La niña del antojo

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Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
La niña del antojo


Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aun en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas en la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:

-¡Ave María purísima!

-Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

-Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.

-¡Pero tantas!... -murmuraba el lego entre dientes.

-Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...

-Basta, basta con la parentela, que es larguita -interrumpía el lego sonriendo.

Aquí la niña del antojo lanzaba un suspirito, y las que la acompañaban decían en coro:

-¡Jesús, hijita! ¿Sientes algo? Vaya usted prontito, hermano, a sacar la licencia. ¡No se embrome y tengamos aquí un trabajo! ¡Virgen de la Candelaria! ¡Corra usted, hombre, corra usted!

Y el portero se encaminaba paso entre paso a la celda del guardián; y cinco minutos después regresaba con la superior licencia, que su paternidad no tenía entrañas de ogro para contrariar deseo de embarazada.

-Puede pasar la niña del antojo con toda la sacra familia.

Y otro lego asumía las funciones de guía o cicerone.

Por supuesto que en muchas ocasiones la barriga era de pega, es decir, rollo de trapos; pero ni guardián ni portero podían meterse a averiguarlo. Para ellos vientre abovedado era pasaporte en regla.

Y de los conventos de frailes pasaban a los monasterios de monjas; y de cada visita regresaba a casa la niña del antojo provista de ramos de flores, cerezas y albaricoques, escapularios y pastillas. Las camaradas participaban también del pan bendito.

Y la romería en Lima duraba un mes por lo menos.

Un arzobispo, para poner algún coto al abuso y sin atreverse a romper abiertamente con la costumbre, dispuso que las antojadizas limeñas recabasen la licencia, no de la autoridad conventual, sino de la curia; pero como había que gastar en una hoja de papel sellado y firmar solicitud y volver al siguiente día por el decreto, empezaron a disminuir los antojos.

Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal, contestando un no rotundo a la primera prójima que le fue con el empeño.

-¿Y si malparo, ilustrísimo señor? -insistió la postulante.

-De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo.

Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado por no pasear claustros.

Entre los manuscritos que en la Real Academia de la Historia, en Madrid, forman la colección de Matalinares, archivo de curiosos documentos relativos a la América, hay un (cuaderno 3.º del tomo LXXVII) códice que no es sino el extracto de un proceso a que en el Perú dio motivo la niña del antojo.

Guardián de la Recoleta de Cajamarca era por los años de 1806 fray Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y disciplinaria disposición, dio en permitir el paseíto por su claustro a las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar en vereda, y se armó proceso, y gordo.

El padre comisario general apoyó al padre Arce, presentando, entre otros argumentos, el siguiente que a su juicio era capital y decisivo: «La conservación del teto es de derecho natural y el precepto de la clausura es de derecho positivo, y por consideración al último no sería caritativo exponer una mujer al aborto».

El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en el capricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licencia aconteciole que, a los tres días, se le presentó la niña del antojo llevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía el padre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo y que no se sentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.

El vicario foráneo se vio de los hombres más apurados para dar su fallo, y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de la Audiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto, sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegios apostólicos para determinadas personas de distinción, se había tolerado la entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojos era grilla y preocupación. En resumen: terminaba opinando que se previniese al padre comisario general ordenase al guardián de la Recoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas de faldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedida en 3 de enero de 1742.

El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra el guardián; pero éste no se dio por derrotado y apeló ante el obispo, quien confirmó la resolución.

Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momento que no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero su amigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:

-Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todo es de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.

El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmada en la frente, como quien ha dado en el quid de intrincado asunto, exclamó:

-¡Cabalito! ¡Eso es!

Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía para que otro y no él cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.