Los Hércules

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​Los Hércules​ de [[Ángel de Saavedra|Ángel de Saavedra, Autor: Duque de Rivas| Duque de Rivas]]]]


Dentro de los muros de Sevilla, y en medio de uno de sus barrios, tres anchas, largas y paralelas calles de árboles gigantescos y antiguos, delante de los cuales corre por un lado y otro un asiento de piedra, forman el antiguo, magnífico y casi olvidado paseo que se llama la Alameda Vieja. Seis fuentes de mármol, pequeñas, pero de gracioso y sencillo gusto, brindan en ella con el agua más deliciosa de la ciudad, y le sirve de entrada un monumento de la antigua Hispalis y de la romana dominación. Fórmanlo dos gigantescas columnas antiquísimas, llamadas vulgarmente los Hércules, compuestas de dos cañas o afustes, de un solo pedazo de granito cada una, que, estribando en bases áticas, también antiguas, sobre pedestales modernos de muy buena proporción, se ven coronados con sendos capiteles de mármol blanco, mutilados por el curso de los siglos, de orden corintio, y de gran mérito, sobre los que se alzan: en uno, la estatua de Hércules; en otro, la de Julio César. La altura y gallardía de estas columnas, a quien el tiempo ha robado parte de su robustez, descarnando con desigualdad su superficie y dándoles más delgadez y esbelteza; la majestad con que descuellan sobre el gigantesco arbolado y sobre los edificios de la redonda; la gracia y novedad con que dibujan su parte inferior sobre masas de verdura y ramaje, y la superior, sobre el azul puro del cielo de Andalucía; lo vago de sus contornos, y el color indeciso y misterioso de la edad, les da una apariencia fantástica e indefinible, que causa sensación profunda en los ojos y en el corazón de quien las mira y contempla. Por cierto, no tienen tal virtud las dos hermanas raquíticas que quiso darles el siglo pasado en las ridículas columnillas, de ocho pedazos cada una, que en la parte opuesta de la Alameda, corno si dijéramos a su salida, se colocaron. ¡Qué diferencia!... Aquéllas son las canillas de un Titán; éstas, un juguetillo de alcorza. No entraremos, por no ser nuestro propósito, a disertar sobre si estos colosos fueron parte del peristilo del templo de Hércules u ornato del templo de Diana, sobre cómo y por quién fueron hallados, ni sobre si son de mármol del país o de mármol de lejanas regiones. Sólo diremos que estuvieron muchos años tendidos y casi soterrados en la calle que la miseria y pequeñez de los hombres. Lo que yo siento es que son tan reservados y tan cazurros, que no quieren decir esta boca es mía, ni contar nada de cuanto han visto; que si decirlo quisiesen, nos darían materia divertida para un artículo de gusto. Ya que callan corno muertos (y ojalá imitara su silencio la turba de monigotes que con sus charlas nos tienen tal por el cabo), diremos nosotros cuatro llenas y cuatro vacías, a fuer de articulistas, y Dios nos coja confesados.

La Alameda Vieja fue niña, y luego, joven, y temiendo, sin duda, el señor asistente conde de Barajas, que la engendró, y crió con tanto esmero y cariño, que la muchacha se desmandase sí campaba por su respeto, le puso de tutores y curadores, y a guisa de dueñas respetables, a los señores Hércules, para que con su experiencia la dirigiesen, vigilando y regulando su comportamiento. Los sinsabores y malas noches que habrán pasado los prudentes monolitos: con esta incumbencia puede figurárselos el lector que tenga o haya tenido a su cargo una pupila, o la lectora que esté o haya estado a cargo de un tutor, y, cuantos educan y han educado a muchachas, y cuantas muchachas son: y han sido educadas. La Alameda cuando apenas se alzaba del suelo y era niña, parece que estuvo sumisa a sus guardianes y que oyó sin chistar sus buenos consejos; pero en cuanto se empinó y se vio lozana y joven, y festejada y concurrida, perdió la chaveta, como era natural, y lo mismo se curaba ya del buen ejemplo y sanos consejos de los Hércules quo de las nubes de antaño.

Y, aunque tan moza, diz que dicen que manifestó muy desde luego gran inclinación, muy ajena de su edad y de su mérito, a la tercería. Y que por más que sus señores directos se lo afearon y con muy sentidas y cristianas razones se lo reprendieron, no lograron apartar a su pupila de tan baja inclinación, que, a decir verdad, aún hoy día conserva.

Muy linda y elegante debía de estar cuando toda la nobleza sevillana concurría a ella, y sólo a ella, porque no había otro paseo ni punto de reunión, siendo, por tanto, el terreno de la belleza y del lujo y el teatro del trato ameno y de los conciertos amorosos. La Alameda entonces sería cual una especie de jardín de encantamiento con tanto brial de brocado, con tanto manto de tafetán de Florencia, con tanto encaje de Flandes, con tantas plumas y sombrerillos, con tantas ropillas de varios y risueños terciopelos o de espléndidos y brillantes rasos, con tantas calzas de diferentes colores, con tantas capas bordadas. tantos hábitos, tantas cadenas, tantas tocas y sombreros con cintillos, toquillas y penachos; tantos extranjeros, soldados, frailes, estudiantes; con tanta dama, tanta tapada, tanto valentón, tanto donaire, tanto ceceo, tanto amorío, tantos celos, tanto chasco y tanta trapería. ¡De cuánto lance y compromiso habrá sido escena! ¡Qué espacioso campo hallaría entonces su mencionada inclinación! ¡Cuánto habrá hecho rabiar a madres y a tías, a maridos y añejos amantes! La gota tan gorda les habrá hecho sudar a los señores Hércules. Allí, sin duda, en la tal Alameda, ahora vieja y entonces muchacha, se encontraron más de cuatro veces las dulces y tiernas miradas del divino Herrera y de la hermosa condesa de Gelves, y acaso al anochecer le deslizó entre los pliegues del manto algún dulcísimo soneto de los que en nuestros días ha publicado don Tomás Sánchez. Y tal vez ella, en cambio, le metió en el guante el número y señas de la casa de cierta beata costurera adonde tenía que ir a la mañana siguiente. Allí, entre aquellos árboles, que ahora, como viejos, parecen tan regañones y tienen cara de pocos amigos, pero que lozanos y galancetes entonces estaban, habrá suspirado mil veces tras alguna gallarda tapada don Juan de Jáuregui, y estudiaría lances y chistes para sus comedias y haría sus observaciones Juan de la Cueva. Y Rioja, arqueando las cejas, habrá contemplado las romanas columnas. Y leído sus versos jocosos a sus amigos Baltasar de Alcázar. Y Murillo mil veces, al oír tocar a oraciones en el campanario de San Lorenzo, se pararía, se quitaría el chapeo y rezaría las avemarías muy devotamente; y puede que en uno de aquellos momentos se le ocurriese la Virgen de la Faja, o la Concepción de Capuchinos. Y ¿si sería en la Alameda Vieja, y al pie de los Hércules, donde topó Cervantes un valentón de espátula y gregüesco?

Luego, la Alameda, ya no niña, ni joven, sino, como si dijéramos, jamona, siguió ejercitando sus malas mañas; y ya, a lo que es de colegir, sin dársele de ello a los tutores un ardite, o bien porque estaba emancipada, como mayor de edad, o porque, cuando un mal no tiene remedio, fuerza es el resignarse. Siguió, pues, como decía, sirviendo de tercera y concertadora, aunque con gentes de otra catadura y atavío de los que dejamos indicados, porque los tiempos eran otros. Así que, en lugar de galanes de ropilla y zanguilón, y de damas de brial y tocas, se ve1 frecuentada y concurrida por señores de casaca, peluca, chupa, vuelos de encaje, sombrero tricorne y espadín, y por petimetras de tontillo o caderilla, bufanda, polonesa, escofieta, tacones y demás galas propias de Versalles, y que en mal hora nos trajo el duque de Anjou con sus gabachos y gabachadas. En esta segunda época de las glorias de la Alameda no vio en su recinto ni Herreras ni Murillos; pero oiría algunos requiebros y citas en chapurrado, de que se reirían, sin duda alguna, algunos majos chapados a la antigua.

Voló el inexorable tiempo, empezó la señora Alameda a tenerse que sostener a fuerza de arte, de mudas y de los recursos que da la experiencia y el uso del mundo, aprovechando, sobre todo, la incalculable ventaja de ser sola y de no estar sujeta a comparaciones cuando en la margen del Guadalquivir, ya de largo tiempo escombrada de mercaderes y de mercaderías, apareció, entre la Puerta de Triana y la Torre del Oro, otra Alamedita, que, aunque nació enfermiza, empezó a hacer gracia cuando niña y a llamar la atención cuando joven, hasta que desbancó, ¡cosa natural!, a la Alameda ya madura y provecta, y le echó a cuestas, ¡ánimas benditas!, nada menos que el dictado de «vieja», con que la desplomó. Por cierto que ya lo ha pagado la tal niña con las setenas, pues quien a hierro mata, a hierro muere. Y los flamantes paseos de Cristina y de las Delicias han completamente vengado a la fundación de Felipe II, a la pupila de los Hércules, a la confidenta de los Herreras y de los Murillos, a la Alameda... (fuerza es decirlo, perdónemelo, que aún me confieso su adorador) Vieja.

Quedáronle, sin embargo, como a las señoras mujeres que fueron lindas y amables, algunos amigos y fieles apasionados, pero... antiguos y fieles: todo está dicho. El que esto escribe, que, aunque ya talludito, no es ningún Matusalén, aún conoció a la Alameda Vieja con una corte y concurrencia propia suya, de una fisonomía, la verdad, algo rancia y vetusta; pero de que era tan señora como el rey de sus alcabalas. Nunca le faltaba, pues, cierta concurrencia, no muy bulliciosa, pero cual convenía a su edad y a sus quebrantos. Los domingos y festividades rodaban aún por sus calles laterales seis o diez birlochos, con dos o cuatro bestias (se entiende tirando de ellos) engalanadas con quitapones y cascabeles, que aún no se usaban en Sevilla carretelas ni tílburis. Y no faltaban cuatro o seis caballistas que, gallardeándose en los jerezanos, o, por mejor decir, moriscos albardones, y haciendo bailar en aquel terreno a primorosas jacas cartujanas y cordobesas, derribadas sobre las piernas, robaban la atención del sexo devoto y entusiasmaban a los aficionados, que no podían menos de exclamar: «¡Ah hombre bueno!»

Entonces aún no había caballos dupones, ni galápagos o sillas hechas en Piccadilly, ni la escuela de los jockeys había sustituido a la de la jineta y a la del conde de Grajal; pero había, sin duda, más gallardos y firmes jinetes y más diestros y hermosos caballos. Pero al grano, y no nos encumbremos, que toda afectación es mala, como dijo oportunamente Don Quijote; sigamos lisa y llanamente nuestro cuento, sin andarnos en comparaciones, que toda comparación es odiosa. Veíanse, iba diciendo, en la Alameda, en aquel entonces, varias familias de los barrios circunvecinos, y majos con su capote jerezano o su capa de seda encarnada, según lo requería la estación, fumando, hablando de toros y requebrando con gracia a las buenas mozas que pasaban a su vera. Y concurrían frailes (etiam periere ruinae) y señores canónigos, que aún los había de veras, y el señor asistente, acompañado de algunos machuchos personajes, y varios oficiales de la guarnición, porque entonces no se conocía la milicia nacional; estudiantes con sus hopalandas, por supuesto, y mozalbetes vivarachos, que sacaban raja de visitar y obsequiar a la vieja, pues, como se dice vulgarmente, «por la peana se besa el santo»; y gallardas muchachas que, aunque rodeadas de sus respetables y vigilantes familias, llevaban los ojos, algunos harto hermosos y expresivos, para hacer de ellos el uso más conveniente. Por tanto, la primera inclinación arriba dicha de la señora Alameda no dejó de encontrar oportuno ejercicio en el ya poco numeroso y, generalmente hablando, formal concurso que la frecuentaba.

Ahora, en estos días venturosos y tranquilos en que vivimos tan rápidamente, como hemos progresado tanto todos, ha también progresado la vieja, y está ya decrépita a tal punto, que se la puede contar con los muertos. Sin que para la sin ventura haya aprovechado la regeneración feliz que ha habido para España toda, de la que no se puede negar que la tal Alameda de los Hércules es parte integrante y componente, aunque mínima.

Pero ¡cómo ha de ser!... Ya no hay majos, que todos son elegantes; ya no hay tapadas, porque ahora se juega a cara descubierta; ya no hay jinetes, porque hay requisición; ya nadie habla de toros, porque se habla de las Cortes; ya no hay asistente, sino jefe político; frailes, volavérunt; canónigos, ¡están muy apura dos!; guarnición, Dios la dé; birlochos, por ahí andan a sombra de tejado en las cocheras de Pineda, sin osar hombrearse con los charabanes, stanops y tílburis...

Conque ¿de qué se puede quejar la Alameda, si han ido afufándose del mundo, y qué bien han hecho, sus naturales concurrentes? Nadie vuelve ya a ella los ojos, ni en las tardes de verano, en que tanta comodidad ofrece, por verse, a lo menos, libre de la nube de polvo calizo que oscurece y ahoga los paseos de extramuros. Nadie la pisa de noche, porque todos prefieren, ¡lo que es la perra de la moda!, la estrechez, vapor y encajonado ambiente de esa mocosa coquetuela y presumidilla que llaman plaza del Duque, y que allí, muy cerquita, se ha puesto con tan poco miramiento y tan poco temor de Dios a insultar a la decrépita en su agonía, a encanecer el cadáver en la tumba... Pero, a pesar de tantos desastres, fuerza es decirlo, la decrépita, la moribunda aún no se enmendado de aquella mala maña... El diablo sea sordo.

Y para que no te figures la pintura que te hago del actual estado de mi predilecta Alameda, una declamación de las que ahora se usan, y porque tampoco me creas bajo mi palabra, aunque honrada, tórnate la molestia, ¡oh lector benévolo!, de irte una mañanica, así como quien se va al cementerio a rezar por los difuntos, a hacerle una visita de mi parte. Y es seguro que se te partirá el corazón al verla tan desierta y abandonada. Pues sólo toparás con algún grupo de reclutas jugando al cané al pie y sombra de alguno de los álamos seculares, diez o veinte ciudadanos, cubiertos de andrajos, tendidos aquí y allí, ocupados en dormir a pierna suelta. Otros tantos desperdigados acá y acullá, buscando y reconociendo los mordedores habitantes de sus camisas y fajas; un par de docenas de pilluelos ya espigadetes, que ejercitan la ligereza de los pies y la sutileza de las manos, que juegan al toro y que repiten, en voz altisonante y argentina, las palabras más cultas, honestas y limpias de nuestro abundante idioma. Si con la pena de tal espectáculo no se te indigesta la comida (de lo que te daré el parabién, pues será muestra evidente de que tienes qué comer, cosa harto rara en estos tiempos en que hay crédito público y cátedras de economía política), vuélvete a ver a la desventurada por la tarde. Y, aunque sea una de las más calurosas del verano, en que sólo allí se respira, te apuesto un certificado que tengo de deuda sin interés contra una carta de hermandad de la Orden Tercera, o contra una patente de la cruz chica de Isabel la Católica, que no te faltará, a que no la encuentras mucha más decentemente acompañada. Hallarás, sí, con el barquillero sempiterno, que de tiempo inmemorial fabrica y vende sus suplicaciones al pie de los dos monolitos venerandos, y el cual no parece sino que los copia en. miniatura, o que en su frágil artefacto y mercadería está haciendo un continuo antítesis con el tamaño, solidez y eternidad de aquéllos. Y verás en segundo término y a un lado la buñolera, que de lejos y entre el humo parece una hechicera que hace sus mejunjes, y si tiene al lado el gitano, que ya se verificó la evocación. Entrando por las calles adentro toparás con cuatro o seis vejetes, apariciones, reminiscencias de otro siglo, y al oírles gritar con voz aguda «ya voy», creerás más bien que son difuntos que obedecen al llamamiento de la trompeta final que aguadores que te brindan con un vaso de agua. Y quiero que sepas que si otros aguadores jóvenes y del progreso, por supuesto, te dicen allí «agua fresca, agua», faltan a la ley, lo que no extrañarás, pues infringen una orden del Ayuntamiento dada allá en tiempos de entonces, pero vigente, en que se prohíbe (no sé por qué) vender agua en la Alameda. En las fuentes verás gallegos y asistentes que disputan la vez a las pobres viejas y chiquillas del barrio, rompiéndoles, ¡qué poca galantería!, sus desbocados cántaros y verdinosas alcarrazas con sus ferradas cubas. Y a una y a otra mano tiende la vista, y te la llenarán varios pequeños grupos y raros esparcidos personajes, todos malparados, cabizbajos, como gente del otro mundo. Ya dos tenientes y un capitán de la guerra de la Independencia, con los pechos atravesados de cintas de varios colores, entre las que campea la de San Hermenegildo, maldicen aquí, en coro, al intendente, porque no tiene medio alguno de abonarles su mezquina paga y bien ganado retiro. Cuatro o cinco cesantes, que los conocerás a tiro de cañón, maldicen allí también en coro al intendente, porque no tiene medio alguno de socorrerlos. Unos cuatro exclaustrados, acullá, con levita prestada, o con manteo que les sienta tan bien como a un inglés la capa, parece que rezan vísperas en coro, y maldicen al intendente porque no tienen medio alguno de matarles el hambre, cosa tan ajena de la profesión que abrazaron.

Acá, una viuda, con dos o tres chicos escuálidos y desharrapados, mira al cielo y maldice al intendente, porque no tiene medio alguno de remediarla. Allí, un paralítico vejete se pasea lentamente apoyado en el hombro de su nieto; acullá, una vieja hidrópica hace penosamente ejercicio. Y por todas partes, pobres y pobres clamorean y piden a personas aún más necesitadas, mientras la turba de pilluelos, que ya viste por la mañana, acecha un pañuelo o una petaca y siguen su educación para llegar a ser ciudadanos españoles, parte del pueblo soberano, que tan adelante va por la senda de la ilustración y de los buenos principios. Si topas alguna espía joven y decentemente vestida, o ves en lontananza un petimetre que flecha el lente a alguna lejana bocacalle, o descubren sentada, en último término, alguna dama sola y echado el velo, no lo extrañes, y recuerda la mala inclinación que desde niña tuvo la Alameda. Haz la vista gorda y aguántate: el onceno, no estorbar. Lo que seguramente no encontrarás allí, aunque te desojes, aunque trepando a los corpulentos árboles los escudriñes rama por rama y hoja por hoja, y echándote a gatas examines grano de arena por grano de arena con un microscopio, es un poeta romántico, cosa rara habiendo tantos en Sevilla y siendo la Alameda Vieja el sitio más a propósito del mundo para recibir inspiraciones melancólicas y sepulcrales, de las que andan tan en boga. Luego, visítala de noche; pero no te lo aconsejo, que pudieras muy bien o dar tal tropezón, que te condenara a andar con muletas todo el invierno, o volver a tu casa como tu madre te parió.

Para el completo aniquilamiento, o, en frase corriente, «reforma exigida imperiosamente por el progreso social», del desventurado paseo, cuya vida, y no biografía, escribimos, han venido también a menos (como acontece a las busconas y pobres vergonzantes) las veladas, tan populares en esta ciudad y tan antiguas en ella. Las que se celebraban allí las calurosas noches de San Juan y San Pedro eran, digámoslo así, el triunfo, el apogeo, el apoteosis periódico de la Alameda de los Hércules, cuyo espacio se convertía en un jardín mágico, fantástico, ideal. Luminarias, hogueras y la más clara luna lo alumbraban a un mismo tiempo; todos los habitantes de Sevilla concurrían a él, y el lujo, la alegría, la igualdad más perfecta, la tranquilidad más apacible y el orden más inalterable presidían en tan numerosa y hasta confusa reunión.

Algunas tías rabiaban, algunos maridos se mordían los labios de ira, algunos buenos chascos se llevaban las lindas y los jactanciosos, pero todo esto era peccata minuta. ¡Oh, qué noches las de San Juan y San Pedro en la Alameda Vieja!... Pero pasó la moda, y sólo quedan en las veladas de Sevilla gitanas buñoleras y turroneros, cuyas gracias ya no son gracias; cuyos chistes ya no son chistes; los gritos de los vendedores, el humo, las luces y alguna gente que no es gente. La lucida concurrencia y el interés dramático de la fiesta desaparecieron para siempre con los mantos y verdaderas mantillas, con las capas de seda y con el buen humor de aquellos tiempos deplorables y de oscurantismo, en que había dinero y tranquilidad para divertirse.

Murió la Alameda Vieja; requiescat in pace. Pero aconsejamos al lector curioso que no deje de visitarla cuando las crecientes del Guadalquivir la arrían y convierten sus anchas y luengas calles en un espacio, profundo, manso y majestuoso lago, que, reflejando como un espejo el privilegiado cielo de este país, da a las copas de los árboles y a las dos venerables y gigantescas columnas la apariencia mágica de estar suspendidas en el espacio. Si este espectáculo magnífico y sorprendente se disfrutara todos los años en París o en Viena, tendríamos los ojos doloridos y con cada orzuelo como el puño de verlo representado en cuadros, grabados, litografías y dibujos, y de leer sus descripciones en verso y prosa, en cuentos y novelas, en meditaciones y fragmentos. Pero como la Alameda Vieja, con todos sus encantos, con todas sus reminiscencias, está en Sevilla, ésta es la primera vez que se ve en letra de molde y en estampa.

Sevilla, 1838.