Los inválidos

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Cuadros mineros (1904) de Baldomero Lillo
Los Inválidos
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LOS INVÁLIDOS

La estraccion de un caballo en la mina, acontecimiento no mui frecuente, habia agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha i a los encargados de retornar las vacías i colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, i aquel caballo que despues de diez años de arrastrar allá abajo los trenes del mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se esperimentaba por un viejo i leal amigo con el que se han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traia aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazo entónces vigoroso, hundian de un solo golpe en el escondido filon el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocian a Diamante, el jeneroso bruto, que dócil e infatigable trataba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerias de arrastre. I cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con el teson inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafia sus furores.

Todos esperaban silenciosos la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina i cuya última etapa sería el estéril llano donde solo se percibian a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpieran el gris uniforme i monótono del paisaje.

Nada mas tétrico que esa desolada llanura, reseca i polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa i pesada que los vientos arrastraban difícilmente a traves del suelo desnudo, ávido de humedad.

En una pequeña elevacion del terreno alzábanse la cábría, las chimeneas i los ahumados galpones de la mina. El caserio de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo mas sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.

Un calor sofocante subia de la tierra calcinada i el polvo de carbon sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio, el breve descanso que aquella maniobra les desparaba.

Tras los tres golpes reglamentarios las grandes poleas, en lo alto de la cábria, empezaron a jirar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que iba enrollando en el gran tambor, carrete jiganteseo, la potente máquina. Pasaron algunos instantes i de pronto una masa oscura chorreando agua surjió rápida del negro pozo i se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo, con las patas abiertas i tiesas, un caballo negro. Mirada desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recojida en el centro de su tela. Despues de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique i Diamante libre en un momento de sus ligaduras se alzó tembloroso sobre sus patas i se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.

Como todos los que se emplean en las minas era un animal de pequeña alzada. La piel que ántes fué suave, lustrosa i negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas i heridas en supuracion señalaban el sitio de los arreos de tiro i los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello i huesudas almas no conservaba ni un resto de la gallardía i esbeltez pasadas i las crines de la cola habian casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veia aun fresca en el hundido lomo.

Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se habia operado en el brioso bruto que ellos habian conocido! Aquello era solo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres i gallinazos. I mientras el caballo cegado por la luz del medio dia permanecia con la cabeza baja e inmóvil, el mas viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes i correctas habia una espresion de gravedad soñadora i sus ojos donde parecia haberse refujiado la vida, iban i venian del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.

Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos estraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre habia en los bolsillos de su blusa algun libro desencuadernado i sucio cuya lectura absorvia sus horas de reposo i del cual tomaba aquellas frases i términos inintelijibles para sus oyentes.

Su semblante de ordinario resignado i dulce se trasfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres i su palabra adquiria entonces la entonacion del inspirado y del apóstol.

El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva i luego pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave i vibrante como si arengase a una muchedumbre esclamó:

¡Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distincion entre el hombre i la bestia. Agotadas las fuerzas la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento! ¡Camaradas, este bruto es la imájen de nuestra vida. Como él callamos, sufriendo resignado nuestro destino! I, sin embargo, nuestra fuerza i poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiria su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores cuan presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoi beben nuestra sangre i chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primer enbestida, como un puñado de paja que dispersa el huracan. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas i las entrañas de la tierra!

A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas i su cuerpo temblaba preso de intensa exitacion. Con la cabeza echada atras i la mirada perdida en el vacío parecia divisar allá en lontananza la jigantesca ola humana, avanzando a travez de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena i derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas lejiones que tremolando el harapo como bandera de esterminio reducian a cenizas los palacios i los templos, esas moradas donde el egoismo i la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoria de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan i se ajitan sin que una chispa de luz intelectual rasgue las tinieblas de sus cerebros de esclavos donde la idea, esa simiente divina, no jerminará jamas.

Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se aventura en una senda desconocida Para esas almas muertas cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habian legado sus abuelos, i en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la jente jóven de la mina, solo veian un espíritu inquieto i temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.

I cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacía ellos, en el estremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.

El viejo, con los ojos húmedos i brillantes, vió alejarse ese rebaño miserable i luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acariciole las escasas crines, murmurando a media voz:

— Adios amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haria deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte. I encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo i la vejez.

El caballo permaneció en el mismo sitio inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado i lánguido vaiven de sus orejas i el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras i protuberancias asquerosas. Deslumbrado i ciego por la vívida claridad que la trasparencia del aire hacia mas radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refujio contra las luminosos saetas que herian sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil i mortecina de las lámparas de seguridad.

Pero aquel resplandor estaba en todas partes i penetraba victorioso a traves de sus caídos párpados, cegándolo cada vez mas; atontado dió algunos pasos hacia adelante i su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo i enderezando las orejas, olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud: retrocedió buscando una salida i nuevos obstáculos se interpusiéron a su paso: iba i venia entre las pilas de madera, las vagonetas i las vigas de la cábria como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aun entre las traviesas de la via de un túnel de arrastre; i un enjambre de moscas que zumbaba a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel i el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.

Por su cerebro de bestia debia cruzar la vaga idea de que estaba en un rincon de la mina que aun no conocia i donde un impenetrable velo rojo ocultaba los objetos que le eran familiares.

Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo i yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello i tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta, iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hasta el límite del horizonte.

Diamante cojeaba atrozmente, i por su vieja i oscura piel corria un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecia complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguido los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacio, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.

El conductor se detuvo al borde de una depresion del terreno. Deshizo el nudo que oprimia el flácido cuello del prisionero i dándole una fuerte palmada en el nuca para obligado a continuar adelante, dió media vuelta i se marchó por donde habia venido.

Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporában rápidamente. En las partes bajas conservábase algun resto de humedad donde crecian pequeños arbustos espinosos i uno que otro manojo de yerba reseca i polvorienta. En sitios ocultos habia diminutas chacras de agua cenagosa, pero inaccesíbles para cualquier animal por ájil i vigoroso que fuese.

Diamante, acosado por el hambre i la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponia los belfos en contacto con la arena i resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a traves de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecian estar en ebullicion.

Su ceguera no disminuia i sus pupilas contraidas bajo sus parpados solo percibian aquella intensa llama roja que habia sustituido en su cerebro a la vision ya lejana de las sombras de la mina.

De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió inmediatamente un relincho de dolor i el mísero rocin dando bruscos saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas i débiles fuerzas le permitían a traves de los matorrales i depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una decena de grandes tábanos de las arenas.

Aquellos feroces enemigos no le daban tregua i mui pronto tropezó en una ancha grieta i su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse i convencido de su impotencia estiró el cuello i se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.

Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques i lanzando de sus alas i coseletes destellos de pedreria hendieron la cálida atmósfera i desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida trasparencia no empañaba el más ténue jiron de bruma.

Algunas sombras, deslizándose a raiz del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caido. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras destacándose del pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles, describian inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.

Por todos los puntos del horizonte aparecian manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festin que les esperaba.

Entretanto el sol marchaba rapidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes mas opacos i sombrios. En la mina, habian cesado las faenas i los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonában en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas i de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacia trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en direccion de las lejanas habitaciones.

El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecian sentir aun el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerias. De pronto se levantó i miéntras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba, claro i vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado i lento andar, fué a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen ménos valor para sus esplotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro rio, fluye inagotable del corazon del venero.

En la mina todo era paz i silencio, no se sentia otro rumor que el sordo i acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La oscuridad crecia i allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos opalinos i purpúreos resplandores, lucian con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvia la tierra, sumerjida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.