Las formas de Gobierno

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​Las formas de Gobierno​ (1914) de José Ortega y Gasset

Esto nos lleva a una de las cuestiones más graves del momento, sobre la que es forzoso tomar una postura digna, seria, evidente, inequívoca; la cuestión de las formas de gobierno.

No vamos a ocultar nuestra gran simpatía por un movimiento reciente que ha puesto a muchos republicanos españoles en ruta hacia la Monarquía. Sin embargo, la mayor parte de los que hasta ahora componen la Liga de Educación Política no hemos sido nunca republicanos, o lo hemos sido, como muchos compatriotas nuestros, pasajeramente, en una hora de mal humor. Con esto quiero decir que la cuestión de Monarquía no puede significar para nosotros lo mismo que para aquellos que van lanzados en un viaje siempre azaroso hacia ella. En un país donde las masas están pervertidas por esos simplismos de los gritadores a que antes me refería, harto tienen los que hacen la evolución con decir que van de la República a la Monarquía. Pero en esto hay un inconveniente: porque vienen de una república que es la lunática república de la Restauración, y al anunciar su proximidad a la Monarquía, las gentes literalmente entienden por Monarquía lo que ha significado esta palabra en la Restauración, y tienen razón a resistirse, y los que evolucionan tendrán fatalmente que retroceder con gran violencia, si ser monárquico va a seguir significando lo que ha significado hasta aquí.

Esto requiere, por consiguiente, una extremada precisión, es algo en que, por fuerza, ha de quedar claro el campo.

Aun cuando acepte la intención con que las palabras éstas han sido frecuentemente dichas, no puedo aceptar la forma, no puedo aceptar los términos, según los cuales se dice que las formas de gobierno son accidentales.

¿Qué se quiere declarar con su accidentalidad? Sin duda se quiere decir que hay en nuestra conciencia política ciertas ideas a las cuales sentimos indisolublemente adscrito el eje moral de nuestra persona, y, en cambio, otras de las cuales, con más o menos facilidad, podríamos prescindir. Y , efectivamente, si somos leales con nosotros, las formas de gobierno nos aparecerán como de aquellas cosas de que en algún caso podríamos prescindir o que podríamos trasmudar la una por la otra. Pero ¿cuáles son las imprescindibles? ¿Cuáles son las que van atadas a ese fondo inalienable de nuestra conciencia política?

No es ciertamente la Monarquía, no es ciertamente la República. Las extremas izquierdas de todo el mundo, hoy los sindicalistas, con quien en cierto sentido simpatizamos, consideran a la República cosa tan reaccionaria como la Monarquía y piden un Estado espontáneo, difuso, sin poder gubernativo. Pero también los radicales de muchos países combaten el régimen parlamentario y el sufragio universal por juzgarlos antidemocráticos.

De suerte que, en resolución, lo único que queda como inmutable e imprescindible son los ideales genéricos, eternos, de la democracia; y todo lo demás, todo lo que sea medio para realizar y dar eficacia en cada momento a esos ideales democráticos es transitorio.

Estos medios reales y transitorios para cumplir los ideales, los fines políticos, son los que se llaman instituciones; no conviene, pues, decir especialmente que las formas de gobierno son accidentales, porque toda institución lo es; toda institución es un mero instrumento que, a fuer de tal, sólo puede ser justificado por su eficacia. Abandonamos, pues, esta terminología escolástica en que se nos habla de lo accidental y de lo sustancial; es menester que traigamos la cuestión a su terreno propio, que es el de los medios y fines; los medios, es decir, las instituciones, y los fines, es decir, la justicia humana y la plenitud vital de la sociedad.

Puesto el tema en este campo, que es el suyo, ¿cómo puede decirse que la institución máxima, de la que depende la buena marcha de todas las demás, es cosa de menor cuantía? No, esto quiere decir que se simpatiza con instituciones evanescentes y evaporadas, cuya única misión es ésta, siendo así que quien tiene una noción y un deseo de la política como de algo plenamente vivo en todos sus actos y órganos, no puede lealmente pedir estas instituciones holgazanas.

Esto nos huele demasiado a siglo XIX, que es para nosotros tan pasado como el X.

Bien está que los republicanos de la Restauración, contaminados por la política abstracta, irreal, de esta época; hombres que no sentían con la misma fe y con la misma fuerza que el imperativo de la justicia el imperativo de la eficacia, creyeran encontrar en no sé qué razones de no sé qué teorías motivos para decidirse por una de estas formas de gobierno. Para nosotros, el problema de toda institución nace y muere dentro de la órbita experimental de la historia. No entendemos, pues, qué puede quererse decir con que la República es mejor en teoría; no hay más teoría que una teoría de una práctica, y una teoría que no es esto, no es teoría, sino simplemente una inepcia.

Se trata de estructurar la vida española, se trata de obrar enérgicamente sobre esos últimos restos de vitalidad nacional. Para esto, nosotros empezamos a trabajar en la España que encontramos. Somos monárquicos, no tanto porque hagamos hincapié en serlo, sino porque ella — España — lo es. No vemos en la Restauración el fracaso de la Monarquía, sino también el de los republicanos.

Convencidos de que a nadie en particular, sino a todos en general, correspondió el fracaso, esperamos de la Monarquía, en lo sucesivo, no sólo que haga posible el derecho y que se recluya dentro de la Constitución, sino mucho más: que haga posible el aumento de la vitalidad nacional. No somos, pues, monárquicos porque dejemos de ser republicanos; no somos, no podemos ser, no entendemos que se pueda ser definitivamente lo uno ni lo otro. En esta materia no es decorosa al siglo XX otra postura que la experimental.

Como Renán decía que una nación es un plebiscito de todos los días, así la Monarquía tiene que justificar cada día su legitimidad, no sólo negativamente, cuidando de no faltar al derecho, sino positivamente, impulsando la vida nacional. Pues por encima de la corrección jurídica piden los pueblos a sus instituciones una imponderable justificación de su fecundidad histórica, y si no la dan, un día antes o un día después, las instituciones son tronchadas. Mas para esto es preciso que él pueblo vea bien claro que quien no ha cumplido es esa institución, y para esto hace falta que vea a sus hombres mejores, a aquellos en quienes más confía, trabajar dentro de ella.

En España, señores, mientras no hubo republicanos hubo revoluciones; desde que hay republicanos no hay revoluciones. Esa actividad republicana enorme, ubicua, verdaderamente incansable durante cuarenta años, ha consistido en una abundantísima producción oral, y con ser tan tenues, tan leves los cuerpos de las palabras, han sido tantas las pronunciadas por los republicanos, que se han condensado en un recio muro, puesto en torno a la Monarquía, a la Monarquía tradicional, a la Monarquía lealista y extranacional, de tal manera que la defensa más poderosa que hasta ahora ha tenido la Monarquía ha sido esa muralla china de la oratoria republicana.

Señores: conviene que Monarquía y República dejen de ser dos convenciones sin tránsito fácil y vivo de la una a la otra; que no sea el declararse monárquico o republicano algo que, como el nacimiento o la muerte, no se puede hacer más que una sola vez en la vida. Nada viviente manifiesta estas rigideces; son propias sólo de los esquemas.

La Monarquía, en tanto, puede, si quiere, hacerse solidaria de las esperanzas españolas y entretejerse hondamente con ellas; mas para esto es preciso, repito, que ser monárquico signifique otra cosa de lo que significó para los dos partidos restauradores.

Hay un momento famoso, en el año 1878, en que Cánovas, habiendo oprimido oratoriamente a Sagasta para que pronunciara la palabra fatal, la que le ligaba por siempre al convencionalismo de la Restauración, tuvo la satisfacción de oír que Sagasta la pronunciaba, y entonces, recogiéndola y remachándola, pronunció estas otras, verdaderamente interesantes:

«La lealtad, cuando se trata de Monarquía y cuando la frase se completa llamándola lealtad monárquica —no la lealtad de las relaciones particulares—, tiene un sentido histórico, y este sentido histórico es estar con la Monarquía sin condiciones, de todas maneras, bien o mal, como la Monarquía se conduzca, de todas suertes apegado a ella[1]. Este es el sentido histórico de la frase; esto es lo que hasta aquí se ha llamado lealtad monárquica; por lo cual tampoco el señor ministro de la Gobernación (Romero Robledo) ha dudado ni por un instante de la lealtad del partido constitucional».

...El cual era el partido liberal de la Restauración.

Sin embargo, no creáis que esto ha pasado por completo. Si no en fórmula tan extrema ni tan solemne, yo tengo aquí unas palabras del señor Maura en 1907, donde viene a decir lo mismo: «Así como una mujer, para elevar sus plegarias a la Virgen, necesita de una imagen para formarse una idea de ella, así la idea de la Patria no está concebida sin el Rey».

Si se quiere una fórmula, tal vez ruda, pero la única que juzgamos digna y seria y patriótica, para expresar nuestra posición, diríamos que vamos a actuar en la política como monárquicos sin leaüsmo. La Monarquía es una institución y no puede pedirnos que adscribamos a ella el fondo inalienable, el eje moral de nuestra conciencia política. Sobre la Monarquía hay, por lo menos, dos cosas: la justicia y España. Necesario es nacionalizar la Monarquía.

  1. Así en el Diario de las Sesiones.