La surestada

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La surestada[editar]

Despacio pasan unas nubecitas blancas hacia la Pampa. Vienen del mar y se van, se van tierra adentro. Poco a poco, corren más ligeras, más grandes, más tupidas, más numerosas, innumerables luego, y se juntan, tornándose de blancas, grises, amarillentas.

Primero, parecían volar alegres en el cielo, como livianas palomas; ahora corren, ruedan muy cerca del suelo, negras, profundas, amenazadoras, como si quisieran sumir la tierra en una obscuridad color plomo.

No truena; un trueno haría menos triste la tristeza ambiente.

El viento, -del río- débil, primero, poco a poco se hace más fuerte. Arrea las nubes en inmensos rebaños, las acumula, hace provisión de ellas; las amontona en masas profundas, desde el suelo casi, hasta las alturas insondables. Durante dos, tres, cuatro días, no descansa en ese trabajo.

Una humedad intensa lo penetra todo, cosas y seres.

Bandadas de pájaros acuáticos, patos, cuervos, gansos y cisnes, cruzan a cada rato con sus largos triángulos el horizonte, todos en la misma dirección que el viento y las nubes, como si las estuvieran contando, para calcular qué enorme cantidad de agua les va a suministrar el cielo.

Empieza a llover. Llueve: llueve. Todo se vuelve agua; no se ve más que agua, no se siente más que humedad. El viento sigue trayendo nubes, para reemplazar a las que, sin interrupción, se van vaciando, y llueve, llueve sin cesar.

Las lagunas se llenan, los arroyos salen de sus cauces, desbordan en los cañadones; éstos se juntan uno con otro, se extienden hasta el pie de las lomas.

A la oración, parece que el agua va a cesar. Se siente como un descanso, como una vacilación. ¡Esperanza vana! El mismo Sur-Este sopla, trae nubes nuevas y las empieza a volcar sobre la tierra empapada.

Llueve sobre mojado. Sin cesar, más bien despacio que fuerte, pero tupida, cae, cae la lluvia. Las horas pasan; llueve. Amanece lloviendo; lloverá todo el día.

«Va pasando, parece, dice uno. -Los ponchos,» le contesta un paisano.

Las majadas, rodeadas, no comen; chapalean en el barro, lamentables; remolinean balando tristemente, y así, días y noches, hasta que el temporal se canse de soplar y el viento de traer nubes.

Los campos quedan inundados, los corrales fangosos, los caminos deshechos, pantanosos, intransitables. Una melancolía infinita domina la campaña, y cuando se pone el sol, gris y llorón todavía, el triste concierto de las ranas, con sus dos únicas notas alternadas y cortadas, a intervalos iguales, por el grito estridente del escuerzo, proporcionan una música muy apropiada a las decoraciones.