Los cuatro hijos de Eva: 3

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Los cuatro hijos de Eva de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo III[editar]

Adán lloraba silenciosamente, agradeciendo las bondades del Señor.

Sus cuatro hijos acababan de recibir la dominación de la tierra entera.

Sin embargo, su esposa se mostraba inquieta. Varias veces estuvo á punto de interrumpir al Omnipotente pronunciando una palabra, una sola, pero calló en el último instante. ¿Cómo iba á detener la ola de bienaventuranzas celestiales que se desplomaba sobre sus cuatro hijos?... Pero el remordimiento oprimía su corazón maternal.

Pensaba en la caterva de pequeños encerrada en el establo, que iba á quedar privada, por su culpa, de tan generoso reparto.

Al fin murmuró, aproximándose á Adán:

—Voy á enseñar los otros al Señor.

—Ya es tarde—objetó el marido—. Sería pedirle demasiadas cosas, y el Señor puede enfadarse.

Precisamente, en el mismo momento el arcángel Miguel, que había venido á visitar á los dos reprobos contra su voluntad, insistió cerca de su divino amo para que diese por terminada la visita.

Le era insoportable este capricho del Señor, pero protestaba de él con toda la circunspección de un ministro de la Guerra que lleva muchos siglos acompañando á su soberano.

—Majestad, se hace tarde—insinuó suavemente—. El sol se ocultará dentro de poco, y las noches son ahora frescas. Sería imprudente, á los años de Su Majestad, prolongar esta visita.

Miguel parecía inquieto. Había una expresión de tristeza en los ojos de este guerrero rubio, y algunas canas brillantes como la plata cortaban el esplendor de su cabellera de oro.

Pensaba en Lucifer.

Lucifer había sido tan rubio, tan arrogante y tan guerrero como él. Ahora, con el nombre de Satanás, era feo y estaba caído y pisoteado, como todos los rebeldes que no triunfan.

Durante muchos siglos, Miguel había permitido á los pintores y los escultores celestiales que le representasen teniendo bajo sus pies y su poderosa lanza á Satanás, el camarada y el adversario de otros tiempos. No había miedo de que algún habitante del reino celestial intentase una segunda sublevación pretendiendo continuar la rebeldía de Lucifer. Eran demasiado listos los de arriba para incurrir en error tan grosero. Pero el arcángel se daba cuenta de que Satanás, inerte bajo sus plantas durante tantos siglos, como si se hubiese resignado para siempre á su derrota, empezaba á agitarse, queriendo renovar la lucha.

El ángel caído por su soberbia revolucionaria contaba indudablemente con refuerzos extraordinarios, y como éstos no podía encontrarlos en el cielo, Miguel temía que los buscase en la tierra, previendo una serie de batallas de las cuales no saldría siempre vencedor.

Los papeles de la eterna tragedia iban tal vez á cambiarse. Satanás podía resultar victorioso, irguiéndose á su vez con arrogancia sobre el cuerpo caído de Miguel, vencedor en otros tiempos y ahora vencido.

—Majestad—insistió el guerrero—, dejemos cuanto antes á estos importunos.

El Señor abandonó su sillón. Fuera de la granja sonaron las notas chillonas de las trompetas de los arcángeles tocando llamada, y los rubios soldados de la escolta divina descendieron de los árboles con tal violencia, que no dejaron en ellos fruto ni hoja. Una nube de langosta no lo hubiese hecho peor.

La guardia se formó en dos filas ante la puerta, presentando sus armas, mientras el divino soberano salía lentamente, apoyado en un brazo de Miguel.

Eva le cerró el camino.

—Majestad: un instante.

Y corrió al establo, abriendo la puerta.

—¡No he dicho toda la verdad!—gritó con una voz emocionada por el remordimiento—. Tengo otros hijos. ¡Piedad, Señor, para estos pequeños! ¡Dadles un don cualquiera! ¡Que vuestra divina misericordia no los olvide!

El Todopoderoso contempló á esta muchedumbre de niños con estupor y repugnancia. Al mismo tiempo, su ministro de la Guerra fruncía las cejas, llevando instintivamente la diestra á la empuñadura del sable.

Miguel reconoció al futuro enemigo en esta horda sucia y revoltosa. Con estos monstruos contaba su adversario infernal para triunfar en el porvenir. Eran sus últimas reservas, las tropas de la desesperación. ¡Qué lástima no poder aplastarlos allí mismo, antes de que llegasen á crecer!...

—Vamonos, Señor—dijo empujando dulcemente á su soberano—. No hay que dar nada á esta canalla. Es mejor que todos perezcan.

Y repelió á Eva con rudeza, ordenándole que no insistiese en su demanda presuntuosa.

—No puedo hacer nada, pobre mujer—dijo el Señor excusándose—. No me queda nada que darles. Sus cuatro hermanos se lo han llevado todo.... No llores; no me gustan las lágrimas femeninas; yo reflexionaré y tal vez encuentre algo para ellos.... Ya veremos más adelante.

Pero la madre no se dejó convencer por estas promesas vagas:

—¡Señor, dadles cualquier cosa, pero ahora mismo! No importa el donativo. ¿Quién sabe cuándo volverá por aquí Su Majestad?... Me contento con un pequeño regalo para cada uno; un empleo, una ocupación. ¿Qué va á ser, si no, de estos pobrecitos?...

El arcángel iba á ordenar que una escuadra de la escolta celeste apartase á viva fuerza á esta mujer tenaz, cuando el Omnipotente encontró una solución gracias á su sabiduría infinita.

También él deseaba perder de vista cuanto antes la granja y su chiquillería repugnante.

El Señor se acarició su larga barba de plata y dijo á Eva:

—No llores, mujer; ya les he encontrado una ocupación, y no será ligera. Todos estos trabajarán para mantener á sus cuatro hermanos, sirviéndoles eternamente.

Hubo una larga pausa, y el tío Correa terminó así:

—Vosotros y yo, y todos los que pasamos la vida encorvados sobre la tierra para sostener nuestra miserable existencia, somos los descendientes de aquellos infelices que nuestra primera madre encerró en el establo.

Los segadores quedaron en un prolongado y reflexivo silencio. Pero de pronto, una voz surgió de la penumbra:

—¿Y las mujeres?... ¿Qué hace usted de las mujeres?

El tío Correa, sorprendido y perplejo, paseó una mirada por el corro de oyentes, preguntando:

—¿Qué mujeres son esas? ¿Qué tienen que ver las mujeres con esta historia?

El segador medio oculto en la obscuridad, añadió:

—Eva, seguramente, tendría alguna vez hijas, pues de no ser así, no existirían mujeres actualmente, y las hay en todas partes...tal vez demasiadas; ¿no es esto, tío Correa?... Lo que yo pregunto es cuál fué la suerte de las hijas de Eva. ¿Nuestra primera madre presentó algunas al Señor, para que también les hiciera un regalo, ó las encerró á todas en el establo en compañía de nuestros pobres abuelos?

Un murmullo de curiosidad se elevó del corro, semejante al que surge de una reunión electoral cuando el discurso del candidato queda cortado por una objeción imprevista.

Todos los ojos se volvieron hacia el viejo, que se rascaba la cabeza, mirando al suelo con una expresión de inquietud y de duda.

De pronto sonrió, triunfante.

—Bien se ve—dijo con una voz dulzona—que el que ha hecho esa pregunta es joven y sin experiencia. Eva era mujer y conocía demasiado bien las necesidades de las mujeres para perder el tiempo en peticiones inútiles. Dios, con ser Dios y disponer de todo lo existente, no puede dar nada á las mujeres después que han nacido.

Hizo una larga pausa para gozar del silencio con que la curiosidad y el interés acogían sus palabras.

—Antes de que ellas nazcan—continuó—, Dios puede darles la belleza y la gracia á manos llenas, y hasta algunas veces les da la discreción y el talento. Pero después que están en el mundo, su única esperanza es el hombre. Todo lo que son y lo que tienen lo deben al hombre. Para ellas es el trabajo de los pobres, el poder de los que gobiernan, las hazañas de los soldados, el dinero de los millonarios. Ellas son las que tuercen con más facilidad la dureza de la justicia.... No; las mujeres no tienen nada que pedir á Dios, pues todo lo reciben de los hombres.... Y los hombres, cuando trabajan por la gloria, por la ambición ó por amor al dinero, no hacen en el fondo mas que trabajar por ellas y para ellas.