Irracional

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​Irracional​ de Emilia Pardo Bazán


El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no para otra cosa, le había enviado a la Corte, con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano. ¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y todo...

El pero, en este caso especial, era el talento que a Cleto Páramo le había otorgado la Providencia, dispensadora de gracias, virtudes y dones que no nos merecemos los mortales. De mozos como Cleto se puede esperar todo, y todo lo esperaba, efectivamente, el cura. No cabe limitar el porvenir de quien descubre tales disposiciones, y no sería el primero ni el segundo que llegase, andando el tiempo, a ocupar los puestos más altos. La situación de España cuando Cleto levantó el vuelo era para fomentar los ensueños de la ambición. Acababa de estallar la revolución que derrocó la dinastía; un hervidero de ideales, de aspiraciones, de codicias, de apetitos, una mezcla de fuego y barro vil, como en los volcanes, se derramaba bullendo; oíanse nombres nuevos; el arte y las letras iban a transformarse. Todo esto, confusamente y a través de su anticuado criterio, lo percibía el señor cura y le estimulaba a sacrificarse por el sobrino, predestinado a la gloria, al poder..., quién sabe si a las dos cosas a un tiempo. Teníase el señor cura por un porro, pues no sabía más que cumplir oscuramente sus funciones sacerdotales y comer sopas de ajo, a fin de que no le faltase al estudiante la mesada; pero tocante al chico... ¡ya se vería, ya, si era o no palo de obra!

En Villafán se aceptó el augurio. Cleto sería el que les sacase de penas, allá para dentro de ocho o diez años; el que les arreglase lo del cauce del río para prevenir inundaciones; lo de la carretera para ir a la capital; lo de los montes y dehesas que pleiteaban con sus vecinos de Baltanés; el que concediese unos miles de duros con que reparar la iglesia, rayada de grietas y amenazando ruina inminente, y el que, cubriéndose de gloria, hiciese resonar el nombre de Villafán hasta los últimos confines del mundo.

-Es mucho cuento el estudiante... No hay cosa que se le resista; aquella cabeza es pa tó... -repetían las comadres, al salir de misa, babándose de gusto.

Y el cura recalcaba:

-Un cabezón... Un talento que no le cabe en él.

En efecto, Cleto mostraba aptitudes generales. Lo mismo improvisaba un discursito para brindar a los postres el día de la Santa Patrona, la Virgen de la Mimbralera, que enjaretaba un remitido para El Escucha, de Segorbe, o se soltaba con unas décimas sonoras para celebrar el garbo de una muchacha bonita. Tenía además muy buena sombra, y a las chicas las hacía desternillarse imitando voces, posturas y defectos; la cojera del alcalde, los gangueos del alguacil, la tos de señá Rosa la hojalatera, y especialmente el canto del gallo y el ladrido de los perros. Tales chocarrerías las reservaba para las paletas; que en Madrid picaba más alto el estudiante. Como que, en perjuicio de las asignaturas, habían formado él y otros un Liceo o cosa así, y alquilado a escote un local, donde, sin pararse en barras, interpretaban las obras más sublimes del repertorio antiguo y moderno. Nuestro rumbo en la vida pende de circunstancias insignificantes: Cleto, entre las múltiples direcciones que podía seguir, prefirió la escena, porque cierta guapísima cursi, hija de un empleado de Gracia y Justicia, se prestó a ser su Doña Inés en la perpetración de un Tenorio, del cual, a causa de los panteones, estatuas y demás zarandajas, sólo se hicieron los primeros actos. Con todo eso, Cleto no disponía de un instante; andaba siempre de cabeza, sacaba suspenso, lo ocultaba..., y así, mientras él se divertía, llegó la hora en que Dios llamó a su seno al cura de Villafán, que murió desconsolado porque no dejaba bienes para costear la carrera a la futura eminencia, y acaso al morir se llevaba a la sepultura la salvación y los destinos del pueblo.

Cleto se vio de la noche a la mañana sin recurso alguno, abandonado a su suerte en Madrid. ¿Qué hacer? ¿Volverse a Villafán? ¡Si no tenía allí hacienda, ni quien le amparase! Le meterían a arar con las mulas..., y él ya no servía para eso. ¿Buscar una colocación en la Corte? ¿Y cuál? ¿Le admitirían en un periódico? ¡Ah! No es lo mismo trabajar en la prensa de combate que enviar remitidos al Escucha... ¿Sus versos? Un editor se le había reído en la cara. ¿Sus discursitos a los postres? ¿Pues si en Madrid se ganase dinero perorando, ¡qué de millonarios habría! Y Cleto, dándose una palmada en la frente, se decidió a presentarse a Rafael Calvo, para ingresar en la compañía con cinco o seis duros diarios de sueldo. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Allí tenía seguro el pan, y a corto plazo la fama, los triunfos!

¡Maldad humana! Aquel envidioso de Calvo, olfateando un rival terrible, echó por tierra las esperanzas de Cleto.

-No sirve usted; carece usted de condiciones; no hará usted nada por ese camino; en interés suyo le digo la verdad.

Y no fue lo peor que el ilustre «don Álvaro» le rechazase con tal rudeza, sino que armase la intriga de vastas ramificaciones, la solapada conspiración, por la cual en los demás teatros se encontró también con cara de palo. A no mediar intriga, ¿cómo se explicaba el fenómeno? Calvo le minaba el terreno, le excluía: para no verlo era preciso no tener ojos. Exasperado, afanoso de desbaratar la inicua trama, Cleto, mientras iba viviendo de milagro, empeñando ropa, procuraba reunirse con actores, colarse entre bastidores, arrimarse al teatro, su vocación -ya no le cabía duda-. Al principio le toleraron; después empezaron a mirarle como de casa, un apéndice, una verruga, algo que no servía para nada, y de que no se podía prescindir. Finalmente les infundió lástima; le cobraron afición; le emplearon en recados, en transcripción de papeles, en rebusca de accesorios; le impidieron literalmente morirse de hambre. En el café, antes y después de los ensayos, pagaba en la moneda que poseía la chuleta a que le convidaban los actores, sacando a relucir las gracias con que antaño hizo descuajarse de risa a los paletos de Villafán. Y al principiar los ensayos de un drama donde un perro tenía que ladrar oportunamente, el segundo galán dijo a Cleto:

-Hombre, usted que ladra tan bien, ¿por qué no se encarga de esa parte?

Las mejillas de Cleto se enrojecieron; una indignación asfixiante le cortó el resuello y le obligó a abrir la boca de a palmo. ¡Un papel de can! ¡Eso le ofrecían! ¡Paraban en eso tantas ilusiones! Mas como al mismo tiempo le caerían unas cuantas pesetas por noche, y él las necesitaba como las flores el riego, a las dos horas, entre resignado, irónico y humorista, se avino a ladrar todo cuanto fuese preciso. Y ladró con tal realismo, con tal furia, que el público palmoteaba, tomándole por verdadero amaestrado chucho. No tardó en estrenarse un sainete donde un asno rebuznaba, acompañando y parodiando la endecha de un enamorado ridículo: Cleto fue contratado también para la romanza del jumento. El cocido estaba seguro: Cleto era un incomparable animal; llamábanle de otros teatros: en su reputación se extendía; la especialidad no tenía competidor. No obstante, al situarse oculto por las bambalinas para desempeñar sus papeles, al ver pasar los primeros actores, de levita o trusa; a las actrices con sus galas, Cleto, con escozor en los ojos y una punzada aguda en el corazón, murmuraba dentro de sí: «¡Cosas del mundo! ¡La cochina suerte y las condenadas intenciones! ¡Bien les viene que no les haga sombra!».

No por eso dejaba de recoger con fruición el aplauso estruendoso, infalible, cuando cacareaba y rebuznaba, y más aún si hacía el loro. Éste ya era verdadero éxito de actor. Se hablaba de él en los periódicos, en los corrillos; se esperaba con impaciencia la frasecilla que el loro iba a pronunciar, ronca y burlona, toda erizada de erres mates, a la francesa. Los saineteros escribían papeles de loro para Cleto, y él abrigaba la convicción de que algunas piezas en peligro las había salvado el loro.

Cierta noche de marzo, después de uno de estos salvamentos, salía Cleto del teatro, subiéndose la capa, porque hacía frío. Una mano le tocó en el hombro; unos brazos se tendieron, y reconoció a Pascual Bailón, el hijo menor del albéitar de Villafán, su antiguo compañero de bromas y parrandas juveniles.

-¡Ay hijo, creí que me perdía de reír cuando supe que eras tú el lorito! -exclamó el muy bárbaro-. ¡Anda, y decían en el pueblo que ibas para diputado y estás haciendo de pajarraco! Cuenta, cuenta como ha sido esto...

Desprendiéndose con un bufido y un empujón, Cleto siguió adelante. No podía contestar. Se ahogaba. ¿Pues no sentía pujos de echarse a llorar, lo mismo que una criatura?