La compuerta número 12

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Cuadros mineros (1904) de Baldomero Lillo
La Compuerta núm. 12
Nota: Se respeta la ortografía original de la época


LA COMPUERTA NUMERO 12


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oidos i el piso que huia debajo de sus pies le producía una estraña sensacion de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura habia, entrevista al penetrar en la jaula, i sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundian con vertijinosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidacion ni mas ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecian prontas a estinguirse i a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras i partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con mas solidez en el piso fujitivo i el pesado armazon de hierro, con un áspero rechinar de goznes i de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño i juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar i el movimiento de la mina no empezaba aun. De la galeria bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, solo se distinguia parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecian invisibles en la oscuridad profunda que llenaba, la vasta i lóbrega escavacion.

A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta escavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollin, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia, la apariencia de una cripta enlutada i llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años hacia anotaciones en un enorme rejistro. Su negro traje hacia resaltar la palidez del rostro sumado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza i fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumision i de respeto:

—Señor, aquí traigo el chico.

Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros i la infantil inconciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos mui abiertos como de medroza bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, i su corazon endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, esperimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado a sus juegos infantiles i condenado, como tantas infelices criaturas a languidecer miserablemente en las húmedas galerias, junto a las puertas de ventilacion. Las duras líneas de su rostro se suavizaron i con finjida aspereza le dijo al viejo que mui inquieto por aquel exámen fijaba en él una ansiosa mirada:

¡Hombre! este muchacho es todavía mui débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?

— Si, señor.

— Pues debias tener lástima de sus pocos años i antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algun tiempo.

Señor, balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica, somos seis en casa i uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años i debe ganar el pan que come i, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.

Su voz opaca i temblorosa se estinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato i arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galeria. Oyose un rumor de pasos precipitados i una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.

— Juan, esclamó el hombrecillo, dirijiéndose al recien llegado, lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.

I volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro i severo:

—He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimun diario que se exije de cada carretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja, para que ocupe tu sitio otro mas activo.

I haciendo con la diestra un ademan enérjico, lo despidió.

Los tres se marcharon silenciosos i el rumor de sus pisadas fué alejándose poco a poco en la oscura galeria. Caminadban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guia, un hombre jóven aun, iba delante i mas atras con el pequeño Pablo de la mano seguia el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz i la amenaza en ellas contenida habian llenado de angustia su corazon. Desde algun tiempo su decadencia era visible para todos, cada día se acercaba mas el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. En balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filon inagotable que tantas jeneraciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.

Pero aquella lucha tenaz i sin tregua convertia mui pronto en viejos decrépitos a los mas jóvenes i vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda i estrecha, encorvábanse las espaldas i aflojábanse los músculos i, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentian tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijon mas eficaz que el látigo i la espuela, i reanudaban taciturnos la tarea agobiadora i la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.

La súbita detencion del guia arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella direccion, i en el suelo arrimado a la pared habia un bulto pequeño cuyos contornos se destacaron confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.

Con los codos en las rodillas i el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral i lo dejaron de nuevo sumido en la oscuridad. Sus ojos abiertos, sin espresion, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplacion de un panorama imajinario que, como el miraje del desierto, atraia sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostaljia del lejano resplandor del dia.

Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumerjido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que ahogó para siempre en él la inquieta i grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan el alma que los comprende una amargura infinita i un sentimiento de execracion acerbo por el egoismo i la cobardia humanos.

Los dos hombres i el niño despues de caminar algun tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galeria de arrastre de cuya techumbre caia una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo i lejano, como si un martillo jigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo oríjen Pablo no acertaba a esplicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aun un corto trecho i se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.

—Aquí es, dijo el guia, deteniéndose junto a la hoja de tablas que jiraba sujeta a un marco de madera incrustado en la roca.

Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apénas dejaban entrever aquel obstáculo.

Pablo, que no se esplicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, despues de cambiar entre sí algunas palabras breves i rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad i empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió i cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temia que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.

El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primojénito, quien hasta allí no habia demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imajinacion impresionada por aquel espectáculo nuevo i desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras i creia ver a cada instante abrirse una ventana i entrar por ella los brillantes rayos del sol, i aunque su inesperto corazoncillo no esperimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos i caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.

Una luz brilló a lo lejos en la galeria i luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la via, miéntras un trote pesado i rápido hacia retumbar el suelo.

—¡Es la corrida! -esclamaron a un tiempo los dos hombres.

—Pronto, Pablo, dijo el viejo, a ver como cumples tu obligacion.

El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenás efectuada esta operacion, un caballo oscuro, sudoroso i jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.

Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero esperimentado i el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada i estan siempre cojidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien habia que tratar como tal. I en breves frases le dió a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues habia en la mina muchisimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca i vendria a verlo de cuando en cuando i una vez terminada la faena, regresarian juntos á casa.

Pablo oia aquello con espanto creciente i por toda respuesta se cojió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entónces no se habia dado cuenta exacta de lo que se exijia de él. El jiro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval i dominado por un deseo vehementisimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre i a sus hermanos i de encontrarse otra vez a la claridad del dia, solo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un ¡vamos! quejumbroso i lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencian i el ¡vamos padre! brotaba de sus labios cada vez mas dolorido i apremiante.

Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados i suplicantes levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavia tan débil i pequeño! I el amor paternal adormecido en lo íntimo de su sér recobró de súbito su fuerza avasalladora.

El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos i sufrimientos se presentó de repente a su imajinacion, i con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa solo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez mui pronto arrojarian de la mina como un estorbo, i al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese mónstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apénas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo i las caricias de la roca en las inclinadas galerias.

Pero aquel sentimiento de rebelion que empezaba a jerminar en él se estinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar i de los seres hambrientos i desnudos de los que era el único sosten i su vieja esperiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que habia cojido i como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos i gastados de una cadena sin fin, allí abajo, los hijos sucedían a los padres i en el hondo pozo el subir i bajar de aquella marea viviente no se interrumpia jamas. Los pequeñuelos respirando el aire empozoñado de la mina crecian raquíticos, débiles, paliduchos, pero habia que resignarse, pues para eso habian nacido.

I con resuelto ademan el viejo desenrollo de su cintura una cuerda delgada i fuerte i a pesar de la resistencia i súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo i aseguró, en seguida, la otra estremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.

La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia i hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se habia asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos i clamores llenaban la galeria, sin que la tierna víctima, mas desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crímen i la iniquidad de los hombres.

Sus voces llamando al viejo que se alejaba, tenian acentos tan desgarradores, tan hondos i vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolucion. Mas, aquel desfallecimiento solo duró un instante, i tapándose los oidos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galeria, se detuvo un instante, i escuchó: una vocecilla ténue como un soplo clamaba allá mui léjos, debilitada por la distancia: ¡Madre! Madre!

Entónces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vajido i no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira i, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caian los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, i el diente de acero se hundia en aquella masa negra i brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, miéntras un polvo espeso cubria como un velo la vacilante luz de la lámpara.

Las cortantes aristas del carbon volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello i el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándola con el afan del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta i fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire i de libertad.