Inquisición/1 (DFV)

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Inquisición - Sección I

La inquisición es una jurisdicción eclesiástica, erigida por la silla de Roma en Italia, en España, y en Portugal, y aun también en las Indias, para buscar y extirpar los infieles, los judíos y los herejes.

Para que no se sospeche que buscamos en la mentira con qué hacer odioso a este tribunal, damos aquí el sumario de una obra latina sobre el origen y los progresos del oficio de la santa inquisición, que Luis de Páramo, inquisidor en el reino de Sicilia hizo imprimir en la imprenta Real de Madrid en el año de 1589.

Sin subir hasta el origen de la inquisición, que Páramo supone descubrir en la manera con que se dice que Dios procedió con Adán y Eva, nos limitaremos a la ley nueva, cuyo primer inquisidor, según él, fue Jesucristo ; y ejerció sus funciones desde el día trece de su nacimiento, haciendo anunciar a la ciudad de Jerusalén por los tres reyes magos, que había venido al mundo, y en seguida haciendo morir a Herodes comido de gusanos, echando los mercaderes del templo, y en fin librando a la Judea de los tiranos que la asolaban en castigo de su infidelidad.

Después de Jesucristo, san Pedro, san Pablo y los demás apóstoles ejercieron el oficio de inquisidores que transmitieron a los papas y a los obispos sus sucesores. Habiendo santo Domingo venido a Francia con el obispo de Osma, del que era arcediano, declamó con celo contra los Albigenses, y se hizo amar de Simón conde de Montfort. En seguida lo nombró el papa inquisidor del Languedoc, y fundó allí su orden, que en 1216 fue aprobada por Honorio III: el conde de Montfort tomó por asalto bajo los auspicios de santa Magdalena la ciudad de Beziers, y pasó a cuchillo a todos los habitantes; y en Laval se quemaron en una sola vez cuatrocientos Albigenses. En todas las historias de la inquisición que he leído, dice Páramo, jamás he visto un auto de fe tan célebre, ni un espectáculo tan solemne. En la aldea de Cazeras se quemaron sesenta, y en otro lugar ciento y ochenta.

En el año de 1229 adoptó el conde de Tolosa la inquisición, que fue confiada a los frailes dominicos por el papa Gregorio IX en 1233; Inocencio IV la estableció en toda la Italia, excepto en Nápoles en 1251. A la verdad en un principio no fueron los herejes sometidos en el Milanesado a la pena de muerte, de la que sin embargo son tan dignos, porque los papas no eran bastante respetados del emperador Federico que poseía aquel Estado, pero poco tiempo después se quemaban herejes en Milán como en las demás partes de la Italia: y nuestro autor observa que en el año de 1315, se esparcieron algunos miles de herejes por el Cremasco, que es un país que está dentro del Milanesado, y los frailes dominicos hicieron quemar la mayor parte de ellos, y contuvieron con el fuego los estragos de aquella peste.

Como el primer canon del concilio de Tolosa del año 1229 había ordenado a los obispos que eligieran en cada parroquia un sacerdote y dos o tres legos de buena reputación, los que hacían juramento de hacer exactas y frecuentes pesquisas buscando los herejes en las casas, en las cuevas y en todos los lugares donde pudieran esconderse, y de dar parte al instante al obispo, al señor del lugar, o a su baile, después de haber tomado las precauciones necesarias para que los herejes descubiertos no pudieran fugarse; es claro que en aquellos tiempos obraban los inquisidores de acuerdo con los obispos. Las cárceles del obispo y de la inquisición eran frecuentemente las mismas; y aunque en el curso del proceso podía el inquisidor obrar en su nombre, no podía sin la intervención del obispo hacer aplicar el tormento, pronunciar la sentencia definitiva, ni condenar a la prisión perpetua, &c. Las frecuentes disputas entre los obispos y los inquisidores sobre los límites de su autoridad, sobre los despojos de los condenados, &c. obligaron el papa Sixto IV en el año de 1473 a declarar a las inquisiciones dependientes y separadas de los tribunales de los obispos: y creó para la Iglesia de España un inquisidor general, autorizado para nombrar los inquisidores particulares; y Fernando V fundó y dotó las inquisiciones en el año de 1478.

El mismo Fernando V llamado por sobre nombre el Católico, a instancias del fraile Torrequemada, inquisidor general en España, desterró de su reino a todos los judíos, concediéndoles tres meses desde el día de la publicación del edicto, después del cual tiempo les estaba prohibido bajo pena de la vida el permanecer en los dominios españoles. Les estaba permitido llevar consigo los efectos y mercaderías que hubiesen comprado; pero de ninguna manera podían llevar ninguna especie de oro o plata.

El fraile Torrequemada apoyó este edicto en la diócesis de Toledo con una prohibición que hizo a todos los cristianos bajo pena de excomunión de dar nada a los judíos, aunque fueran las cosas más necesarias a la vida

según estas leyes salieron de la Cataluña, del Aragón, del reino de Valencia y de los demás países sometidos a Fernando, cerca de un millón de judíos, la mayor parte de los cuales pereció miserablemente: de manera que comparan los males que sufrieron en aquel tiempo a sus calamidades en tiempo de Tito y de Vespasiano. Esta expulsión de los judíos causó a todos los reyes católicos una alegría increíble.

Algunos teólogos han vituperado éstos edictos del rey de España; sus razones principales son que no se debe obligar a los infieles a que abracen la fe de Jesucristo, y que estas violencias son la vergüenza de nuestra religión.

Pero estos argumentos son muy débiles, y yo sostengo, dice Páramo, que el edicto es piadoso, justo y laudable; no siendo la violencia por la que se exigió la conversión de los judíos, una violencia absoluta, sino condicional, pues que podían substraerse a ella dejando su patria. Además, ellos podían corromper a los judíos recién convertidos, y aun también a los cristianos; y como dice san Pablo [1]: ¿Qué comunicación puede haber entre la justicia y la iniquidad, entre la luz y las tinieblas, entre Jesucristo y Belial?

En cuanto a la confiscación de sus bienes, nada es mas justo, porque los habían adquirido por medio de sus usuras contra los cristianos, que no hacían más que recobrar lo suyo.

En fin los judíos son esclavos por la muerte de nuestro Señor Jesucristo; y todo lo que posee un esclavo pertenece a su amo: esto se dice de paso contra los injustos censores de la piedad, de la irreprensible justicia y de la santidad del rey católico.

Como se trataba de dar un ejemplo de severidad contra los judíos, Dios que sabe hacer salir el bien del mal, permitió que un joven de Sevilla, que esperaba una moza, viese por la raja de un tabique una asamblea de judíos; y los denunció. Al momento se prendieron muchos de estos miserables que fueron castigados como merecían. En virtud de diversos edictos de los reyes de España, y de los inquisidoras generales y particulares del reino, hubo también en poquísimo tiempo cerca de dos mil herejes quemados en Sevilla, y mas de cuatro mil desde el año de 1482 hasta el de 1520. Otros muchísimos fueron condenados a prisión perpetua, o sometidos a penitencias de diferentes géneros. Hubo una emigración tan grande, que se contaban quinientas casas vacías, y en la diócesis tres mil; y en todo hubo mas de cien mil herejes condenados á muerte, o castigados de cualquier otro modo, o que se expatriaron para evitar el castigo. Así es que estos padres piadosos hicieron una gran carnicería de los herejes.

El establecimiento de la inquisición de Toledo fue un manantial fecundo de bienes para la Iglesia católica. Esta inquisición hizo quemar en el corto espacio de dos años a cincuenta y dos herejes obstinados, y condenó por contumacia a doscientos veinte: de lo que se puede conjeturar de la utilidad que ha sido esta inquisición desde que se estableció, cuando en tan poco tiempo había hecho cosas tan grandes.

Desde principios del siglo quince intentó en vano el papa Bonifacio IX el establecer la inquisición en el reino de Portugal, donde nombró inquisidor general al provincial de los dominicos Vicente de Lisboa. Algunos años después nombró Inocencio VII por inquisidor al mínimo Diego de Silva; y el rey Juan I escribió al papa, diciéndole, que el establecimiento de la inquisición en su reino era contrario al bien de sus súbditos, a sus propios intereses, y aun también a los de la religión.

Sensible el papa a los representaciones de un príncipe demasiado fácil, revocó todos los poderes concedidos a los inquisidores nuevamente establecidos, y autorizó a Marcos obispo de Sinigaglia para que absolviera los acusados, como lo hizo se restablecieron en sus cargos y dignidades los depuestos, y muchas gentes se libraron del temor de que les confiscasen los bienes.

Pero ¡qué admirable es el Señor en sus miras! continua Páramo: lo que no habían podido conseguir los soberanos pontífices con tantas instancias, lo concedió el mismo rey Juan III a un bribón diestro, del que se sirvió Dios para esta buena obra. En efecto, los malvados acostumbran a ser instrumentos útiles de los designios de Dios, que no reprueba lo bueno que hacen: así es que cuando Juan dijo a nuestro Señor Jesucristo:[2] Maestro, nosotros hemos visto un hombre que no es tu discípulo, y que echaba los demonios en tu nombre, y se lo hemos impedido: Jesucristo le respondió: No se lo impidáis; porque el que hace milagros en mi nombre, no dirá mal de mí; y el que no está contra vosotros, está por vosotros.

En seguida refiere Páramo, que en la biblioteca del Escorial ha visto un escrito de mano del mismo Saavedra, en el que explica este bribón circunstanciadamente, que habiendo fabricado una bula falsa, hizo su entrada en Sevilla en calidad de legado con una comitiva de ciento veintiséis domésticos, que sacó trece mil ducados a los herederos de un señor rico del país en los veinte días que estuvo en el palacio del arzobispo, presentando una obligación falsa de esta cantidad, que el tal señor reconocía haber tomado prestada del legado, cuando estuvo en Roma; y que habiendo llegado al fin a Badajoz, el rey Juan III, al que hizo presentar las falsas bulas del papa, le permitió establecer los tribunales de la inquisición en todo el reino.

Al momento principiaron estos tribunales a ejercer su jurisdicción, y hubo un gran número de condenaciones y de ejecuciones de herejes relapsos y de absoluciones de herejes penitentes.

Seis meses se habían pasado cuando se reconoció la verdad de este dicho del Evangelio: [3] Nada hay oculto que no se descubra. El marques de Villanueva de Barcarrota, señor español, auxiliado por el gobernador de Mora, prendió al bribón y lo condujo a Madrid. Allí le hicieron comparecer ante Juan de Tavera, arzobispo de Toledo. Admirado aquel prelado de todo lo que supo de la trapacería y destreza del falso legado, remitió todo el proceso al papa Paulo III con las actas de las inquisiciones que había establecido Saavedra; y por las que aparecía que se habían condenado y juzgado muchos herejes, y que el tunante había robado mas de trescientos mil ducados.

El papa no pudo menos de reconocer en todo esto el dedo de Dios y un milagro de su providencia; y así formó en 1545 la congregación de este tribunal bajo el nombre de santo oficio; que Sixto V confirmó en 1588.

Todos los autores convienen con Páramo sobre este establecimiento de la inquisición en Portugal: solamente Antonio de Sousa duda de la historia de Saavedra en sus Aforismos de los inquisidores, bajo el pretexto de que muy bien ha podido acusarse a sí mismo sin ser culpable, en consideración a la gloria que le debía resultar, y con la esperanza de vivir en la memoria de los hombres; pero Sousa se hace sospechoso de mala fe en la relación que sustituye a la de Páramo, citando dos bulas de Paulo III y otras dos del mismo papa al cardenal Henrique hermano del rey, que ni Sousa ha hecho imprimir en su obra, ni se encuentran, en ninguna de las colecciones de bulas apostólicas; que son dos razones decisivas para desechar su dictamen, y atenerse al de Páramo, Illescas, Salazar, Mendoza, Fernández, Placentino, &c.

Cuando los Españoles pasaron a la América, llevaron la inquisición consigo; y los Portugueses la introdujeron en las Indias desde el momento que estuvo autorizada en Lisboa; y por esto dice Luis de Páramo en su prefacio, que este árbol floreciente y verde ha extendido sus raíces y sus ramas por todo el mundo, produciendo en todas partes los mas dulces frutos.

Para formarnos en la actualidad alguna idea de la jurisprudencia de la inquisición, y de su forma de enjuiciar desconocida en los demás tribunales, recorreremos el Directorio de los inquisidores, que Nicolás Eymeric, inquisidor general del reino de Aragón hacia mediados del siglo catorce, compuso en latín y dirigió a sus compañeros los inquisidores en virtud de la autoridad de su destino.

Poco tiempo después de la invención de la imprenta se hizo en Barcelona una edición de esta obra, que pronto se esparció en todas las inquisiciones del mundo cristiano. En el año de 1578 salió otra en folio en Roma, con escolios y comentarios de Francisco de Peña, doctor en teología y canonista.

He aquí el elogio que hace de ella este editor en su epístola dedicatoria al papa Gregorio XIII:

"Ínterin que los príncipes cristianos se ocupan por todas partes en combatir con las armas los enemigos de la religión católica, y prodigan la sangre de sus soldados para sostener la unidad de la Iglesia y la autoridad de la silla apostólica; también hay escritores celosos que trabajan en la obscuridad, o en refutar las opiniones de los innovadores, o en armar y dirigir el poder de las leyes contra sus personas, para que conteniéndolos en su justo deber la severidad ,de las penas y la enormidad de los suplicios, hagan en ellos lo que no ha podido hacer el amor de la virtud."
"Aunque yo ocupo el último lugar entre estos defensores de la religión, estoy no obstante animado del mismo celo para reprimir la audacia impía de los innovadores, y su horrible perversidad. De esto será una prueba el trabajo que os ofrezco sobre el Directorio de los inquisidores. Esta obra de Nicolás Eymeric respetable por su antigüedad, contiene un compendio de los principales dogmas de la fe, y una instrucción muy seguida y muy metódica para los tribunales de la santa inquisición sobre los medios que deben emplear para contener y extirpar los herejes. Por esta razón he creído que debía hacer de ella un homenaje a Vuestra Santidad como a la cabeza de la republica cristiana."

En otra parte declara que la hace imprimir para la instrucción de los inquisidores, que esta obra es tan admirable como digna de respeto, y que en ella se enseñan con tanta piedad como erudición los medios para contener y extirpar los herejes. Sin embargo confiesa que hay otras muchas prácticas útiles y sabias, para las que se remite al uso, que instruirá mejor que las lecciones, especialmente habiendo en este género ciertas cosas que es importante no divulgar, y que son bastante conocidas de los inquisidores. El cita acá y allá una infinidad de escritores, todos los cuales han seguido la doctrina del Directorio; y aun se queja de que muchos se han aprovechado de ella sin hacer honor a Eymeric de las hermosas cosas que le han robado.

Pongámonos nosotros a cubierto de semejante reconvención, indicando exactamente lo que tomamos del autor y del editor.

Eymeric dice, pag. 58: La conmiseración con los hijos del culpable que se reducen a la mendicidad, no debe endulzar esta severidad, pues que por las leyes divinas y humanas los hijos son castigados por las faltas de sus padres.

Pag. 123: Si una acusación intentada estuviese desprovista de toda apariencia de verdad, es menester, que a pesar de esto no la borre el inquisidor del libro, por que lo que no se descubre en un tiempo, se descubre en otro.

Pag 291: Es necesario que el inquisidor oponga sus astucias a las de los herejes, para sacar un clavo con otro clavo, y poder decirle en seguida con el Apóstol [4]: Como yo soy fino, te he atrapado con finura.

Pag. 296: Se podrá leer la sumaria al acusado, suprimiendo absolutamente los nombres de los denunciadores, y entonces toca al acusado conjeturar quienes son los que han formado contra él tales y tales acusaciones, recusarlos, o debilitar sus testimonios: este es el método que se observa comúnmente. Es necesario que no piensen los acusados, que se admitirá fácilmente la recusación de testigos en materia de herejía; porque no importa que los testigos sean gentes honradas o infames, cómplices del mismo delito, excomulgados, herejes, o culpables de cualquiera manera que sea, o perjuros, &c. Esto es lo que se ha ordenado en favor de la fe.

Pag. 302: La apelación que un acusado hace de un inquisidor, no impide que este sea juez contra él sobre otros capítulos de acusación.

Pag. 313: Aunque se haya supuesto en la fórmula de la sentencia de tormento, que había variación en las respuestas del acusado, y por otra parte indicios suficientes para aplicar el tormento, no son necesarias estas dos condiciones juntas; y cada una de ellas basta por si sola.

Peña nos dice, scol. 118, lib. III, que los inquisidores no emplean por lo común mas que cinco especies de tormento, aunque Marsilio hace mención de catorce especies, y aun añade que él ha inventado otros, como la sustracción del sueño, en lo que es aprobado por Grillando y Locato.

Eymeric continua, pag. 319: Es necesario tener mucho cuidado con no insertar en la fórmula de absolución, que el acusado es inocente; sino tan solo que no hay pruebas suficientes contra él: precaución que se toma con el fin de que si en lo sucesivo se vuelve a formar causa a un acusado absuelto, no pueda servirle de defensa la absolución que haya recibido.

Pag. 324: Algunas veces se ordenan juntas la abjuración y la purgación canónica. Esto es lo que se practica cuando a la mala reputación de un hombre en materia de doctrina se añaden indicios considerables, los que si fueran un poco mas fuertes, propenderían a convencerlo de haber dicho o hecho efectivamente alguna cosa contra la fe. El acusado que se encuentra en este caso, está obligado a abjurar toda herejía en general, y entonces si recae en alguna herejía, cualquiera que sea, aun distinta de las que había sido sospechado, se le castiga como relapso y se entrega al brazo secular.

Pag. 331: Los relapsos, cuando está bien probada su recaída, deben ser entregados a la justicia secular, por más protestas que hagan para lo sucesivo, y por más arrepentimiento que manifiesten. Así pues, el inquisidor hará advertir a la justicia secular, que tal día, a tal hora y en tal lugar se le entregará un hereje; y se anunciará al pueblo que debe encontrarse presente a la ceremonia, porque el inquisidor predicará un sermón sobre la fe, y los asistentes ganarán las indulgencias acostumbradas.

Estas indulgencies están enunciadas así después de la fórmula de sentencia contra el hereje penitente: El inquisidor concederá cuarenta días de indulgencia a todos los asistentes, tres años a los que han contribuido a la captura, a la abjuración, a la condenación, &c. del hereje y en fin tres años también de parte de nuestro santo padre el papa a todos los que denuncien cualquier otro hereje.

Pag. 332: Cuando el culpable haya sido entregado a la justicia secular, esta pronunciará su sentencia, y el criminal será conducido al lugar del suplicio: algunas personas piadosas lo acompañarán, lo asociarán a sus oraciones, rezarán con él, y no lo abandonarán hasta que no haya dado su alma al creador. Pero estas personas deben tener mucho cuidado de no hacer ni decir nada, que pueda acelerar el momento de la muerte, de miedo de caer en irregularidad. Así, no se debe exhortar al criminal a que suba al cadalso, ni a que se presente al verdugo, ni advertir a este que disponga los instrumentos del suplicio de manera que la muerte se siga con prontitud, y que el paciente no se desfallezca; siempre a causa de la irregularidad.

Pag. 335: Si sucediese que estando el hereje próximo a ser atado al palo para ser quemado, diese señales de conversión, tal vez se le podrá recibir por una gracia singular, y encerrarlo entre cuatro paredes como los herejes penitentes, aunque no se debe dar mucho crédito a una conversión semejante; y aunque esta indulgencia no está autorizada por ninguna disposición del derecho; pero esto es sumamente peligroso; yo he visto un ejemplo en Barcelona. Un sacerdote, condenado con otros dos herejes impenitentes, pidió desde el medio de las llamas que se le retirase, que quería convertirse; lo retiraron en efecto, ya quemado por un lado: yo no digo que se hizo bien o mal; lo que sé es, que catorce años después se supo que dogmatizaba todavía, y que había corrompido muchas personas: y entonces fue de nuevo abandonado a la justicia, y murió en las llamas.

Nadie duda, dice Peña, scol. 47, que es necesario hacer morir a los herejes; pero puede preguntarse el género de suplicio que conviene emplear. Alonso de Castro, lib. II, del Justo castigo de los herejes, piensa que es muy indiferente que mueran por la espada, por el fuego, o por cualquier otro suplicio; pero Hostiensis Godofredus, Covarrubias, Simancas, Rojas, &c. sostienen que es absolutamente indispensable quemarlos. En efecto, como lo dice muy bien Hostiensis, el suplicio del fuego es la pena debida a la herejía. En san Juan se lee al cap. XV, v. 6; Si alguno no permanece en mí, será arrojado a fuera como un sarmiento, y se secará, y se recogerá para echarlo al fuego y quemarlo. Añadamos, continua Peña, que la costumbre universal de la república cristiana viene en apoyo de esta opinión. Simancas y Rojas deciden que es necesario quemarlos vivos; pero siempre es menester tomar la precaución de arrancarles antes la lengua o cerrarles bien la boca para que no escandalicen a los asistentes con sus impiedades.

En fin, pag. 366, ordena Eymeric, que en materia de herejía se proceda lisa y llanamente sin las griterías de los abogados y sin tanta solemnidad en los juicios: esto es, que se hace el proceso lo mas corto que sea posible, suprimiendo las dilaciones inútiles, trabajando en su instrucción aun en los días feriados, y desechando toda apelación, que no sirve mas que para retardar el juicio, no admitiendo una multitud inútil de testigos, &c.

Esta jurisprudencia escandalosa no ha sido mas que restringida en España y en Portugal, ínterin que en Milán acaba de suprimirse enteramente la inquisición.


  1. 1) II Corint. cap. VI. v. 14 y 15.
  2. Marc. cap. IX, v. 37, 39.
  3. Vollat. cap. X, v. 26. Marc. cap. IV, v. 22, Luc. cap VIII. v. 17.
  4. II. ad Corint. cap. XII, v. 16.