Miserias merecidas

De Wikisource, la biblioteca libre.


Miserias merecidas[editar]

Junio, recién; y ya se cortan en puntas las ovejas. Mala seña, piensa don Martín, al recorrer el campo de pasto duro que recién ha poblado, y al encontrarse, por todas partes, con pequeños grupos de diez, de cinco, de dos ovejas, flacas y sin fuerza.

¿Y qué será, en Agosto, cuando hayan pasado tres meses más, de heladas o de aguaceros, sobre los pobres animales?

No le digan mala madre a la oveja que abandona el cordero; pues cuando deja de mandar el instinto materno, es que obedece el animal, aun a su pesar y mirando para atrás, con balidos de lamento, a otra ley de la naturaleza; la propia conservación es más imperiosa, para la oveja, cuando se siente débil, que la de su prole. Lo mismo, cuando olvidándose de su amor a la majada, las ovejas se cortan en puntas y dejan de seguirse unas a otras; o cuando, al cruzar cerca de ellas el jinete, no disparan, mala seña; y no sin razón, don Martín considera con tristeza el campo amarillento y de pasto ralo, donde, en verano, sólo llega a florecer la puna, por ser la única planta que desdeñan los animales.

¿Qué será, ¡sí! En Agosto, cuando el invierno, al terminar su carrera, acabe de limpiar, de una vez, lo que no puede más, antes de hacer la suma total de todo lo sufrido durante el año, de cerrar las cuentas de la muerte, y de proclamar el resultado? Resultado funesto, a veces; y si no fuera que asoma la primavera, calentando el lomo de los animales flacos que han sobrevivido, y haciendo brotar un poco el pasto nuevo, sería cosa de desesperar. No es todo color de rosa, en la vida del hacendado.

Pero ¿no tendrá él, en algo, la culpa?

¡Clima benigno, el de la Pampa, que permite al hombre criar los animales domésticos a la intemperie; tierra generosa, la que le permite mantenerlos con lo que ella produce, sin que en nada, la ayuden! Y ya que el clima es tan benigno y la tierra tan generosa, ¿por qué trabajaría el hombre?

Pero el clima más benigno tiene sus caprichos; pasan meses sin llover: las lagunas se secan, el pasto ralea, desaparece, y las haciendas mueren de hambre y de sed. ¡Suerte ingrata!, clama el pastor. O bien, lluvias demasiado frecuentes y abundantes llenan las cañadas, achican el campo, lo reducen a algunas lomas exiguas; y perecen las majadas, aniquiladas por la constante humedad, pisoteando, amontonadas, el poco campo que les queda; y vuelve el pastor a maldecir su suerte.

La sarna hace estragos en las pocas sobrevivientes; renguea lastimosamente la mitad de la majada, arrastrándose las ovejas, como pueden, a algunos metros apenas del corral, paciendo de rodillas, muchas de ellas, por no poder tenerse de pie; y las osamentas colorean por todo el campo, salpicando la llanura de tétricos reflejos, mientras en los alambrados y en los corrales, secan, al viento, los arrugados cueros de epidemia, fúnebres colgaduras de escaso valor, cenefas haraposas de funerales sin cuento, herencia ruinosa para el pastor, que, ni siquiera, por ellas, podrá, con exactitud, tarjar sus pérdidas.

Aun en clima benigno, tirita, a veces, el hombre, en su rancho mal construido, ni le faltan goteras al techo. Pero no por esto se acuerda de lo que sufren las ovejas, en el fango de su corral sin reparo, mojadas hasta los huesos, ni qué con plantar algunas estacas de álamo o de sauce, pronto podría hacerles un abrigo salvador; y ¡para qué se va a acordar! ¿valdrán realmente la pena de cuidarlos, animales, que sin esto, le dan todo lo que necesita?

La tierra más generosa también tiene sus horas de desgana. Falta el pasto; las heladas lo han quemado, o el sol de verano; y, raquíticas, endebles, bamboleándose en las patas que se les cruzan, vagan, despuntando las pajas duras y la puna, sin jugo, las vacas hambrientas.

¿Sembrar para mantenerlas? ¿acaso el amo siembra para sí? ¡qué hagan come él! Cuando la carne es flaca, come menos. ¿Y si se mueren? ¿qué le haremos?, se sacarán los cueros, que siempre valen algo.

Aguantar lo que Dios manda; la lucha es estéril contra los furores de la naturaleza. ¿De qué sirve al hombre tratar de conocer y de atajar las enfermedades de todo género que diezman los rebaños en la Pampa, ya que siempre vuelven?

Y en lugar de la riqueza exuberante de que, con ayudar en algo a la benignidad del clima y a la generosidad de la tierra, podría gozar, el pastor pampeano parece preferir el acostumbrado cuadro de miserias siempre renovadas, que sólo debe a su incurable indolencia, a su fatalismo innato.

El campo, cubierto de los ásperos fachinales primitivos, empobrecido por el recargo de hacienda, parece teatro preparado para todas las catástrofes de que amenazan a todas las haciendas las mil plagas del desierto. Y así fue, y así será, mientras no entienda el pastor que al hambre invernal de las haciendas lo debe combatir con el arado, y que sus animales, objeto ya de la envidia del orbe entero, merecen, cada día más, el esfuerzo varonil, que los libre de los peligros que los rodean, y permita recoger la cosecha de inmediata prosperidad que tienen ellos en reserva.