La hacienda

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Escritos de juventud
La hacienda​
 de José María de Pereda

Don Laureano Figuerola podrá ser, como ministro, la mayor calamidad que haya caído sobre España.

Podrá no entender una jota en lo que trae por los suelos, por no decir entre manos, que esto equivaldría a mentir; podrá haber hecho los empréstitos más ruinosos y haber creado el impuesto más absurdo e impopular.

Podrá, en fin, ser el financiero más rutinario y más ramplón del orbe.

Pero negarle que es el catalán de más frescura y de mayor desparpajo, fuera notoria injusticia.

La Prensa periódica de Madrid y de provincias, que desde septiembre acá parece una olla de grillos; que individual ni colectivamente no han logrado ponerse de acuerdo ni con su misma sombra, ha ofrecido el sin igual fenómeno de levantarse perfectamente unísona y concertada para pedir la separación de Figuerola para la gestión de Hacienda; para silbarle estrepitosamente y para renegar de sus impuestos, de sus liquidaciones y de sus empréstitos a cencerros tapados. Los proteccionistas le han exorcizado como al mismo Satanás; los economistas le han excomulgado y el país en masa ha querido conjurarle, como a las tempestades, hasta con rogativas públicas y clamoreo de las campanas que ha dejado útiles la clerofobia de Romero Ortiz, su dignísimo colega.

Figuerola, impertérrito, ha respondido a cada invectiva con una nueva torpeza; a cada súplica, con un descenso en la Bolsa.

Pero nunca con una dimisión formal, ni con una sincera confesión de su incapacidad.

«La revolución -ha dicho- gasta a los hombres».

Y nada más. En cuyo laconismo lo mismo puede haber querido significar una remota esperanza de que algún día la rueda de septiembre llegará también a gastarle a él, que lo de Sancho: «Si buenos azotes me dan, bien caballero me iba».

Así las cosas y los ánimos, hizo el empréstito de los mil millones, y Dios, él y media docena de amigos saben lo que en el negocio ha pasado. El país sólo sabe que tiene que pagar el pato, amén de verse desplumado.

Pero lo cierto es que no parece dable a la humana razón formular unos cargos ni fraguar unas tempestades de maldiciones semejantes a los que don Laureano acaba de sufrir de toda casta de contribuyentes y de todo género de ciudadanos con este motivo.

Parecíame a mí imposible también que hubiera uñas de ministro capaces de resistir tales embestidas sin soltar el banco ministerial y eso que ya me eran conocidas las de sus excelencias ejecutivas en otras pruebas análogas, aunque no tan rudas; creía que, después del bajón a 26 de la subsiguiente acometida de los banqueros y del comunicado del señor Indo, don Laureano se habría muerto, o, cuando menos, aparentando contrición y murmurando el confiteor, presentaría su dimisión a las Cortes, en la seguridad de que una súplica de las que tanto prodiga el general Serrano a la Montaña Roja, le mantendría en su puesto por ahora.

Pero que si quieres. El impávido financiero, siguiendo su edificante costumbre, hizo frente a la bramadora tempestad y se propuso dominarla echandola más vientos.

Y la dominó, porque en España somos así.

Todos ustedes conocerán el proyecto de presupuestos que su excelencia presentó a las Cortes pocos días ha. Documento sublime.

Yo he tenido la paciencia de leerlo de cabo a rabo, y no me pesa.

Allí se encuentra de todo, menos dinero.

Allí se habla de la corrupción de las pasadas administraciones; allí se demuestra que todos los presupuestos anteriores han sido falsos, como si no hubieran dicho lo propio de los suyos Barzanallana y otros; allí se decantan las economías que se han hecho en éste y en el ramo de más allá; allí se ofrecen leyes de tal y de cual que en lo sucesivo arreglarán el desarreglo de estas y de las otras clases, como si en España no se hubieran hecho bastantes, si cada Gobierno que entra respetara lo bueno de los que salen; allí no se presenta el menor vestigio de plan financiero para lo sucesivo, al paso que se da como imposible el cercenamiento de los capítulos más gravosos del presupuesto actual, y, sin embargo, se promete la nivelación de los gastos con los ingresos para dentro de tres años, si se tiene ciega fe en la palabra del ministro que suscribe; allí se llama grande y admirable a la revolución, sabios, poderosos y soberanos a los constituyentes, y se saca en limpio que los gastos para el próximo año económico ascienden a la suma de tres mil millones; que hay un déficit de ochocientos y que el presupuesto de Figuerola excede en más de cuatrocientos al más alto de los presentados por los Gobiernos inmorales, cuyos estragos ha venido a curar la revolución de septiembre.

Cualquiera pensará que un mortal que presenta semejante cuadro de la Hacienda española y que, además, añade: «ésta es mi obra», o está dejado de la mano de Dios o queda pulverizado por la de los hombres que le escuchan.

Pues vean ustedes ahora la realidad.

De la misma Asamblea ante la cual exhibió don Laureano su paisaje de ruinas, salió una proposición de algunos diputados sensibles que, con lágrimas en los ojos, pidieron que se procesara a los hombres que de catorce años a esta parte, han intervenido en la administración de la Hacienda española.

¿No parte el alma esa sensible indignación de los señores proponentes?

Desgraciado del que movido de un sentimiento de severa justicia, quizá antirrevolucionaria, hubiera presentado una enmienda a la proposición pidiendo que se añadiera a ésta: «y a don Laureano Figuerola, desde luego».

Volviendo a mi tema: ¿hay nada comparable a la frescura del ministro catalán que nos desadministra?

Una sola cosa: la mansedumbre de los contribuyentes.



(De El Tío Cayetano, núm. 28.)

27 de mayo de 1869.