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preferencias, sus angelicales sonrisas, la mirada de aque- los ojos «imantados con poderes irresistibles!»

Pero «la Estrella del Norte...,» ¡nada!, insensible, y aun desdeñosa, escuchaba todos esos conceptos de alabanza y se burlaba de ellos con su trinada risa de mujer mima- da, engreida y soberbia, hasta que..., ¡al fin!, encontró, como «todas» encuentran, quien abriera, probablemente con llave de ensueños, su hasta entonces insensible co- razón.

Pero es que el galán que venciera tan encantadora fortaleza, acostumbrado estaba, á pesar de su temprana juventud, por su altivo continente, por su belleza varonil, por la inmensa fortuna tradicional de su familia y por su nombre, á rendir pechos esquivos en las lides del niño ciego.

Llegaron á Catalina sus lances novelescos, que escu- chara: primero, con picaresca indiferencia y mohines de desprecio; luego, con caviloso interés, y, por último, con capricho de avasallar á aquel hombre, capricho que se tornara al fin en vencida voluntad.

Y asi fué cómo don Francisco de Alzaga, hijo de don Martin, aquel don Martín de Alzaga que tan heroica actitud desempeñara en la defensa contra los invasores ingleses y que, siendo consecuente con sus añejas ideas, con tal empecivamiento conspirara contra los patrio- tas del año 10, que diera, por ello, la vida en una horca, obtuvo el suspirado «si» de aquellos labios de coral, nido de perlas.

Y cuando llegó á saberse que el joven don Francisco de Alzaga, ¡un Alzaga nada menos!, se enlazaba con la gentil Catalina, no se habló de otra cosa en los salones de la aristocracia...

¡Aristocracia! Si, pues, la habia, y muy empingorotada, á pesar de las radicales tendencias hacia la revolución francesa... ¡Pues no faltaba más que hubiesen de abolirse «las clases,» «privilegios» y «costumbres» por más «refor- mas» que se hicieran! Una cosa era la politica y la inde- pendencia, que todos proclamaban, y otra... La habia, si,