Hogar criollo

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Hogar criollo[editar]

Doña Baldomera es la mujer de don Anacleto; no se sabe de cierto si esposa por la iglesia o simple compañera, pero viven juntos y tienen familia numerosa. Tienen hijos de todas edades, desde el hombrecito cuyos labios empiezan a criar vello, hasta la criatura cuyo pudor no exige todavía más que una camisita, y que se siguen de año en año, con una regularidad de majada estacionada.

Sólo los más chicos son hijos de don Anacleto; los mayores lo son de su antecesor, pues doña Baldomera ha sido... casada varias veces; casamientos sin anotar, la contabilidad del registro parroquial o la del registro civil siendo algo inoficiosa, donde no hay bienes. La procreación, sola, no necesita tanta prolijidad, y la ley divina: «Multiplicad», no habla de apuntes.

La Pampa es grande, hay holgura; crezca el rebaño, que después, lo contaremos.

Y doña Baldomera, cuando se juntó con don Anacleto, sólo trajo a la comunidad algunas lecheritas, un lote de gallinas y otro de entenados; y también algo como un embrión de esas cualidades caseras que de toda mujer hacen, y de la misma paisana criolla, podrían hacer, cultivadas, el alma del hogar.


Sentada en un cajoncito vacío de kerosene, doña Baldomera, vestal un poco marchita, con una tira de percal, rasgada de un vestido viejo, envuelve un pedazo de sebo; dispone con arte en el suelo, un montoncito medio suelto de fragmentos de leña de oveja, bien seca, y pronto se llena la cocina de espeso humo, con olor a grasa derretida y a amoniaco caliente, incienso digno del altar.

Mientras empieza a calentarse el agua, doña Baldomera, sacerdotisa también de la batea, se va, bajo la escasa sombra del sauce raquítico, único árbol que exista alrededor de la vivienda, a enjabonar un lote de ropa que tenía preparado.

Ha empezado a salir, hormigueando, gente de la casa. Uno de los hijos, saltando en el caballo que ha dormido atado en el patio, fue a traer la manada de caballos.

El padre está en la cocina, tomando mate y vigilando la preparación del churrasco jugoso que chisporrotea en la ceniza y le hace agua a la boca. Y sale la chorrera de muchachos y niñas, grandes y chicos, poco vestidos los mayores, medio desnudos los más chicos, que van en busca de la madre, refregándose los ojos, cayéndose, llorando, peleando, hambrientos, sucios.

En los dos cuartos del rancho, de donde sale toda esa carne humana, hay poca luz, porque las ventanas son pequeñas, y poco espacio, no porque haya muchos muebles, sino, porque nada está en su lugar; los muebles, fuera de una cama grande de fierro y de media docena de catres, son todos cajones: cajones chicos para sentarse; cajones pegados en la pared para servir de armarios, un cajón grande para las huascas y la ropa de abrigo; cajones viejos de tienda o de conservas, comprados en la pulpería. También hay, en un pie de fierro medio descuajaringado, una palangana enlozada, bastante averiada, que cada miembro de la familia, cuando se le ocurre lavarse, lleva cerca del pozo, para hacer sus abluciones.

En la mesa grande de la cocina, podría comer toda la familia, pero generalmente come cada uno donde quiere, sentado, parado, en cuclillas. Y los dos únicos muebles de verdadero lujo que haya en toda la casa, son un sillón viejo de mimbre, donde generalmente se sienta la señora para coser, y una cómoda para guardar la ropa blanca de las mujeres y soportar la imagen de San Ramón Nonato, con una vela prendida.

¡Coser!... Poco cose doña Baldomera.

Cose tan mal y tan penosamente, que la aguja es para ella, más pesada que la tijera de esquilar.

Y por esto es que los pequeños andan medio desnudos y los grandes tan mal entrazados, ataviados con los productos mezquinos y caros de la industria que, para bochorno de sus protectores, se llama nacional.

De ropa casera, poca provisión tiene doña Baldomera: los muchachos duermen en sus recados; cada catre es un revoltijo de ponchos usados y de pedazos de frazadas viejas que no da lugar a tender sábanas; la mesa de comer no precisa mantel, ya que nunca se sienta la familia al rededor de ella, y con media docena de toallas, está montada la casa.

Pero, si poco sabe coser doña Baldomera y si, en vez de perder el tiempo en componer los trapos usados, prefiere rajarlos para hacer mechas, por lo menos, ¿sabrá cocinar? -¡Cómo no! y de hachar la carne en pedazos, lavarla y tirarla en el agua de la olla, con arroz y sal; de hacer, en una palabra, el puchero, o de confeccionar el sabroso asado al asador, entiende como ninguna.



-«Deben estar muy bien estos extranjeros que han arrendado el otro puesto,» dijo doña Baldomera a su esposo al volver de una visita. «Vieras como están de bien instalados Y lo bien que viven. En la cocina hay un fogón alto y una cantidad de fuentes y cacerolas todas brillantes, colgadas en la pared; esta, por supuesto, blanqueada. En los cuartos, muchos mueblecitos bien arreglados, con coco punzó; las camas, todas bien tendidas, con sus buenas frazadas; un ropero repleto de ropa blanca, nada más que para los usos caseros, y un gran baúl lleno de ropa, para los muchachos.

«Doña María tiene máquina de coser, y ella misma corta y cose todo, que es una maravilla.»

«¡Y cómo se come bien allá, Anacleto! Un puchero no más, una tortilla, y arroz con leche; pero una cantidad de verduras de todas clases, manteca, crema, que sé yo; un almuerzo, pero en regla, en una mesa bien puesta, con su mantel planchado, que daba apetito con sólo verlo.

«Deben estar muy bien estos extranjeros.»

Doña Baldomera exageraba; estos extranjeros ocupaban un puesto igual al de ella, pagaban el mismo arrendamiento; tenían, como don Anacleto, una majada, algunas vacas y bastantes hijos, y compraban también en la pulpería cajones vacíos para hacer muebles.

Lo que sí es cierto, habían aprendido, desde chicos, a nunca quedar ociosos, y trataban de que sus hijos hicieran lo mismo, enseñándoles a hacer uso constante de sus diez dedos.