Libertad (DFV)

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Diccionario Filosófico - Tomo VII de Voltaire
Nota: En esta transcripción se ha mantenido la ortografía original.

Libertad

O yo me engaño mucho, o Locke el definidor ha definido perfectamente la libertad por la palabra poder. O me engaño todavía más, o Collins, célebre magistrado de Londres, es el único filósofo que ha profundizado bien esta idea; y Clarke no le ha respondido, sino como teólogo. Pero de todo lo que se ha escrito en Francia sobre la libertad nada me ha parecido mas claro que el siguiente diálogo:

A. He allí una batería de cañones que tira a nuestros oídos, ¿tienes la libertad de oír o de no oír?

B. Sin duda no puedo menos de oír.

A. ¿Quieres que esos cañones te quiten la cabeza y maten a tu mujer y a tu hija que se pasean contigo?

B. ¡Qué horrible proposición! Ínterin que tenga mis cinco sentidos no puedo querer una cosa semejante; esto me es imposible.

A. Bueno: tú oyes necesariamente el cañoneo, y quieres necesariamente no morir, ni que mueran tu mujer y tu hija de un balazo en el paseo: tú no tienes ni el poder de no oírlo, ni el poder de querer quedar aquí.

B. Esto es claro. [1]

A. En consecuencia has dado unos treinta pasos para ponerte a cubierto de la batería, y has tenido el poder de andar este poco camino.

B. También esto es muy claro.

A. Y si estuvieras paralítico, no hubieras podido evitar la exposición a ser herido, y necesariamente hubieras oído y recibido los tiros, y necesariamente hubieras muerto.

B. Nada hay más cierto.

A. ¿En qué consiste pues tu libertad, sino en el poder que tu individuo ha ejercido de hacer lo que tu voluntad exigía de una absoluta necesidad?

B. Tú me embarazas: luego la libertad no es otra cosa más que el poder hacer lo que yo quiero.

A. Reflexiona y mira, si la libertad puede entenderse de otra manera.

B. En este caso, mi perro de caza es tan libre como yo: él tiene necesariamente la voluntad de correr cuando ve una liebre, y el poder de correr, si no tiene malas las piernas. Luego yo no tengo ninguna ventaja sobre mi perro; y tú me reduces al estado de las bestias.

A. He aquí los pobres sofismas de los pobres sofistas que te han instruido. ¡Hete aquí muy indispuesto, por que eres libre como tu perro! ¿No comes, no duermes, y no propagas como él con solo la diferencia de la postura? ¿Quisieras tener el olfato de otra manera que por las narices? ¿Por qué pues quieres tener la libertad de otra manera que tu perro?

B. Pero yo tengo un alma que discurre mucho, y mi perro casi no discurre. El casi no tiene más que ideas simples; y yo tengo mil ideas metafísicas.

A. Pues bien: tú eres mil veces más libre que él; es decir, tú tienes mil veces más poder de pensar que él: pero no eres libre de otra manera, distinta de la suya.

B. ¡Qué! ¿Yo no soy libre de querer lo que yo quiero?

A. ¿Qué entiendes por eso?

B. Entiendo, lo que todo el mundo entiende. ¿No se dice comunmente que las voluntades son libres?

A. Un refrán no es una razón; explícate mejor.

B. Entiendo que soy libre de querer como me dé la gana.

A. Con tu permiso, eso no tiene sentido: ¿no ves que es ridículo decir: Yo quiero querer? Tú quieres necesariamente en consecuencia de las ideas que se te han presentado. ¿Quieres casarte, si, o no?

B. ¿Y si te contesto que no quiero ni lo uno ni lo otro?

A. Me responderás como el otro que dijo: Unos creen muerto al cardenal Mazarino, otros los creen vivo; y yo no creo ni lo uno ni lo otro.

B. Pues bien; quiero casarme.

A. Esto es responder. ¿Por qué te quieres casar?

B. Porque estoy enamorado de una señorita, hermosa, dulce, bien educada, bastante rica, que canta muy bien, cuyos padres son unas gentes muy honradas, y yo me lisongeo, que ella me ama, y que soy muy bien visto en la familia.

A. Esta es una razón. Tú ves que no puedes querer sin razón: y yo te declaro que eres libre de casarte; esto es, que tienes el poder de firmar el contrato, de hacer la boda y de dormir con tu mujer.

B. ¡Cómo! ¿no puedo querer sin razón? ¿Qué será pues este otro proverbio: Sit pro ratione voluntas, mi voluntad es mi razón, yo quiero porque quiero?

A. Eso es absurdo, amigo mió; porque habría en tí un efecto sin causa.

B. ¡Qué! Cuando yo juego a pares y a nones ¿tengo una razón de elegir par más bien que non?

A. Sí, sin la menor duda.

B. Dime, si te parece, ¿cuál es esta razón?

A. Que la idea de par se ha presentado a tu entendimiento más bien que la opuesta. Sería gracioso que hubiera unos casos en que quisieras porque hay una causa de querer, y otros casos en que quisieras sin causa. Cuando te quieres casar, conoces la razón dominante evidentemente, y no la conoces cuando juegas a pares y nones; y sin embargo es indispensable que la haya.

B. Luego no soy libre.

A. Tu voluntad no es libre, pero tus acciones lo son. Tú eres libre de obrar, cuando tienes el poder de obrar.

B. Y todos los libros que yo he leído sobre la libertad de indiferencia.....

A. ¿Qué entiendes por libertad de indiferencia?

B. Entiendo escupir a derecha o izquierda, dormir sobre el lado derecho o el izquierdo, dar cuatro vueltas o cinco de paseo, &c.

A. ¡Graciosa libertad sería esa! ¡Hermoso don nos hubiera hecho Dios! Bien podríamos alabarnos de todo eso. ¿De qué te serviría un poder sin más ejercicio, que en unas ocasiones tan fútiles? Mas el hecho es, que es una cosa ridícula suponer la voluntad de querer escupir a la derecha. No solamente la voluntad de querer es absurda; sino que también es cierto que muchas pequeñas circunstancias te determinan a estos actos, que tú llamas indiferentes. Tú no eres mas libre en estos actos, que en los demás. Pero, lo repito, tú eres libre en todos tiempos y en todo lugar, desde que haces lo que quieres hacer.

B. Sospecho que tienes razón. Yo pensaré en ello.




  1. Un pobre de espíritu objeta en un escritito muy atento, político y sobre todo bien fundado, que si el príncipe manda a B. que quede expuesto a los tiros de la batería, quedará en efecto. Sin duda será así, si tiene más valor, o más bien más miedo de la vergüenza, que amor a la vida, como sucede con mucha frecuencia. En primer lugar, aquí se trata de un caso diferente en un todo. En segundo lugar, cuando el instinto del temor a la vergüenza vence al instinto de la propia conservación, es tan forzoso al hombre el quedarse expuesto a los tiros, como el huir cuando no tiene vergüenza. Al pobre de espíritu le era necesario hacer objeciones ridículas, y decir injurias; y a los filósofos les es necesario burlarse de él y perdonarlo.