Ovejas sarnosas

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Ovejas sarnosas[editar]

La majada está en el corral, encerrada, y, por la escarcha que cubre el campo, se soltará tarde. Cansadas de rumear recuerdos y de hacer crujir las muelas para moler ilusiones, las ovejas se empiezan a levantar; se estiran, y apartado el sueño, se acuerdan de la sarna que las está trabajando, pudiéndose pronto constatar que, realmente, para el rascar, no hay más que empezar.

En movimiento febril, se rascan en la paleta, con la pata toda sucia, haciendo de su mejor lana, jirones verdosos que se desprenden y pronto cuelgan, sueltos, arrancados. Pero, rascarse con la pata cansa, y no basta: tratan de alcanzar con los dientes, destornillándose el pescuezo, el sitio donde roe la sarna. Apenas si lo pueden rozar, y el parásito sigue, muy tranquilo, cavando, en el cutis, la cuevita donde depositará los huevos.

Excitada la sarna de la paleta, pronto se despierta la de la cruz, y empieza a hacerle cosquillas a la oveja. Esta deja la paleta y endereza la cabeza, la echa por atrás, arrugando la piel y moviendo todo el cuerpo, fijo en las cuatro patas, como si la sarna pudiera quedar estrujada entre los dobleces del cuero. Pena inútil, la sarna se ríe de estos esfuerzos, y sigue, impasible, su trabajo: barrenea, serrucha, cava, penetra en el pellejo, abre trincheras, tira y amontona afuera los residuos de la excavación, come, pone, se multiplica, se extiende, y ni la pata, ni la boca de la oveja desesperada por la comezón, pueden hacerle nada, en esa situación inaccesible, entre las puntas de las dos paletas, donde la lana tupida, la grasitud abundante, el cuero espeso, le proporcionan alimento suculento y albergue tranquilo.

La oveja se echa, y, de lomo en el suelo, se remueve, con las cuatro patas arriba. Después, se acerca a los lienzos del corral; pero, allí, no puede todavía hacer lo que desea y se contenta con refregar fuerte, contra los listones, la raíz de la cola que ya empezó también a picar. ¡Cómo se conoce que goza! ¡Con qué alma, con qué fuerza, con qué ganas se frota la cola!, a derecha, a izquierda, se tuerce y se retuerce, y estira la lengua, y se lame el hocico, y hace crujir los lienzos del corral.

¡Deleite recio!

Pero la sarna de la cruz y del lomo la vuelve a molestar, y busca; y ve, por fin, en un costado del corral, un trecho de alambrado. ¡Ah suerte!, y mete entre los alambres la cabeza, el pescuezo, y con el alambre de arriba se rasca la cruz hasta cansarse, y al verla, es de creer que si fuera alambre de púa, el gozo sería mayor.

Se abrió, por fin, la puerta del corral, y don Salustiano, parado en ella, contempla, triste, el lento desfile de la majada. Ahí está todo su haber, se puede decir, y lo mejor de ese haber, lo constituye la lana, el vellón, el rico vellón de sus ovejas merinas, que ya tiene ocho meses y debería envolverlas enteritas, espeso y crecido, como opulento manto.

Pero no es así, ni lejos, y se ven, en el montón, tantos vellones despedazados, tantos ponchos desgarrados, y capas hechas trizas, que la majada parece turba de mendigos haraposos; también hay lomos tan pelados que su desnudez hace tiritar hasta los ojos que los ven.

Los mismos corderitos tienen, en su lanita corta, manchitas redondas como piezas de moneda, -pero que no lo son-, y ya se saben rascar como la gente. Han nacido con sarna y así crecerán, hasta donde puedan; los que lleguen a borregos, raquíticos, flacos y deshechos, quedarán, hasta que los esquilen, hechos un amasijo de sarna viva, desde la punta de la nariz hasta la punta de la cola, suplicio refinado que les impone su amo, don Salustiano, sin tener, así mismo, hasta hoy, la fama de hombre cruel, al contrario.

¡Oh! Las excusas no le faltan: ha llovido mucho; es año de mucha sarna; los corrales siempre barrosos; atacó de golpe y cundió sin dar tiempo; empezaba la parición y no se pudo curar; la familia ha estado enferma, y hubo que atenderla; y, como se ve, el pobre no tiene la culpa. Son puras fatalidades.

También asegurará que, antes, no se conocía tanta sarna, y por poco que ande revuelta la política, no dejará de insinuar que, con los malos gobiernos, todo anda mal.

Por suerte, agrega, que pronto vendrán los calores, y que, haciendo corretear y sudar bien la majada, se ataja la sarna; remedio sencillo, de fácil aplicación y baratísimo.

Cuando venga la esquila, atropellarán los esquiladores a asegurar robos, eligiendo las ovejas ya de por sí peladas, y que en cuatro tijeretazos, dejan al peón su lata, y, al patrón, cuatro mechones de lana sucia que ni la lata alcanzarán a pagar.

Pero los robos fueron tantos, esta vez, y el importe de la lana tan poco, que don Salustiano ya se alzó contra la suerte y mandó hacer una bañadera, compró remedio, y tres veces en dos meses, hizo zambullir en el baño toda su majada.

Y se le llenan de gozo el corazón y los ojos, al ver, en pleno invierno, a pesar de las lluvias y del barro del corral, de la parición en su fuerza y de ser el año, de mucha sarna, -en otras partes-

desfilar, alegre y gorda, su majada bien vestida, majestuosas las madres, bajo el peso del espeso, largo y tupido vellón, intacto y limpio; alegres, gordos y retozando, los corderos.

Podrá pagar buen precio a los esquiladores, este año, don Salustiano, pues ya se les acabaron los robos, en su majada.