Modo de estudiar la historia

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​Modo de estudiar la historia​ de Andrés Bello


Es fuerza decir que aunque el señor Chacón, al principio de su artículo primero, se ha propuesto fijar la cuestión (que, a nuestro juicio, bien clara estaba), nos parece más bien haberla sacado de sus quicios. La comisión, después de haber dado los debidos elogios al Bosquejo Histórico, dice que carece de suficientes datos para aceptar el juicio del autor sobre el carácter y tendencias de los partidos que figuraron en la revolución chilena. Juzga con sobrada razón que sin tener a la vista un cuadro en donde aparezcan de bulto los sucesos, las personas y todo el tren material de la historia, el trazar lineamientos generales tiene el inconveniente de dar mucha cabida a teorías y desfigurar en parte la verdad; inconveniente, añade, de todas las obras que no suministran todos los antecedentes de que el autor se ha servido para formar sus juicios. Y se siente inclinado a desear que se emprendan antes de todo los trabajos destinados a poner en claro los hechos: "la teoría que ilustra esos hechos vendrá en seguida, andando con paso firme sobre un terreno conocido.


No se trata pues de saber si el método ad probandum, como lo llama el señor Chacón, es bueno o malo en sí mismo; ni sobre si el método ad narrandum, absolutamente hablando, es preferible al otro: se trata sólo de saber si el método ad probandum, o más claro, el método que investiga el íntimo espíritu de los hechos de un pueblo, la idea que expresan, el porvenir a que caminan, es oportuno relativamente al estado actual de la historia de Chile independiente, que está por escribir, porque de ella no han salido a luz todavía más que unos pocos ensayos, que distan mucho de formar un todo completo; y ni aun agotan los objetos parciales a que se contraen. ¿Por cuál de los dos métodos deberá principiarse para escribir nuestra historia? ¿Por el que suministra los antecedentes o por el que deduce las consecuencias? ¿Por el que aclara los hechos, o por el que los comenta y resume? La comisión ha creído que por el primero. ¿Ha tenido o no fundamento para pensar así? Esta y no otra es la cuestión que ha debido fijarse.


Cada uno de los métodos tiene su lugar; cada uno es bueno a su tiempo; y también hay tiempos en que, según el juicio o talento del escritor, puede emplearse el uno o el otro. La cuestión es puramente de orden, de conveniencia relativa.


Sentado esto, es fácil ver que la cita de Barante, en que se apoya como decisiva el señor Chacón, no toca el punto que se discute. Barante, a presencia de los grandes trabajos históricos de sus contemporáneos, dice que ninguna dirección es exclusiva, ningún método obligatorio. Lo mismo decimos nosotros poniéndonos en el punto de vista en que se coloca Barante. Cuando el público está en posesión de una masa inmensa de documentos y de historias, puede muy bien el historiador que emprende un nuevo trabajo sobre esos documentos e historias adoptar o el método del encadenamiento filosófico, según lo ha hecho Guizot en su Historia de la Civilización, o el método de la narrativa pintoresca, como el de Agustín Thierry con su Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos. Pero cuando la historia de un país no existe, sino en documentos incompletos, esparcidos, en tradiciones vagas, que es preciso compulsar y juzgar, el método narrativo es obligado. Cite el que lo niegue una sola historia general o especial que no haya principiado así. Pero hay más: Barante mismo en el punto de vista en que se coloca no disimula su preferencia de la filosofía que resalta como espontáneamente de los sucesos, referidos en su integridad y con sus colores nativos, a la que se presenta con el carácter de teoría o sistema exprofeso; que siempre induce cierto temor de que involuntariamente se violente la historia para ajustarla a un tipo preconstituido, que, según la expresión de Cousin, la adultere. Véase la prefación de Barante a su Historia de los Duques de Borgoña, y véase sobre todo esa historia misma, que es un tejido admirable de testimonios originales, sin la menor pretensión filosófica.


No es nuestro ánimo decir que entre los dos métodos que podemos llamar narrativo y filosófico haya o deba haber una separación absoluta. Lo que hay es que la filosofía que en el primero va envuelta en la narrativa y rara vez se presenta de frente, en el segundo es la parte principal a que están subordinados los hechos, que no se tocan ni se explayan, sino en cuanto conviene para manifestar el encadenamiento de causas y efectos, su espíritu y tendencias. Cabe entre ambos una infinidad de matices y de medias tintas, de que no sería difícil dar ejemplos en los historiadores modernos.


El juicio de la comisión no es exclusivo, ni su preferencia absoluta. No hay más que leer su informe, para convencernos de que los argumentos aducidos por el autor del Prólogo son inconducentes: impugnan lo que nadie ha dicho ni pensado. La comisión no ha emitido fallo alguno sobre cuestión alguna que tenga divididas las opiniones del mundo literario, como se supone. Ha deseado. . . ni aun tanto. . . se ha sentido inclinada a desear que se nos ponga en posesión de las premisas antes de sacar las consecuencias; del texto, antes que de los comentarios; de los pormenores antes de condensarlos en generalidades. Es imposible enunciar con más modestia un juicio más conforme a la experiencia del mundo científico y a la doctrina de los autores célebres que han escrito de propósito sobre la ciencia histórica. Y más diremos: dado que el punto fuese cuestionable, la comisión, declarándose por una de las opiniones controvertidas, no hubiera hecho más que poner en ejercicio un derecho que los fueros de la república literaria franquean a todos. ¿Por ventura no es lícito a todo el que quiera hacer uso de su entendimiento elegir entre dos opiniones contrarias la que le parezca más razonable y fundada? ¿Y es el campeón de la libertad literaria el que nos impone la obligación de suspender nuestro juicio sobre toda cuestión debatida, y de no emitir otras ideas que las que llevan el imprimátur de la aprobación universal?


El señor Chacón nos da una reseña del origen y progresos de la historia en Europa desde las cruzadas; reseña gratuita para el asunto de que se trata, y no del todo exacta. En ella se principia por Froissart; y se le hace encabezar la serie de cronistas "que en los siglos XII y XIII mezclaron la historia y la fábula, los romances de Carlomagno y de Arturo con los hechos de la caballería". El señor Chacón olvida que Froissart floreció en el siglo XIV, y parece ignorar que los romances de Carlomagno y de Arturo habían empezado a contaminar la historia algún tiempo antes de la primera cruzada. A juzgar por esta reseña, pudiera creerse que en el primer período de la lengua francesa (que propiamente no es la lengua de los trovadores) faltaron historiadores verídicos, testigos de vista de los sucesos mismos de las cruzada, como Villehardouin y Joinville. Como quiera que sea, se hace desfilar a nuestra vista una procesión de cronistas, historiadores y filósofos de la historia, que principia en Froissart y acaba en Hallam. "¿Y se quiere" (se nos pregunta) "que nosotros retrogrademos; se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa; que no nos aprovechemos de los progresos que en la ciencia histórica ha hecho la civilización europea, como lo hacemos en las demás artes y ciencias que se nos transmiten, sino que debemos andar el mismo camino desde la crónica hasta la filosofía de la historia?"


No es difícil responder a este interrogatorio. Mal puede retroceder el que no ha hecho más que poner los pies en el camino. No pedimos que se escriban otra vez las crónicas de Francia: ¿qué retroceso cabe en hacer la historia de Chile, que no está hecha; para que ejecutado este trabajo venga la filosofía a darnos la idea de cada personaje y de cada hecho histórico (de los nuestros se entiende), andando con paso firme sobre un terreno conocido? ¿Hemos de ir a buscar nuestra historia en Froissart, o en Comines, o en Mizeray, o en Sismondi? El verdadero movimiento retrógrado consistiría en principiar por donde los europeos han acabado.


Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado en eso. Lo que se quiere es que abramos bien los ojos a ella, y que no imaginemos encontrar en ella lo que no hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos las historias europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo particular que cada una de ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos también de modelo y de guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile, cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La nación chilena no es la ] humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla ¿Nos dan esas obras la filosofía de la historia de un pueblo, de una época? ¿De la Inglaterra bajo la conquista de los normandos, de la España bajo la dominación sarracena, de la Francia bajo su memorable revolución? Nada más interesante, ni más instructivo. Pero no olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía peculiar, no es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el normando, ni el godo, ni el árabe. Tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos peculiares.


Sea en hora buena culpa nuestra haber encontrado inconsecuencia u oscuridad en ciertos pasajes del Prólogo. A la verdad, no dejó de ocurrirnos la clave con que en el artículo primero del señor Chacón se ha tratado de conciliarlos. Pero la idea nos pareció demasiado repugnante al sentido común para atribuírsela. Ello es que ni aun ahora nos atrevemos a imputársela, y preferimos creer que (por culpa nuestra seguramente) no hemos acabado de entenderle.


Pedimos perdón a nuestros lectores. Hemos prolongado fastidiosamente la defensa de una verdad, de un principio evidente, y para muchos trivial. Pero deseábamos hablar a los jóvenes. Nuestra juventud ha tomado con ansia el estudio de la historia; acabamos de ver pruebas brillantes de sus adelantamientos en ella; y quisiéramos que se penetrase bien de la verdadera misión de la historia para estudiarla con fruto.


Quisiéramos sobre todo precaverla de una servilidad excesiva a la ciencia de la civilizada Europa.


Es una especie de fatalidad la que subyuga las naciones que empiezan a las que las han precedido. Grecia avasalló a Roma; Grecia y Roma a los pueblos modernos de Europa, cuando en ésta se restauraron las letras; y nosotros somos ahora arrastrados más allá de lo justo por la influencia de la Europa, a quien, al mismo tiempo que nos aprovechamos de sus luces, debiéramos imitar en la independencia del pensamiento. Muy poco tiempo hace que los poetas de Europa recurrían a la historia pagana en busca de imágenes, e invocaban a las musas en quienes ellos ni nadie creía; un amante desdeñado dirigía devotas plegarias a Venus para que ablandase el corazón de su querida. Esta era una especie de solidaridad poética semejante a la que el señor Chacón parece desear en la historia.


Es preciso además no dar demasiado valor a nomenclaturas filosóficas; generalizaciones que dicen poco o nada por sí mismas al que no ha contemplado la naturaleza viviente en las pinturas de la historia, y, si ser puede, en los historiadores primitivos y originales. No hablamos aquí de nuestra historia solamente, sino de todas. !Jóvenes chilenos! aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo menos en los raudales más cercanos a ellas. El lenguaje mismo de los historiadores originales, sus ideas, hasta sus preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de la historia, y no la menos instructiva y verídica. ¿Queréis, por ejemplo, saber qué cosa fue el descubrimiento y conquista de América? Leed el diario de Colón, las cartas de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés. Bernal Díaz os dirá mucho más que Solís y que Robertson. Interrogad a cada civilización en sus obras; pedid a cada historiador sus garantías. Esa es la primera filosofía que debemos aprender de la Europa.


Nuestra civilización será también juzgada por sus obras; y si se la ve copiar servilmente a la europea aun en lo que ésta no tiene de aplicable, ¿cuál será el juicio que formará de nosotros, un Michelet, un Guizot? Dirán: la América no ha sacudido aún sus cadenas; se arrastra sobre nuestras huellas con los ojos vendados; no respira en sus obras un pensamiento propio, nada original, nada característico; remeda las formas de nuestra filosofía, y no se apropia su espíritu. Su civilización es una planta exótica que no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene.


Una observación más y concluimos. Lo que se llama filosofía de la historia, es una ciencia que está en mantillas. Si hemos de juzgarla por el programa de Cousin, apenas ha dado los primeros pasos en su vasta carrera. Ella es todavía una ciencia fluctuante; la fe de un siglo es el anatema del siguiente; los especuladores del siglo XIX han desmentido a los del siglo XVIII; las ideas del más elevado de todos éstos, Montesquieu, no se aceptan ya sino con muchas restricciones. ¿Se ha llegado al último término? La posteridad lo dirá. Ella es todavía una palestra en que luchan los partidos: ¿a cuál de ellos quedará definitivamente el triunfo? La ciencia, como la naturaleza, se alimenta de ruinas, y mientras los sistemas nacen y crecen y se marchitan y mueren, ella se levanta lozana y florida sobre sus despojos, y mantiene una juventud eterna.



Publicado en el periódico "El Araucano", Santiago de Chile, 1848