La de los encajes

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La de los encajes
de Arturo Reyes


Y después de lanzar su armónico pregón se detiene Pepa en la esquina de la calle para descansar un punto de la fatigosa caminata.

El sol cae esplendoroso sobre la mitad de la calle, iluminando con sus rayos de estío las húmedas y floridas macetas que embellecen las rejas y los balcones de las humildes viviendas; la ropa que puesta a secar en improvisados tendederos ondula cual brillantes banderolas; el viejo y ruinoso muro por encima del cual asoma el árbol su frondosísimo ramaje; los umbrales solitarios de los pobres edificios en los cuales sólo algún que otro rapaz encuerino osa retar al sol con inconsciencias infantiles; la gran cortina roja de la barbería del Cariñena y la azul del hondilón de Cayetano; el puesto de Cloto la Pipiola, que defiende sus poco tentadores confites y chucherías oseando las moscas con un largo mosquero de papel, y una nasa en que resguardadas de una insolación por un trozo de estera fuera de uso, dormitan perezosas algunas gallinas y un gallo de pluma tornasolada.

Contempla la de los Encajes con indiferente expresión el golpe de vista que presenta la calle; su figura destácase en la riente penumbra como en ella colocada por la mano de un artífice, con su rostro atezado donde la juventud desborda en tersuras y en purpurinas florescencias, con sus ojos fulgurantes y lánguidos; con sus labios carmesíes y carnosos que siempre entreabiertos, dejan ver la dentadura, si desigual, limpia y como de marfil; con su pelo lacio y negrísimo partido en dos bandas sobre la frente y graciosamente recogido sobre la nuca; con su nariz que ligeramente arremangada da a su rostro apicarada expresión, lo mismo que los dos hoyuelos que al sonreír aparecen en sus bien curvadas mejillas.

Su cuerpo, no obstante lo raído del pañuelo, un tiempo color de oro, que hace ondular su seno mórbido y temblador, lo poco flamante de la roja falda de percal de amplísimos volantes, que dejan al descubierto sus pies breves, descalzos y endurecidos, y lo poco elegante de la chaquetilla azul que descúbrese por bajo del pañuelo; no obstante el desaliño de su típica indumentaria, destácase grácil y lleno de esbelteces en la cintura, de arrogancia en la cadera, y de morbidez en el seno.

Y recostada contra el muro, al brazo la gran cesta de mimbres, abarrotada de encajes y en la mano una caña en cuyo extremo hace el viento flamear algunos pañuelos de los colores más vivos, permanece durante algunos minutos en lánguida quietud que turba Antoñico el Pelirrojo, el cual, al penetrar en la calle y ver a la gentil quinquillera, exclama, deteniéndose ante ella en la más amanerada de las actitudes y colocándose, merced a un hábil choclazo en el ala, en la coronilla el amplísimo pavero:

-Hoy sí que puée dicir que me he alevantao yo con la Divina de cara.

La de los Encajes contempla un punto al Pelirrojo, y después, apoyando contra el muro la cabeza, pregona con voz vibrante:

Aquí está ya la gitana,
que la llame a su ventana
la que le quiera mercar;
lleva las randas mejores,
lleva cintas de colores
y lleva tiras bordás.

-¡Vaya si tiées tú un pito chipé en tu boquita granate! -exclama Antonio mirando a Pepa con ojos enamorados.

Pepa -a la que el Pelirrojo sin duda nunca logró secarle el paladar ni adormecerle la pupila- pone los hermosísimos ojos en el cielo, y

y aluego dirá la gente
que tengo mala fortuna.

canturrea con acento de cínica resignación.

El Pelirrojo, acostumbrado a los desdenes de la gitana, sonríe apicaradamente y le responde mirándola con ojos malignos y acendradores:

-Eso es que tú no te has fijao bien en la mía presonita, y además que tú podrás encontrar la mar de hombres con mejor estampa y mejor vestío que yo, pero no encontrarás ninguno de mejores centros que mangue ni de mejores propósitos ni que te quiera lo mesmo que yo te quiero.

Los ojos de la de los Encajes se posan siempre indiferentes en los de su enamorado, queda un instante meditabunda y murmura después encogiéndose de hombros:

-Y qué se le va a jaser, «si a mí me parió mi mare pa otro mocito moreno».

-Eso es porque a ti se te ha metío en la mollera que yo no soy más que un guiñapo. Y tú estás dequivocá; yo soy güeno de chipé, yo tengo de azúcar el corazón y de azúcar los procederes, y además que yo no sé por qué no encuentro yo una gachí que me guste lo mucho que tú me gustas; que yo no sé lo que tiées tú en tu carita y en tu mo de mirar y en tu mo de sonreír y en el metal de tu voz, que cuando te miro y te oigo, tiemblo toíto y se me quita el aliento, y cuando te estoy mirando, la vía diera yo na más que como dice la copla:

por lastimarte los párpados
a fuerza de darles besos.

Y esto lo dice el Pelirrojo con voz trémula, con los dientes apretados y mirando a la de los Encajes con voluptuosa fijeza.

La gitana soporta siempre glacial aquella mirada que parece querer en vano tomar posesión de toda ella y le pregunta a Antonio mirándolo de hito en hito:

-Pero vamos a ver si es verdá que tú tanto me quieres. ¿Serías tú capaz de casarte conmigo como manda Dios y como manda Nuestra Santa Madre Iglesia?

El Pelirrojo mira un punto sorprendido a la de los Encajes, y después, tras un solo instante de meditación, tras uno sólo, exclama con voz sorda y resuelta, y siempre mirando codicioso a la gitana:

-Pos bien: sí. Yo me caso contigo la mar de veces, y toas las veces como manda Dios y como la Santa Madre Iglesia dispone.

-¿Y tú sabes que yo he querío, como yo sé querer cuando quiero, dándome toíta entera a Pepe el Tarugo y al Pollo de los Belones?

-Sí, que lo sé -le responde el Pelirrojo, como mordiendo antes de que broten en sus labios sus palabras.

-¿Y dices tú que serías tú capaz jasta de casarte conmigo?

-Sí, yo te juro que me casaría contigo. Y tú, ¿te casarías conmigo?

Y Antonio mira ansioso y temblando de emoción a la quinquillera, la cual, tras arrojar sobre él una mirada desdeñosa, responde:

-No. Yo no me casaré nunca con un hombre que sea capaz de casarse conmigo sabiendo lo que yo he sío y lo que soy, y además que no lo quiero.

Y volviéndole la espalda se dirige calle arriba, sin dignarse volver el rostro y canturreando de nuevo con voz dulce y quejumbrosa como una canturia del Oriente:

Aquí está ya la gitana;
que la llame a su ventana
la que le quiera mercar;
lleva las randas mejores,
lleva cintas de colores
y lleva tiras bordás.