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de un crimen increible, ocurrido casi en aquel momento, que conmoviera á todos los círculos por la posición social del victimario y por la calidad de la víctima.

El asesino, miembro de una de las familias más conocidas y apreciadas en la entonces capital provisoria de la república, habia descerrajado su revólver sobre una de las principales damas porteñas, allá en la regia y tradicional mansión de Santa Lucía, dando fin á su existencia; unos decían que con la misma arma que cometiera su bárbaro atentado; otros, que fueran los hermanos de la dama sacrificada por él, y no faltó quien asegurara cayera el asesino bajo el plomo de legítima defensa de uno de los caballeros que se hallaban allí de visita en el instante de cometerse el crimen.

Ella, que aún existia á aquella hora, pero en estado gravisimo, era la hermosa señora doña Felicitas Guerrero, viuda de Alzaga.

El, que se ignoraba si ya había dejado de existir, el joven Enrique Ocampo; aquel Enrique Ocampo que muchos conocimos como la expresión más genuina del cumplido caballero, franeo, desprendido, noble, leal en las exterioridades é intimidades amistosas y en el trato de gentes.

¿Qué móvil, qué neurosis, qué germen maléfico habia desequilibrado tan insolitamente su idiosincrasia, educada en el refinamiento de la alta sociedad porteña, para convertirse en actor de ese acontecimiento inaudito?