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Allá en Garganta la Olla,
en la Vera de Plasencia,
salteóme una serrana,
blanca, rubia, ojimorena.
Trae el cabello trenzado
debajo de una montera
y, porque no la estorbara,
muy corta la faldamenta.
Entre los montes andaba
de una en otra ribera,
con una honda en sus manos
y en sus hombros una flecha.
Tomárame por la mano
y me llevara a su cueva;
por el camino que iba
tantas de las cruces viera.
Atrevíme y preguntéle
qué cruces eran aquellas,
y me respondió diciendo
que de hombres que muerto hubiera.
Esto me responde y dice,
como entre medio risueña:
Y así haré de ti, cuitado,
cuando mi voluntad sea.
Diome yesca y pedernal
para que lumbre encendiera,
y mientras que la encendía,
aliña una grande cena;
de perdices y conejos
su pretina saca llena,
y después de haber cenado
me dice: —Cierra la puerta.
Hago como que la cierro,
y la dejé entreabierta.
Desnudóse y desnudéme
y me hace acostar con ella.
Cansada de sus deleites
muy bien dormida se queda,
y en sintiéndola dormida
sálgome la puerta afuera.
Los zapatos en la mano
llevo porque no me sienta,
y poco a poco me salgo
y camino a la ligera.
Más de una legua había andado
sin revolver la cabeza,
y cuando mal me pensé
yo la cabeza volviera.
Y en esto la vi venir,
bramando como una fiera,
saltando de canto en canto,
brincando de peña en peña.
Aguarda [me dice], aguarda,
espera, mancebo, espera,
me llevarás una carta
escrita para mi tierra.
Toma, llévala a mi padre,
dirásle que quedo buena.
Enviadla vos con otro,
o sed vos la mensajera.