo virrey don Antonio de Mendoza, a 22 de julio del año de 1536, aunque Grijalva escribe 35. El piadoso virrey les procuró todo regalo, y quiso informarse de todas las particularidades de su viaje, de las regiones, de los ríos, de los montes, de la naturaleza, idiomas, y costumbres de todas las naciones por donde habían pasado tan sensiblemente protegidos del cielo. Habiéndole ellos alabado mucho la fertilidad, la abundancia y géneros de Sinaloa, donde habían sido bien recibidos, y que el mismo júbilo de verse tan cerca de españoles, les había pintado como un paraíso, quedó el virrey determinado a enviar exploradores a aquellas tierras. Efectivamente, por los años de 1538 envió por gobernador de la nueva Galicia a Francisco Vázquez, y con él algunos religiosos de San Francisco, que sin el ruido de las armas entrasen descubriendo todo el país al Norte de Culiacán. Fray Marcos de Niza, uno de aquellos religiosos, partió de la villa de San Miguel, a 7 de marzo de 1539. Acompañábale por orden del virrey el negro Estevan, compañero de Álvaro Núñez. Fueron bien recibidos de los indios, a quienes procuraba inspirar conocimiento del verdadero Dios; y aunque no se sabe que bautizase algunos, sin embargo la pobreza, la benignidad y la dulzura del religioso varón, se hicieron respetar de aquellos bárbaros que le llamaban en su lengua hombre del cielo. Este piadoso —237→ explorador, habiendo avanzado mucho al Norte, de Sinaloa, desamparado de Estevan, que o le mataron, o se le escondió y quedó perdido entre aquellas selvas, y aun amenazado de los indios, que no se hallaban de humor de seguirle tan lejos de sus tierras, volvió a Compostela a fines de aquel año, y dio cuenta de su expedición al virrey en una relación maravillosa, que puede verse en muchos otros autores, y no pertenece a nuestro asunto.

El famoso viaje de fray Marcos de Niza, hizo concebir a todos muy altas esperanzas de una conquista tan gloriosa. El virrey don Antonio de Mendoza, el marqués del Valle por capitán general y gobernador de las armas, y el adelantado don Pedro de Alvarado, en virtud de cierto asiento que tenia hecho con su Majestad para el descubrimiento de las costas del mar de California, disputaron algún tiempo a quién pertenecía semejante expedición. Se dio más prisa que todos el virrey, y a principios del año siguiente puso en pie un ejército de doscientos infantes y ciento cincuenta caballos, bajo la conducta de don Francisco Vázquez Coronado. Por mayo salió de Culiacán el campo, y a cuatro jornadas llegaron al río de Petatlán, de allí, en tres, al de Zuaque, llama do entonces de Sinaloa. El general despachó de aquí diez caballos, que doblando las jornadas, llegasen al Arroyo de Cedros, de donde deberían seguir al Nordeste por una abra que hace la Sierra hacia aquella parte. Siguiendo este rumbo llegaron al arroyo y valle de los Corazones, nombre que le habían puesto los compañeros de Álvaro Núñez. Este arroyo y valle pensamos sea aquel que corriendo de Oeste a Este desemboca en el río que llaman hoy de los Mulatos, a cuya orilla está ahora el pueblo de Yecora. Lo cierto es que el valle y río estaba en los confines de Sinaloa y Sonora, como lo significan todas las relaciones. En los manuscritos hallamos haberse aquí fundado una villa con cuarenta españoles que llamaron Pueblo de los Corazones, en que quedo por alcalde y justicia mayor Diego de Alcaraz, hombre altivo e inhumano. Entre tanto pasó adelante el ejército en busca de las grandes ciudades de que había dado noticias tan alegres fray Marcos de Niza. Alcaraz comenzó a tratar con dureza a los indios, hacíalos esclavos contra las órdenes de su Majestad e intenciones del piadoso virrey. Para poblar la nueva villa, robaba las hijas y mujeres que la simplicidad del país permitía andar solas por los campos. Una conducta tan bárbara irritó a los indios. Sorprendieron la villa en una obscura noche: de cuarenta no escaparon sino seis de sus manos. Dos salieron al ejército; —238→ de los otros cuatro mataron al uno, y los otros dos, con un clérigo que había quedado de cura, fueron a dar a Culiacán. Este éxito tuvo la primera población de los españoles en Sinaloa. El resto del ejército no fue más feliz. Después de largas peregrinaciones, que por la mayor parte habían burlado sus esperanzas, recibió un gran golpe el general cayendo de un caballo de que según algunos, murió, y según otros, le quedó perturbado el juicio. Herrera da a entender que el deseo de volver a su casa y la dulzura del gobierno, le hizo fingir mayor enfermedad, con murmuraciones de sus mejores capitanes, y no poca indignación de don Antonio de Mendoza.

En muchos años no se pensó en poblar a Sinaloa, hasta que gobernando la Nueva-España don Luis de Velasco el viejo, envió por primer gobernador de la Nueva-Vizcaya a don Francisco de Ibarra. Este, a persuasión de don Pedro Tovar, oficial que había sido de mucha distinción en el ejército de Coronado, después de haber atravesado con grandes penalidades y trabajos la Sierra de Topía, entró en Sinaloa con algunos religiosos de San Francisco, y a la rivera austral del río Zuaqui, fabricó la villa de San Juan Bautista de Carapoa, a trece leguas de la costa, en una hermosa península que forma este río con el de Ocoroiri, que en él desagua. Dejó por gobernador a don Pedro Ochoa de Garraga, y por cura al licenciado Hernando de Pedroza con algunos religiosos franciscanos. El general Ibarra había pasado con su campo muy dentro de la Sonora. Los indios le recibían generalmente bien, y hubiera desde luego procurado a la corona y a la religión establecimientos muy sólidos; pero en el mayor ardor de sus descubrimientos recibió cartas de Guadalajara en que le decían, que habiéndose descubierto riquísimos minerales en Chiametlán, había dado el virrey al oidor Maroñez la comisión de cuidar de su cultura. Que viniendo en diligencia podría prevenir la llegada del oidor, y aprovecharse de tan útil descubrimiento. Con esta noticia, doblando las marchas, volvió precipitadamente a Chiametlán. Poco después de su vuelta los indios de Ocoroiri y los Zuaques dieron cruelmente la muerte a fray Pablo de Acevedo y a fray Juan de Herrera. Lo mismo hicieron con quince españoles que habían venido a comprar maíz a sus pueblos, después de haberlos falsamente acariciado con algunos víveres de que estaban muy necesitados. Prendieron fuego a la villa por dos o tres partes, y huyeron al monte. Los pocos que habían quedado en ella se retiraron a un fortín de madera que fabricaron con prisa. El alimento no se conseguía sino a costa de —239→ alguna sangre: crecía la necesidad y con ella el brío de los indios. Se determinaron a dar aviso a Culiacán, de donde efectivamente se envió un pronto socorro; pero cuando llegó, ya los españoles habían desamparado el fuerte y la villa de Carapoa, y retirádose al río de Petatlán donde podían ser fácilmente favorecidos.

Algunos años habían pasado con quietud los moradores de Petatlán cuando don Pedro de Montoya, soldado veterano y práctico, alcanzó del gobernador de la Vizcaya, que era entonces don Hernando de Trejo, facultad de entrar con gente en Sinaloa. Se alistaron en Culiacán treinta soldados, y quiso acompañarlos el licenciado Hernando de Pedroza que había antes estado en Europa. Salieron de San Miguel a fines de enero de 1583. Entrando por el valle de San Sebastián de Ebora, Orabatu y Mocorito, vieron con dolor las poblaciones quemadas y vacías. Los indios, temerosos al arribo de los españoles, huyeron a la Sierra, hasta que asegurados por un intérprete, dejaron las armas y volvieron a sus pueblos después de algunos sustos fueron bien recibidos en Bacoburitu y Chicoratu, a una y otra costa del río de Petatlán, y se pensó en el descubrimiento de minas. Se dio asiento a la nueva villa víspera de San Felipe y Santiago, de que se tomó posesión en nombre de su Majestad católica sacando el pendón con descarga de la arcabucería y algazara militar. Se le dio el nombre de San Felipe y Santiago de Carapoa en memoria de la antigua, aunque no en el mismo sitio. A don Pedro de Montoya, gobernando ya la Nueva-Vizcaya don Herrando Bazán, dieron alevosa muerte los Zuaques, de quienes incautamente había querido fiarse a pesar de los prudentes avisos de los capitanes Gonzalo Martín y Bartolomé Mondragón. Murieron con él algunos doce soldados. Se recurrió por socorro a Culiacán, de donde vino con prontitud a cargo de don Gaspar Osorio que no pudo haber a las manos sino a algunos de los agresores. Pareció a este capitán que debía desampararse aquel punto, y hechos en toda forma los requerimientos, la justicia y regimiento resolvieron todos desalojar, como se ejecutó, comenzando a marchar para Culiacán a 15 de agosto de 1584: al llegar al río de Petatlán encontraron veinte españoles a cargo de don Juan López de Quijada, que venía por capitán de Sinaloa, con orden que se les notificó de don Hernando Bazán, y so pena de la vida volviesen luego a poblar la villa de San Felipe y Santiago, a que prontamente obedecieron: repasando el río y fortificándose lo mejor que pudieron, esperaron la venida del gobernador.

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Este, por mucha prisa que se dio, no pudo llegar hasta abril del año siguiente en el día de jueves santo. Trajo consigo cien españoles y algunos indios amigos. Se detuvo en la villa quince días, y marchó luego al río de Zuaque en busca de los agresores. Dividió su pequeño ejército en dos partes; dio la vanguardia a su teniente Juan López Quijada, y él llevaba la retaguardia. Llegando a la antigua villa de Darapoa, envió por delante a Gonzalo Martín con diez y ocho soldados a explorar la tierra. Estos, siguiendo en una mañana de mucha niebla las huellas de algunos caballos que habían faltado en el ejército, se empeñaron en una espesura en que fue necesario echar pie a tierra. En lo más interior del bosque hacía un grande y descombrado plano que tenían acordonado los enemigos. Luego que entraron en él los españoles cerraron los bárbaros con grandes árboles la entrada, y descargaron sobre ellos una nube de flechas. Conocida la emboscada quisieron retirarse, pero hallaron impedido el camino. Gonzalo Martín, con cuatro de sus compañeros, muertos ya algunos de sus soldados, sostuvo animosamente la retirada de los demás. Los primeros que salieron sin más autor que el propio susto, dijeron que todos los demás habían muerto. Tomaron sus caballos y dieron vuelta al camino. Gonzalo Martín y sus compañeros salieron los últimos después de haber hecho en los bárbaros una horrible carnicería. A la salida del monte se hallaron sin los caballos y sin pólvora. Cargaron los enemigos sobre ellos y los españoles vendieron muy caras sus vidas. Duró el combate hasta el medio día, en que faltos de sangre y fuerzas, teniendo que combatir con nuevas tropas que venían de refresco, y acometidos de los bárbaros con flechas y con chuzos largos por el temor de sus espadas, cayeron aquellos cinco bravos sobre montones de cadáveres que habían muerto a sus manos. Los bárbaros Zuaques, orgullosos de su victoria, siguieron con diligencia el alcance de los fugitivos. Los más de ellos habían errado el camino de los reales, y murieron a sus flechas. Diego Pérez, muerto el indio capitán y muchos otros de los más valientes Zuaques, se abrió camino con la espada, y Diego Martínez, después de haber pasado el día escondido en un charco, llegó al campo con sus armas y caballo. Hernando de Bazán salió al día siguiente con el ejército en busca del enemigo; pero éste, contentándose con algunas ligeras y repentinas descargas en que se mataron algunos, no quiso empeñarse en una acción general. Pasó al lugar de la batalla, halló los cuerpos puestos en orden sin cabeza, y aun el del —241→ capitán Gonzalo enteramente descarnado, porque según confesaron algunos prisioneros, habían entre sí los bárbaros repartido el cadáver y comídolo para hacerse, decían, tan valientes como aquel generoso español. El gobernador se contentó con poner fuego a sus sementeras y poblaciones, y pasó al río de Mayo. Esta buena gente lo recibió de paz, y le proveyó abundantemente de víveres; pero él, o porque en realidad los creyese cómplices en la conspiración de los Zuaques, o por una avaricia muy autorizada en aquel tiempo, aunque enteramente opuesta a la dulzura y piedad de nuestros reyes, fue poniendo en cadena a los indios e indias que entraban cargados de la vitualla en las tiendas. Conducta bárbara que desaprobó después el virrey marqués de Villamanrique, mandando conforme a las reales cédulas poner en libertad a los indios, y privándolo del gobierno, de que por esta y muchas acciones se había hecho indigno. Había dejado por capitán en Sinaloa a Melchor Téllez, que poco después tuvo por sucesor a don Pedro Tovar, que distando del país se vino luego a Culiacán. Los vecinos españoles fueron siguiendo el pernicioso ejemplo de su jefe. Solo quedaron cinco en la villa: Bartolomé Mondragón, Juan Martínez del Castillo, Tomás de Soberanis, Juan Caballero y Antonio Ruiz, de cuyos comentarios bastantemente exactos hemos tomado estas noticias.

Entre tanto, don Antonio de Monroy que había sucedido a Bazán vino a San Miguel, y a petición de los pocos vecinos que habían ido a recibirle a Atotonilco, señaló por gobernador de Sinaloa a Bartolomé de Mondragón, que había quedado en San Felipe, donde los diputados llegaron con instrucciones muy útiles a la subsistencia y gobierno de la nueva población, a 29 de junio de 1589. Este tiempo no se empleó sino en dos entradas que hicieron en busca de minas en la provincia de Chinipa, con poca utilidad y mucho riesgo.

A mitad del siguiente año fue señalado gobernador de Nueva-Vizcaya don Rodrigo del Río y Loza, hombre que juntaba al valor y a la nobleza de sus cunas, una rara piedad y mucho conocimiento de la tierra a que había entrado muchos años antes en compañía de don Francisco de Ibarra. Envió la villa a Antonio Ruiz a cumplimentarle a Chiametlán, donde había llegado por diciembre del mismo año. Oyó con no poco dolor el infeliz estado de la provincia y de la villa de San Felipe, y determinó aplicarse todo el cultivo y aumento de Sinaloa. Luego que se vio electo gobernador de la Vizcaya había pedido con instancias al padre provincial Antonio de Mendoza algunos misioneros —242→ de la Compañía para la instrucción de las naciones vecinas. El padre provincial, que no deseaba otra cosa que ver abierta la puerta a la conversión de los gentiles, señaló prontamente dos sujetos de un celo ardiente y de una piedad y fervor a prueba de los mayores trabajos. El padre Gonzalo de Tapia y el padre Martín Pérez, partieron a Guadiana, en que debían presentarse al gobernador y estar a sus órdenes. Cuando llegaron, ya el gobernador había mudado de dictamen; y recibiendo con demostraciones singulares de aprecio y de veneración a los misioneros: «Yo, padres míos, les dijo, había suplicado al padre provincial enviase a vuestras reverencias para que trabajasen en el cultivo de estos pueblos vecinos, que Dios y el rey han puesto a mi cargo; pero he sabido que hay países más necesitados en que vuestras reverencias puedan emplear su celo con mayor provecho y mayor mérito. Yo me he sentido vivamente inspirado a proponer a vuestras reverencias la conversión de las provincias de Sinaloa. Esta debe de ser la voluntad de nuestro Señor, a quien yo sacrifico de buena voluntad el gusto que tendría con la presencia y dirección de vuestras reverencias». Los hombres de Dios oyeron con increíble consuelo las palabras del gobernador, en que les pareció oír la voz de Dios que los destinaba a aquellas regiones, tanto más agradables cuanto más fértiles de penalidades y de cruces. Luego, llenos de gozo, se encaminaron para Culiacán, aunque por caminos escusados y mucho más largos a causa de la guerra en que ardían entonces los valles de Topía. Caminadas más de doscientas leguas, y dejando por todos los pueblos una alta reputación de su virtud y un gran fruto en las almas, llegaron a fines de junio a la villa de San Miguel de Culiacán. Aquí se detuvieron algunos días ejercitando los misterios con todo género de personas, con notable edificación y provecho. Escribieron a la villa de San Felipe dando razón de su destino y del sublime motivo que los conducía a sus tierras, sin otro interés que la eterna salud de sus almas y de las naciones vecinas. Luego se determinó que Juan del Castillo y Antonio Ruiz, españoles, con algunos de los caciques aliados fuesen a conducir en seguridad a los dos misioneros que entraron cerca de Capirato, a diez leguas de San Miguel. Fue muy sensible en los españoles y los indios el regocijo con que recibieron a los padres. Los indios (dice Antonio Ruiz, testigo ocular en su relación) hincadas en tierra las rodillas, les pidieron a voces el bautismo. Llegaron el día siguiente al Palmar, cuatro leguas antes de Mocorito. El cacique de este pueblo, que era cristiano, sabida por —243→ uno de sus hijos la cercanía de los padres, dio orden que se juntasen todos los niños del pueblo que no hubiesen recibido el bautismo. Se puso en marcha a la noche con aquella inocente caravana, que caminando con lentitud llegó a media noche al Palmar en que dormían los misioneros. Aunque muy necesitados de aquel descanso, lo interrumpieron gustosísimos de ver aquellas primicias de la gentilidad que el Señor les ponía a las manos, y de que podían prometerse un agüero tan feliz de sus piadosas fatigas. A la punta del día se formó una enramada en que dijeron misa los padres con admiración de los indios. Se administró después el bautismo a los párvulos, y se detuvieron en aquel incómodo lugar dos días. De aquí pasaron a Orobatu donde había una antigua iglesia de madera cubierta de paja. Aquí hablaron los padres a muchos indios que habían concurrido por medio de un intérprete. Nosotros, dijeron, no venimos a buscar el oro y la plata a vuestras tierras, ni a hacer esclavos a vuestros hijos y mujeres. Veisnos aquí solos, pocos y desarmados, y que solo venimos a daros a conocer al Criador del cielo y de la tierra, sin cuya fe seréis perpetuamente infelices. Los indios de su parte, a pesar de su barbarie, parecieron sensibles a una prueba tan clara de sincerísimo amor. Se mostraron agradecidos y prometieron ser dóciles a sus consejos. Al otro día entraron en la villa de Sinaloa con grande acompañamiento de indios, y un grandísimo consuelo de aquellos pocos españoles. Estos, dice Antonio Ruiz, antes de la venida de los padres pasaban todo el año sin oír misa, y aun para confesarse la cuaresma llamaban algún sacerdote de Culiacán, o se veían precisados a carecer de aquel espiritual alimento.

No crecía menos el centro de la provincia en fundaciones que hubieran de traerle en lo venidero un grande lustre, y en obras insignes de piedad en lo interior de sus colegios. En el de México se veían florecer con extraordinario concurso los estudios. En la annua de este año se dice pasaron de cuatrocientos los jóvenes que cursaban nuestras escuelas. En el Seminario de San Gregorio se cultivaban con incansable esmero los indios. Los caciques de los pueblos vecinos entregaban a porfía sus hijos a la dirección de los nuestros, y se veía entre los mexicanos una devoción y un fervor en la frecuencia de los Sacramentos, que sería digna de grande alabanza entre los pueblos más cultos y más antiguos cristianos de la Europa. Determinó por esto mismo el padre visitador Diego de Avellaneda, pasar el noviciado y casa de —244→ probación del pueblo de Tepotzotlán al colegio del Espíritu Santo de Puebla, movido no solo de los mayores fondos de este colegio, sino persuadido también y enseñado de la experiencia en las muchas provincias que había visto en la Europa, que a vista de las ciudades populosas, y en medio de todo el atractivo del gran mundo, se hacen con más fervor, con mayor edificación y con más perseverancia aquellos exteriores actos de mortificación y de humildad que lleva la austera vida de muchos noviciados, y se acomete y se vence el mundo, digámoslo así, en sus trincheras mismas. Apenas habían puesto el pie en la Puebla nuestros novicios, quiso el Señor ofrecerles una grande cosecha de humillación y de méritos. Habíase encendido una peste en muchos recién venidos de España, de que estaban llenos dos grandes hospitales de la ciudad. Por espacio de tres meses acudían todos los días seis novicios a cada uno, consolaban a los enfermos, barrían las salas, aseaban las camas, y hacían todos los demás oficios de caridad con un fervor y una alegría que se mostraba aun en los semblantes. Para acrisolar más su virtud, permitió el Señor que en uno de los hospitales fuesen mal recibidos del mayordomo y de los enfermos. Mirábanlos con aquel horror con que se suele ver la afectación y la hipocresía. Si pedían en nombre de algún enfermo alguna cosa, eran despedidos con dureza, muchas veces les quitaban de las manos las escobas o les impedían sus demás caritativos ministerios. En ocasiones los trataban mal de palabras, con no poco sentimiento y edificación de los mismos enfermos. Finalmente, venció la paciencia y la constancia de los buenos hermanos, y aquellos mismos fueron después los testigos y los aplaudidores de tanta devoción y caridad. Entre los demás enfermos hubo un caballero principal y letrado de algún crédito. Era este sumamente desafecto a la Compañía, y padecía una enfermedad tan horrible y asquerosa, que ningún enfermero del hospital se atrevía aun a acercarse a su lecho. Doble motivo para que nuestros novicios se aplicasen con particular solicitud a su alivio. Efectivamente, eran los únicos que lo servían y ayudaban hasta tomarlo en sus brazos y darle por sus mismas manos el alimento; con horror de la naturaleza oficios de maternal cariño que admiraban todos, servían solo para agriar más el ánimo del enfermo que cada día los recibía con más sequedad; pero esta no pudo durar mucho combatida tan poderosamente de obras de tanto amor. Después de haber luchado algunos días con la dureza de su corazón, vino a confesar a voces su ingratitud, a reconocer la caridad de sus bienhechores, —245→ protestando, que si vivía no se ocuparía en otra cosa que en servir a los padres como el más humilde coadjutor. Se contentó el Señor con la buena voluntad, porque agravado el accidente sin más efectos ni más voces que alabanzas a Dios y deseos ardentísimos de verlo, en medio de actos heroicos de contrición y de humildad, con extraordinario consuelo de verse morir en un hospital y coronado su lecho de jesuitas, murió dejando muy seguras esperanzas de su eterna salud.

De esta manera triunfaba de la indiferencia y de la ingratitud el celo y caridad de nuestros novicios; victoria que se repitió más de una vez con bastante mérito suyo y edificación de los asistentes. Entre tanto, algunos otros padres del mismo colegio hacían sus piadosas excursiones por los lugares vecinos. Llegaron en una de estas a un lugar a catorce leguas de Puebla, cuyo ministro, aunque celoso, impedido de una prolija enfermedad, no había podido mucho tiempo visitarlo. Este, usando del tedio más oportuno, instruyó a un indio que le pareció más capaz en los misterios y preceptos de nuestra ley para que en ausencia los enseñase a los demás; pero o fuese negligencia o poca autoridad del catequista, a la llegada de nuestros misioneros era el único que sabía suficientemente las obligaciones santas del cristianismo. A la sombra de esta común ignorancia reinaba la impunidad de todos los delitos. La embriaguez, la torpeza, y aun la superstición eran vicio común de todo el pueblo. Presto se vio mudar de semblante el vecindario: instruidos a tarde y a mañana, ya desde el púlpito, ya en las familiares conversaciones, se movieron a confesarse con grandes muestras de dolor. Entre estos vino a confesarse un joven a quien tenía cuasi en puntos de expirar una melancolía. Una infame mujer que vivía en su misma casa, poseída de un torpe y furioso amor, había procurado hacerlo condescender a sus deseos. La resistencia heroica del casto joven había irritado más su pasión, y roto enteramente el freno del pudor y decoro propio de su sexo: no le dejaba sosegar un punto día y noche presentándosele en todos tiempos, ya con ruegos, ya con amenazas, ya con otros medios aun más provocativos y capaces de inclinarlo a algún impuro consentimiento. En este continuo combate, pareciendo al buen joven que no podía perseverar en su santo propósito, determinó acabar con un lazo, como en efecto lo puso en ejecución con una piadosa temeridad; pero el Señor, que quiso premiarle su amor a la pureza, permitió que reventase la soga. Cayó en el suelo, —246→ y hallándole fuera de sentido, la mala mujer, que sabía muy bien que era la causa de una resolución tan inhumana, aconsejada solamente de su loca pasión, determinó no sobrevivir a su amado y acabar con el mismo lazo sus días. La soga, que se había cortado para testimonio de la inocencia, quitó la vida a aquella deshonesta; y volviendo de su aturdimiento el joven vio delante de sí el cadáver suspenso, y en él un grande ejemplar de los altísimos juicios de Dios y del rigor de su justicia. Este funesto espectáculo, que no podía apartar de su memoria, le había consumido las fuerzas del espíritu, y aun las del cuerpo. Pero consolado y animado del sabio confesor pareció volver a la vida, y emprendió dedicarse al divino servicio con un extraordinario fervor.

La congregación de la Anunciata, que pocos años antes con la licencia de nuestro padre general se había planteado en México, se extendió este año al colegio de Oaxaca. Se leyeron las bulas, y se hizo la fundación primera de la congregación el mismo día 25 de mayo en que se celebra este misterio, con asistencia del ilustrísimo señor don fray Bartolomé de Ledesma, del orden de predicadores, y su vicario general, del deán, y muchas otras personas de uno y otro cabildo, que fueron los primeros admitidos en la congregación, y se excitaban en sus piadosos ministerios, con mucha edificación del público, y singularmente de nuestros estudiantes, que se esforzaban a imitar tan ilustres ejemplos. A los indios se les predicaba en la iglesia de señor San José, que estaba a cargo de la Compañía, en lengua mexicana, y se comenzó a aprender la zapoteca. La iglesia de señor San José, que acabamos de decir, se había fundado en un solar que para este efecto había dado una india principal, y a una acción de tanta piedad, correspondía muy mal el resto de su vida. Vivía en un estado infeliz con pernicioso ejemplo de todo aquel partido. Cayó en una grave enfermedad; pero poseída de una vergüenza irracional, no podía resolverse a llamar confesor y declararle sus culpas, de que era testigo todo el pueblo; pero el Santísimo Patriarca, a quien con tanta liberalidad había cedido sus tierras, quiso premiarle este pequeño obsequio. Le pareció en un parasismo, que era llevada al tribunal de Dios, donde aguardaba ya la sentencia de su condenación. En este inexplicable susto le parecía ver que el Castísimo Esposo de María pedía a su Hijo Santísimo la salud de aquella alma. Efectivamente, volvió en sí, llamando a uno de los padres, se confesó con muchas lágrimas, y consiguiendo con la salud de la alma poco después la —247→ del cuerpo, vivió algunos años en ejercicios de muy amarga penitencia, acumulando gran tesoro de méritos con los continuos asaltos, que le fue necesario vencer para perseverar en la virtud. La necesidad del colegio obligó por este tiempo a que saliesen dos sujetos de casa a recoger limosna por todo el obispado, ejercitando igualmente en todos los lugares sus ministerios apostólicos. Hallaron en una de las haciendas vecinas a la costa del Sur un hombre rico, que sin haber jamás tratado, o visto sujeto alguno de la Compañía, los recibió con singulares demostraciones de regocijo. Los siervos de Dios, que conforme a su santísima regla, después de las comunes salutaciones, comenzaron luego a tratar cosas del cielo y de provecho de la alma, quedaron a pocas palabras admirados de encontrar en aquel buen anciano un hombre perfectamente instruido en la vida espiritual, de una sublime oración, de un admirable recogimiento interior, y pureza de conciencia. El piadoso varón, que no pudo dejar de conocer su sorpresa, satisfizo a su piadosa curiosidad, diciendo: «Mucho tiempo antes que aquí vinierais, tuve noticia de vuestro instituto y vuestras reglas, y os vi acompañados y protegidos de la Reina del cielo, en la misma forma y traje en que ahora os veo, y esta es la causa de mi júbilo. La misma Señora qua tanto os favorece, me ha significado vuestra necesidad y me ha mandado que os socorra, como lo haré con buena voluntad. En efecto, no contento con haberles dado entonces una buena limosna, les hizo una obligación de más de mil y quinientos pesos, hipotecando para ello su hacienda, y prometiendo dar cien pesos en cada un año: y el darlos en esta forma (añadió) es por tener los pocos años que viviere, el consuelo de ver en este pueblo y en mi casa, a unos hombres que el cielo tan sensiblemente protege».

En los colegios de Pátzcuaro, Valladolid, Tepotzotlán y Guadalajara, fue también muy considerable, este año el fruto de las misiones, y grande el trabajo de los operarios, por la epidemia que padecieron los naturales, y en que como todo el mundo es testigo en semejantes ocasiones, hicieron en todas partes los jesuitas todos los oficios de caridad en lo espiritual y corporal, que podían esperarse de unos hombres enteramente consagrados por su instituto al servicio del público. En la residencia de Veracruz, fuera del continuo trabajo de la ciudad y estancias vecinas, se destinaron dos padres a la isla de San Juan de Ulúa para la asistencia y cuidado de los muchos enfermos, a quienes lo ejecutivo de su mal no daba lugar para pasar al continente. En la nueva —248→ habitación de Zacatecas, fue necesario añadir, a instancias de aquellos republicanos, otros dos sujetos, uno para la escuela de leer y escribir, y otro para los rudimentos de la gramática. Así en tantos y en tan distantes hogares, en púlpitos, cátedras, confesonarios, hospitales y cárceles, ayudaban los incansables operarios a ricos y pobres, sin excepción alguna de tiempo, de país, o de personas, con un orden y una conformidad de operaciones, que solo puede producir el espíritu de Dios, y de la caridad que lo animaba.

Estos saludables ministerios que se veían repartidos por los demás colegios de la provincia, se hallaban reunidos como en su centro, en el colegio máximo de San Pedro y San Pablo de México. Aquí se atendía juntamente a todas las necesidades de la más populosa ciudad de la América, y se proveían de sujetos los demás colegios. Se formaban los predicadores, los confesores y los teólogos. Las bellas letras, la filosofía y los ministerios, todo tenía su lugar, y a todo se daba sucesivamente el tiempo y la atención proporcionada. Sin embargo, se comenzaba a temer justamente, que creciendo cada día más el número de los colegios, y debiendo respectivamente aumentarse los domésticos estudios, no se embarazasen en un mismo colegio estas diversas ocupaciones, que la admirable y celestial prudencia del fundador de la Compañía quiso que se ejercitasen en casas diferentes. Añadíase que la situación del colegio, muy acomodada para los estudios, no lo era para los ejercicios que practica la Compañía para utilidad del público. Con esta ocasión, se pensó fundar en México, conforme al instituto, una casa profesa, quedando el colegio máximo para las tareas literarias; y ya desde el año de 1584, don Hernando Núñez de Obregón, deudo cercano del padre Pedro Mercado había en su testamento dejado cuatro mil pesos, sobre unas casas que habían sido noble cuna del mismo padre, y estaban situadas en lo mejor de la ciudad, con el designio de que entrando en su posesión la Compañía, se edificase allí casa profesa. En efecto, se compraron dichas casas, y el padre Antonio de Mendoza, entonces provincial, valiéndose del favor del ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, arzobispo y virrey, obtuvo licencia para la fundación de dicha casa, que en nombre de su Majestad concedió el año de 1585. [Posesión del sitio de la casa profesa] Algunos años después don Juan Luis de Rivera, tesorero de la Posesión de la real casa de moneda, y doña Juana Gutiérrez, su esposa, hicieron a la Compañía donación de cincuenta mil pesos para el edificio y fábrica de la Profesa. Se dudó algún tiempo admitir la donación, hasta que —249→ siendo visitador el padre Diego de Avellaneda, y provincial el padre Pedro Díaz, se admitió e hizo solemne escritura a 3 de febrero del año de 1592. El excelentísimo señor don Luis de Velasco el joven, confirmó de nuevo la licencia que había dado don Pedro Mora de Contreras, y puntualmente aquella misma noche se pasaron a la nueva habitación cuatro padres, cuyos nombres conservan los manuscritos, y parece justo poner aquí, y fueron el padre doctor Pedro de Morales, el padre Juan Sánchez, el padre Juan de Loaiza, y el padre Alonso Guillén, con un hermano coadjutor que sirviese de sacristán y portero. Presentose luego el padre provincial al doctor don Sancho Sánchez Muñoz, maestre escucha y gobernador del arzobispado, pidiendo a mayor abundamiento se sirviese su señoría aprobar lo hecho, y mandase dar a la Compañía posesión jurídica del sitio y casa para la dicha fundación, como se efectuó prontamente, pasando a nuestra casa el licenciado Pablo Mateo, promotor fiscal, que en presencia de un notario, el día 5 de febrero a las diez horas de la mañana, dio al padre provincial posesión en toda forma, y lo mismo en la pequeña iglesia, que conforme a la cortedad del sitio se había dispuesto en el zaguán de la casa, con todas las solemnidades del derecho, y pidiendo al notario el padre provincial Pedro Díaz testimonio de lo actuado, que se le dio luego no sin particular providencia, que le inspiró usar de todas estas formalidades de que no había usado la Compañía en las demás fundaciones, y que se reconocieron después muy necesarias para el ruidoso pleito que se movió en esta ocasión.

En efecto, el sitio que se nos había dado para casa profesa, siendo cuasi el centro de la ciudad, vino a estar juntamente dentro de las canas de las tres sagradas religiones, Santo Domingo, San Francisco y San Agustín. Aunque en la fundación del colegio máximo se había ya resuelto este punto en favor de la Compañía, y con mayor ruido aun en la fundación de Oaxaca, de los cuales litigios hacía expresa mención la bula Salvatoris de nuestro Santísimo Padre Gregorio XIII, confirmando de nuevo los privilegios que en esta parte había concedido a la Compañía su predecesor Sixto V; sin embargo, la autoridad de las tres religiones colitigantes, hizo, como debía, mucho peso en la consideración de los doctos y los discretos. Las tres religiosísimas familias se presentaron, de común acuerdo, a la real audiencia, suplicando de lo proveído por el señor virrey y gobernador del arzobispado, y pidiendo que la Compañía exhibiese las bulas y privilegios y demás documentos, en —250→ virtud de los cuales, pretendía edificar en aquel sitio con notorio perjuicio de sus conventos. Añadían que esta no solo era causa suya, sino también del monasterio de Santa Clara y aun de la santa iglesia catedral de que el pretendido edificio no distaba más de una cuadra. Concluían pidiendo se mandase cerrar dicha casa o iglesia, ínterin se resolvía en justicia lo conveniente. Para esforzar más esta petición, pretendieron agregar e interesar en el negocio al cabildo eclesiástico. Este gremio venerable, después de examinada seriamente la causa, viendo que la Compañía de Jesús no percibía obtenciones algunas, por misas, sermones, ni entierros, ni tenía capellanías, ni otros emolumentos del altar, y que por otra parte procedía en esto escudada con tan singular favor de la silla apostólica, no quisieron mezclarse en este asunto, ni hacer oposición alguna, antes procuraron singularmente favorecerla, como lo hicieron con particularidad el señor arcediano don Juan de Cervantes, el señor maestre escuela don Sancho Sánchez Muñoz, y el señor don Fernando Ruiz de Hinojosa, canónigo y catedrático de prima en la real universidad. El cabildo secular, aunque había antes aprobado y aun agradecido a don Juan Luis de Rivera la escritura de donación en favor de la casa profesa, de que como miembro de aquel ilustre ayuntamiento le había dado parte; sin embargo, mudada la determinación, acordó seguir el partido de las tres religiones, y contradecir la fundación con escrito, que en nombre de todo el cuerpo se presentó a la real audiencia. Este tribunal, oída la respuesta de la Compañía, determinó cuanto a lo substancial de la causa se remitiese a juez eclesiástico, a quien de derecho pertenecía. Mantuvo a la Compañía en posesión del sitio, casa e iglesia; pero mandando que antes de la definitiva, no se extendiese más el edificio, ni se comenzase en él alguna fábrica. En consecuencia de esta resolución, el padre visitador ordenó que el padre Alonso Guillén saliese luego de México para Veracruz a embarcarse en un aviso, que debía hacerse a la vela muy en breve. Las tres religiones colitigantes, habían, de común acuerdo, elegido por su procurador, o instruido de sus poderes y necesarios documentos, al reverendísimo padre fray Bartolomé Martel, varón muy autorizado y docto de la religión de San Francisco. Este, aunque se había embarcado muchos días antes que nuestro procurador, tuvo la desgracia de caer en manos de los moros, que lo cautivaron en las costas de Berbería, de donde no pudo salir hasta más de la mitad del año siguiente, en que las mismas religiones que lo habían enviado a España, —251→ lo rescataron con grande liberalidad, y llegó a Nueva-España mucho tiempo después de que el padre Alonso Guillén, a quien el rey había recibido con mucha benignidad, así por el singular amor con que miraba a la Compañía y a esta provincia, que a su real piedad y magnificencia debía todo su ser, como por las cartas del padre Avellaneda, sujeto tan conocido en la corte, y de cuyos talentos y méritos había formado su Majestad un altísimo concepto. Entretanto, era un espectáculo de mucha edificación a toda la ciudad, que mientras las cuatro ejemplarísimas religiones, con tanto ardor litigaban por la defensa de sus exenciones y privilegios, sin que la integridad de la justicia hubiese apagado o resfriado algún tanto la caridad, se daban mutuamente las más sinceras pruebas de benevolencia y de amor, y habiendo cumplido unas y otras con lo que debían a su religión, esperaban con admirable igualdad de ánimo la resolución, que ya fuese adversa o próspera, parecía habían de quedar, como con efecto quedaron, sin algún resentimiento. El verdadero celo sostenido de la prudencia y de la caridad, está muy lejos de aquella amargura que los mundanos quieren que acompañe siempre a la justicia, como si las virtudes hubieran de tener entre sí la misma enemistad que con el vicio. En todo el tiempo del pleito, que duró hasta el año de 1595, asistieron los padres aunque con grande incomodidad, por la estrechez de la habitación, pero con mucho consuelo de la piadosa devoción y concurso de los fieles, al pequeño templo, sacando singular fruto de los sermones, con que el Señor coronaba su celo. A principios del año se había celebrado en el colegio máximo la tercera congregación provincial, en que siendo secretario el padre Francisco Ramírez, fueron elegidos procuradores el día 23 de enero los padres Pedro de Morales, rector del colegio de la Puebla, y el padre Diego García, que pasó después a Filipinas.

La elección del padre Pedro de Morales parecía haber de ser muy perjudicial al colegio de la Puebla, que le debía todo su ser, especialmente cuando pocos meses después tuvo que sufrir el golpe más sensible en la muerte de su piadoso fundador don Melchor de Covarrubias: según lo que hemos podido entresacar de varios antiguos papeles, parece haber sido sus padres Pedro Pastor de Valencia y Catarina de Covarrubias, de quien tomó el apellido, vecinos uno y otro de un lugar cercano a la ciudad de Burgos en Castilla la vieja. Se cree haber sido sus padres de los primeros pobladores que pasaron a la América, que vivieron algún tiempo en Michoacán, donde consta que el ilustrísimo —252→ señor don Vasco de Quiroga ordenó a don Melchor de Covarrubias de primera tonsura el año de 1539. Después se pasaron a la villa de Carrión, en el valle de Atlixco, en que según carta de 10 de abril de 1614 escrita por el padre Pedro de Anzuren al padre doctor Pedro de Morales, vivieron algunos años, y murieron en humildad y pobreza, aunque siempre en opinión de nobles, como parece en efecto por el testimonio de Diego de Urbina, rey de armas y regidor de la villa de Madrid, autorizado en 24 de enero de 1585. Por otras cartas y papeles consta haber sido sus muy cercanos deudos el ilustrísimo señor doctor don Diego de Covarrubias y Leyba, obispo de Segovia, varón doctísimo, como muestran sus grandes obras, y el ilustrísimo señor doctor don fray Baltasar de Covarrubias, del orden de San Agustín, obispo de Michoacán y de otras iglesias, que así lo afirma en carta propia, fecha en Valladolid a 18 de mayo de 1514. Por los años de 1581, fue don Melchor de Covarrubias alcalde ordinario de primer voto en la ciudad de los Ángeles, y el año antecedente de 1579, se halla un testimonio autorizado por Francisco Ruiz, escribano real, en 19 de octubre, de haber sido nombrado y elegido de aquel ilustre cabildo para capitán de cierta expedición al puerto de Veracruz, a que correspondió con toda exactitud. Se hallaron entre sus papeles cartas de los señores virreyes, dándole de gracias; ya, por la fundación del colegio de la Compañía; ya, por un pronto socorro de diez mil pesos que dio liberalmente a su Majestad para los católicos de Francia. El rey don Felipe II, en cédula de 15 de setiembre de 1590, recomienda al ilustrísimo señor marqués de Villa Manrique, la persona, méritos y servicios de don Melchor de Covarrubias. Fue muy liberal para con Dios y con los pobres. Solo las limosnas dadas a los conventos de San Agustín, del Carmen y Santa Catarina de Sena llegaron a treinta y odio mil pesos. Entre sus parientes y extraños pobres pasaron de veinte mil. En su última enfermedad, aunque aconsejado para lo contrario, dejó por heredero a su colegio en el testamento que otorgó el día 16 de mayo, cuya cláusula nos ha parecido insertar aquí como un monumento eterno de su piedad y de su amor.

«Y después de cumplido y pagado este mi testamento, y todas las cláusulas y mandas de él, en el remanente que quedare e fincare de todos mis bienes, derechos y acciones, atento a que no tengo heredero ascendiente, ni descendiente, ni he sido ni soy casado, y que como patrón que soy del colegio y casa de la Compañía de Jesús de esta ciudad, pretendo su aumento y acrecentamiento, de mi libre y espontánea —253→ voluntad, por el tenue de la presente, dejo e nombro por mi universal heredero al colegio, casa e iglesia de la dicha Compañía de Jesús de esta ciudad do los Ángeles, para que lo haya y herede enteramente, para su aumento y edificio de su iglesia y casa, y sustento de los padres de la Compañía, del todo lo cual de dicho remanente, es mi voluntad que el rector e todos los padres del colegio lo hayan en posesiones, haciendas o rentas, o en lo que mejor a ellos pareciere, para que vaya siempre en aumento la dicha mi fundación del colegio, que ansí tengo hecha, con declaración o gravamen, que si algunos deudos o parientes míos, y quisieren aplicarse a estudiar y entrar en el colegio de San Gerónimo de esta ciudad, que la dicha Compañía tiene para estudios, y ser colegiales, en tal caso el dicho colegio y casa dicha Compañía, mi heredero, sean obligados a les sustentar y dar estudios, de comer vestir y calzar, todo el tiempo que estudiaren en el dicho colegio, con tal que no exceda el número de cuatro personas las que estuvieren juntas en el dicho colegio, y esto se guarde para siempre jamás, con que los tales mis deudos sean virtuosos e recogidos, e no lo siendo puedan sor despedidos por el rector e padres de dicho colegio, e siempre favorezcan lo posible a los que fueren virtuosos. E para la averiguación de que sean mis deudos, o personas virtuosas o no, el padre rector o demás religiosos de dicho mi colegio de la Compañía (conozcan) sin que se entremeta en ello ningún juez eclesiástico ni seglar, sino que los tales mis deudos ocurran a lo averiguar ante el rector, e padres de esta casa de la Compañía, e con estas calidades y declaraciones, dejo al dicho mi colegio e casa de la Compañía por mi heredero en lo remanente de todos los dichos mis bienes, etc.». A más del remanente, que fueron en dinero efectivo cuarenta y dos mil y ochenta y seis pesos, cedió a su colegio una escritura de trece mil. Allegáronse las casas avaluadas en cuatro mil, las preseas, cadenas de oro, armas, etc., en novecientos treinta y tres, algunas piezas de esclavos y otras alhajas, en ochocientos cincuenta; que todo suma la cantidad de sesenta mil ochocientos sesenta y nueve, a que añadidos los veintiocho mil que había dado para la fundación, vienen a ser ochenta y ocho mil ochocientos sesenta y nueve pesos, en los que el magnífico fundador dotó a este colegio. La vajilla de plata dispuso que no se vendiese, sino que en memoria suya sirviese cada año en refectorio el día de su amada patrona Santa María Magdalena. El padre doctor Pedro de Morales, estando de procurador de la provincia en Roma, alcanzó de la Santidad de Clemente VIII —254→ una licencia viviae vocis oraculo la cual el Sumo Pontífice conmutó este legado, en que se dedicara toda aquella plata a vasos sagrados, en que se sirviese diariamente el Pan de los Ángeles. Hízole su colegio unas exequias correspondientes al mérito del difunto, y al agradecimiento que a sus bienhechores profesa la Compañía. Murió a 25 de mayo de 1592.

Murió también por este mismo tiempo el padre Hernán Vázquez, peritísimo en las lenguas de los indios, e infatigable operario de esta humilde gente. Anduvo siempre en un continuo movimiento por los pueblos vecinos, supliendo el fervor del espíritu la debilidad del cuerpo. El tiempo que estaba en la ciudad era frecuente en los obrajes, en las cárceles y en las plazas. Fue uno de los que más promovieron la importante obra de la capilla de San Miguel, para la asistencia y socorro espiritual de los indios, en que se consiguieron admirables frutos. Su muerte fue muy sentida de los naturales, que sin noticia alguna de los padres, le hicieron a su modo en la capilla de San Miguel las honras, en que la sinceridad de sus lágrimas le hizo más honor que el lucido aparato y lisonjeras inscripciones a los grandes del mundo. A pocos días (le su muerte vino una india que había vivido en mal estado algunos años, y llamando a un padre, le dijo que el padre Vázquez se le había aparecido y dádole a conocer la enormidad de sus culpas, mandándole que prontamente viniese a confesarse, como lo ejecutó con muchas demostraciones de sincerísimo dolor. Estas dos grandes pérdidas recompensó la piedad divina con singular aumento de espirituales consuelos en la promoción de los estudios y ministerios, en provecho de los prójimos. El número y progresos de los estudiantes fue tal, que pareció necesario añadir a las clases de gramática y retórica, la de filosofía, que se comenzó a leer aquel mismo octubre. Y no cultivándose jamás provechosamente las letras sin el amor de la virtud, ni este sin la tierna devoción para con la Madre de Dios, se pusieron nuestros jóvenes bajo su protección y amparo, erigiéndose la congregación de la Anunciata en aquel colegio, y otras dos para los indios en su capilla de San Miguel, cuyos piadosos ejercicios de la explicación de la doctrina cristiana, continuas exhortaciones, frecuencia de Sacramentos, visitas de cárceles y hospitales, y otros semejantes, encendían tanto en nuestros religiosos como en los congregantes un nuevo fervor, y llenaban toda la ciudad del buen olor de tan edificativo ejemplo.

Del colegio de Oaxaca se emprendió misión a Guatemala, que había —255→ mostrado siempre un singular afecto a la Compañía. El fruto correspondió muy bien a la hambre piadosa de los oyentes, y a la alta idea que se habían formando de nuestros misioneros. Esta nobilísima ciudad había en otras diversas ocasiones mostrado grandes deseos de que fundase allí la Compañía, y en la presente instaron mucho más y llevaron muy adelante la negociación. Aunque los padres, como al estilo santo de nuestros mayores, no habían querido otra morada que la de un hospital, les fue necesario condescender muchas veces con las instancias del presidente de aquella real audiencia, y otros señores que quisieron honrarlos con su mesa. Este regio tribunal, como los señores del cabildo eclesiástico y secular, y los más distinguidos republicanos, eran los primeros en asistir a los sermones, y en los fervorosos ejercicios de la misión, que las más veces honró con su presencia el ilustrísimo señor don García Gómez Fernández de Córdova, monje jerónimo, su dignísimo obispo. El celoso pastor y el presidente, no contentos con las expresiones más vivas, y las más sinceras demostraciones de aprecio, escribieron de común acuerdo a su Majestad, cuanto importaba al servicio de nuestro señor y del rey un colegio de la Compañía en Guatemala. El arcediano de aquella santa iglesia mostró grande inclinación a dar para este fin la mayor parte de su cuantioso caudal. Otra dignidad ofreció desde luego sus casas; otra prometió en cada un año cien hanegas de trigo. Cuatro caballeros de les más ilustres de la ciudad prometieron mil pesos cada uno. Tanto era el anhelo de aquellos ciudadanos porque se estableciese allí nuestra religión, lo que sin embargo no se pudo ejecutar por entonces.

[Misión del padre Gerónimo López] Aunque no tan lustrosa a los ojos del mundo, no fue menos provechosa excursión la que por aquella misma primavera hizo en el obispado de Guadalajara el fervoroso padre Gerónimo López. A petición del cabildo eclesiástico y del provisor de aquella diócesis, hubo el misionero de detenerse algunos días en un pueblo que había mucho tiempo carecía de párroco. A pocas exhortaciones que les hizo con aquella fuerza de espíritu y aquella elegancia de su idioma, que el padre poseía en grado eminente, quisieron todos los indios confesarse; pero tuvo el dolor de hallar en ellos una profunda ignorancia de los más necesarios misterios. Instruidos en lo que para confesarse debían saber y entender de la doctrina, se aplicaron con tanta diligencia, que muchos en un día, muchos en dos, y cuasi dentro de muy breve tiempo, estuvieron capaces de recibir aquel necesario sacramento. En espacio de cuarenta —256→ días, dice la sencilla relación del mismo padre, he confesado más un mil y trescientas personas, y como suele suceder en estas ocasiones, las mil habrán sido confesiones generales. Lo que más encantaba a los indios era el grande apostólico desinterés del misionero. Exhortando a un indio en cierto asunto bastantemente contrario a sus inclinaciones y a sus costumbres, aunque me muera (dijo) no he de volver a hacer costa semejante: ¿y cómo podría yo negarte a ti cosa alguna si veo que todo el día predicas, confiesas, que nos dices cada día misa, entierras nuestros muertos, y nos tratas en todo con tanto amor, sin querer jamás admitir de nosotros el don más mínimo? Bien se conoce que no es tu interés, sino nuestro provecho, el que te ha hecho cargarte de tantos trabajos. Así habló aquel indio, y la enmienda de las costumbres que en todos los demás seguía prontamente a la corrección paternal del misionero, mostraba bien cuan poderosa es esta arma para conquistar o inspirar en los corazones el amor de la virtud, y un sublime concepto de las verdades de la religión. Otro, solicitado de sus compañeros al vicio de la embriaguez, en que antes había dado graves escándalos, respondió a sus perversos amigos: ved vosotros, los que no habéis oído lo que el padre dice de los castigos de la otra vida. Hallaba mayor dificultad el misionero en persuadirles la santa comunión, y las ocasiones que la aconsejaba a los mejor dispuestos, experimentaba una resistencia y un horror, que parecía respeto y era ignorancia y preocupación, que vencieron finalmente, llegándose al altar con una devoción y una pureza de conciencia admirable. Muchos casos pudiéramos referir semejantes de misiones en Pátzcuaro y Valladolid. En esta ciudad tenía la Compañía en el ilustrísimo señor don fray Alonso Guerra, del orden de predicadores, un padre y protector amantísimo. Confesábase con uno de los nuestros, de quienes se varía en todos los asuntos de alguna importancia, singularmente en ciertos disturbios con su ilustre cabildo, que se compusieron con grande satisfacción de entre ambas partes. En los últimos años de su vida, aunque afligido con gravísimos dolores de una larga y penosa enfermedad, no tenía de ellos algún sentimiento, cuando veía algunos de los nuestros, y trataba con ellos de cosas concernientes al bien de su alma, o al provecho de su amado rebaño.

No era menor la estimación y aprecio que hizo siempre de la Compañía el excelentísimo señor don Luis de Velasco, el joven. Este caballero, no contento con la grande confianza que había hecho de los jesuitas, fiando, —257→ a su cuidado la educación de tres hijos suyos en el colegio de San Ildefonso, se servía de los nuestros en todos los negocios graves del servicio de Dios y del rey. Tenía muy encarado la católica majestad que los indios repartidos en muchas aldeas y pequeñas poblaciones por toda la vasta extensión de sus dominios en una y otra América, se redujesen a algunos lugares grandes, con el piadoso designio de que fuesen más fácilmente instruidos en la fe, y a administrados por sus párrocos después de bautizados. Noticioso el virrey de la felicidad con que sin el ruido de las armas habían conseguido esto los misioneros de la Compañía en el partido de Tepozotlán, y sabiendo que había en aquel colegio muchos operarios peritos en la lengua otomí, la más difícil de la América, pidió al padre provincial Pedro Díaz, que dos de aquellos padres pasasen a la reducción de la provincia de Guayacocotla. Se pusieron luego en marcha acompañados de un noble caballero que el prudente virrey les dio para que les ayudase con su nombre y autoridad en la ejecución de aquel gran proyecto. Después de un no tan largo como penoso camino, llegaron a la provincia que hallaron numerosa de más de dos mil y ochocientos indios, repartidos en cincuenta lugarejos pequeños, y a grande distancia unos de otros, para cuya administración espiritual no había sino dos clérigos. La imposibilidad de asistirles, o por la multitud, o por la distancia de los lugares, o por la incomodidad de su situación, que por lo común era o en lo más espeso de los bosques, o en los picachos de los montes, o en las profundidades de los barrancos, les había hecho descuidar enteramente de su cultivo. Luego que se traslució, tanto a los moradores del país, como a sus pastores, el fin de la venida, sintieron nacer una general oposición de todas partes, y cada día nuevas dificultades. Las mayores provenían de parte de los mismos ministros, de que informado el virrey, tomó la resolución de sacarlos de allí con algún honroso pretexto, mientras se llevaba a debido cumplimiento el orden de su Majestad. Los indios, con el desinterés, con el trato dulce y caritativo, y paternal asistencia de nuestros misioneros a todas sus necesidades, les cobraron un tiernísimo amor, y aunque muy lentamente fueron accediendo a su dictamen. Lograron los siervos de Dios, a fuerza de tiempo, de paciencia heroica, y de una constante caridad y beneficencia, que en poco más de un año todos aquellos lugares se redujesen a cuatro grandes pueblos, con grande satisfacción del excelentísimo, y admiración de todos los que eran capaces de conocer la dificultad de semejante empresa. Los indios, que —258→ al principio habían tanto resistido, después de conocidas las ventajas del nuevo establecimiento, y doctrinados en los misterios de nuestra religión, no pudieron resolverse a dejar a sus amados padres, y vinieron muchos de los principales a pretender con el señor virrey que su diese a los nuestros la administración de aquel partido. Solo en esto no pudo hallar su excelencia a los jesuitas dóciles. Se negó el padre provincial abiertamente, como se habían negado tantas veces a los de Tepotzotlán sus antecesores, y el virrey, edificado, añadió, por consejo de los padres mismos, un nuevo ministro y los dos que antes trabajaban entre aquellas naciones.

El campo que lograban nuestros operarios en estas ciudades y poblaciones vecinas a la capital, era muy corto, respecto a las mieses que se veían blanquear en las vastísimas regiones de Sinaloa. Los dos varones apostólicos que allí dejamos, luego que pusieron el pie en la villa de San Felipe, sin esperar a saber perfectamente la lengua, compusieron, sirviendo de intérpretes los antiguos pobladores e indios ladinos, un catecismo, y repartieron entre sí los pueblos vecinos, que parecían estar en mejor disposición. El padre Martín Pérez tomó a su cargo las poblaciones de Cubiri y Bamóa, a poca distancia de la villa, río abajo. El pueblo de Bamóa estaba a seis leguas de San Felipe, donde se habían establecido los indios que vinieron con Álvaro Núñez en su famoso viaje, y que por tanto, como los más fieles aliados de los españoles, parecían más dóciles. El padre Gonzalo de Tapia se encargó de los pueblos, río arriba, Baboria, Deboropa, Lopoche, Matapan y Ocoroiri, lugar considerable a la orilla de otro pequeño río, que desemboca en el Zuaque, o río del Fuerte. El destierro, la soledad, la habitación, los alimentos extraños y escasos, los continuos sobresaltos de parte de unos bárbaros, tanto más cavilosos y desconfiados, cuanto menos capaces de sentir la cualidad y sublimes motivos que dirigían las acciones de sus nuevos huéspedes, eran unas consecuencias necesarias del ministerio apostólico, y que los hombres de Dios toleraban con una alegría y sinceridad de ánimo que admiraba a los mismos indios. Estos a los principios se recataban mucho de los padres, pensando que fuese su conducta como la de los primeros españoles que habían entrado a la tierra. Desengañados con la afabilidad y dulzura de su trato, se les oía decir en sus asambleas, que aquellos parecían Yoris (así llamaban a los españoles) pero no lo eran más que en el color. Estos, decían, no traen armas de fuego, ni dan voces para pedir el maíz y el —259→ sustento. Contentos con lo que nosotros voluntariamente les ofrecemos, no hablan ni tratan de minas, ni de esclavos, ni de mujeres, ni de otra cosa alguna, sino de Virigeva, que era el nombre que daban a Dios. Verdaderamente (concluían) deben de ser sus hijos o hermanos. Con esta opinión, que en breve se divulgó entre ellos, comenzaron a venir en tropas de veinte y treinta; los padres, que a costa de en sumo trabajo podían ya explicarse medianamente en su idioma, y ayudándose también del catecismo, les daban a entender su lamentable ignorancia, y suavemente procuraban irles inspirando las verdades de nuestra santa religión. El fruto fue conforme a su celo. En el primer año se bautizaron, de solos los dos primeros ríos, de Sebastián, de Evora, o Mocorito y Petatlán, olas de dos mil, entre párvulos y adultos. De los primeros que se bautizaban, fueron muchas mujeres que vivían entre los españoles mismos en cualidad de criadas y aun de esposas, y de que muchas lo fueron después, elevando a Sacramento aquel comercio infame. Los indios gustaban mucho y tenían a grande honor que fuesen los españoles sus padrinos para el bautismo, sucediendo este santo y espiritual parentesco a una especie de bárbara adopción, de que hablaremos más largamente, en otra parte.

El padre Gonzalo de Tapia, luego que le pareció estar bastantemente hábil en la lengua más universal del país, determinó llevado de su caridad, penetrar la tierra dentro. Llegó en esta expedición hasta el río del Fuerte. Bautizó muchos párvulos y muy pocos adultos, entre muchos que ardientemente lo pretendían; pero el padre, no pudiendo permanecer entre ellos, ni teniendo otro ministro que enviarles, quiso antes dilatarlos este consuelo, que exponer a la profanación de la idolatría aquel divino carácter. Prometió volver a visitarlos y procurarles algún padre que los cultivase, y dio la vuelta a sus primeros cristianos.

Aquí no lo fue posible trabajar mucho tiempo. Los españoles que trabajaban las minas en el real de Topía, en quienes la avaricia y el libertinaje que reina por lo común en semejantes lugares, no había aun sofocado enteramente todo sentimiento de piedad, sabiendo que había en Sinaloa, distante como cincuenta leguas al Oroeste ministros tan celosos, y careciendo ellos entre aquellas serranías de todo pasto espiritual, escribieron al padre Gonzalo para que pasase a favorecerlos, añadiendo que fuera de los españoles, tendría bien en que emplearse su celo, en muchos pueblos de indios, que encontraría sobre su camino, —260→ y muchos otros de que estaba lleno aquel valle. El fervoroso padre se puso luego en marcha, no sin grande sentimiento de sus neófitos, de que algunos quisieron acompañarle. En el real de Topía pasó aquella semana santa, celebrando entre les suyos los sagrados misterios de nuestra redención con singular consuelo. Predicó aquellos días y confesó a todos los europeos; halló entre ellos muchos indios tarascos que trabajaban las minas, cuyo idioma hablaba con elegancia, a quienes con particular amor consoló con los santos Sacramentos, animó a la virtud con fervorosas exhortaciones. Bajó prontamente al valle; recorrió los pueblos que había de antiguos cristianos, que en nada lo eran sino en el nombre, y dejando alguna forma de cristiandad en aquellas desamparadas naciones, y borradas muchas huellas de la antigua superstición, singularmente un ídolo de aquellos montes vecinos que santificó, colocando solamente la insignia santa de la Cruz, dejando en todas partes señales nada equívocas de aquel fuego que interiormente lo consumía; dio con la mayor brevedad que pudo vuelta a su amada Sinaloa, cuyos pueblos en su ausencia había visitado y mantenido en su primitivo fervor, y aun aumentado con algunos bautismos el padre Martín Pérez, añadiendo cuasi enteros los pueblos de Ures, Guazave y Sisimicari, al rebaño de Jesucristo.

Cuanto más florecía la misión, tanto se aumentaba el trabajo de los padres, sobre quienes cargaba todo aquel gran peso. El catecismo era ocupación de todo el día. Se explicaba la doctrina por la mañana en la pequeña iglesia. A esto seguía salir el misionero a visitar las rancherías, a consolar a los enfermos, a inquirir de una en otra choza los pleitos, las supersticiones, los escándalos, a impedir los abusos, y animarlos al trabajo. Las más veces era necesario salir el padre con ellos a sus cortas sementeras, y enseñarles el manejo de algunos instrumentos que les había procurado. Ínterin los hombres estaban en su trabajo, volvía el misionero al pueblo, se juntaban los niños y niñas, se les enseñaba el catecismo, o dejando este cuidado a alguno de los más fervorosos catequistas, era necesario ir a recorrer los demás pueblos, repitiendo en todos este mismo ejercicio. El santo sacrificio, el rezo, la oración, un escasísimo y muy grosero alimento, a que no sin horror llegaba a acostumbrarse el estómago, y un corto e interrumpido sueño partían lo restante del día y de la noche; y aun en estos pequeños intervalos tenían mucho que ofrecer a Dios, o en la piedad importuna de los neófitos, o en las irracionales sospechas de los gentiles, o en la —261→ grosera curiosidad de unos y otros, que todo el día habían de estar al derredor y cuasi sobre el padre, admirando todas sus acciones e interpretándolas, o ya con superstición que era preciso corregir, o con necedades que era necesario disimular. Todo esto tropel de incomodidades pasaban con una celestial alegría los padres Martín Pérez y Gonzalo de Tapia, hasta que teniéndose en México individuales noticias de sus gloriosísimos trabajos, se les enviaron por cuaresma del afeo siguiente nuevos compañeros, muy semejantes en el espíritu, que fueron los padres Alonso de Santiago y Juan Bautista de Velasco; se le encomendó al primero el Río de Sebastián de Evora, con los pueblos de Bacoburitu y Orobatu, y algunos otros menores, y se fijó su residencia en Mocorito. El padre Martín quedó con los pueblos del segundo Río, como antes estaba. Al padre Alonso de Santiago encomendó el padre Gonzalo de Tapia los pueblos de Lopoche y demás que tenía a su cuidado, mientras para negocios importantes de la misión, partía a México, como prontamente lo ejecutó. El virrey don Luis de Velasco recibió al padre y a algunos indios que trajo consigo con suma dignación, los mandó vestir, y concedió al hombre apostólico cuanto pretendía para la fundación y aumento de aquella nueva cristiandad. Diole algunos ornamentos, campanas e instrumentos músicos, de que mostraban mucho gusto los indios, y de las cajas reales señaló a cada misionero trescientos pesos por año. Dio el padre con suma diligencia la vuelta a Sinaloa, y ciertamente era allí muy necesaria su presencia.

Había el Señor por sus justos juicios afligido a aquella recién nacida iglesia con una epidemia, hasta entonces no conocida entre los indios. Acometíales una fiebre violenta, que después de dos o tres días de un furioso delirio, prorrumpía en unas pústulas o viruelas pestilentes que los cubrían todo el cuerpo. Muchos fuera de sí salían de sus casas, y obrando en ellos la costumbre, se echaban a bañar en los ríos, otros se retiraban a los bosques, especialmente en los pueblos distantes de la cabecera, y allí postrados debajo de los árboles, se hallaban llenas las llagas de gusanos. Algunos que huyendo del contagio se acogían a los picachos y concavidades de los montes, allí acometidos del mal acababan sus vidas, y se hallaban después sus cuerpos comidos de las fieras. Tal era el estado de las misiones cuando llegó el padre Gonzalo. No llegaban los padres a puerta de alguna choza, donde no oyesen dolorosos lamentos de las familias en la muerte de sus hijos, no se veía mujer alguna que no tuviese cortado el cabello, ni hombre que —262→ no lo trajese trenzado, o que se adornase de sartas o de plumas, que son las ceremonias de su luto. Los misioneros en estos días de aflicción, después de ofrecer por sus amados hijos el adorable sacrificio, salían a recorrer todas las casas del pueblo. Bautizaban a los párvulos, catequizaban a los adultos cuanto permitían las circunstancias, confesaban a unos, ayudaban a otros, a otros enterraban. Dábanles por su misma mano muchas veces el alimento, proveíanles de algunas medicinas; y finalmente, practicaban con sus hijos en Jesucristo cuanto les inspiraba el amor y la ternura. El padre Juan Bautista de Velasco, hablando de la epidemia, dice así en carta escrita al padre provincial: «Habemos hecho lo que se ha podido para ayudar a estos pobrecitos en su enfermedad, buscando a unos en los montes, a otros en los arenales. Yo fui a un pueblo donde bauticé como doscientos niños con mucho gusto de sus padres, y con la poca lengua que se puede catequizar a algunos adultos que estaban en peligro y bautizarlos, y como era la primero vez que oían hablar en su lengua de los misterios de nuestra fe, era notable su admiración, atención y gusto, trayéndome con mucha ansia de unas casas a otras, y acudiendo con muchos enfermos párvulos y adultos, medio arrastrando y medio cargándolos, como podían, pidiéndome con mucha instancia que los bautizase. Y algunos que con la fuerza del dolor no atendían tanto a lo que yo les decía, si querían ser bautizados y tardaban en responder, los parientes que allí tenían con grandísima ansia y eficacia, les decían que dijesen hiro, que en nuestra lengua quiere decir sí, repitiéndoselo muchas veces. De los muchos que allí bauticé; se llevó para sí nuestro Señor grandísimo número. Lo que quiebra el corazón es ver que mueren muchos gentiles, sin bautismo, por ser nosotros tan pocos y ser imposible acudir a todos».

Entre tantos motivos de dolor, ninguno tocaba a los misioneros más al vivo como el que de tantos indios que se bautizaban, poquísimos o ningunos había que pasaran de treinta años. Los que habían ya envejecido en días malos, perseveraban en su obstinación y causaban no poco daño en los demás que los miraban siempre con respeto, si alguna vez se les trataba de bautismo, aun en lance extremo respondían que querían ir donde estaban sus antepasados, y a la horrenda pintura que los padres les hacían del infierno, solo decían con frialdad: ha hu haca bu, queriendo dar a entender que aunque los atormentaran querían seguirlos. Pero movido el Señor a piedad, les mudo cuasi repentinamente los corazones. Así se explica el mismo padre Velasco en otra carta: —263→ «Las mortificaciones que nuestro Señor nos envía llevándonos estos recién bautizados, nos ha recompensado en parte con un grande consuelo en las enfermedades y muertes de los viejos, sacándonos del cuidado en que estábamos deseándolos bautizar, y no satisfaciéndonos de su disposición, en este artículo nos contentamos con la precisamente necesaria, y su Majestad, que debe de quererlos para sí, se los lleva en bautizándolos, dejándonos muchas prendas de su salvación. Ocasión ha tenido el demonio con estas enfermedades de hacer guerra al Evangelio, y en la rusticidad de estos indios, es cosa sobrenatural, que advirtiendo ellos mismos que las enfermedades habían venido después que aquí entramos, y tratando esto entre sí, ni por eso extrañan ni dejan de bautizarse, antes ellos mismos se responden que no mueren por nuestra causa, pues en sus enfermedades antes los buscamos y les procuramos todo alivio. El padre Tapia fue a un pueblo en que no había habido peste. En comenzándose a bautizar, comenzaron a morir aprisa, y van muriendo tantos, que nos causa no poca lástima, aunque por otra parte consuelo de verlos ir bautizados... Son tantos y tan maravillosos los efectos que cada día se ven de la predestinación en esta peste, que en parte nos suaviza el dolor de ver morir tantos, y se hace suavísimo el trabajo que se pasa en andarlos a buscar por los montes, espesos bosques, arenales y sementeras: yo hice una salida a unos pueblos de gentiles, cuya lengua no sabía. En llegando, me ofrecieron con muy buena y alegre voluntad más de doscientos y cincuenta niños que bauticé, y para ayudar a los adultos, hice un catecismo en su lengua por medio de intérprete, y con cuatro palabras que les decía de nuestro Señor, y las más por el papel, era grande la atención con que oían. Bauticé algunos enfermos, por pedirlo ellos con instancia, y cuando por no hallar mayor peligro dilataba el bautismo a alguno, para instruirlo mejor, quedaban ellos y sus deudos muy desconsolados diciéndome que los bautizase, pues estaban enfermos y habían venido a eso. Bauticé una gran cantidad de adultos, que me pareció tener peligro, sin los niños que se ha dicho, y casi todos los bautizados murieron». Hasta aquí el fervoroso padre Juan Bautista de Velasco.

Ni fue la peste el único azote con que Dios quiso castigar a estos pueblos, si castigo puede llamarse el que les trajo tantos bienes: otro con menos estrago no dejó de hacer en ellos mucha y saludable conmoción. Apenas iba mitigando un poco el furor de la epidemia, unos súbitos y violentos temblores de tierras se hicieron sentir por toda la extensión —264→ de la Sinaloa. Este fenómeno nunca antes visto entre ellos, los llenó de susto y admiración, singularmente a los Zuaques, en cuyo pueblo principal llamado Mochicagui un montecillo vecino de viva roca, partiéndose a la violencia del movimiento arrojó por la abertura mucha agua. Los habitadores de Mochicagui, menos bárbaros que los antiguos romanos en los tiempos de Curcio, se contentaron con echar en aquella caverna algunas mantas, y otros de sus más preciosos adornos. Poco después persuadidos a que aquella calamidad les había sobrevenido por no tratar de bautizarse y seguir los consejos del hijo de Virigeva, que así llamaban por veneración al padre Gonzalo de Tapia, vinieron a aplacar su cólera ofreciéndole muchos frutos de la tierra. El santo hombre tomó de aquí ocasión para desengañarlos de su grosero error, y darles a conocer el poder y majestad del Dios que adoraba y que había venido a predicarles, y a quien jamás podrían tener propicio, sino recibiendo el santo bautismo. El susto de que estaban sobrecogidos, les hizo prometer por entonces lo que verosímilmente no se hallaban en ánimo de cumplir. Algo más se aprovecharon los Sinaloas, nación numerosa a las orillas del mismo río del Fuerte, de quien tomó el nombre toda la provincia. Estos, con algunas más luces enviaron semejante diputación, pidiendo al padre Tapia que pasase a sus pueblos, y bautizase siquiera a sus párvulos. No juzgó el padre deber desconfiar de aquellas gentes que parecían obrar de buena fe. Se puso en camino, y como a diez o doce leguas de la villa, encontró una Cruz. Unos gentiles que encontró sobre su derrota, le dijeron, que ellos habían colocado aquella santa señal, instruidos de unos cristianos que se habían retirado allí de Culiacán, huyendo del duro trato que les daban algunos españoles: que a sus nuevos huéspedes debían algunas noticias de la doctrina santa, y que noticiosos de su viaje, le habían preparado una enramada en que descansase. Sobrevinieron entre tanto los cristianos de Culiacán suplicando al padre que quedase allí aquella noche, prometiéndole para acabarlo de persuadir, que le fabricarían otra enramada semejante en que pudiese a la mañana decir misa, que había algunos años que no oían. Condescendió el padre con la piedad de aquellos fieles, bautizó algunos, y celebrado el santo sacrificio que oyeron con grandes demostraciones de devoción e interior consuelo, los exhortó a cumplir con las obligaciones de cristianos y a procurar la salvación de otros muchos, y con promesa de volverlos a visitar y de proveerles de un ministro, pasó —265→ a los pueblos de los Sinaloas. Examinó las disposiciones de aquellas gentes que le parecieron no estar muy distantes del reino de Dios, y con algunas más noticias por la vecindad de la antigua villa de Carapoa. Les hizo algunas exhortaciones, que parecían oír con gusto, promovió volver de espacio, y bautizó algunos párvulos, y dio con diligencia la vuelta a Ocoroiri.

Por diciembre de este año, se juntaron todos los padres a celebrar la pascua de Navidad. Estas pequeñas asambleas que apenas podían ser más de una vez al año, eran de un extraordinario consuelo a aquellos ejemplarísimos varones, que aunque agobiados al peso de tantas apostólicas fatigas, hacían un grande aprecio de las menudas observancias de su santísima regla. En ellas daban al superior exactísima cuenta de su conciencia: conferenciaban el modo de proceder uniformemente en la labor de aquella viña: renovaban en manos del superior sus votos religiosos, y con los ejercicios de nuestra caridad y espirituales coloquios, salían animados y encendidos en nuevos deseos de emplearse únicamente en la obra del Señor. Tal es la edificativa idea que de la junta de esta pascua nos dé el padre Alonso de Santiago en una suya en que dice así: «En uno de estos días de pascua, antes de amanecer, renovarnos nosotros los votos, precediendo la confesión general, y el dar cuenta de la conciencia, y aunque somos poquitos no fue pequeño sino muy extraordinario el consuelo y gozo espiritual que sentimos, etc.». Fuera de los misioneros, se habían embocado todos los españoles de la villa, y todos los cristianos de los tres primeros ríos, de Mocorito, Petatlán y Ocoroiri. Se convidaron también los gentiles de los pueblos vecinos, para cuyo hospedaje se dispusieron grandes enramadas. Era un espectáculo de mucho consuelo para nuestros operarios, y de admiración para los mismos indios, verse muchos centenares de hombres tan hermanados y tan unidos en unos mismos sentimientos de piadosísima alegría, que antes no se veían jamás juntos, sino para las guerras y para las más atroces hostilidades. Cuando estaban fabricando las enramadas, se oyó un indio venerable por su ancianidad, y muy fervoroso cristiano hablar a los demás de esta manera: «Trabajemos, hijos y hermanos míos, con mucho gusto y alegría para la fiesta grande del Señor. Ya se acabaron las enemistades y las guerras; ya somos como los españoles, y no tenemos más que un corazón con que nos amamos mutuamente. Esto es lo que han hecho en nosotros nuestros amados padres por el santo bautismo, nos han quitado nuestros malos corazones, y nos —266→ han dado a todos uno mismo, lleno de caridad y de amor. ¡Cuánto agradecimiento debemos a estos hombres que sin más interés que el de nuestro bien, han dejado sus tierras, sus casas grandes, sus manjares delicados, por venirnos a enseñar el camino del cielo». Así habló aquel neófito con atención y aplauso de los demás. Sin embargo, como la dulzura con que el Señor anima a sus siervos en el mundo, jamás está separada de la Cruz, permitió su Majestad que aquella misma noche no careciesen de un gran susto. Un indio llamado Alonso Sobota, que en años pasados se había bautizado, y apostatado después de la fe, sabiendo que para la mayor solemnidad se habían convidado los gentiles Zuaques, se fue a ellos y les dijo: «Yo soy vuestro amigo y no puedo daros mayor prueba, que revelaros un secreto en que se interesa vuestra vida. El convite que los padres nos han hecho, no es sino para acabar con nosotros. Intentan poner fuego a las enramadas en lo mejor de vuestro sueño. Los españoles armados cercarán las casas y darán la muerte o harán esclavos a los que perdonaren las llamas. El padre Gonzalo de Tapia es el autor de este ardid, que ya en otra ocasión le salió bien en México a costa de la vida de muchos indios incautos. Si por no dar sospecha a los españoles hubieren de ir algunos de vuestros pueblos, sean pocos y prevenidos para no entrar en la iglesia, ni dormir en las casas que tienen preparadas. Dejad que perezcan solo los de Ocoroiri, que son vuestros enemigos y han querido fiarse de semejante gente. Los Zuaques no dejaron de pasar la noticia a algunos de Ocoroiri. El cacique de este pueblo respondió que él y todos los de su pueblo estaban muy satisfechos de las piadosas intenciones de sus amados padres; pero a pesar de esta generosa respuesta, no dejó de echar aquel aviso alguna impresión en los ánimos. Asistieron pocos a los maitines, que se cantaron a son de instrumentos con grande sorpresa y gusto de los asistentes. Entre tanto, en el aposento del padre Gonzalo, vecino a la iglesia en que todo era de paja y de leña, con la luz que acaso quedó encendida, prendió fuego la mesa, que era del mismo material. Este pequeño accidente iba a arruinar del todo la obra de Dios y cerrar la puerta al Evangelio. El fuego habría consumido muy en breve la casa, la iglesia y ornamentos. Los indios se habrían confirmado en la traición de que los previno el malvado apóstata y hubieran dado muerte a los padres y los españoles, o huido para siempre a los montes. La providencia del Señor previno tanto daño disponiendo que al mismo tiempo entrara un indio que servía al padre y apagara fácilmente el incendio».

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Después de celebrado el santo sacrificio, les hizo el padre Martín Pérez una declaración del misterio tiernísimo de aquella noche y una fervorosa exhortación. El resto de la noche, ya recobrados del susto y desengañados, la gastaron los más de ellos en danzas y en bailes que era su modo de celebrar las fiestas. «El padre Tapia y yo (dice en una suya el padre Martín Pérez) vimos muchos indios, que adornados de plumajes y cascabeles, entraban y salían bailando en una casa vecina. Fuimos temerosos de alguna superstición, y hallamos muchos sentados cerca de un círculo de arena, mayor que un mapa-mundi, en que tenían pintadas con colores varios muchas figuras de animales, y entre ellos la de un hombre, una mujer y un niño. Dijeron que aquellas figuras representaban a Dios padre y a la Virgen con su niño. Esta, añadieron, es la sementera; este es el río; esta es tal culebra o tal animal. Pedimos al Señor y a la Virgen, y a su hijo, como nos dijiste esta noche, que nos libre de que crezca el río y de que nos ofendan estos animales, y que cuiden de nuestras sementeras». Sin embargo de una interpretación tan piadosa, no juzgaron los padres deberles permitir una ceremonia tan semejante a la antigua superstición. Dijéronles que en la iglesia estaba el niño con su madre muy hermosa, y como ellos no podrían jamás pintarla, que allá podían ir a danzarle y pedirle el remedio de sus necesidades. Estos grandes círculos de arena, estas figuras y esta danza por ocho días continuos, era el rito con que celebraban una especie de adopción en su gentilidad; pero a más de esto añadían entonces algunas otras ocasiones no menos simbólicas que las figuras, los que habían de ser adoptados estaban recogidos aquellos ocho días en otra casa semejante frente de aquella en que se hacían los círculos, y en las cuales en todo ese tiempo no podía entrar mujer alguna. Pasados estos días venían a tomar cada uno sus adoptivos, les armaban del arco, les abrían mucho los ojos demostrando la vigilancia necesaria para ver venir y evitar las flechas enemigas. De allí, convidándolos con cañas de tabaco, los llevaban a la casa de enfrente, borraban las figuras y les fregaban el cuerpo con la arena, y en una especie de procesión los pasaban luego a sus casas donde los cuidaban sin diferencia alguna a sus hijos naturales.

La misión de Sinaloa, en que ya había fundadas como veinte iglesias, no podía sostenerse sin un cercano colegio, a que en caso de enfermedades o semejante otro acontecimiento, se retirasen los sujetos, y a que reconociesen por cabeza. Algunos años antes de ser destinado —268→ a Sinaloa el padre Gonzalo de Tapia, había hecho con el padre Nicolás de Ardaya una fervorosa misión en la ciudad de Guadiana, que preció el lugar más a propósito, donde desde entonces habían quedado los ánimos muy propicios a nuestra religión. Esto movió a su gobernador don Rodrigo del Río y Loza a pedir al padre visitador a los dos padres, que después, mudada la determinación, se destinaron a Sinaloa. Por los años de 1593, con ocasión de cierto negocio, pareció necesario enviar a aquella ciudad al padre Martín Pérez con otro compañero. Estos religiosísimos padres, persuadidos a que en la Compañía ningún oficio o comisión debe quitar el tiempo a los ministerios que ceden en provecho de las almas, todo el tiempo que les fue forzoso detenerse en Guadiana, lo ocuparon en la diaria explicación de la doctrina cristiana, en las exhortaciones y confesiones. Compusieron por medio de intérpretes un catecismo en la lengua más universal del país para la instrucción de los indios. Entre los españoles, y singularmente entre personas de distinción, se compusieron varias enemistades ruidosas. De la ciudad se extendió su celo a los lugares vecinos. En uno de estos, dos personas ricas y principales fomentaban entre sí más había de ocho años, un odio mortal. La gente popular, que con poco motivo toma partido en casos semejantes, estaba dividida en dos facciones. Llegaba a tanto el rencor, que no habiendo más de una iglesia en el pueblo dejaban de asistir al santo sacrificio aun en los días de precepto las dos familias, por no concurrir con sus enemigos en el templo; bien se deja entender el escándalo y las fatales consecuencias de tan loca pasión. Muchas personas celosas habían procurado inútilmente el remedio. El padre Martín Pérez, después de algunos sermones y conversaciones privadas, lo consiguió con facilidad. Los dos jefes de partido convinieron en ciertas capitulaciones, se abrazaron públicamente, y comieron juntos a una mesa con asombro y edificación de todo el lugar. Había entrado en poder de un hombre rico no pequeña parte de los bienes de un difunto; pero tomándole juramento lo negó todo abiertamente. Se le conminó primero y se le reconvino después con excomunión. Nada bastó; antes sin hacer caso alguno de las censuras, asistía con horror del pueblo a los divinos oficios cada día más obstinado. El padre le habló a solas; le presentó con viveza el funesto estado de su alma, y el pernicioso ejemplo que daba al pueblo. Resistiose con bastante dureza algún tiempo; finalmente, tocado interiormente de la gracia por medio de los ruegos de las súplicas, de las amenazas, —269→ y de todos los artificios de una elocuencia viva y penetrante, confesó haber entrado en su poder nueve mil pesos, que restituyó luego al mismo padre, pidiendo con muchas lágrimas misericordia a la Santa Iglesia, y absolución de la censura. Estos y otros muchos casos semejantes habían sido muy públicos para que no se conociera la utilidad de un instituto que formaba hombres tan provechosos. Habiendo de partir para México el padre Martín Pérez y su compañero, fue necesario satisfacer a sus piadosas instancias, enviándoles otro padre que perpetuase el fruto. El gobernador y algunos otros de los más distinguidos ciudadanos, ofrecían para la fundación veintidós mil pesos y unas casas. Escribieron también de su parte a nuestro muy reverendo padre general, y el padre provincial Pedro Díaz en carta de 31 de marzo de 1594, esfuerza bastantemente la utilidad de aquel establecimiento. En efecto, la ciudad de Guadiana es la puerta de los vastos países en que para la salud de innumerables almas ha trabajado tantos años la Compañía de Jesús. Las provincias de Tepehuana, Taraumara, Sinaloa, Topía, Nayarith y Nuevo-México, cuyos límites hacia el Norte no están aun conocidos, son de su jurisdicción, especialmente después que por los años de 1621 se dividió entre Durango y Guadalajara el obispado de la Nueva-Galicia. Este país conquistó por los años de 1551, de orden del virrey don Luis de Velasco, el primero, Francisco de Ibarra, cuyo nombre conservó algún tiempo. Desde Zacatecas, por medio de Alfonso Pacheco, uno de sus mejores oficiales, mandó una colonia al valle de Guadiana, que fue después la capital de la Nueva-Vizcaya. Esta tierra, bastantemente fértil de todo género de frutos de Europa y de América, la riegan muchos ríos, entre quienes las principales son el de Conchos, que desemboca en el río grande del Norte, el de las Nasas, que forma la gran laguna de San Pedro, y el de la punta, que desagua en el mar del Sur. Los ríos del Norte y el Conchos se juntan como a noventa leguas al Nordeste de Chihuahua, pequeña villa en la provincia de Taraumara. El terreno hasta ahora conocido se extiende desde los veinticinco hasta los treinta y tres grados de latitud septentrional. El primer obispo de esta diócesis fue el ilustrísimo señor don fray Gonzalo de Hermosilla. Todo el país generalmente es montuoso y preñado de las más ricas minas de la América. Las más famosas son las de Indehé de Guanacevi, las de Topía y muchas en el Nuevo-México y la Sonora, singularmente la de Arizona, de que en estos últimos años, según la relación del ilustrísimo señor don Pedro Tamaron, se han sacado pedazos —270→ de plata hasta de ciento y cuarenta arrobas27. La ciudad tiene conventos de San Francisco, San Agustín, San Juan de Dios, colegio de la Compañía, y un seminario a dirección de los mismos padres, a que está adjunto el Tridentino con doce becas que mantiene la mitra. Villaseñor da a Durango como veinticinco mil almas fuera de los indios. En este obispado, dice el maestro Gil González Dávila, la religión de la Compañía de Jesús con la solicitud de sus piadosos y vigilantes obreros, ha cogido abundantes y maravillosos frutos para el cielo, asistiendo en sus provincias por orden de su Majestad, que de sus rentas reales sustenta en ellas setenta y cinco religiosos sacerdotes. Han convertido en ellas más de trescientas mil almas, edificado más de cien iglesias, y con su blandura y paciencia cristiana han amansado la fiereza de infinitos bárbaros, persuadiéndoles a vivir en poblado, con ley, religión y gobierno.

Estos bellos progresos de la fundación de Guadiana se debían a las expediciones continuas que hacían nuestros operarios desde la residencia de Zacatecas. Aquí se vio una nueva experiencia de aquella verdad tan averiguada en todas nuestras historias, y nunca para nuestro consuelo bastantemente repetida, que nunca son más gloriosos ni más útiles nuestros ministerios que cuando los fecundizan las aguas de las muchas tribulaciones. Las murmuraciones privadas y aun públicos sonrojos que en esta ciudad habían sufrido con heroica paciencia los padres, acabaron de manifestar a los vecinos todo el fondo de su caridad, y les granjearon mayor estimación. A instancias de los más nobles españoles, que nada apreciaban más de la Compañía que el cuidado de la educación de la juventud, se puso este año un maestro de gramática, y poco tiempo después se agregó otro, que tomando desde más alto el cultivo de aquellas tiernas plantas, les diese con los principios de leer y escribir los primeros elementos de la virtud. Con este nuevo motivo de frecuentar nuestra habitación vinieron los mismos ciudadanos en conocimiento de su incomodidad. Estaba algo distante para la diaria asistencia de los niños, y en el declive de un cerro de los muchos que coronan a esta ciudad y que la enriquecen con sus minas.