La endemoniada

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Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
La endemoniada


Que Ursulita tenía el diablo en el cuerpo, era poco menos que punto de fe para su ilustrísima don fray Jerónimo de Loayza, primer arzobispo de Lima.

La tal muchacha vestía hábito de beata tercera, y unas veces alardeaba exaltado misticismo, y otras se volvía más desvergonzada que un carretero.

Un cirujano romancista dijo que la enfermedad de la damisela se curaba con marido; pero el confesor, que de fijo debía saber más que el galeno, sostuvo que los malos habían constituido su cuartel general en el cuerpo de aquélla, y por ende corría prisa enviarlos con la música a otra parte.

Para lograr este fin, sacaron una mañana a Ursulita de su casa, y seguida de una turba de muchachos y curiosos la condujeron sacristanes y monacillos a la catedral. Un canónigo, hombre entendido en esto de ponerle al demonio la ceniza en la frente, ensartó muchos latines y gastó una alcuza de aceite y media pipa de agua bendita, haciendo un exorcismo en toda regla. ¡Pero ni por esas! Ya se ve, la chica era casa habitada por una legión de espíritus malignos, más reacios para cambiar de domicilio que un ministro para renunciar la cartera. Cierto amigo mío diría que Úrsula era un manojito de nervios.

Mientras más conjuraba el canónigo, más contorsiones hacía la mocita, echando por esa boca sapos y sabandijas.

Cansose, al fin, el exorcista y se declaró vencido. Entonces su ilustrísima se decidió a luchar a brazo partido con el rey de los infiernos, y mandó que llevasen a Ursulita a la capilla del hospital de Santa Ana, recientemente fundado. Su ilustrísima quiso ver si Carrampempe era sujeto de habérselas con él.

El señor Loayza perdió su tiempo y, desalentado, arrojó el hisopo.

Cuenta el cronista Meléndez en su Tesoro de Indias que el demonio habría quedado victorioso si el dominico fray Gil González no se hubiera metido en el ajo. Estos dominicos son gente para atajarle el resuello a cualquiera; y Satanás, para el padre González, era, como si dijéramos, un mocoso a quien se hace entrar en vereda con un palmetazo y tres azoticos.

Visitando su paternidad, que era un fraile todavía mozo y gallardo, al arzobispo, éste contole la desazón que traía en el alma porque Cachano, no sólo se había burlado del canónigo, sino hecho irrisión del báculo y mitra pastorales.

Sonriose el dominico y dijo:

-Mándemela su señoría por unas horitas a mi convento, y poco he de poder o he de sacarle el quilo al diablo.

Aceptó el arzobispo la propuesta, y Ursulita fue encerrada, a pan y agua, en una celda en la que sólo entraba el fraile exorcista.

Dice Meléndez que el padre Gil la amenazó con sacarle el diablo a azotes; que el maligno tembló ante la deshonra de la azotaina, y que cuando ya lo tuvo más dócil que la cera, trasladaron a la endemoniada a la capilla de San Jerónimo, donde ésta confesó que no había tal diablo de por medio, sino que todo había sido fingimiento para mantener no sé qué relaciones pecaminosas con un prójimo.

Yo no sé ni mi paisano Meléndez, que es tan minucioso para otras cosas, lo explica, cómo le sacaría el padre Gil a la Ursulita el demonio del cuerpo; pero concluye el ya citado y muy respetable cronista con una noticia que me deja bizco y boquiabierto.

A los nueve meses de exorcizada por fray Gil, dio a luz la Ursulita...

-¿Un libro?

-No, señor..., ¡un diablito!