Impotencia (DFV)

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Diccionario Filosófico - Tomo VII de Voltaire
Nota: En esta transcripción se ha mantenido la ortografía original.

Impotencia

En favor de los pobres impotentes, o como los llaman las Decretales frigidi et maleficiati, principio por la siguiente cuestión: ¿Hay algún médico o alguna matrona tan peritos, que puedan asegurar que un joven bien conformado que no hace hijos a su mujer, no se los podrá hacer nunca? La naturaleza lo sabe, pero los hombres no. Luego si es imposible decidir que el matrimonio no se consumará jamás, ¿para qué se ha de disolver?

Entre los Romanos se esperaba dos años y Justiniano [1] quiere que se espere tres. Mas si se conceden tres años a la naturaleza para que se cure ¿porqué no se le concederán cuatro, diez, y aun veinte?

Ha habido mujeres que han recibido por espacio de diez años las caricias de sus maridos sin la menor sensación, y que después han sentido los estímulos más violentos: y también puede haber hombres en este caso, de lo que se han visto algunos ejemplos.

En ninguna de sus operaciones es la naturaleza tan extravagante como en la cópula de la especie humana: en la de los demás animales es mucho mas uniforme.

Solamente en el hombre está el físico dirigido y corrompido por el moral; y son prodigiosas la variedad y la singularidad de sus apetitos y de sus repugnancias. Se ha visto un hombre que se desmayaba a la vista de lo que da mas deseos a los demás hombres; de cuyo fenómeno hay todavía algunos testigos en París.

A un príncipe heredero de una gran monarquía no le gustaba nada más que los pies: y se dice que este mismo gusto ha sido bastante común en España, donde las mujeres han sabido atraer hacia ellos la imaginación de muchos hombres.

Esta imaginación pasiva ha producido singularidades cuyas circunstancias son apenas comprensibles. Frecuentemente una mujer desdeñosa resiste al gusto de su marido y desconcierta a la naturaleza; y un hombre que seria un Hércules con complacencias, es un eunuco con el desden. En este caso pende todo de la mujer, que no tiene derecho de acusar a su marido de una impotencia de la que ella sola es la causa. El marido puede decirle: Si tú me amas, debes hacerme las caricias de que yo necesito para perpetuar mi especie; y si no me amas, ¿por qué te has casado conmigo?

Los que se llamaban maleficiados, se consideraban comúnmente como hechizados. Estos hechizos son muy antiguos; y los había para quitar la virilidad, y otros opuestos para volverla. Según Petronio, Chrysis cree que Polyenos, que no pudo gozar a Circe, había sucumbido a los hechizos de las magas, llamadas Manicoe; y una vieja quiso curarlo con otros sortilegios.

Esta ilusión se ha perpetuado por mucho tiempo entre nosotros; y se ha exorcismado en lugar de deshechizar; y cuando no era bastante el exorcismo, se disolvía el matrimonio.

Se ha suscitado una gran cuestión de derecho canónico sobre los maleficiados; a saber: ¿Si un hombre que no habiendo podido por los sortilegios consumar el matrimonio con su mujer, y que habiéndose casado con otra, ha tenido hijos, puede, en caso de perder la segunda mujer, volverse a casar con la primera? La negativa ha vencido según los grandes canonistas Alejandro de Nevo, Andrés Alberico, Torrequemada, Soto, Ricardo, Henriquez, Rozella y otros cincuenta semejantes.

Es admirable la sagacidad con que han escudriñado los misterios del placer muchos canonistas y principalmente algunos religiosos de costumbres irreprensibles: no hay singularidad que no hayan adivinado; y han discutido todos los casos en que un hombre podía ser impotente en una situación, y dejar de serlo en otra; han investigado todo lo que puede inventar la imaginación para favorecer á la naturaleza; y con la intención de aclarar lo que es permitido y lo que no lo es, han descubierto de buena fe todo lo que debía estar oculto en el secreto de las noches. Se puede decir de ellos, nox nocti indicat scientiam.

Sobre todos Sánchez ha redactado y publicado todos los casos de conciencia, que la mujer más atrevida no confiaría sin avergonzarse á la matrona más discreta. Por ejemplo, investiga con la mayor atención.

"Utrum liceat extra vas naturale semen emittere." — De alterâ femina cogitare in coitu cum suâ uxore." — "Seminare consultó separatim." - "Congredi cum uxore sine spe semmandi". - "Impotentiae tactibus et illecebris opitulari." — "Se retrahere quando mulier seminaverit". — "Virgam alibi intromitere dum in vase debito semen effundat," &c. &,c.

Cada una de estas cuestiones produce otras, y por último llega Sánchez hasta discutir: «Utrum Virgo Maria semen emiserit in copulatione cum Spiritu Sancto."

Estas admirables investigaciones no se han hecho jamás en ninguna parte del mundo, sino por nuestros teólogos; y las causas de impotencia no principiaron hasta el tiempo de Teodosio. Solamente en los tribunales de los cristianos se han oído estas querellas entre mujeres desvergonzadas y maridos vergonzosos.

En el Evangelio no se habla de divorcio, sino por causa de adulterio; y la ley judaica permitía al marido repudiar entre sus mujeres la que le desagradara, sin especificarla causa:[2] "Si ella no encuentra gracia á su vista, esto es suficiente." — Esta es la ley del mas fuerte; el género humano en su pura y bárbara naturaleza. Pero jamás se trata de impotencia en las leyes de los Judíos. Dice un casuista, que parece que Dios no podía permitir que hubiese impotentes en un pueblo sagrado que debía multiplicarse como las arenas del mar, al que Dios había prometido por juramento darle el inmenso país que hay entre el Nilo y el Eufrates, y al que le prometían sus profetas que algún día dominaría sobre toda la tierra. Para cumplir estas divinas promesas era indispensable que todo judío digno se ocupase sin descanso en la grande obra de la propagación. Ciertamente hay una maldición en la impotencia; y todavía no había llegado el tiempo de hacerse eunuco por el reino de los cielos.

Habiéndose elevado el matrimonio á la dignidad de sacramento y de misterio con el transcurso de los tiempos, se hicieron los eclesiásticos insensiblemente los jueces de todo lo que pasaba entre marido y mujer, y aun también de todo lo que no pasaba.

Las mujeres adquirieron la libertad de presentar pedimento para ser trabajadas (embesognées), que era la expresión de que se servían en nuestro país, pues en las demás partes se instruyan estos pleitos en latín. Los abogados eran clérigos, y los jueces sacerdotes: pero ¿de qué juzgaban? De objetos que debían ignorar; y las mujeres se quejaban de cosas que no debían proferir.

Estos pleitos giraban siempre sobre dos puntos: hechiceros que impedían al hombre consumar su matrimonio; y mujeres que querían volverse á casar.

Lo que parece mas extraordinario es que todos los canonistas convienen [3] en que un marido al que se ha dado un sortilegio para hacerlo impotente, no puede en conciencia destruir este sortilegio, ni aun suplicar al mago que lo destruya; y en el tiempo de los hechiceros era absolutamente indispensable exorcismar. Los exorcistas son unos cirujanos, que habiendo sido recibidos en san Cosme, tienen el privilegio exclusivo de ponernos un emplasto, y nos declaran que moriremos infaliblemente si nos cura la misma mano que nos ha hecho enfermar. Mas hubiera valido asegurarse bien antes si un hechicero puede quitar y volver la virilidad á su antojo. también puede hacerse otra observación: ha habido muchas imaginaciones débiles que temían mas á un brujo, que lo que esperaban de un exorcista. El primero los había ligado, y el agua bendita no los desligaba: de forma que el diablo imponía más que lo que tranquilizaba el exorcismo.

En los casos de impotencia en que no se mezclaba el diablo, no estaban menos embarazados los jueces eclesiásticos. En las decretales tenemos él título de frigidis et maleficiatis, que es curiosísimo pero que no lo aclara lodo.

El primer caso que discute Brocardie, no tiene ninguna dificultad, porque las dos partes convienen en que hay una impotente, y se decide el divorcio.

El papa Alejandro III resuelve una cuestión mas delicada: [4] Una mujer casada cae enferma, instrumentum ejus impeditum est: su enfermedad es natural, y los médicos no pueden aliviarla: "Nos concedemos á su marido la libertad de tomar otra." Esta decretal parece de un juez más ocupado del aumento de la población, que de la indisolubilidad del sacramento. ¿Por qué es tan poco conocida esta ley papal? ¿Por qué no la saben de memoria todos los maridos?

La decretal de Inocencio III no ordena los reconocimientos de las matronas sino en el caso en que haya declarado el marido en justicia que su mujer es demasiado estrecha para recibirlo: y tal vez esta es la razón de que no esté en vigor la ley.

Honorio III ordena que una mujer que se queje de la impotencia de su marido, viva ocho años con él antes del divorcio.

No se tuvo tanta consideración para declarar la impotencia del rey de Castilla Enrique IV, en la época que estaba rodeado de queridas, y que tenia de su mujer una hija heredera de su reino: pero la sentencia la pronunció el arzobispo de Toledo, y el papa no se mezcló en esto.

No menos mal se trató á mediados del siglo diez y siete al rey de Portugal, Alfonso, que era conocido por su ferocidad, su lujuria y su prodigiosa fuerza corporal. El exceso de sus furores revolucionó al pueblo; y la reina, princesa de Nemours, que quería destronarlo y casarse con su hermano el infante Don Pedro, conoció cuan difícil le seria casarse con los dos hermanos uno tras de otro después de haber dormido públicamente con el mayor. El ejemplo de Enrique VIII de Inglaterra la intimidaba, y tomó el partido de hacer que el cabildo de la catedral de Lisboa declarase impotente á su marido en 1667; después de lo cual se casó al instante con su cuñado aun antes de obtener una dispensa del papa.

El congreso es la mayor prueba a que se ha sometido a los acusados de impotencia. El presidente Bouhier pretende que en el siglo catorce se inventó en Francia este combate en un palenque; pero lo cierto es que jamás se ha conocido sino en Francia.

Esta prueba, que tanto ruido ha hecho, no era lo que se piensa. Se ha querido persuadirnos que los dos esposos procedían al deber matrimonial (si podían) en presencia de los médicos, cirujanos y matronas; pero no es así: estaban en su cama como de ordinario con las cortinas corridas, y los inspectores retirados en un gabinete inmediato; y no se les llamaba hasta después de la victoria ó la derrota del marido. De manera que en sustancia no era más que un reconocimiento de la mujer en el momento más á propósito para juzgar del estado de la cuestión. Cierto es que un marido vigoroso pudiera combatir y vencer en presencia de testigos; pero pocos hubieran tenido este valor.

Si el marido salía con honor del combate, es claro que estaba demostrada su virilidad; y si no salía victorioso, es evidente que no se había decidido nada, porque podía vencer en un segundo combate; el cual perdido podía ganar un tercero, y en fin hasta un centésimo.

Es bastante conocido el famoso proceso del marques de Langeais, sentenciado en 1659, (por apelación á la cámara del edicto, porque él y su mujer María de San Simón eran protestantes): el marques pidió el congreso, en el que lo hicieron sucumbir las impertinencias chocantes de su mujer. En seguida presentó otro nuevo desafío: y fatigados los jueces de los clamores de los supersticiosos, de las quejas de las mojigatas y de las burlas de los chuscos, negaron la segunda tentativa, que no obstante era de derecho natural: después de ordenado un combate, me parece que no se podía rehusar legítimamente el otro que se pedía.

La cámara declaró impotente al marques, y anuló su matrimonio, le prohibió volverse á casar y permitió á su mujer tomar otro marido.

¿Podía impedir la cámara a un hombre que no había podido ser excitado á los placeres por una mujer, que fuese excitado por otra? Esto equivaldría á prohibir a un convidado que no hubiera podido comer de una perdiz gris, que comiese de otra perdiz roja. A pesar de esta sentencia se casó el marques con Diana de Navailles, y le hizo siete hijos.

Muerta la primera mujer, suplicó el marques en revista á la gran cámara contra la sentencia que lo había declarado impotente y que lo había condenado á las costas. La gran cámara conoció lo ridículo de todo este proceso y de su sentencia de 1659, y confirmó el nuevo matrimonio que había contraído con Diana de Novailles a pesar del tribunal, declarándolo muy potente, y negándole las costas; pero abolió el congreso.

Desde entonces no quedó para juzgar de la impotencia de los maridos mas que la antigua ceremonia del reconocimiento de los peritos, que es una prueba sujeta a mil errores, pues que una mujer puede haber sido desflorada sin que lo parezca, y puede conservar su virginidad con las supuestas señales de la desfloración. En el espacio de mil y cuatrocientos años han juzgado los jurisconsultos de los virgos, como han juzgado de los sortilegios y de tantas otras cosas, sin conocer ni una palabra de ellas

El presidente Bouhier publicó la apología del congreso cuando ya no estaba en uso; y sostiene que los jueces no hicieron el desatino de abolirlo, sino porque habían hecho el disparate de negarlo por la segunda vez al marques de Langeais.

Pero si el congreso puede no producir su efecto, y si la inspección de las partes genitales del hombre y de la mujer puede no probar nada absolutamente, ¿á qué testimonio nos hemos de referir en la mayor parte de los pleitos de impotencia? ¿No se podría responder, que a ninguno? ¿No se podría, como en Atenas emplazar la causa para dentro de cien años? Todos estos pleitos son vergonzosos para las mujeres, ridículos para los maridos, e indignos de los jueces; y lo mejor seria no sufrirlos. Pero he aquí un matrimonio que no tendrá sucesión: Qué desgracia tan grande, ínterin que tenemos en Europa cien mil frailes y ochenta mil monjas que ahogan su posteridad.


  1. Collat. IV. tit. 1, Novel XXII. cap. VI
  2. Deuteronomio, cap. XXIV. vers. I.
  3. Véase á Pontas, Impedimento de la potencia.
  4. Decretales, lib. IV, tit. XV.