Memoria descriptiva de Tucumán: 5

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Sección cuarta[editar]

Monumentos patrióticos
Casa del General Belgrano, Campo de Honor, Ciudadela, Pirámide de Mayo, Alameda. -Reflexiones originadas por la contemplación de estos objetos. -Exhortaciones y consejos a la juventud argentina.


Ya el pasto ha cubierto el lugar donde fue la casa del General Belgrano, y si no fuera por ciertas eminencias que forman los cimientos de las paredes derribadas, no se sabría el lugar preciso donde existió. Inmediato a este sitio está el campo llamado de Honor, porque en él se obtuvo en 1812, la victoria que cimentó la independencia de la República. Este campo es una de las preciosidades que encierra Tucumán. Prodigiosamente plano y vestido de espesa grama, es limitado en todas direcciones por un ligero y risueño valle hermoseado diversamente con bosques de aromas y alfombras de flores, de manera que presenta la forma de un vasto anfiteatro como si el cielo le hubiera construido de profeso para las escenas de un pueblo heroico. Mas a lo lejos es limitada la vista por los más dichosos e ilusorios bosques de mirto, cedro y laurel, cuyas celestes cimas diversamente figuradas, determinan en el fondo del cielo la más grata y variada labor. Todo su seno se halla ligeramente salpicado de aromas, de manera que cuando la primavera los pinta de oro y de verde el campo, es como si se tratara de remedar al cielo en gloria y hermosura. Este campo que hará eterno honor a los tucumanos debe ser conservado como un monumento de gloria nacional. Conmueve al que le pisa aunque no sea argentino. Más de setenta veces se ha oscurecido con el humo de la pólvora. Sea por el prestigio que le comunican los recuerdos tristes y gloriosos que excita, o sea por la elevación que dan a las ideas y los sentimientos las magníficas montañas que se elevan a su vista, es indudable que en este sitio se agranda el alma y predispone a lo elevado y sublime.

A dos cuadras de la antigua casa del General Belgrano, está la Ciudadela. Hoy no se oyen músicas ni se ven soldados. Los cuarteles derribados, son rodeados de una eterna y triste soledad. Únicamente un viejo soldado del General Belgrano, no ha podido abandonar las ilustres ruinas y ha levantado un rancho que habita solitario con su familia en medio de los recuerdos y de los monumentos de sus antiguas glorias y alegrías.

Entre la Ciudadela y la casa del General Belgrano se levanta humildemente la pirámide de Mayo, que más bien parece un monumento de soledad y muerte. Yo la vi en un tiempo circundada de rosas y alegría; hoy es devorada de una triste soledad. Terminaba una alameda formada por una calle de media legua de álamos y mirtos. Un hilo de agua que antes fertilizaba estas delicias, hoy atraviesa solitario por entre ruinas y la acalorada fantasía ve más bien correr las lágrimas de la Patria.

Pero estos objetos tienen para mí un poderío especial, y excitan recuerdos en mi memoria que no causarían a otra. El campo de las glorias de mi patria, es también el de las delicias de mi infancia. Ambos éramos niños; la Patria Argentina tenía mis propios años. Yo me acuerdo de las veces que jugueteando entre el pasto y las flores veía los ejercicios disciplinares del Ejército. Me parece que veo aún al General Belgrano, cortejado de su plana mayor, recorrer las filas; me parece que oigo las músicas y el bullicio de las tropas y la estrepitosa concurrencia que alegraba estos campos.

¡Y será posible que esto no sea más que ilusión mía! Con que, la gloria nacional como sus monumentos, fueron y ya no son! Aquella grandiosa y azulada montaña ocultando un horizonte de oro y púrpura, enlutado por un manto violado y coronado de estrellas, me recuerda las glorias pasadas de la Patria; y la triste naciente brillantez del cielo de la noche es la más exacta imagen del semblante melancólico que hoy presenta la historia argentina.

Yo no hablo con nuestros hombres del día, tan desgraciadamente desnudos por lo común de costumbres monárquicas como republicanas. Jóvenes que no conocéis más sol que el de la libertad; ilustres hijos de las víctimas de la Independencia, almas tiernas y candorosas, ¿podéis contemplar tranquilos los desastres de nuestra Patria?

Atended un momento. Noticiaba yo a uno de nuestros ilustres revolucionarios un pequeño descubrimiento filosófico, a que me había conducido el ejemplo suyo en la senda de la libertad, y en la respuesta con que me honró, están estas palabras: «Si la feliz casualidad de haber sido mi juventud contemporánea de los célebres actos que han dado a nuestra Patria su independencia, y la de haber sido mi patriótico entusiasmo de alguna utilidad para propagar aquel sentimiento creador, me hacen de algún modo interesado en los principios de nuestra gloriosa revolución, debo igualmente serlo en todo aquello que marque sus progresos, que haga sensible su benéfica influencia en la mejora y esplendor de nuestras generaciones sucesivas, porque éste fue el gran fin de aquella empresa, y el más dulce premio de aquellos riesgos y azares; y porque así los de aquella época vemos en ustedes a nuestros hijos cultivando y aprovechando los campos paternos, los campos que les conquistamos con el riesgo de nuestras vidas y esperanzas».

Otro hombre grande a quien la Patria no debe sino inmensos beneficios, y al que la juventud argentina debe toda su cultura, dijo también en una carta que me hizo el honor de escribir:

«Sí, la juventud y las generaciones que la sucederán, han sido el principal objeto de mis esfuerzos, y son los fundamentos de la incontrastable esperanza que me anima de la reparación del honor y crédito de mi Patria y del restablecimiento de sus mejoras y progresos».

Por nosotros el virtuoso General Belgrano se arrojó en los brazos de la mendicidad desprendiéndose de toda su fortuna que consagró a la educación de la juventud, porque sabía que por ella propiamente debía dar principio la verdadera revolución.

Ved, pues, amigos, el papel que nos espera a los ojos de los padres de la Patria, del mundo y de la historia. ¿Burlaremos ingratamente sus altas esperanzas? ¿Llenaremos de oprobio una obra en que se sacrificaron para nosotros? ¡Oh! No: augustas sombras de los mártires de la libertad, ilustres viejos de la revolución de Mayo, no dudéis que vuestros altos designios serán coronados un día por la más bella juventud del mundo, cuyo celo reposa hoy en los brazos de la filosofía y de la libertad. Tornarán otra vez los claros y alegres días de la paz y de la concordia, y entonces cuando ya no haya más mira que la mejora y engrandecimiento de nuestra Patria, vuestros ilustres bustos decorarán nuestras plazas públicas y vuestros augustos nombres, hoy olvidados y oscuros, ¡serán pronunciados con veneración y asombro!

Pero cuidado jóvenes amigos: no os equivoquéis. Comprenderemos mal los planes de nuestros padres, y nos descarriaremos del verdadero objeto, si apartamos un momento de nuestros ojos los consejos del más ilustre filósofo inglés, que, buscando en el vicio de las leyes la causa de la mayor parte de los males, propende constantemente a evitar el mayor de todos: el trastorno de la autoridad, las revoluciones de propiedad y poder. El instrumento con que trabaja es el Gobierno existente: no dice a los pueblos, apoderaos de la autoridad y mudad la forma del Estado, dice a los gobiernos: «Conoced las enfermedades que os debilitan, estudiad el régimen que puede curarlas: haced vuestras legislaciones conformes a las necesidades y a las luces de vuestro siglo: dad buenas leyes civiles y penales: organizad los tribunales de modo que inspiren la confianza pública; simplificad la sustanciación de los procesos: evitad los impuestos, las ejecuciones y los no valores: fomentad vuestro comercio por medios naturales. ¿No tenéis todos el mismo interés en perfeccionar estos ramos de administración? Calmad las ideas peligrosas que se han propagado en nuestros pueblos, haciéndole ver que os ocupáis de su felicidad: tenéis la iniciativa de las leyes, y este derecho sólo, si le ejercéis bien, puede ser la salvaguardia de todos los otros: abriendo una carrera a esperanzas lisonjeras, reprimiréis lo licencioso de las esperanzas ilegales.